Exposición del caso: Gonzalo atiende semanalmente una catequesis para niños pequeños en un barrio extremo de su ciudad. El número de asistentes, afortunadamente, va creciendo, y con él la necesidad de más catequistas. Consciente de ello, Gonzalo decide proponer a uno de su clase, Antonio, que colabore con esta labor.
Explicando en qué consiste la catequesis, Gonzalo, para animar a su amigo, le cuenta que por esa barriada han aparecido recientemente miembros de una secta, al parecer bien preparados y con abundantes medios, que están consiguiendo atraer a más de uno. —”¡Fíjate, qué desastre!”, apostilla. —”¿Qué desastre? ¿Por qué? Si les sirve…” —”¿Cómo que si les sirve?” —”Pues sí. Si están convencidos de lo suyo, y les sirve para hacer el bien y rezar y pensar en los demás y todo eso, pues yo no lo veo tan mal”. —”¡Pero cómo va a estar bien eso, si es mentira!”. —”Vaya, no pensarás que tienes el monopolio de la verdad tú solo”. Gonzalo insistió: —”¡Pero…, cómo va a ser verdad eso! Si les viene todo de un americano, que seguro que estaba «grillado»”. —”Lo mismo pensarán ellos de ti. Y tú sacas tu Biblia y tus demostraciones. Y ellos sacan la suya, y sus demostraciones. Y si a alguien le parece más convincente lo tuyo, se apunta a lo tuyo. Y si les convence más lo de ellos, pues se apuntará a ellos”.
Gonzalo no esperaba esa reacción. No insistió porque se dio cuenta de que no valía la pena intentar que Antonio fuera a la catequesis: ¿cómo va a enseñar el catecismo alguien con esas ideas? ¡A él era a quien había que catequizar! Se quedó con el asunto en la cabeza, y empezó a buscar libros para encontrar respuesta. Primero quiso informarse sobre la secta. Encontró que, efectivamente, su creencia dependía de una especie de “profeta” reciente; que simplificaba todo, especialmente a base de eliminar lo sobrenatural; y que su versión de la Escritura estaba manipulada. No tardó en darse cuenta de que por ese camino era muy poco probable que convenciese a Antonio. Escudriñó después varios libros a la búsqueda de pruebas de la verdad de la fe católica. Parecía que se atascaba de nuevo: “Si le digo que hay milagros —pensaba—, me va a salir con que demuestre que son milagros de verdad; si le digo lo de las profecías, dirá que de las cosas pasadas cualquiera profetiza «a tiro hecho», y las futuras como todavía no se han cumplido…; si voy con esto de la altura moral, me vendrá con el cuento de los monjes tibetanos o qué sé yo…” A todo esto, su madre había notado el afán de Gonzalo por los libros de teología y su cara de contrariedad, y le preguntó qué sucedía. Gonzalo, que ya estaba a punto de rendirse, se lo contó. —”Creo que no vas a llegar muy lejos por ahí —fue la respuesta—. Estas cosas no suelen ser problema de demostraciones. Es…, no sé cómo decirlo…, es lo que dice tu padre: o vives como piensas, o piensas como vives. ¿Entiendes?” —”Mmm…, creo que sí”, contestó, sin entender mucho pero dispuesto a pensarlo despacio.
Días después, se le presentó a Gonzalo una buena oportunidad. Se encontró con Antonio, y éste, un poco frívolamente, le preguntó: —”¿Qué? ¿Has encontrado ya alguien para esa catequesis?” Gonzalo respondió que no, y a su vez preguntó: —”Oye, ¿pero es verdad que tú no tienes fe?” —”Tío, no es eso. Unas cosas me convencen más y otras menos…” —”¿Como cuáles?” Antonio empezó a enumerar una serie de cosas: el que no se puedan divorciar matrimonios rotos, el que la Iglesia sea “cerrada” y no haya libertad de expresión ni democracia, el que haya que “obedecer ciegamente”, el que obliguen a ir a Misa, y otras cosas del mismo estilo. Gonzalo hizo una pausa, en la que recordó una vez más lo que le había dicho su madre, y por fin se lanzó. —”Mira, todo eso estaría muy bien si no fuera por una cosa”. —”¿Cuál?” —”Que todo eso es una excusa”. —”¿Una excusa de qué?” —”Una excusa para no hacer nada y para justificarte. Mira, con estas cosas te juegas mucho, ¿verdad?” —”Sí, supongo que sí” (el tono de Antonio era algo displicente). —”Pues si te juegas mucho, hay motivos más que suficientes para asegurarse, para buscar dónde está la verdad y por qué. Pero no: tú ahí te quedas parado, a la espera de que alguien te convenza, te demuestre…, y si no, nada; vamos, que si Dios viniera a intentar convencerte, tú a lo mejor te dignarías hacerle caso, a ver si lo consigue. Eso es mucha «cara»”. —”Oye, que yo nunca he dicho eso…” —”Decirlo no, pero es lo que haces. Tienes una serie de ideas, que por cierto creo que ninguna es tuya, que curiosamente coinciden todas en que dejan hacer lo que te da la real gana y en que piden explicaciones a los demás: hasta que todo el mundo se justifique y logre convencerte, tú a hacer lo que quieres y a no mirar en ti mismo si está bien lo que haces y si todas esas ideas son honradas o no pasan de ser excusas… ¡mira qué bien!”.
No esperaba Gonzalo que su amigo diera el brazo a torcer fácilmente, pero estaba satisfecho porque Antonio comenzaba a dar muestras de enfado, lo que —pensaba él— era síntoma de que le había afectado lo que le había dicho. Ya conocía a Antonio, y cuando éste pasó al ataque personal —que si era un fanático, un orgulloso, etc.— no le pilló desprevenido. No quiso contestar a eso, y se limitó a decir que “si pica lo que te he dicho será por algo; yo ya no te digo nada; tú verás si te piensas esto o sigues con lo mismo, que probablemente no te lo creas ni tú”. En el fondo, sí pensaba insistir, pero un poco más adelante: presentía que para que “digiriese” lo que le había dicho hacía falta un poco de tiempo. De momento, lo que sí veía era que, en cualquier caso, algo positivo ya había sacado: su propia fe salía reforzada de esto, y había aprendido unas cuantas cosas.
Preguntas que se formulan: — ¿Se deben aceptar las verdades de la fe porque nos convenzan? ¿Por qué se deben aceptar? ¿Está justificado no creer en algo que no convence? ¿Y en algo sobre lo que vemos razones para rechazarlo? ¿Por qué? ¿Cómo definirías entonces la fe? — ¿Se puede tener fe para unas cosas y no tenerla para otras? ¿Cuál es el motivo? — ¿Puede decirse que la Iglesia Católica tiene el “monopolio” de la fe? ¿Cómo juzga la Iglesia a las demás creencias? ¿Se puede decir que una creencia es buena si sirve para portarse bien? ¿Y que todas tienen igual valor con tal de que se crean sinceramente? ¿Qué noción de la fe tienen los que defienden estas ideas? — ¿Se puede demostrar la fe? ¿Por qué? ¿Tienen algún valor los argumentos que encuentra Gonzalo en los libros? ¿A qué conducen? ¿Podrías añadir algún otro argumento a los que aparecen? ¿Pueden demostrar alguna cosa? ¿En qué sentido la teología puede ayudar a la fe? — ¿Son evidentes las verdades de fe? ¿Se podría decir que se conocen con la misma firmeza que si fueran evidentes? ¿Por qué? ¿Cómo explicarías que no hay orgullo, fanatismo, intolerancia o falta de comprensión cuando hay una fe firme? ¿En qué consiste el “complejo de superioridad” del cristiano? ¿Es compatible con la humildad? ¿La exige? ¿En qué sentido? — ¿Es cierto lo que dice la madre de Gonzalo? ¿Podrías explicarlo? ¿Por qué crees que se ha deteriorado la fe de Antonio? ¿Por qué la fe de Gonzalo sale reforzada después de este episodio? Bibliografía Vid. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 142-144, 150-162, 172-175, 819, 842-845, 856.
Comentario: Ante todo, es preciso comprender qué se entiende, en un sentido amplio, por fe. La fe no se dirige primariamente a “algo”, sino más bien a “alguien”. La fe es un “fiarse”, y uno no se fía de las cosas, sino de las personas. Cuando hay fe en alguien, se acepta lo que dice no tanto por lo que se dice en sí, sino más bien por quién lo dice. Supone aceptar un “algo”, pero por causa del “alguien” de quien nos fiamos. Cuando el motivo por el que se tiene algo como verdad es que nos convence, está claro de quién nos fiamos: de nosotros mismos. Al menos, supone no confiar plenamente en quien lo afirma. Y en este caso se trata nada menos que de Dios.
Antonio sólo tiene fe en lo que le convence. No se trata tan sólo de discernir, entre varias “ofertas” que pretenden tener la Revelación divina, cuál dice la verdad. No pretende que las respectivas “demostraciones” muestren la verdad, sino que convenzan; por eso, lo que él llama “demostraciones” no lo son en realidad, o al menos son concluyentes en sí mismas, sino sólo en cuanto “le” convenzan. Prueba de ello es que en su visión no parece importar que una religión diga la verdad, sino sólo “que sirva” para ser mejor. Para él, la religión no es algo “verdadero”, sino sólo “útil”. Parece ver en ella una oferta variada de personas —a las que “concede” buena intención, eso sí— que crean un montaje, con base a ideas particulares, opiniones, hipótesis, o lo que sea: todo, menos la verdad que proviene de Dios. Hay, pues, no ya una incertidumbre sobre cuál es la verdadera religión, sino un verdadero agnosticismo encubierto. Y no está de más aclarar que, por supuesto, la religión es “útil” —sería más adecuado decir benefactora—, pero lo es en la medida en que es verdadera: no se pueden disociar “verdad” y “bien”.
Y si nos preguntan a los católicos si pretendemos tener “el monopolio de la verdad”, ¿hay que contestar que sí? En realidad, no está muy bien formulada la pregunta: contestar que sí a secas da a entender que tenemos todo y los demás nada. Es verdad lo primero, pero no lo segundo. Las demás religiones tienen parcelas de verdad, que en algún caso son muy elevadas, y, en la medida en que las tienen, pueden hacer el bien; pero la plenitud de la Revelación corresponde sólo a la Iglesia Católica. No podría ser de otro modo, si de lo que estamos tratando es de la verdad: ante afirmaciones contrarias, sólo una de ellas puede ser verdad, y por tanto en los temas discrepantes, entre varios que reivindican tener la verdad, sólo la puede tener uno.
¿Y por qué ese uno tiene que ser la Iglesia Católica? No es muy difícil, al menos si se examina con profundidad, descartar bastantes creencias, por sostener cosas absurdas, tener origen incierto o enseñar una moral indigna, pero eso no resuelve todo el problema. Aquí entran en juego las “investigaciones” de Gonzalo. Los argumentos que estudia son perfectamente válidos, siempre que se sea consciente de que tienen una “utilidad limitada”, es decir, insuficiente para garantizar el ulterior acto de fe. Constituyen lo que se han llamado preambula fidei, y muestran que es razonable adherirse a la fe católica, y que sólo ella tiene todas las garantías de autenticidad. Sitúan, a quien honradamente busca la verdad, a la puerta de la fe. Pero no más allá. Porque tener fe no será nunca fruto de comprobar la veracidad de la conclusión de un razonamiento, sino la respuesta a una gracia de Dios que mueve a creer, y, por tanto, un don de Dios, inalcanzable con las solas fuerzas humanas. Es el rechazo de esta gracia —por ejemplo, cuando pretendemos condicionar nuestra adhesión a tener una seguridad que sólo proporciona la evidencia: ésta sustituiría a la confianza— lo que es culpable, y, por tanto, un pecado. Es también interesante saber que, de todos los argumentos —”motivos de credibilidad”— expuestos, el más importante es el fruto de santidad de la Iglesia (cosa distinta son a veces las apariencias o los “clichés” propagandísticos, que se disipan cuando se examinan las cosas de cerca y con rigor). Es cierto que puede haber santidad en comunión imperfecta con la Iglesia, pero sigue siendo fruto de la santidad de la única Iglesia. De ahí la fuerza que tiene el enseñar las vidas de los santos, más aún cuando se trata de santos cercanos en el tiempo y circunstancias.
Pero, para dar sus frutos, la búsqueda de la verdad debe ser honrada. Aquí sucede algo parecido al primer caso. Lo que dice la madre de Gonzalo es verdad, sobre todo en un caso como éste en que Antonio, a diferencia de lo que parecía ocurrir con Bárbara, ha sido educado en la fe católica. Ha habido un rechazo —al menos práctico— de ésta, y eso no sucede sin motivo. Hay cosas que no entiende —la respuesta a cada uno de sus argumentos se hará en los respectivos casos que traten esos temas—, pero eso es la excusa, o al menos la consecuencia, no la causa. La causa la expone bien Gonzalo, y —menos impulsivamente que Margarita en el primer caso— actúa bien: no hay otra manera de “despertar” a Antonio.
Y por último, aunque sea un asunto que poco afecta al tema de este caso, el caso nos recuerda que, en las tareas de formación cristiana, aunque sea la catequesis más elemental, la primera necesidad es comprobar y cuidar la formación de quienes se pretende que formen a los demás.