Exposición del caso: Aunque dentro de la programación televisiva no son los informativos lo que más atrae a José Luis, viendo un sábado la televisión se encontró con un programa de reportajes extensos sobre temas de actualidad, y despertó su interés. Los reportajes pasaron revista a un par de zonas conflictivas del mundo, y desfilaron crudas imágenes de un panorama desolador: hambre, guerras, asesinatos, refugiados sin hogar, destrucciones, odios. José Luis quedó impresionado; tanto, que le costó conciliar el sueño, y aquella noche tuvo pesadillas.
Al día siguiente, domingo, fue a Misa a su parroquia. El Evangelio que tocaba leer invitaba al abandono en la providencia divina. En la homilía, el sacerdote habló de la inmensa bondad divina, y de la providencia de Dios, que cuida de sus hijos, de forma que busca su bien en todo, y nada sucede sin que Dios lo quiera o lo permita. Interiormente, José Luis protestaba al oír aquello, comparándolo con lo que había visto el día anterior. Casi le parecía un cruel sarcasmo: ¿cómo se puede ser bueno y poderoso, y permitir que pasen esas cosas? Incluso pasó por su cabeza la idea, que había oído alguna vez, de que Dios se haya desentendido del mundo una vez creado, dejándolo a su suerte; pero sabía que no eran católicos los que pregonaban eso, y no quiso darlo por bueno.
A la salida, se fijó en el tablón de anuncios junto a la puerta de entrada. No solía detenerse a mirarlo, pero esa vez sí lo hizo. Se fijó en una especie de ciclo de conferencias de divulgación teológica. Una de ellas tenía por título “Qué sabemos de Dios”, y sólo faltaban diez días para que tuviera lugar. Decidió asistir.
El conferenciante fue presentado como un ilustre teólogo, y a José Luis le pareció que, efectivamente, parecía sabio. En honor a la verdad, José Luis tuvo que reconocer que no entendió todo lo que dijo, pero sí le pareció que había captado lo fundamental. La tesis central partía de que Dios es un ser infinito y trascendente, y por eso infinitamente trascendente. Así pues, nos separaba de Él una distancia infinita, de modo que sólo podíamos decir que era absolutamente distinto: el “Totalmente Otro” fue la expresión que empleó. Por eso todo intento de conocer con propiedad qué es Dios estaba condenado al fracaso. Los atributos que aplicamos a Dios no pasarían de ser pura metáfora, imágenes humanas —antropomorfismos—, palabras útiles para “andar por casa”, pero que en realidad nada dicen de lo que Dios es en sí.
A José Luis le pareció convincente la exposición: estaba todo bien razonado, parecía dar respuesta a lo que la inquietaba —si no sabemos, no podemos juzgar—, y el conferenciante era católico, no “un descreído de esos”. Sólo quedaba una sombra de duda: en el turno de preguntas, un señor le dijo que si nada sabemos sobre Dios no podemos afirmar ni siquiera que existe. La pega parecía sensata, y de la contestación no había entendido nada, lo que relacionó con sus exámenes: cuando sabía lo preguntado, la contestación era clara y directa; cuando no lo sabía, se “enrollaba” y la exposición se hacía bastante opaca. Una vez más no sabía qué pensar. Preguntó a su madre, pero ésta dijo que el tema “le superaba”, y que a lo mejor estaba intentando comprender más de lo que se puede. Preguntó a su padre, pero le comentó que estas cosas hay que estudiarlas en serio, lo que él no había hecho. Acabó preguntando a todo el mundo, y algún amigo le dijo que si tantas ganas tenía…, que rezara pidiendo luces. Al final, fue a preguntar al sacerdote del colegio: le contó la cuestión y las respuestas que había recibido. El comentario del sacerdote fue un tanto inesperado: las respuestas, por separado, podían ser insuficientes, pero si juntaba las tres ahí estaba la solución.
Preguntas que se formulan: — ¿Qué significa que Dios es trascendente? ¿A qué se opone? ¿Supone la trascendencia divina que no hay nada que nos une a Dios? ¿Qué es lo que nos une? ¿El ser de las criaturas debe tener algo en común o alguna semejanza con Dios? ¿Por qué? ¿No atenta esa semejanza contra la infinitud de Dios? ¿Puede haber semejanza entre lo finito y lo infinito? ¿En virtud de qué? — ¿Conocemos realmente cómo es Dios? ¿Cómo conocemos los atributos que aplicamos a Dios? ¿Cómo los aplicamos a Dios? ¿Nos dan a conocer cómo es Dios? ¿Nos dan a conocer algo de Dios? ¿Qué nos dan a conocer? ¿Es cierto que desconocemos de Dios mucho más de lo que conocemos? ¿Por qué? — ¿Qué tipo de perfecciones atribuimos a Dios? ¿Se pueden decir de Dios todas en el mismo sentido? ¿Cuáles atribuimos en sentido propio? ¿Por qué? ¿Qué atributos de Dios conoces? — ¿Podría Dios desentenderse completamente de sus criaturas, dejándolas a su suerte? ¿Por qué? ¿Quiere Dios necesariamente el bien para ellas? ¿Las quiere a todas por igual? — ¿Qué contestación darías a las protestas de José Luis? ¿Cómo juzgarías los argumentos de la conferencia? ¿Es correcta la objeción que se le pone al conferenciante? ¿Por qué? ¿Es certero lo que dice el sacerdote del colegio? ¿Por qué? Bibliografía Vid. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 36-43, 200-221.
Comentario: Los misterios de la fe suelen aparecer como algo paradójico: incluyen dos aspectos que a primera vista son inconciliables entre sí. Quizá el caso más notable es el que se estudiará en el próximo caso. Pero lo mismo sucede con el conocimiento de Dios. Dios trasciende el universo, pero a la vez está en la profundidad más íntima de cada ser; Dios es infinitamente justo, pero también es infinitamente misericordioso; conocemos atributos de Dios —que es la suma bondad, la suma sabiduría, la suma vida, etc.—, pero a la vez no conocemos la naturaleza divina.
La tentación más fácil —y muy frecuente en la historia— es intentar resolver el problema eliminando uno de los términos. Es lo que hace el conferenciante. “Se queda” con la trascendencia, y pierde así el contacto con las criaturas, que es la vía por la que nuestro conocimiento puede ascender a Dios. El resultado es que, como bien ve el que le formula la objeción, al no poder ascender a Dios no podemos decir siquiera que existe. Esta posición tiene un nombre, “teología negativa”, que es de procedencia protestante. Esta manera de proceder puede dar una solución al problema que en un momento dado se esté considerando —así sucede con José Luis—, pero su desarrollo conduce a un callejón sin salida, como intuye acertadamente el protagonista del caso. Y no sirve de nada aquí que el conferenciante recurra a metáforas o signos: éstos se pueden emplear sólo cuando se sabe de antemano a qué se refieren.
La verdadera solución está en tomar todos los aspectos y mostrar que la contradicción es aparente. Lo primero nos lo proporciona la fe. Lo segundo es tarea de la teología. La fe nos señala desde el principio que estamos tratando de un misterio —en este caso, no es difícil comprender que sólo el entendimiento divino es capaz de conocer plenamente a Dios: un Dios que cupiera en nuestra cabeza sería un dios limitado, no sería Dios—: por lo tanto, es algo que “nos supera”. La teología muestra lo que sabemos a pesar de nuestra limitación, y resuelve las aparentes contradicciones; no es un asunto fácil si se quiere hacer con rigor, y por lo tanto requiere estudio. Y como el amor propio humano es reacio a admitir limitaciones, y siempre existen tentaciones de simplificar las cosas para hacerlas asequibles —lo malo es que a costa de la verdad—, es necesaria una rectitud y sencillez que difícilmente se obtiene sin rezar. De ahí la necesidad de una vida de piedad (que, además, gracias a los dones del Espíritu Santo va proporcionando un cierto conocimiento “connatural” de Dios). Esto explica la contestación del sacerdote, muy acertada, que parece desconcertar a José Luis.
La gran paradoja es que podemos decir que conocemos la esencia divina, y que no la conocemos, y ambas cosas son ciertas. Ya ha sido dicho que la solución no está en suprimir una de las dos afirmaciones. Tampoco en admitir una contradicción: sería admitir el absurdo. En resumidas cuentas, está en decir que sabemos el qué pero no el cómo. Conocemos que una serie de perfecciones son propias de Dios (en términos técnicos, las unidas al ser, no a la condición material de éste; p.ej., se le puede atribuir la bondad o la belleza, pero no la velocidad), por ser el Ser Supremo, causa de los demás seres. Cuando se hace algo se da de lo que se tiene, y por eso lo causado siempre dice algo de la causa. En el caso de Dios, lo causado es el ser, que abarca toda otra perfección. Por eso podemos decir que las criaturas participan del Ser de Dios, con sus perfecciones. Pero sólo conocemos esas perfecciones en las criaturas. Sabemos que en Dios están en grado supremo, pero no tenemos idea de cómo es cualquiera de esas perfecciones.
La misma solución, aunque con matices propios, tiene el problema del mal. Desde siempre el sufrimiento y el mal han sido “piedras de escándalo”: han puesto a las personas crudamente frente al sentido de la vida, y han acercado a los hombres a Dios, o los han alejado de Él. Han creado santos y apóstatas. Pero la única respuesta válida viene de la fe. Los matices propios vienen del hecho de que entra en juego una historia: la historia de la humanidad. Al principio de la creación sí que existía ese mundo sin dolor: el paraíso. Pero el pecado del hombre alteró todo: la muerte, el dolor, el desorden, vinieron como castigo; y vinieron por esa inclinación al pecado que produjo, que hace que los seres humanos se causen daño unos a otros. ¿Y por qué no eliminó Jesucristo todos esos males? Pues no lo quiso hacer porque, uniéndolos a su Obra Redentora, sacó de ellos bienes mayores y una mayor gloria eterna para el hombre al permitirle asociarse a su sufrimiento redentor. Sólo la fe, el sentido trascendente de la vida —la definitiva es la eterna—, y la buena voluntad hacen posible conocer esto, aceptarlo e incluso quererlo. Es uno de los más importantes “secretos” del cristianismo, uno de los pilares de la vida cristiana. Y permite ver, a través de ese sufrimiento —otra vez la paradoja— la inmensa bondad de Dios. Efectivamente, no es católico —ni cristiano— el llamado “deísmo” que piensa en un Dios que se ha desentendido del mundo.