Exposición del caso: Aunque normalmente se limitaba a mirar las fotografías y poco más, a Eduardo no se le escapaba que el semanario que compraba su padre “no se llevaba muy bien” con la Iglesia: con frecuencia aprovechaba cualquier motivo para atacar la doctrina y la jerarquía. A su madre —mujer piadosa y más culta de lo que parecía—, no le gustaba, pero su padre decía que aunque ese aspecto no le agradaba, era el semanario que mejor informaba y que, además, “no hay otra cosa”.
Un día, hojeando la revista, reparó en una foto en color que presentaba a unos padres jóvenes sonriendo con un hermoso bebé en brazos. Era un “niño-probeta”. Eduardo sintió curiosidad por el asunto, y leyó el artículo. Daba algunas estadísticas y noticias sobre tratamientos contra la infertilidad, y al final, tras aludir a la alegría que llevaba a los hogares, comentaba que no se explica cómo la Iglesia Católica no permite la fecundación “in vitro” y otras técnicas, cerrando la puerta de la felicidad para tantas parejas. Hacía referencia a la disociación entre la Iglesia (que se había anclado en el pasado) y el mundo actual, y juzgaba que si no quería “perder el tren de la vida” y automarginarse, la Iglesia tenía que adaptarse, revisando su “catálogo de prohibiciones”. Varias páginas más adelante, se volvía a arremeter contra la doctrina católica en términos parecidos, esta vez a propósito del control de la población. La foto en este caso recogía a unos indígenas muy escuálidos, de cara inexpresiva.
Eduardo no sabía qué pensar, y a la hora de comer sacó el tema en la mesa. Su hermana Asunción —estudiaba 4º de Historia— parecía estar bastante de acuerdo con la revista. Dijo que no es lo mismo el siglo I que el XX, y que en aquel tiempo no había problema de superpoblación, y tenía sentido prohibir cosas que entonces dañaban a la sociedad, mientras que ahora la favorecerían. Ella —añadió— sabía de historia, pero pensaba que lo mismo ocurriría en otros asuntos. Su madre replicaba que eso era “una barbaridad” y que esos problemas pueden arreglarse de otro modo. Su padre dio la razón a su madre señalando que, efectivamente, hay mucho excedente de alimentos y mucho niño para adoptar: “siempre se apuntan a lo fácil”, concluyó.
Al cabo de un rato, llamaron a la puerta, y fue a abrir Eduardo. Era Engracia. Procedente de un pueblo, había trabajado tres años como empleada viviendo en la casa. Se había casado hacía poco —tras un gran esfuerzo por parte de la madre de Eduardo para que fuera a la preparación en la parroquia y se casaran allí, pues el chico no quería—, pero seguía yendo a trabajar, al menos hasta que encontrasen otra chica. Estaba llorosa, y Eduardo lo notó: —”¿Te pasa algo?” —”No”. —”Sí que te pasa”. —”Que no, que no es nada”. Eduardo no se convenció, y dio un grito: —”¡Mamá, mamá! ¡Ven, que a Engracia le pasa algo!”. Acudió su madre, la llevaron al salón, se sentaron, y tras preguntar un rato qué sucedía, al final estalló en sollozos y se lo contó. Resultaba que su marido le había ocultado, hasta ese mismo día, que era portador del virus del SIDA. La consolaron como pudieron, y le dijeron que ya hablarían con más calma del asunto.
Días después, por la noche, estaban en el salón los padres de Eduardo y éste. Salió a conversación la situación de Engracia, la prevención de la enfermedad, y con ello el preservativo. El padre parecía a favor: —”¿Qué va a hacer si no? ¿Dejar que la mate?” —”Pero no puede ser; eso es inmoral”. —”¿Y quién ha dicho eso?” —”Pues la Iglesia…”. —”Pero eso no es ningún dogma: es su visión de las cosas que van saliendo”. —”Vaya, no sé yo si eso es muy correcto…; la Iglesia no habla en nombre propio”. —”¡Que no, mujer, que no! Que una cosa son las cuestiones de fe, que o las crees o nada, y otra cómo resolver los problemas de la vida”. —”Mira, que tampoco es dogma que no robes…”. —”¡Pero está en la Biblia! ¿Y esto, en qué parte de la Biblia sale esto? ¿Lo que predican no tiene que estar en la Biblia? ¡Pues entonces…!”. —”No, si a mí también me da pena, pero…”. —”Pero además —la interrumpió—, ¿no es también la Iglesia el cura que la preparó? Porque fue a verle, ¿y qué le dijo?” —”Pues —tuvo que admitir ella—, le dijo que en principio eso no está bien…, pero que su caso era un poco especial… que habría que ver…” —”¡Vamos, que no se atrevió a decirle que sí!”. —”Más parece que no se atrevió a decirle que no”, intervino por primera y última vez Eduardo. —”¡Tú cállate! ¿Qué sabrás tú de esto? No, si cuando te pilla lejos puedes teorizar lo que quieras, pero cuando ves de cerca las cosas…”. —”Bueno, tienen su autoridad, ¿no? Mira a ver por qué dicen lo que dicen”. —”¿Su autoridad? ¡Que no sean orgullosos! ¡Nada, que ellos contra todo el mundo! ¡Todo el mundo ve clara una cosa, pero no, ellos «erre que erre»!”. A estas alturas ya estaba levantando bastante la voz.
Eduardo estaba un poco enfadado a resultas de la discusión; a su madre ya se le había escapado alguna vez un “con tu padre no se puede discutir”, y comprobarlo no era grato. Tenía que reconocer que, efectivamente, de eso no sabía mucho, pero, bien mirado, ¿tanto sabía él?, ¿y de qué sabía tanto? —”¡Claro, la revista!”, dijo de repente. “Iguales —pensó—: llaman orgullosos a los demás, y ellos, mira…” Y, además, su madre tenía razón: no se molestan en ver por qué dicen lo que dicen cuando no coinciden con lo suyo. Por otra parte, le daba mucha pena la situación de Engracia, y le hacía sufrir el pensar que estuviese condenada a la infelicidad. Esto le había despertado, pues hasta entonces había vivido como si esas cosas sólo pasaran en los “culebrones” televisivos. Concluyó que “no podía ir así por la vida” y que tenía que enterarse en serio de todas esas cosas.
Preguntas que se formulan: — ¿Habla la Iglesia en nombre propio? ¿En nombre de quién lo hace? ¿Con qué autoridad? ¿Lo hace infaliblemente? ¿En virtud de qué? ¿Puede acusársela por ello de orgullo? — ¿Qué es la Revelación? ¿Abarca sólo materias que sólo pueden conocerse por fe? ¿Qué es un misterio? ¿Piden los misterios sólo su aceptación por la inteligencia, o afectan también a la vida? ¿Podrías poner un ejemplo de ello? ¿Qué es un dogma? ¿La Revelación incluye sólo dogmas? — ¿Tiene la Iglesia autoridad para enseñar verdades de índole natural? ¿Por qué? ¿Qué aporta con esta enseñanza? ¿Ves en el caso estudiado la necesidad de esta enseñanza? ¿En qué? — ¿Se contiene toda la Revelación en la Biblia? ¿Toda verdad de fe tiene que estar en ella? ¿Por qué? ¿Dónde más se contiene? ¿Qué es la Tradición? ¿Son evidentes las enseñanzas de la Escritura, o necesitan interpretación? ¿Quién la interpreta con autoridad? ¿Por qué? — ¿Es la Iglesia “propietaria” de las verdades reveladas? ¿Puede disponer de ellas? ¿Con qué título las posee? ¿En qué sentido es el Magisterio fuente de la Revelación? — ¿Cuándo se completó el depósito revelado? ¿Está condicionado por la situación y la cultura de la época? ¿Por qué? ¿Puede haber alguna razón que justifique un cambio? ¿Cabe algún progreso? ¿De qué tipo? ¿En virtud de qué, si el depósito está completo, puede juzgarse una situación nueva? ¿Es la única misión del Magisterio de la Iglesia custodiar el depósito de la fe? ¿Tiene derecho a juzgar “las cosas que van saliendo”? ¿En virtud de qué? ¿Debe adaptarse la doctrina a las diferentes épocas o sociedades? ¿Por qué? ¿Pueden juzgarse éstas a la luz de la doctrina? ¿En qué sentido? — ¿Cuándo se puede decir que la Iglesia enseña una doctrina? ¿Quién tiene autoridad para hablar en nombre de Ella? Bibliografía Vid. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 74-95, 101-114, 785, 888-892.
Comentario: El problema alrededor del cual gira este caso se ha escogido no sólo por ser de mucha actualidad, sino por ser un tema en el que resulta más difícil comprender la postura de la Iglesia que en otros asuntos. Es cuando uno se siente más inclinado a pensar otra cosa, cuando se pone de manifiesto si se considera a la Iglesia depositaria de la Revelación divina, o si se considera su criterio como una opinión más, de la que por tanto se puede discrepar. Puede ser orgullo sostener una opinión “contra todo el mundo”, pero sólo si se trata de la opinión propia; la Iglesia, en cambio, hace suyas las palabras de Cristo: “mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado” (Jn. 7, 16). Eso no es orgullo: es fidelidad.
En cambio, en el padre de Eduardo sí que hay orgullo. Es un hombre que tiene fe y parece haber recibido una buena formación, pero un excesivo apego a su opinión y, en general, una excesiva confianza en sí mismo, han permitido que esa fe se erosione. Posiblemente se da una autosuficiencia —un pensar que está definitivamente bien formado— que ha hecho que se descuide, y el constante bombardeo ideológico de unas publicaciones anticatólicas sin el contrapeso del cuidado por su formación ha comenzado a influenciar su manera de ver las cosas, aunque él no se dé cuenta. Ante una situación difícil, y en medio de un acaloramiento, afloran varias de estas deformaciones.
Es frecuente que, cuando se pone en tela de juicio la doctrina de la Iglesia Católica, se utilice por quienes lo hacen —frecuentemente personas sin fe— una noción de religión muy influenciada por ideas protestantes. Aquí sucede esto. El protestantismo rechaza la mediación eclesial, o sea, que la doctrina venga de Dios a través de a Iglesia; en vez de ello, sostienen la libre interpretación de la Biblia por cada creyente, y es la Biblia su única fuente de la Revelación: para el protestantismo no cuenta la Tradición. Y además, es la fe sin obras la que salva. Por eso se disocia “las cuestiones de fe” de “los problemas de la vida” (fe sin obras); por eso se separan las verdades de fe —”los dogmas”— de la “visión de las cosas que van saliendo” (falta de mediación eclesial: “la fe” fue algo revelado hace muchos siglos, y así la doctrina sobre las cuestiones que surgen después queda en mera opinión); por eso “lo que se predica tiene que estar en la Biblia” (negación de la Tradición como fuente de la Revelación).
En cambio, la Iglesia se sabe depositaria de la Revelación. “Depósito” aquí se refiere a un término jurídico, por el que la entrega “en depósito” obliga al depositario a la custodia fiel e íntegra de lo depositado. Esta entrega es la Tradición, y la obligación perdura a través del tiempo: por eso la Iglesia habla de Tradición viva. La misma Sagrada Escritura nos es entregada por esa Tradición viva, y su custodia íntegra requiere su continua interpretación, también frente a las cuestiones “que van surgiendo”. Así se ve también claramente que lo que hay que creer es depósito íntegro, no sólo “los dogmas”: éstos no son más que declaraciones solemnes sobre algunos puntos importantes, que se formulan cuando se considera necesario. Sus contenidos forman parte del depósito, pero no son el depósito.
En cuanto a lo que dice Asunción, no queda claro el alcance que da a su afirmación, pero parece ver la doctrina de la Iglesia desde una postura de relativismo historicista: es el producto de un época. Sería un producto humano, no una Revelación divina. Y no se trata de que la doctrina no permita adaptarse a los distintos problemas que surgen en la historia, sino más bien de que afirma que esas soluciones no pueden pasar por negar las verdades fundamentales sobre Dios y el hombre: no solucionarían nada, o serían soluciones que causarían males peores. Si de esto estuviera firmemente convencido el sacerdote al que había acudido Engracia, no hubiera vacilado en su respuesta. Más consciente de ello parece Eduardo, y por eso su reacción es acertada.