Un hombre que nunca cambia de opinión,
en vez de demostrar la calidad de su opinión
demuestra la poca calidad de su mente.
Marcel Achard
Una nueva forma de arrogancia
No sé si ustedes han tenido alguna vez —se preguntaba Josep M. Lozano en un artículo en La Vanguardia— la misma sensación que yo cuando han seguido algún debate.
A veces, cuando alguien se dirige a su interlocutor diciendo: “yo respeto mucho su opinión, pero…”, lo hace con un tono que parece más bien estar queriendo expresarle algo así como “usted puede decir lo que quiera, que a mí no me interesa lo más mínimo”.
Lo malo es que quizá esas personas piensan que con esa entradilla del “yo respeto mucho su opinión, pero…” realizan ya un brillante ejercicio de tolerancia.
Hay quien confunde ser tolerante con una curiosa forma de arrogancia: le permito a usted que hable, pero no cometa el error de creer que va a servir de algo. Y reducen así la tolerancia a una simple cortesía, o a respetar un turno de palabra: hable usted, aunque no me interesa lo que vaya a decir, que después me toca a mí.
Otros utilizan la tolerancia, reclamando indulgencia para los demás, con la secreta intención de que les beneficie a ellos mismos, como una especie de blindaje para el propio comportamiento moral personal: ¿no decimos que vivimos en una sociedad plural y tolerante?, pues que nadie se meta conmigo, que yo no tengo por qué cuestionarme nada de lo que hago.
La tolerancia, así entendida y practicada, constituye una magnífica coartada para el encastillamiento intelectual, para la mediocridad, para el relativismo moral más absoluto. Hace que los debates públicos convocados en nombre del pluralismo queden reducidos a una colección de monólogos en compañía. En nombre de la tolerancia y del pluralismo, esas personas imposibilitan cualquier debate medianamente serio, cuando supuestamente se trataba de potenciarlo y enriquecerlo.
Con esa actitud, el supuesto respeto a los demás no expresa una actitud de respeto hacia sus planteamientos, sino más bien una engreída afirmación de los propios: como nada ni nadie me puede hacer cambiar de opinión, por eso le permito hablar. El diálogo que así se produce queda vacío de contenido, porque falla un supuesto indispensable: estar realmente dispuestos a escuchar.
Otros, más groseros, se escudan en la tolerancia para no respetar las normas de cortesía y convivencia más elementales.
Otros, por último, utilizan la palabra tolerancia y la palabra respeto para maquillar algo mucho más prosaico: la indiferencia mutua, el “vive y deja vivir” de la vieja tolerancia liberal vienesa. El problema es que, como decía Alfred Polgar, fácilmente puede convertirse en cínica indiferencia, en el “muere y deja morir”.
La opinión como obstinación
Alemania, que tras el nazismo instauró un sistema educativo pensado para impedir que pudiera resurgir la intolerancia, se pregunta ahora con perplejidad de dónde han salido esos jóvenes violentos —los skin-heads o cabezas-rapadas— que atacan de forma tan salvaje a los inmigrantes.
Como señala Rafael Serrano, el fenómeno es complejo y no admite una explicación única. Pero cabe preguntarse si, en medio del gran relativismo ambiental, es posible inculcar eficazmente en las nuevas generaciones las convicciones que sustentan el respeto por la dignidad de la persona.
Para respetar la libertad de opinión es preciso tener la modestia —mejor sería decir el realismo— de no creerse con el monopolio de la verdad, ni pensar que esta puede imponerse por la fuerza.
Pero una cosa es reconocer que caben múltiples puntos de vista, y que la verdad a menudo no es inmediata, y otra pensar que no la hay en absoluto y que el acuerdo es imposible. Si no se acepta que hay verdades universales, ¿con qué fundamento opinamos? Si cada uno no sostiene lo que considera que es objetivamente verdadero, lo que diga ¿son juicios o son caprichos?
El riesgo del clima relativista es que, al instalar las creencias en el reino de la pura subjetividad, y no tener así que responder ante instancias objetivas, tiende a convertir las opiniones en obstinaciones. Entonces, el entendimiento mutuo se torna más difícil, y el fanatismo puede surgir inesperadamente, clamando por sus fueros perdidos.
Nuevos enemigos de la libertad
Como ha señalado Innerarity, la libertad es uno de los temas más huidizos ante la reflexión. La cultura actual ha dado a la libertad una consideración privilegiada. Al hombre de hoy —y esto es una evidente virtud— le resulta insoportable la tiranía o la represión, cualquier falta de libertad.
Sin embargo, la libertad no consiste en un mero recuento de las libertades civiles, o las cosas que formalmente podemos hacer. Sin olvidar eso, hay que examinar también si su ejercicio amplía o empequeñece el ámbito de libertad, si es trivial o enriquecedor.
Muchas veces, los peores enemigos de la libertad no son poderes o personajes identificables, a los que pueda acusarse desde la inocencia, sino algunos de nuestros propios hábitos, que no son fáciles de reconocer, y que cuentan quizá con nuestra secreta complacencia.
Los desafíos a la libertad son, más que las ideologías totalitarias, otros enemigos más solapados y difíciles de vencer: el aburrimiento, el hastío, la laminación cultural y espiritual, la frivolidad, el conformismo y las rutinas que hacen languidecer a las personas.
La libertad no puede reducirse a aspectos formales, a la capacidad de elección comprada a precio de una perpetua indecisión. Una libertad profunda es aquella que se realiza, que se hace vida, decide y compromete, de la que solamente un observador superficial diría que ha desaparecido cuando se ha hecho efectiva.
Es preciso sondear las relaciones misteriosas que ligan la libertad a la necesidad. “¡No puedo hacer otra cosa!”. Es el quejido del esclavo oprimido por un poder exterior, pero es también el grito de exaltación ante la persona que se ama, ante el deber difícil, o en las horas supremas de inspiración.
En el grado más bajo de la escala humana, la necesidad nos encadena; en el más alto, nos libera. Para obrar bien, se requiere al menos esa pequeña genialidad que irradia —quizá sin saberlo— en todo el que toma una decisión, en quien se compromete seriamente, o en quien tiene al menos el acierto de descubrir quién le puede aconsejar bien.
El frívolo y el fanático, en sus libertades demasiado fáciles y demasiado totales, son incapaces de aventura. Al primero le sobran posibilidades, al segundo evidencias. De ambos hay razones más que suficientes para sospechar que sus excesos son, en el fondo, carencias. En ese sentido podía decir Kierkegaard que la libertad del tirano es una dependencia, y el oro del avaro una pobreza.
Diferencia entre un hombre vulgar y otro sobresaliente
La diferencia entre un hombre vulgar y otro sobresaliente es a veces, simplemente, que lo que éste conoce con claridad aquél lo conoce de modo oscuro e inexacto.
Muchas veces, el problema de los hombres inmorales es que su conocimiento de la moral es vago y confuso. No han reparado en que, como decía C. S. Lewis, si buscas la verdad, podrás encontrar comodidad al final; si buscas solo comodidad, no encontrarás ni verdad ni comodidad.
Hay elecciones liberadoras, que enriquecen a la persona; en cambio, elegir lo que introduce el desorden en la naturaleza humana cierra el horizonte de los bienes auténticos. Se podrá entonces tener sensación de libertad, pero el ámbito de la existencia se va haciendo cada vez más angosto.
Por eso hay en torno a la libertad un mal peor que las presiones externas que pueda sufrir: cuando la libertad se desliga de la verdad e inicia con ello un proceso de autodestrucción.
Por ejemplo, la persona que miente, además de intentar engañar a otros, se hace mentirosa. Igual sucede con cualquier concesión al egoísmo, a la soberbia, o a la pereza: con cada una de esas elecciones libres el hombre se ve un poco más envuelto en una sórdida esclavitud del vicio correspondiente: más egoísta, más soberbio, más perezoso… y mucho menos libre de elegir en contra de sus vicios.
Optar libremente por la verdad de la persona es la auténtica libertad. Fuera de la verdad, la existencia humana se mueve en el vacío, se convierte en una aventura desorientada. Una libertad que se concibe a sí misma desvinculada de la búsqueda de la verdad se destruye y se vuelve contra el hombre, acaba esclavizándole a sus propios instintos o al poder de las opiniones comunes.
Debemos, pues, estar atentos y buscar esa íntima conexión entre verdad y libertad. El hombre no puede desligarse de los imperativos que hay inscritos en su propia naturaleza, que hacen posible que reconozca y alcance su propia plenitud.
Un amplio debate sobre la verdad
Hay que agradecer a la modernidad el mérito de haber dado mucho valor a la libertad. Pero la libertad no puede sostenerse sola sin que degenere en la arbitrariedad, con la que —como reconocieron Nietzche y muchos otros— toda la vida personal y social se convierten en una pura afirmación de poder.
Para que la libertad quede asegurada, el poder —y la libertad misma— han de rendir cuentas a la verdad: la libertad auténtica debe estar ordenada a la verdad.
—Pero tampoco podemos volver a los viejos tiempos, en que uno decía qué era la verdad y todos los demás obedecían…
Precisamente por eso es preciso que haya siempre en la sociedad un amplio debate sobre la verdad, de manera que en ella puedan fundamentarse la libertad y dignidad humanas.
Pese a las muchas diferencias que hay entre los hombres, podemos entendernos porque tenemos en común la naturaleza y la capacidad de razonar, que son universales.
Y ese debate no debe eludirse tampoco a la hora de elaborar las leyes, pues ellas también deben obediencia a la verdad, y no solo a los parlamentarios.
—¿No encuentras suficiente el debate que de por sí suponen las urnas, y que se refleja en los parlamentos democráticos?
No siempre, porque la libertad —también la de los parlamentarios— no está inmunizada contra el riesgo de caer en la arbitrariedad. La conciencia civil —la de los ciudadanos y especialmente la de sus representantes parlamentarios— debe buscar siempre como referencia la verdad de las cosas, que guíe y oriente la acción política. De lo contrario, la vida social se convertiría en una pura afirmación de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como corrobora tristemente la historia.
Algunos ejemplos de oídos sordos a la verdad
La historia ha ido demostrando que cuando se pretende reducir la verdad al mero resultado de la voluntad de una mayoría de los ciudadanos, ignorando su obligada referencia a la verdad natural, la democracia deja totalmente indefensa la libertad de las minorías que hay en su seno.
Si no se reconoce esa dependencia para con la verdad, será imposible considerar injusto que un Estado decida, por ejemplo, exterminar a una minoría racial (que quizá tenga pocos o ningún representante o defensor en la cámara parlamentaria), o tratar de modo discriminatorio a una determinada porción territorial del Estado (pequeña para hacer valer sus derechos), etc.
La total neutralidad moral del Estado legitima el derecho del más fuerte. Más ejemplos. Si la democracia niega esa dependencia de la verdad, tampoco podría considerarse injusto el tráfico de influencias, o el uso de información privilegiada para fines de enriquecimiento personal de las autoridades políticas, puesto que en la mayoría de los casos no están directamente castigados por las leyes, y si debe considerarse que son casos de corrupción es porque atentan contra la justicia (que no siempre coincide con las leyes o las urnas).
No hay que olvidar que no es infrecuente que las urnas, mal que les pese, den su confianza a unas personas que saben corromperse sin llegar a estar nunca fuera de la ley (entre otras cosas, porque las leyes pueden hacerlas ellos mismos).
Un Estado que pretendiera desvincularse de sus obligaciones respecto a la verdad sería un Estado inmensamente tolerante, pero solo en el sentido de ser, parafraseando a J. K. Galbraith, inmensamente tolerante —indiferente— con quienes creen que debería mejorarse.
El derecho de injerencia
La tolerancia no puede convertirse en una indiferencia total y absoluta de los Estados ante los atentados graves contra los derechos humanos ocurridos fuera del propio territorio.
La idea de que los derechos humanos no son competencia exclusiva de cada Estado, sino que los Estados se limitan a reconocer su existencia y a protegerlos, ha llevado a acuñar en los últimos años el término de derecho de injerencia humanitaria.
El derecho de injerencia humanitaria lleva a que la comunidad internacional asuma en ocasiones la defensa de los derechos humanos por encima de la soberanía de los Estados, sin que esos países afectados puedan refugiarse en la excusa de que se trata de asuntos internos.
Si una vez agotados todos los medios diplomáticos razonablemente posibles, a pesar de todo, las poblaciones siguen en grave riesgo de sucumbir bajo un agresor injusto, no puede decirse que los demás Estados tengan un total derecho a la indiferencia: hay casos en que sería injusto escudarse en la tolerancia para asistir impasiblemente a flagrantes atropellos de los derechos humanos. De la misma manera, sería injusto escudarse en ese derecho a la injerencia para someter o subyugar a otro Estado.
Este derecho de injerencia, que se ha aplicado con éxito en bastantes ocasiones (aunque con frecuencia esa ayuda ha sido pequeña y ha llegado tarde), se apoya en el hecho indudable de que los derechos humanos son universales e inmutables. Eso es lo único que puede legitimar semejantes acciones en contra de la libertad de los gobernantes o grupos armados que los transgreden.
De lo contrario, o sea, si la causa de la libertad se separa de la referencia a la verdad, los derechos humanos no serían más que un imperialismo cultural o una imposición ideológica del Estado que acude a defenderlos.
Alfonso Aguiló