Exposición del caso: En casa de Ramón lo habitual era que durante las comidas estuviera la televisión enchufada. Daban las noticias. Ramón advirtió que cada vez que salía el Papa diciendo algo, no faltaba la coletilla final señalando que había en la Iglesia voces discrepantes. A veces se decía eso sin especificar más, y otras aparecía a continuación uno de los discrepantes, normalmente presentado como teólogo. Cuando el que aparecía en pantalla era un obispo, siempre —o casi siempre—, salía a continuación el discrepante de turno.
Lo comentó en el colegio con sus amigos. —”Normal —le contestó uno—: también cuando sale alguno del gobierno sacan después a uno de la oposición”. —”Sí, pero no sé… Los políticos que salen parecen muy normales, pero éstos tienen pinta de ser un poco «raritos»…” —”¡Anda! Ya estás tú juzgando a la gente por la pinta”. Ramón no dijo nada: sí —pensaba—, la verdad es que no está bien juzgar a la gente por la pinta.
Sin darse mucha cuenta, al pensar en ello despertó su interés, y empezó a fijarse en las noticias relativas a la Iglesia. Leía la sección de religión del periódico. Había que cubrir vacantes en puestos relevantes de la Jerarquía eclesiástica, y las noticias hablaban de “candidaturas conservadoras” y “candidaturas progresistas” —incluso en alguna ocasión de “derechas” e “izquierdas”—, y de presiones de unos y de otros. A Ramón estas cosas le decepcionaban: no era esa la idea que tenía, ni lo que le habían enseñado.
En otra ocasión, la televisión dedicó bastante espacio al hecho de que un profesor de una facultad eclesiástica de teología había sido desposeído de su cátedra porque sus enseñanzas eran contrarias a la fe católica, aunque el locutor no lo dijo así: dijo que era por contradecir a la “línea oficial”. El expulsado se descargó, con cierta amargura, diciendo que era un atropello que conculcaba no sólo el derecho a la libertad de cátedra, sino también el derecho a la libertad de expresión, elemental en cualquier sociedad que no sea una dictadura. Y añadió que pretendían amordazarle con amenazas de suspensión.
A Ramón todo esto le produjo una pequeña crisis. Le daba vueltas a la cabeza pensando si toda la doctrina que había aprendido como sostenida con firmeza en realidad no lo era tanto, y dependía del momento y de quién tuviera las riendas. Le empezaba a parecer atractiva una idea que hasta el momento había oído pero también rechazado: que cada uno “se quedara” con lo que le parecía bien, o le parecía convincente. Al fin y al cabo —pensaba—, con eso es con lo que uno queda si resulta que lo demás es “un montaje”. Estaba preocupado, y su padre se dio cuenta; no se le escapaba una cosa así, sobre todo porque era psiquiatra. Preguntó a Ramón qué pasaba, y éste se lo explicó. —”Ya —contestó su padre—. ¿Y… me acompañarías esta noche a ver un programa?” A Ramón le desconcertó algo esta salida, pero aceptó con gusto: su padre era una persona bastante ocupada, y le encantaba que le prestara esa atención y que le tratara —a diferencia de su madre— como una persona mayor.
Lo entendió cuando vio que el programa consistía en entrevistar al teólogo sancionado, con alguna canción por medio para hacer más llevadero el seguimiento del programa. Defendiendo su postura, dijo que en la Iglesia lo único considerado infalible eran los dogmas, y que por tanto se podía legítimamente discrepar del resto. —”A ver —el padre de Ramón se dirigió a éste—: ¿es verdad que lo único infalible son los dogmas?” —”Sí, ¿no?” —”Y los diez mandamientos, ¿los consideras infalibles?” —”Bueno, pero son dogma, ¿no?” —”Pues no, no lo son. Ahora fíjate bien en el tipo en cuestión, a ver si ves algo raro”. Ramón se fijó: un poco alterado ya parecía, pero lo atribuyó a que debía estar algo resentido, y así lo dijo a su padre. —”Rasgos obsesivos y algún síntoma paranoide. Bueno, eso es mi terreno”. —”¿Quieres decir que está «zumbado»?” —”Hum…, digamos que sería un buen cliente. ¿Y no te sugiere esto nada sobre lo que decías de los periódicos?” —”¿Qué? ¿Que también están «zumbados»?” —”¡No, hombre, no! «Zumbados» no; bueno, a lo mejor alguno sí. Pero…”. —”Ya, pero que hay que ver quién dice las cosas”. —”Eso sí. Hay que ver qué piensa el que las dice porque…” —”Porque a lo mejor te está “colando” su propia visión de las cosas…” —”Sí: su propia visión de las cosas, que puede ser la de quien no tiene fe, o incluso la del que deforma la realidad porque…” —”¿Porque está «zumbado»?” —”Bueno, a veces puede estar «zumbado», como dices tú. Pero me refería a que a veces detrás está la justificación de una vida que quizás no sea…, ¿cómo diría yo?, la más conveniente”. —”Ya, pero la falta de libertad…” —”Vamos a ver. Si ahora tú me vinieras diciendo que no me quieres aceptar a mí como padre ni a tu madre como madre, ¿qué tendría que responderte?” —”Pues… que me busque otra casa”. —”E incluso podría decir que si tan poco te gustamos, quedas libre para buscar otro lugar donde estés a gusto. ¿Entiendes?” Al acabar el programa, Ramón se dirigió a su padre: —”Oye, se aprenden cosas aquí…” —”Sí…, y creo que no sólo tú”. —”¿Tú también? ¿Y qué has aprendido tú?” —”Pues… que esto hay que repetirlo”, contestó, diciendo con eso lo que su hijo no se había atrevido. —”Y que creo que no compensa tener la tele encendida durante las comidas. ¿A ti qué te parece?” —”¿A mí? Pues que bien, ¿no? Un poco más, y acabo «zumbado»”.
Preguntas que se formulan: — ¿Cómo se configura la organización de la Iglesia? ¿Por qué? ¿Cómo la quiso Jesucristo? ¿Qué jerarquía estableció? ¿Puede compararse en este aspecto a la Iglesia con la sociedad civil o política? ¿Por qué? ¿Es una iglesia democrática un ideal a conseguir? ¿Por qué? ¿Quiere eso decir que es una especie de dictadura? ¿Por qué? — ¿Qué abarcan las enseñanzas de la Iglesia? ¿Puede decirse que tiene esa enseñanza en propiedad? ¿Podría cambiarla? ¿Por qué? ¿Puede considerarse infalible? ¿Tiene algo que ver en ello el Espíritu Santo? ¿En qué consiste la asistencia del Espíritu Santo a la Iglesia? ¿Qué papel tiene la Jerarquía en esa conservación? ¿Qué es el Magisterio de la Iglesia? ¿Quién enseña en nombre de la Iglesia? — ¿Qué es un dogma? ¿Son los dogmas la única enseñanza infalible de la Iglesia? ¿Cabe algún tipo de derecho a discrepar del Magisterio de la Iglesia? ¿Aunque de lo que se discrepe no sea un dogma? ¿Por qué? ¿Qué dirías de una teología que concluyera contrariamente al Magisterio? ¿Qué función tienen los teólogos dentro de la Iglesia? — ¿Tiene la Jerarquía potestad de sancionar? ¿Qué tipo de sanciones puede poner? ¿Por qué motivos? ¿Con qué finalidad? ¿Van contra el derecho de libertad de expresión? ¿Por qué? ¿Quién en la Iglesia puede sancionar? ¿Además de sancionar, a qué se extiende la potestad de regir? — ¿Hay alguna otra potestad en la Iglesia, además de enseñar y regir? ¿En qué consiste? Dentro de estas potestades, ¿qué corresponde al Papa y qué a los obispos? ¿Participan más personas de estas potestades? ¿Quiénes? ¿Cómo? Bibliografía Vid. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 737-741, 861-862, 874-897, 901-913.
Comentario: El presente caso, a decir verdad, no admite demasiados comentarios, porque ya incluye en su planteamiento abundantes comentarios, los del padre de Ramón, y son bastante certeros.
A la Iglesia nunca se la podrá entender si se pierde de vista su carácter sobrenatural. Pretender introducir la democracia en la Iglesia —como en la sociedad civil—, acabaría, por la misma dinámica de la democracia, pretendiendo someter a elección al mismo Jesucristo (¿y cuál sería la alternativa?). Y eso es así porque se sometería a votación el modelo de sociedad que Jesucristo instauró en su Iglesia, su estructura misma. Y Jesucristo es Dios.
Por eso, lo que se pone en tela de juicio es la naturaleza misma de la Iglesia. Lo que es puramente humano es siempre criticable, cambiable, mejorable. Lo que es divino, no lo es. Y en la Iglesia se mezclan las dos cosas, lo humano y lo divino. Aquello es mudable y perfectible, esto no. No se trata de que en la Iglesia no haya nada mejorable, o que no pueda haber —por desgracia, las ha habido— ambiciones de poder o de honor. El problema aquí es que implícitamente se considera que todo es humano: por eso se pretende asimilar a la sociedad civil, sin restricción alguna, y se juzga con criterios con los que se juzga a cualquier otra sociedad. Prueba de ello es el efecto que produce en Ramón: provocan que su fe se tambalee por perder la Iglesia su autoridad. Pero es que, para que la fe sea verdaderamente fe, la autoridad debe ser divina. Si deja de serlo, y es puramente humana, sólo puede pretender una opinión: pretender otra cosa sería pretender una dictadura de las conciencias.
Pero la fe lo que pide es una adhesión a Dios, y por tanto a lo que Dios ha enseñado y establecido, y a quienes actúan como verdaderos portavoces de Dios. ¿Puede alguien arrogarse el título de portavoz de Dios? Si no existiera una asistencia del Espíritu Santo, sería algo muy discutible. Pero la hay, y quien habla en nombre de la Iglesia —en lo que pertenece al depósito de la fe, de conformidad con su cabeza y con su tradición— puede decir que habla en nombre de Dios. Y habla en nombre de la Iglesia quien ocupa alguno de los puestos que Jesucristo estableció y que llevaban consigo la función de enseñar. De ahí viene su autoridad. Y, si se examina lo que Cristo dispuso para Iglesia y a quién designó para que enseñara, se debe concluir que los maestros de la fe son en primer lugar los obispos —con el Papa a la cabeza: por tanto, en armonía (“comunión”) con él—, no los teólogos. Y el teólogo del programa se queja de que no se respeta su opinión, cuando lo que estaba haciendo no era opinar, sino enseñar —tenía una cátedra—. No tiene derecho a quejarse de que los responsables de esa enseñanza —el llamado “Magisterio” por esta razón— declaren que no se ajusta a lo que enseñó Jesucristo y la Iglesia conserva.
Pero, ¿y la sanción? ¿No es injusto sancionar a nadie por “delitos” de opinión? En principio sí lo es, pero hay un límite. Por ejemplo, los Estados suelen castigar la llamada “apología del terrorismo”, que no traspasa el ámbito de la opinión y la expresión de ideas. Pero lo hacen porque es subversivo, porque atenta contra el bien común, porque perjudica —aunque sea indirectamente— a ciudadanos inocentes, porque lo que propugna es un mal grave para la sociedad. La Iglesia es una sociedad de orden espiritual. Pero se pueden trasladar estos calificativos al orden espiritual cuando lo que alguien pretende es subvertir el fundamento mismo de la Iglesia, porque ese fundamento es su fe. Claro está, que también la sanción justa deberá pertenecer, como es aquí el caso, al orden espiritual. Por eso el Derecho Penal de la Iglesia habla de “suspensiones” (de ejercer como clérigo) o de “excomuniones” (se aparta del culto y los sacramentos), y no de cárcel.
En toda sociedad debe existir una autoridad; en caso contrario, se disgrega, es la anarquía. Consciente de ello, Jesucristo quiso que aquéllos designados para transmitir su enseñanza y su gracia, también tuvieran autoridad, pudieran gobernar a la Iglesia. (Es verdad que todos podemos y debemos transmitir su enseñanza, y en cierta medida su gracia, como también lo es que por eso precisamente todos los fieles participan de esa potestad de regir, y pueden ayudar a otros —hacer de buen Pastor—con su ejemplo y su palabra: es el llamado “sacerdocio común” de los bautizados). Por eso fundó una Iglesia con jerarcas, con jerarquía: una Iglesia jerárquica. Y la hizo “piramidal”: hay un vértice, una autoridad suprema, una “monarquía” (“gobierno de uno”), un sucesor de Pedro: el Papa. La jerarquía no está “para” sancionar —está sobre todo para guiar—, pero no podría cumplir bien su cometido si no tuviera ese poder sancionador. No es injusta por tanto esta sanción. Lo que sí sucede es que el programa es tendencioso, como lo sería un programa al que, para invitar a juzgar sobre la justicia de unas penas por robo, no se le ocurriera otra cosa que ir a la cárcel a entrevistar a los ladrones.
De paso, a la vista del caso podemos pensar que es una lástima que el padre de Ramón haya tardado tanto en dedicar a su hijo el tiempo que debería, por ocupado que estuviera. Muestra dos cosas muy positivas: una, que es muy buen educador; y dos, que sabe utilizar bien la televisión.