Exposición del caso: Mario tiene quince años, y vive lo que se considera la vida normal de un chico de esa edad, sin particulares problemas. Está contento con su familia, aunque piensa que sus padres limitan bastante sus movimientos y establecen demasiadas reglas. Piensa que ese modo de proceder no es justo, porque sus padres le consideran menor de lo que es, y porque sus amigos tienen más libertad que él. Además, nunca ha dado ningún problema serio en su casa, y cuando pide explicaciones le despachan con alguna frase hecha, muy poco convincente. De todas maneras, aunque se queje, tampoco puede decirse que dramatice esa situación.
Un día estaba en casa de un amigo, y resultó que éste pasaba por un momento de desánimo. Empezaron a hablar de sus problemas, y Mario no se dio cuenta de que se hacía muy tarde ni, hasta pasadas las 11.OO, de que en aquella familia cada uno cenaba por su cuenta y por eso no se avisaba la hora. Volvió a su casa deprisa. Como era de esperar, fue recibido con una fuerte bronca y amenazas de castigos que se le antojaron desproporcionados.
Durante los días que siguieron Mario no podía apartar de su cabeza lo sucedido esa noche. Estaba convencido de que, dijeran lo que dijeran sus padres, esa vez él tenía razón, y que además no tenían derecho a conocer sus motivos: él no les contaría nunca los problemas de su amigo —se los contaba como amigo, y era cosa de su intimidad—. Se habría saltado unas reglas —la hora de llegada, la hora de cenar— que normalmente tenían un sentido, pero él sabía en conciencia que esta vez tenía razón —era algo mucho más importante que el orden de la casa— y había hecho bien. Las normas y las leyes —pensaba— son algo que se dicta para todo el mundo sin tener en cuenta que cada persona y cada situación son distintas, o por lo menos pueden ser distintas. Eran una generalización, una cosa impersonal, y, por ser algo impersonal, una imposición. Si a él le dejaran libertad para volver a la hora que en conciencia pensara que debía, seguramente se portaría igual de bien que lo venía haciendo, pero lo haría bien por él mismo, no porque se lo impusieran: sería responsable porque lo haría en conciencia, en vez de actuar sólo porque le obligan, sin mérito por no salir de él mismo.
Una y otra vez seguía dándole vueltas a las mismas cosas. Las normas y las leyes —se decía— tendrían su razón de ser para organizarse, como por ejemplo si se quiere jugar al baloncesto hay que seguir un reglamento. Pero no podía decirse que valieran siempre y para todos los casos posibles: era imposible prever todo lo que podría pasar. A primera vista, parece que los coches deben respetar los semáforos siempre, pero ¿qué pasa si uno se estropea? ¿Va a quedarse un conductor horas delante de un semáforo en rojo que no cambia porque está estropeado? Y, claro, en el código de la circulación no hay nada sobre semáforos estropeados. Y eso pasa con todo. Hasta con el “no matarás”: por supuesto que no puedes matar a alguien para robarle o porque sí, pero luego resulta que si te invaden te tienes que defender a tiros y puedes matar; al revés, resulta que si estás en ésas cuantos más mates, mejor. Incluso hasta la Iglesia acepta que pueda haber pena de muerte. Total, que las leyes están bien, pero ninguna es perfecta y todas, absolutamente todas, tienen sus excepciones. Por eso, por encima de la ley tiene que estar la conciencia de cada uno, que ve si en cada caso —en su caso— la norma se debe cumplir o se debe incumplir. Y eso sólo lo puede ver la conciencia de uno, porque sólo uno mismo conoce de verdad lo que le pasa a uno. Además, es la conciencia de cada cual la que le deja tranquilo o intranquilo, y por eso lo que decide qué está bien y qué está mal para cada uno. En cambio, lo que te mandan o te prohiben viene de fuera: como mucho, te asusta, pero no parece que hacer las cosas por miedo le haga a uno bueno. Hasta aquí, los razonamientos que se hacía.
Preguntas que se formulan: — ¿Es la ley moral algo meramente externo, o también está en el interior de cada persona? — ¿Todas las normas tienen el mismo valor? ¿O hay algunas subordinadas a otras? ¿Y unas perfectas, que no admiten excepciones, mientras que otras son imperfectas y sí las admiten? ¿Tiene igual valor el “no matarás” y el “no cruzar un semáforo en rojo”? ¿Valora bien el “no matarás”, o debe más bien entenderse de otra manera que sí resulta inmutable, sin excepción? — ¿El que una ley suponga una generalización implica que sea impersonal? ¿Hay algo de común en todas, absolutamente todas, las personas? ¿Qué diferencia hay entre una ley física y una norma dictada a personas? — ¿Una ley supone una coacción por venir “de fuera”? ¿Se cumple sólo como imposición, o puede haber otros motivos más elevados? ¿Puede la propia conciencia asumir la ley como buena? — ¿Es la ley dictada por la razón o por la mera voluntad? ¿Tiene que ser racional? ¿Un dictado arbitrario de quien tiene el poder puede considerarse como ley? ¿Hacen bien en este caso los padres despachando a su hijo con frases hechas cuando pide razones? — ¿Es cierto que la conciencia decide lo que en cada caso está bien o mal, o más bien interpreta? ¿Qué diferencia hay entre ambos términos? ¿Con arreglo a qué debe juzgar la conciencia? ¿Si sólo juzga con arreglo a sí misma, no resultaría entonces arbitraria? — ¿Es la tranquilidad o intranquilidad de la conciencia lo que infaliblemente indica qué está bien y qué está mal? — ¿Es cierto que en este caso para actuar en conciencia es necesario dejar de estar sometido a unas reglas? ¿Es así siempre? — ¿Cómo valoras la situación expuesta? Bibliografía Vid. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1776-1794, 1950-1974.
Comentario: Esta vez el caso gira no tanto en torno a acontecimientos exteriores, sino más bien a los razonamientos que se suceden —o, mejor dicho, dan vueltas— en la cabeza del protagonista. Dejaremos de lado el hecho de que se le ve alterado, y en esas circunstancias suele peligrar la objetividad. Nos centraremos en los argumentos esgrimidos, que pueden oírse con bastante frecuencia.
No se le puede reprochar a Mario que piense, como es natural. Tampoco se le puede pedir una gran preparación para dar con la solución correcta a las cuestiones que plantea, y menos aún alterado como está. Pero lo cierto es que lo que ocurre con sus razonamientos es lo que a lo largo de los siglos ha dado lugar a la mayoría de los errores en moral: la excesiva simplificación; el fijar la atención en algunos aspectos —ciertos, desde luego— soslayando a la vez otros —igualmente ciertos—; quedarse sólo con un aspecto parcial de la realidad. Esto es importante, porque es la causa de casi todos los errores importantes en la moral: fijarse sólo en un aspecto de la realidad, y tomarlo como si fuese toda la realidad. Dicho en otras palabras, absolutizar un aspecto parcial de la realidad. Y es que el ser humano, a cuyo comportamiento libre se refiere la moral, es un ser complejo, en el que se deben armonizar distintos elementos. Las cosas son un poco más complejas de lo que aparecen en la mente de Mario. Algo le disculpa esa aversión que parece que tienen sus padres a razonar las cosas, y su tendencia a identificar educación con salvaguardia del orden público: otra simplificación.
En primer lugar, analicemos la noción que tiene Mario de ley. De sus razonamientos parece deducirse que se reduce a ser una imposición, algo que “te obligan” a hacer. O sea, pura coacción: “te obligo a hacer esto; si no, castigo”. ¿Y no es así? Pues sólo secundariamente es así. Una ley, una norma, para que merezca ese nombre, debe señalar algo que es justo; en caso contrario no es propiamente una ley, sino una pura violencia. Y si utilizamos el verbo “señalar” es porque lo que señala es algo justo de por sí, no por el mero hecho de que lo diga la letra de la ley. En este sentido, para el que quiere hacer el bien la ley es una ayuda: le señala dónde está lo justo, facilitando su cumplimiento. Esta es la llamada “función directiva” de la ley, y es la principal función. Existe también la llamada “función coactiva” de la ley, pues se sanciona su incumplimiento. Esta función refuerza la primera —es una ayuda, por cuanto incluso quien busca hacer el bien tiene fragilidades en su voluntad, y se ve tentado a hacer lo injusto—, y sirve de defensa de la sociedad de los que no quieren hacer el bien. Para éstos sí que es básicamente una imposición, pero si eso no es lo ideal es porque ellos mismos están viciados, no porque la ley sea algo negativo. Puede entenderse con facilidad si se aplica a un ejemplo que aparece en este caso: los semáforos. La ley será pura coacción para quien no quiera conducir civilizadamente; pero para la mayoría de los conductores es una necesaria regulación del tráfico: así lo entienden y por eso los obedecen.
Este último ejemplo ayuda también a deshacer el malentendido —consecuencia del anterior— de Mario, que no ve meritorio cumplir la ley por “no salir de él mismo”. La ley no se dirige sólo a la conducta exterior de la persona. Se dirige a su entendimiento y su voluntad. Si es justa, es razonable, y pide ser entendida, lo que, lógicamente, facilita su cumplimiento. Las leyes civiles, por ejemplo, incluyen la llamada “exposición de motivos”: una introducción que explica por qué son justas y razonables. En este sentido, los padres de Mario, si es cierto que le despachan con frases hechas que no explican nada cuando le piden cosas, no lo hacen bien.
También se dirigen a la voluntad, pues piden obediencia, y ésta es ante todo una virtud. Obedecer “de mala gana” no es precisamente el ideal de la obediencia. La obediencia plena es interior, no sólo exterior: por querer hacer el bien, se quiere cumplir lo que establece la norma, pues ésta señala lo que es justo y razonable. Por eso la ley no impide la conducta libre, ni tampoco impide que las acciones sean meritorias.
El mismo Mario reconoce que las leyes son necesarias para organizarse. Lo que no parece ver es que esa característica se contrapone a esa pretensión de que todo lo que haga “salga de él mismo”. Podemos aplicarlo al ejemplo que ella misma considera: un partido de baloncesto. ¿Qué ocurriría si se pretende sustituir el reglamento por “lo que salga de cada uno”? Sería el desorden, el caos. Así sucedería con todos los aspectos de nuestra vida. En el fondo, el ser humano tiene que darse cuenta de que es libre, pero también es limitado, y no puede pretender descubrirlo todo por sí mismo: supondría rechazar todo lo que han aportado los demás, y con ello la civilización misma: sería, como poco, volver al hombre primitivo.
Los párrafos anteriores han examinado los elementos de la ley, y con ellos ya se puede definir ésta: es una ordenación racional ordenada al bien común, promulgada por la autoridad. Esta última referencia a la autoridad recuerda que no puede haber organización sin que haya una autoridad.
En su sentido moral, identificar ley con imposición es una grave simplificación. La naturaleza se gobierna por leyes. Las que rigen los aspectos materiales —leyes físicas— se cumplen inexorablemente. Pero las que se refieren al comportamiento humano se deben cumplir al modo humano: con inteligencia y voluntad, libremente. Son aquellas reglas cuyo cumplimiento conduce al hombre a su fin. Y, conduciéndole así, le perfeccionan. Por eso, son principalmente una guía: si el hombre quiere conseguir su mejora, su perfección, si desea obrar bien, debe seguir lo que indican. Y debe hacerlo voluntariamente. Por eso, el cumplimiento más auténtico de la ley se da cuando ésta se interioriza. No deben ser algo puramente externo, ni deben ser consideradas como algo indiferente para la persona en sí, o sea, como algo que hay que cumplir por las consecuencias (externas) que acarrearía su incumplimiento.
Todo esto no niega que exista una imposición. Está claro que hay una ley que prohibe robar, y que al que lo haga le amenazan con la cárcel. Pero muy mal andaría una sociedad en la que la mayoría de los ciudadanos no robara sólo por la amenaza de cárcel. Normalmente no lo hacen porque entienden que está mal, y no quieren hacerlo por eso. Pero incluso la imposición supone la libertad: sólo va a la cárcel el que ha delinquido voluntariamente; si no fuera responsable de lo que ha hecho, no iría. En cualquier caso, la imposición es un refuerzo, pues la ley es ante todo directiva, y en un segundo lugar impositiva. La ley de Dios no es una excepción: lo que debe mover a su cumplimiento en primer lugar, y lo que hace a éste perfecto, es el amor de Dios —”si me amáis, guardaréis mis mandamientos” (Jn 14, 15)—; y, en segundo lugar, el temor a las penas anunciadas para los incumplidores. Moverse por lo primero es lo propio de hijos; por lo segundo, de siervos. A fin de cuentas, Mario ha contrapuesto dos aspectos que no son incompatibles, sino más bien complementarios.
En la cabeza de Mario todas las leyes están metidas dentro del mismo saco, y esto le conduce a apreciaciones poco precisas. Hay leyes y leyes; incluso dentro de la normativa legal de una sociedad hay normas de mayor rango que otras —no es lo mismo una constitución que un reglamento de baloncesto—. A un nivel más alto también sucede así. Hay unos deberes que dimanan de la misma condición humana —es la llamada “Ley Natural”—. Y ésos sí que valen para todos y siempre, pues todos y siempre tienen la misma naturaleza: son hombres. El razonamiento de Mario sobre el “no matarás” es ingenioso, pero no es correcto, ya que lo que está mal de modo absoluto es la muerte injusta; incluso la formulación bíblica podría traducirse con más precisión por “no asesinarás” que por “no matarás”. Pero, cuando se precisa bien el alcance del mandato, una ley como ésta no puede tener excepciones. Estamos ante uno de los llamados “absolutos morales”: normas prohibitivas de alcance universal, ya que no pueden transgredirse sin atentar contra la misma naturaleza humana. Y, como señala San Pablo, conocer estos preceptos está al alcance de todos, pues para ello están “guiados por la razón natural”, mostrando que “están (los preceptos) escritos en sus corazones” (Rom 2, 14—15).
Esto no quiere decir que esta Ley Natural prevea todas las situaciones posibles. Precisamente por ajustarse a la naturaleza humana, deja muchos aspectos de la vida a la iniciativa de las personas, aspectos individuales y sociales. Estos últimos requieren su propia normativa, y de ahí surge la ley humana, en sus diferentes facetas y ámbitos. Es una exigencia de la naturaleza el que exista autoridad y leyes humanas. Es, por tanto, una obligación moral obedecerlas. Pero la ley humana debe tener como fundamento la dignidad humana y sus exigencias: la Ley Natural. No significa que todo precepto humano pueda deducirse linealmente de la Ley Natural. Lo que sí tiene como consecuencia es que la ley humana no es algo absoluto: en la medida en que no sea justa —que no respete esos derechos humanos—, no se la puede considerar ley, sino arbitrariedad, violencia. Y una cosa así no puede obligar; incluso, si mandara algo inmoral, habría que desobedecerla. No todo lo legal es moral.
Es fácil entender que, aparte de que pueda ser injusta, la ley humana no es perfecta, como no lo son las obras humanas. Aquí sí que cabe hablar de que no puede prever todos los casos, y eso motiva que su aplicación pueda y deba ser más flexible. Uno de los criterios de aplicación es la conformidad con la intención de quien legisla. Con este criterio, a veces puede encontrarse una disonancia entre la letra de la ley y su intención —su “espíritu”—; así, parece bastante claro que la intención de los que redactaron el Código de la Circulación no es tener parados a los coches ante un semáforo estropeado: generaría el caos, cuando lo que se perseguía era precisamente lo contrario, el orden. Por eso, en un caso así habría que saltarse ese semáforo. También es posible que en lo que sucedió con Mario pueda también ser así, aunque más que un razonamiento suyo lo que se ve es un despiste. Pero en lo que no tiene razón es en pensar que “eso pasa con todo”.
Mario comete un nuevo error al considerar que generalizar significa hacer impersonal. No es así si lo que se generaliza se refiere a lo que tienen las personas implicadas en común. De aquí surgirán los diversos ámbitos de las leyes. Encontramos incluso ámbitos voluntarios: cuando alguien quiere adherirse a una sociedad o un grupo, si lo hace lleva consigo el sometimiento a las normas por las que se rige el grupo o sociedad. Un ejemplo puede ser algo tan insignificante como el partido de baloncesto a que se alude: si se quiere jugar, hay que aceptar las reglas. Lo que no es voluntaria es nuestra pertenencia a la especie humana, ni la llamada de Dios a nuestra adopción como hijos. De estos ámbitos surgen la Ley Natural —ya tratada— y la llamada “Ley Divino—positiva”, que ratifica a la anterior y la supera con los mandatos de Jesucristo. Por debajo están las leyes humanas. Entre ellas figura la ley eclesiástica. Como toda sociedad, la Iglesia promulga sus leyes de acuerdo con su fin, y como éste es sobrenatural, estas leyes no se fundamentarán tan sólo en la Ley Natural, sino también en la ley Divino—positiva.
Las personas somos distintas… pero también somos iguales. Falsea la realidad fijarse sólo en lo distinto, y dejar de lado lo común, como hace Mario. La generalización que hace la ley se refiere a lo que de común hay en las personas o en las situaciones, según los casos. Y lo común es mucho, empezando por la misma condición humana. Generalizar no es algo impersonal, entre otras cosas porque lo primero que está generalizado es la condición de persona de cada ser humano. ¿Que también hay diferencias? Por supuesto. Por eso una normativa justa debe dejar siempre un margen de libertad a las personas para poder actuar como crean más adecuado; en caso contrario, la ley se convertiría en un instrumento de la tiranía, y no merecería ser llamada ley.
Esas distintas generalizaciones señalan los distintos tipos de ley. Como se ha señalado anteriormente, lo más generalizado es la condición humana misma, la naturaleza humana. Esta condición da lugar a unos derechos comunes, lo que se suele denominar derechos humanos o derecho natural. A ésta le corresponde la ley natural, que pide respetar esos derechos, también en uno mismo, y por tanto consiste en la ley que manda comportarse conforme a la condición de persona humana, y que afecta a… la persona humana, o sea, a todos. A primera vista, parece que ese nombre debería corresponder a leyes físicas como la llamada “ley de la gravedad”: la piedra cae por naturaleza. Es cierto, pero la piedra es un ser irracional, que irracionalmente obedece a esa ley; el hombre, en cambio, es un ser libre por naturaleza, y por tanto en su conducta libre le corresponde una ley natural de tipo moral, o sea, que pida un cumplimiento libre y no automático.
Aparece, en los razonamientos de Mario, la conciencia. Es cierto que su conciencia debe juzgar sobre si hace bien o mal, y sobre cómo se debe comportar. Lo que no es tan correcto es esa independencia de la ley que atribuye a la conciencia, y, desde luego, es un error entender que ésta está por encima de la ley. En realidad, el error fundamental está en contraponer conciencia y ley. Es como tomar por normal una enfermedad, ya que una conciencia moral sana y una ley justa se armonizan. Si falta esa armonía, hay un fallo en alguno de los términos, hay un trastorno. ¿Por qué? Pues porque la conciencia no es una especie de “facultad autónoma” del alma, ni una voz de ultratumba, sino un juicio. Es un juicio práctico que juzga sobre la moralidad —si está bien o mal— de la acción propia, antes y después de realizarla. Y un juicio necesita premisas, “elementos de juicio”. Y la premisa es precisamente la ley moral: es un juicio práctico que aplica la ley moral al acto propio concreto. Si juzgara por sí misma, nuestro obrar se convertiría en una arbitrariedad, y nuestra vida, falta de criterios en el obrar, acabaría en una especie de vagabundeo errante sin dirección.
Mario es muy consciente de que en las leyes humanas cabe el error, como en todo lo humano. Pero resulta que también su conciencia es humana. Y por eso también puede equivocarse. Sobre lo más fundamental no se equivoca: ya decíamos que “está escrito en el corazón”. Pero en otras cosas sí que puede. Es verdad que la conciencia es la instancia moral más cercana al obrar. Por eso hay que seguirla. Cabe que crea que lo acertado es una cosa, y resulte que es otra. En principio, no es culpa suya ese error. Pero también esto es simplificar un poco las cosas. La conciencia, como toda convicción, admite mayor o menor certeza. Ante lo claro y sencillo, suele tenerla. Ante lo más complicado, depende de lo preparada que esté: depende de su formación. De ahí la necesidad —la obligación— que hay de formar la conciencia, ya que en la vida las cosas son con frecuencia complicadas. Y no da igual equivocarse, aunque sea sin culpa: el mal es siempre un mal, y siempre es un daño para quien lo comete, cuando no también para terceras personas afectadas.
De todas formas, si uno se da cuenta de que el juicio de conciencia es contrario a la ley, lo habitual —y lo razonable la mayoría de los casos— es que ese juicio deje de ser tan cierto. Una razonable desconfianza en el juicio propio debe crear al menos una pequeña sombra de duda. Y, ante la duda de conciencia, la obligación es despejar la duda, lo que incluye muchas veces acudir al juicio de personas con más preparación o al menos con más imparcialidad en el juicio, pues ya se sabe que el mejor juez en causa propia no suele ser uno mismo.
En la mente de Mario está la idea de que la ley no puede ser justa siempre, porque no se pueden prever todas las cosas que pueden ocurrir. Y, por tanto, que siempre debe haber excepciones. De nuevo es una simplificación: para unas cosas es cierto, para otras no. No lo es para las exigencias básicas de la Ley Natural; y no lo es por tratarse de los preceptos que vienen directamente exigidos por la condición humana, y, por tanto, admitir una excepción equivaldría a admitir que hay alguna situación en la que perdemos la condición humana. Mario se muestra muy hábil al citar aquí las supuestas excepciones al “no matarás”, pero ya dijimos que se refiere a la muerte injusta.
Es fácil deducir que la Ley Natural, por referirse a la naturaleza humana —y por tanto a la dignidad humana—, debe fundamentar toda otra ley. Esto no significa que las demás leyes se puedan deducir directamente de la Ley Natural, sino que la deben respetar y tomarla como su guía. Podemos encontrar un reflejo de esto en las llamadas “declaraciones de los derechos humanos”: derechos fundamentales que corresponden a toda persona por su dignidad de persona, que deben inspirar la legislación y que no se deben violar en ningún caso.
Por tanto, hay una jerarquía en las leyes. Por debajo de la Ley Natural está la ley humana, que a su vez también está muy jerarquizada. Ésta se ciñe al ámbito de la sociedad de la que emana —las quejas de Mario son sobre las normas de su familia, sociedad de ámbito muy restringido—, y en líneas generales puede decirse que las de ámbito más reducido se subordinan a las de ámbito superior. Pero no toda normativa se sitúa en la misma línea jerárquica, pues sociedades de distinta naturaleza no deben interferir, pues sus leyes se refieren a temas distintos. Es lo que pasa, por ejemplo, entre la Iglesia y el Estado, pues la naturaleza de cada una es distinta. Además, en el caso de la Iglesia entra en juego las normas que dio Jesucristo —es la llamada “ley divino—positiva”—, que es ley divina, y por tanto inamovible.
Volviendo a la cuestión de las excepciones, hay que decir que en las leyes humanas caben, porque no son totalmente perfectas, ni pueden serlo. Es un tema complejo que no corresponde tratar aquí. Pero conviene decir que, en principio, en caso de duda hay que dar razón a la ley: ofrece muchas más garantías que el juicio propio. En el caso del semáforo a que se alude en el caso, habría que decir que las leyes, además de lo que dicen explícitamente, suelen tener otras consideraciones implícitas: en este caso, se pide expresamente que se obedezca al semáforo, e implícitamente se considera que el semáforo funciona bien. ¿Cómo deducimos esto? Pues por ese carácter racional —no arbitrario— que tienen las leyes: se pide obediencia al semáforo para ordenar el tráfico. Cuando esto se hace imposible por avería, deja de tener sentido lo mandado. Dicho de una manera más técnica, las normas, por ser racionales, deben ser interpretadas en relación al fin que persiguen.
¿Corresponde a la conciencia de cada persona esta interpretación? Sí, pero Mario deduce de ello que la conciencia debe estar por encima de la ley, y eso es un serio error. La conciencia juzga la aplicación de la ley, pero este mismo carácter de la conciencia ya indica que es la ley la que se debe aplicar. Interpretar algo, por definición, supone aceptar lo interpretado y ajustarse a ello. Lo originario, lo que tiene prioridad, es aquello que se interpreta. La conciencia es un juicio que trata sobre la conducta propia y señala lo que se debe de hacer y lo que no. Pero juzgar requiere tener previamente elementos de juicio. Y éstos son dos: la situación concreta, y la ley que se debe aplicar a ella. Es, por tanto, el juicio que aplica la ley moral a cada situación concreta. ¿Decide, por tanto? Decide lo que se debe de hacer en cada caso, pero no decide lo que está bien y lo que está mal: esto último es algo anterior a la conciencia, lo da la ley; si no fuera así, no se podría decidir qué hay que hacer en cada caso, porque para decidirlo hay que saber de antemano qué es lo bueno y lo malo.
Por todo esto puede concluirse que no tiene sentido contraponer ley y conciencia, como si fueran antagonistas, porque son complementarias. Se necesitan la una a la otra. Sin la conciencia, la ley sería algo teórico pero incapaz de aplicarse en la práctica. Sin la ley, la conciencia sería un juicio sin sentido, por no tener criterio alguno que valore las opciones que se presentan a la persona. Por eso, si en algún caso hay discordancias entre ley y conciencia, sólo cabe que una de las dos —o ambas— esté viciada: o bien esa ley es injusta, o bien esa conciencia es errónea. Pero esto es excepcional, y no es correcto tomar lo excepcional como si fuera normal.
¿Cómo puede equivocarse la conciencia? La equivocación puede estar en cualquiera de sus dos elementos. Puede equivocarse respecto a la ley moral —aunque sólo hasta cierto punto, ya que las leyes más fundamentales son conocidas por todos—, y puede equivocarse apreciando mal la situación de hecho. En el primer caso suele hablarse de error, y en el segundo de ignorancia. Esta última exime de responsabilidad sólo en algunos casos, pues cuando hay cosas importantes en juego la misma conciencia pide que uno se informe bien antes de obrar; no hacerlo así supondría negligencia, que por serlo es culpable.
Cabe también la duda en la conciencia. En estos casos hay que ver en primer lugar si la duda tiene fundamento, pues podría no tenerlo por provenir, por ejemplo, de escrúpulos. Si ése fuera el caso, hay que desechar la duda. Pero si tiene fundamento, y se trata de algo importante —en moral, el término es “materia grave”—, existe el deber de intentar salir de la duda. Y el mejor medio para ello es preguntar a quien sabemos que nos puede dar la respuesta acertada.
Esta posibilidad de equivocarse indica que es necesario formar bien la conciencia. Más arriba se hacía referencia al consejo. También se puede citar aquí el estudio, en sentido amplio: aprender bien la doctrina. Así, dirección espiritual y estudio doctrinal componen los principales medios de formación de la conciencia. Mario piensa que sólo ella conoce de verdad lo que le pasa, pero esto suele ser una verdad a medias. Es cierto que sólo él sabe qué pasa por su cabeza en cada momento, pero también es cierto que en muchos aspectos el prójimo nos puede conocer mejor que nosotros mismos. Y es que el juicio sobre nosotros mismos, por ser un juicio interesado, corre muchos riesgos de ser un juicio parcial.
Una última observación sobre la conciencia no está de más. Mario parece valorar el juicio de conciencia atendiendo a lo tranquilo o lo intranquilo que le deja. Sin embargo, la tranquilidad de conciencia no puede ser el criterio decisorio por la sencilla razón, en primer lugar, de que es posterior al acto; o sea, aparece cuando todo está hecho y ya no tiene remedio si se ha obrado mal. Además, la conciencia es un juicio y no un sentimiento. El sentimiento puede ser la consecuencia, y muchas veces lo es, pues el obrar bien deja tranquilo y el obrar mal intranquilo. Pero no siempre es así. Por ejemplo, a un depravado puede dejar de intranquilizarle seguir obrando mal, pero sigue sabiendo que no está bien lo que hace.
La tranquilidad de conciencia suele ser significativa: un indicio de que se hace bien o mal. Pero ser indicio de la moralidad no es ser su causa, como el dolor no es causa de la enfermedad: es su aviso. La intranquilidad indica que algo está mal, pero no está mal porque duela, sino que duele por estar mal. A veces hay heridas que no duelen, pero por ello no deja de ser una verdadera herida; en el alma, como con el cuerpo, puede darse el caso de una enfermedad que no avise, y suelen ser las más trágicas. La conducta moral la debe guiar la inteligencia, no los sentimientos.