Toda persona tiene derecho a la libertad religiosa
(…) de tal manera que, en materia religiosa,
ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia,
ni se le impida que actúe conforme a ella
en privado y en público, solo o asociado con otros.
Concilio Vaticano II
Un curioso caso de laicidad
Hace pocos años, el Tribunal Supremo norteamericano tuvo que salir al paso de una curiosa interpretación del principio de aconfesionalidad del Estado.
Las autoridades educativas del Estado de Nueva York permitían el uso de las escuelas públicas, fuera del horario de clases, a las más diversas organizaciones ciudadanas.
Se cedían las aulas y salones de actos para charlas y conferencias sobre las cosas más variopintas. Para todo, excepto para aquello que tuviera algún carácter religioso: se alegaba que permitirlo violaría el principio de separación entre Iglesia y Estado.
A raíz de una denuncia interpuesta por un pastor evangélico al que negaron el uso de la escuela para poner unas películas sobre la concepción cristiana de la familia, el Tribunal Supremo ha acabado finalmente por darle la razón.
Con una buena dosis de sentido común, la sentencia ha reprobado a las autoridades educativas neoyorquinas, señalando que en vez de defender la tolerancia religiosa estaban lesionando —con esa discriminación— la necesaria libertad de expresión de los ciudadanos.
En el futuro, la jurisprudencia norteamericana podrá defender mejor a sus ciudadanos de este tipo de excesos de celo, propios de lo que podría denominarse la intolerancia laicista.
El engaño de la intolerancia laicista
El engaño de la intolerancia laicista es casi siempre el mismo. Se parte de la idea de que las leyes no deben reflejar principios derivados de ninguna religión, con objeto de lograr así que sean válidas para todos los ciudadanos de cualquier fe o de ninguna.
Con ese artificio dialéctico, presentan su posición —que denominan la posición laica—, no como uno de los términos en discusión, sino como la solución impuesta previamente y que debe ser punto de coincidencia inicial para todos, ganando así de antemano el debate.
Como es obvio, este tipo de victorias ideológicas a priori son poco conciliables con el pluralismo y con las normas más elementales del buen uso de la inteligencia.
El hecho de que una opinión se denomine a sí misma "laica" y no coincida con ninguna religión no significa que esté instalada en el vacío filosófico, ni que sea neutra, ni que sea válida para todos.
Es caer en un curioso dogmatismo, una especie de confesionalismo ideológico impuesto en nombre del mismo abuso del que se acusa a los demás.
Por otra parte, tratar de imponer que solo es admisible una religiosidad dispuesta a transigir en todo lo que la máquina del Estado diga o haga, es una ingeniosa manera de amordazar las inteligencias de los ciudadanos. Marcar con la sospecha de intolerancia a todo aquel que mantiene convicciones religiosas profundas es muy poco tolerante.
La laicidad estatal
La laicidad estatal bien entendida tiene un sentido positivo. Como acertadamente señaló una reciente sentencia de la Corte Constitucional Italiana, la laicidad del Estado no implica indiferencia del Estado ante las religiones, sino garantía del Estado para la salvaguardia de la libertad religiosa, en régimen de pluralismo confesional y cultural.
En Alemania, por ejemplo, las leyes son extremadamente favorables a las confesiones religiosas, debido fundamentalmente al reconocimiento por parte del Estado alemán de la inmensa labor caritativa, social y educativa de las grandes iglesias tradicionales.
El Estado debe rechazar cualquier intento de ser usado como brazo secular de tal o cual iglesia, de la misma manera que las iglesias deben también rechazar cualquier intento estatal de restringir su libertad encerrándolas en el ámbito de lo privado.
—¿Eres partidario de que haya diálogo institucional entre el Estado y las diversas confesiones religiosas?
Actualmente, las relaciones entre el Estado y las diversas confesiones religiosas se reducen fundamentalmente a dos sistemas: el de concordatos o acuerdos bilaterales con cada iglesia (España, Italia, etc.), y el de establecer un marco legislativo común para todas (Estados Unidos).
Ambos sistemas están funcionando, cada uno con sus ventajas y sus inconvenientes, y no es fácil decir cuál es mejor. A veces hay conflictos, pero quizá de ellos salen con frecuencia debates constructivos que abren nuevos espacios de libertad.
Lo que sí parece siempre rechazable es cualquier intento de restringir la libertad de movimientos de esas iglesias negándoles la necesaria cobertura jurídica, con la pretensión —clásica en el viejo dogmatismo liberal— de confinarlas en el ámbito de lo privado.
Sería una peligrosa especie de celoso monopolio estatal en cuanto a la visión del hombre. Y es fácil —como casi siempre sucede con los monopolios—, que para quien goza de él le parezca la mejor solución, pero no por eso dejaría de ser un torpe abuso por parte del Estado.
Fundamentalismos
El fundamentalista —explica Rafael Navarro-Valls— racionaliza una verdad, que considera universal, y de esa racionalización deduce el derecho a imponerla a los demás.
Los relativistas, por el contrario, dicen que la libertad no tiene el deber de reconocer la verdad, por considerar que no hay nada inequívocamente verdadero o falso.
—¿Y cuál crees que la solución válida?
Una tan distinta del fundamentalismo como del relativismo: la unidad entre libertad y verdad, de la que ya hemos hablado. La verdad metafísica es una verdad universal, pero una verdad que nadie puede pensar para otros: debemos pensarla nosotros mismos.
La libertad debe buscar la verdad, pero no debe luego imponerla, sino proponerla, que es algo bien distinto. Aunque, lógicamente, eso no quita que haya algunas verdades que uno pueda querer imponer. Por poner un ejemplo, nadie diría que el derecho a defender la propia vida frente al ataque de un agresor injusto es una simple opinión, sino una verdad que estamos dispuestos a imponer a cualquiera que intente negarla (sobre todo si lo hace en la práctica, intentando quitarnos la vida).
Pero el fundamentalismo va mucho más lejos. El fundamentalista pretende tener el monopolio de la verdad (como esos profesores a los que les molesta que los niños sepan algo que no les ha enseñado él mismo), y sobre todo el fundamentalista se considera luego con derecho a imponer esa verdad a los demás.
Para el fundamentalismo —explica Jorge Vicente Arregui—, la religión es el fundamento único del sistema social: la sociedad es religiosa, los vínculos sociales son religiosos y, por tanto, el sistema cultural entero es religión.
En el fundamentalismo religioso no hay ningún espacio social que no acabe por confundirse con la religión, ni diferencia alguna entre las esferas de la vida humana: cultura y religión se identifican en una única esfera que todo lo abarca. El fundamentalismo es siempre crispado, es miedo a la libertad, dejación absoluta del hombre en el sistema.
La instrumentalización que el fundamentalismo hace de Dios es absoluta: es un simple fundamento del sistema. No es un Dios vivo, sino como una especie de cimiento de hormigón armado. Como ha señalado Frossard, los fundamentalistas son personas empeñadas en hacer la voluntad de Dios, lo quiera Dios o no lo quiera.
El concepto fundamentalista de la religión es, en el fondo, profundamente ateo, puesto que no considera a Dios siquiera como un interlocutor, sino como una simple pieza de cierre, como la clave de la bóveda de su impenetrable sistema cultural.
¿Busca la Iglesia un nuevo mundo católico bajo su dominio?
—Se ha acusado a veces a los católicos de estar buscando, con lo de la nueva evangelización, un retroceso en la historia para reedificar un Occidente dominado por ellos, con idea de hacer así una especie de nuevo mundo católico bajo la guía del Papa.
No digo que no haya algún católico que lo haya pensado, porque hay gente para todo, pero la Iglesia católica en absoluto tiene esas intenciones. Por el contrario, ha afirmado repetidamente la importancia de respetar la libertad religiosa y de aceptar las reglas y los riesgos de la dialéctica social de la libertad, la tolerancia y el pluralismo.
—Pero esto no ha estado siempre así de claro a lo largo de la historia del cristianismo, me parece.
La defensa de la tolerancia religiosa es patente en los orígenes del cristianismo. Era algo, además, muy fácil de entender para los primeros cristianos, que habían sufrido en su carne toda la crueldad de la intolerancia religiosa del Imperio Romano.
Cabe citar, por ejemplo, la famosa frase de Tertuliano no es propio de la religión obligar a la religión: para los primeros cristianos, la convicción de tener la verdad no les hacía pensar en imponerla coactivamente, sino todo lo contrario: como el acto de fe es libre, lo propio es la tolerancia, y eso no por simple conveniencia social, sino desde la raíz misma de la religión. Según la clásica distinción que acuñaron los primeros Padres de la Iglesia, no hay dificultad alguna en rechazar el error y, al tiempo, tratar con la mayor cordialidad al que yerra.
Es verdad que, como dices, la historia, con bastante frecuencia, no siguió luego esos derroteros. El error no tiene derechos, se decía; y por tanto, tampoco el errante. Y como el error es malo, se puede utilizar la fuerza para reducir al errante al verdadero camino.
—Y parece que fueron los católicos quienes más olvidaron la tolerancia religiosa.
El empleo de la fuerza para combatir la heterodoxia —continúo glosando ideas de Rafael Gómez Pérez— no fue un hecho particular del catolicismo, sino algo corriente en todas las partes, culturas y confesiones hasta bien entrado nuestro tiempo.
Baste pensar en la intolerancia de Lutero contra los campesinos alemanes, que produjo decenas de miles de víctimas; o en las leyes inglesas contra los católicos, cuyo número era aún muy elevado al comienzo de la Iglesia anglicana; o en la suerte de Miguel Servet y sus compañeros quemados en la hoguera por los calvinistas en Ginebra.
Hay que decir, para ser justos, que ese era el trato normal que se daba en la época a los delitos, y el de opinión era considerado como el más grave. En esto coincidían Lutero, Calvino, Enrique VIII y Carlos V o Felipe II. En una época en que todo el mundo se sentía y confesaba cristiano —con influencia en casi todas las manifestaciones de la vida— la herejía (o lo que se suponía tal) era un grave delito contrario a los mismos cimientos de la convivencia.
No se puede olvidar que, para bien o para mal —probablemente, para mal— política y religión estuvieron bastante confundidas durante la mayor parte de la historia de Occidente. Y fuera de Occidente ocurría algo muy parecido.
Además, las posturas heréticas iban con frecuencia dirigidas a la conquista del poder. Así sucedió, por ejemplo, con el luteranismo, cuyo rápido avance se debió en buena parte a la habilidad con que Lutero logró el apoyo de algunos príncipes alemanes que, de ese modo, conseguían distanciarse del emperador Carlos V.
En los primeros siglos, sin embargo, los cristianos fueron extraordinariamente tolerantes en materia religiosa. La historia dio luego muchas vueltas —en algunos vericuetos se llegó a prácticas que avergüenzan—, pero teológicamente nunca ha estado cerrado el camino de la tolerancia. Y, afortunadamente, hace ya mucho tiempo que es rara la intolerancia en países de mayoría católica.
Es más, echando un vistazo a la situación mundial en este siglo, puede decirse que la tolerancia ha germinado fundamentalmente en los países de mayor tradición cristiana. En cambio, la intolerancia se ha mostrado con gran crudeza en los países gobernados por ideologías ateas sistemáticas (Tercer Reich nazi, la URSS y todos los países que estuvieron bajo su dominio, China, etc.). También la violencia del integrismo islámico sigue bastante presente en los países donde su religión aún no ha alcanzado el poder político (Senegal, Níger, Mauritania, Chad, Egipto, Marruecos, Tanzania, Argelia, etc.); y donde ya lo han alcanzado (Arabia, Irán, etc.), la tolerancia religiosa es prácticamente inexistente. Y otros países asiáticos no islámicos (India, China, etc.) no parecen mejorar mucho la situación.
Sin embargo, curiosamente, se sigue hablando más de la Inquisición, desaparecida hace ya mucho tiempo, que de las actuales persecuciones religiosas, dolorosamente actuales en tantos lugares.
Violencias perpetradas en nombre de la fe
—De acuerdo, pero ¿qué dice la Iglesia católica de todos esos errores que aparecen en su historia?
La Iglesia lamenta los errores de sus miembros, recordando todas las circunstancias en que, a lo largo de la historia, se han alejado del verdadero espíritu del Evangelio y han ofrecido al mundo, en vez del testimonio de una vida inspirada en los valores de la fe, el espectáculo de modos de pensar y actuar que eran verdaderas formas de antitestimonio y de escándalo.
La Iglesia busca sin cesar la conversión y la renovación, animando a sus miembros a purificarse mediante el arrepentimiento de sus errores, infidelidades, incoherencias y lentitudes.
De hecho, Juan Pablo II no dudó en hacer un reconocimiento público y una petición de perdón por los errores que los miembros de la Iglesia católica hubieran podido cometer en estos dos milenios. Reconocer los fracasos de ayer es siempre un acto de lealtad y de valentía, que además refuerza la fe y facilita hacer frente a las dificultades de hoy.
La Iglesia no desea permanecer en silencio ante tantas violencias que han sido perpetradas en nombre de la fe, especialmente en algunos siglos. "Es cierto —señalaba Juan Pablo II— que un correcto juicio histórico no puede prescindir de los condicionantes culturales del momento, bajo cuyo influjo pudieron creer de buena fe que un auténtico testimonio de la verdad comportaba la extinción de otras opiniones, o al menos su marginación. Muchos motivos convergen con frecuencia en la creación de premisas de intolerancia, alimentando un ambiente pasional del que solo los grandes espíritus verdaderamente libres y llenos de Dios lograban de algún modo sustraerse. Pero la consideración de todos esos atenuantes no dispensa a la Iglesia del deber de lamentar profundamente las debilidades de tantos hijos suyos, que han desfigurado su rostro, impidiendo reflejar plenamente la imagen del Señor crucificado, testigo insuperable de amor paciente y de humilde mansedumbre. De estos trazos dolorosos del pasado emerge una lección para el futuro, que debe llevar a todo cristiano a tener bien en cuenta el principio de oro señalado por el Concilio: la verdad no se impone sino por la fuerza de la misma verdad, que penetra con suavidad y firmeza en las almas".
La Iglesia católica no teme en absoluto reconocer esos errores, porque el amor a la verdad es fundamental (no hay una verdad buena y otra mala: la que conviene a la Iglesia y la que puede molestarla), y también porque esas violencias no pueden atribuirse a la fe católica, sino a la intolerancia religiosa de personas que no la asumieron correctamente.
El libre mercado de las ideas
La Iglesia católica se propone una nueva evangelización, pero basada en el anuncio y el testimonio, llevado a cabo respetando las conciencias y en medio de la pluralidad de religiones, iglesias y confesiones que configuran las creencias del hombre de hoy.
La fe exige siempre la libre adhesión del hombre, y no teme entrar en el libre mercado de las ideas. La verdad se debe buscar siempre de modo apropiado a la dignidad humana, es decir, mediante la investigación, la enseñanza, la educación, y una comunicación en la que unos y otros exponen la verdad que creen haber encontrado, a fin de ayudarse mutuamente en esa búsqueda.
—¿Y la Iglesia católica busca influir en los Estados?
La Iglesia no busca ningún poder político. Pero su fe no es un simple sentimiento vago y descomprometido que pueda permanecer impasible ante la injusticia. Por eso la Iglesia recuerda con frecuencia a los católicos que no es posible vivir seriamente el Evangelio sin que repercuta profundamente —a través de una responsable acción personal— en las estructuras sociales y en la ordenación misma de la sociedad.
La gestión política de la sociedad no entra en la misión de la jerarquía eclesiástica (esa tarea forma parte de la vocación de los laicos que actúan por propia iniciativa de ciudadanos), pero su mensaje abarca todo el orden moral y, particularmente, la justicia, que debe regular las relaciones humanas.
Por eso la jerarquía de la Iglesia, además de proclamar principios morales referentes al orden social, tiene el derecho y el deber de emitir, en una situación determinada, un juicio moral, para denunciar el mal y ayudar a sacar a la luz el bien, animando así a los católicos a buscar soluciones de forma positiva.
Un nuevo y sorprendente sistema represivo
Como ya hemos señalado, la Iglesia católica reitera que la verdad se impone solo por la fuerza de la misma verdad, que penetra con suavidad y firmeza en las almas, y que la conversión a la fe, o la vocación a una determinada institución de la Iglesia, debe proceder de un don de Dios que solo puede ser correspondido con una decisión personal y libre, que ha de tomarse siempre con entera libertad, sin coacción ni presión de ningún tipo.
En este sentido la tradición cristiana habla desde muy antiguo de propagar la fe y de hacer proselitismo, para referirse al celo apostólico por anunciar su mensaje e incorporar nuevos fieles a la Iglesia o a alguna de sus instituciones.
Sin embargo, en los últimos decenios ha comenzado a difundirse otra acepción de ambos términos, que suele asociarse a actuaciones en las que, para atraer hacia el propio grupo, se usa de violencia o de coerción, o de algún modo se pretende forzar la conciencia o manipular la libertad de los demás. Esos modos de actuar, como es obvio, resultan ajenos por completo al espíritu cristiano y son totalmente reprobables.
Pero el deseo de propagar la propia fe, o de hacer proselitismo, en su sentido clásico y despojados de todas esas connotaciones negativas que hemos señalado, son cosas muy legítimas. Si negáramos a las personas su libertad de ayudar a otras a encaminarse hacia lo que se considera la verdad, caeríamos en una peligrosa forma de intolerancia.
Es preciso respetar —dentro de sus límites propios— la libertad de expresar las ideas personales, y la libertad de desear convencer con ellas a otras personas. Al fin y al cabo, es algo que está —entre otras cosas— en la esencia de lo que es la educación, la publicidad o el marketing, y es un derecho básico cada vez más reconocido, tanto desde instancias jurídicas como sociológicas.
Por ejemplo, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo condenó hace unos años al Estado griego por conculcar este derecho, y recalcó que la libertad de enseñar la propia religión no implica solamente manifestarla colectivamente, en público y en el círculo de los que comparten la propia fe, sino que comporta en principio el derecho de intentar convencer a otros, pues sin esa posibilidad, la libertad de cambiar de religión o de convicciones correría el peligro de quedar en letra muerta.
La libertad religiosa pertenece a la esencia de la sociedad democrática y es uno de los puntos fundamentales para verificar el progreso auténtico del hombre en todo régimen, sociedad o sistema. Cualquier atentado —directo o consentido— del poder contra la libertad religiosa es siempre síntoma de un totalitarismo, más o menos velado, en la vida intelectual.
Conculcar el derecho a expresar o propagar las propias ideas o creencias religiosas sería entrar de nuevo en un peligroso sistema represivo, propio de regímenes autoritarios, en los que se restringe la libertad religiosa como si fuera algo subversivo.
Sería un intrusismo del Estado en un ámbito donde la tolerancia religiosa reclama siempre una libre discusión, un libre debate y una libre aceptación.
El problema de las sectas
La tolerancia religiosa constituye un importante avance social en casi todos los países occidentales, donde en los últimos siglos la religión dominante ha solido respetar —salvo algunas excepciones— a quienes profesaban otras creencias minoritarias (algo que, como hemos recordado, no puede decirse que suceda de modo habitual en el resto del mundo).
Junto a eso, en los últimos años hay en esos países una seria preocupación —que comparto— por la aparición de lo que se ha llamado el fenómeno de las sectas. Se trata de un renacer de sentimientos religiosos bastante complejo, que debe analizarse con calma para no caer en actitudes persecutorias sistemáticas, que serían muy poco congruentes con la necesaria libertad religiosa.
Es preciso delimitar con claridad el problema. Para los romanos, secta era un bando, una escuela, un grupo de personas que seguían a un líder. Más adelante, se denominaron sectas a las doctrinas religiosas que se separaban de un tronco principal. Hoy, cuando se habla del problema de las sectas, solemos pensar en doctrinas que se propagan recurriendo a la violencia o al engaño, o ejerciendo una influencia ilegítima sobre las personas.
Como es lógico, hay que perseguir a quienes se apartan de la legalidad. Y si una secta utiliza medios ilegales, o comete cualquier irregularidad que deba castigarse, tendrán que intervenir los tribunales y hacer que se aplique la ley.
Pero no se les castigará por sus creencias, sino por violar la legalidad penal, civil, laboral, fiscal o administrativa vigente (secuestro de personas, violencia física o psíquica, proxenetismo, prostitución, inducción al suicidio, ejercicio ilícito de la medicina, evasión de impuestos, etc.). Y se castigaría igual a cualquiera que obrara así, fuera una secta, un grupo de amigos, un partido político o un club de cazadores.
Sin embargo, sería una clara manifestación de intolerancia perseguirlas simplemente porque adoptan o propagan estilos de vida que, siendo lícitos, son contrarios a la mentalidad dominante. Eso es lo que han hecho algunos movimientos antisectas, que califican como sectaria cualquier forma de experiencia religiosa que, desde su particular punto de vista, consideran más intensa de lo que su laicismo esté dispuesto a consentir.
Más preocupante aún es que algunos de esos movimientos antisectas parecen considerar lícito cualquier medio para conseguir los fines que se proponen. Es cierto que hay aspectos muy discutibles en muchas sectas, y que sus actuaciones son a veces claramente inmorales, y en algunos casos, incluso delictivas. Y efectivamente es preciso hacer una crítica enérgica, y pedir que se castigue con rigor cualquier conducta ilícita. Pero nunca puede ser correcto emplear para ello la violencia o el engaño, como de hecho hacen con frecuencia algunos de esos movimientos antisectas, cayendo en los mismos desafueros que ellos denuncian en las sectas.
Otro sutil secuestro del pluralismo
Como señala Sheed, la complejidad del tejido social y la inevitable imprevisibilidad del ser humano hace difícil al Estado una organización impecable y sin sobresaltos. De ahí la tendencia de los dictadores a preferir súbditos dóciles y manejables, a fin de poder dominarlos mejor.
Probablemente por eso, la educación es un ámbito donde se plantea hoy un serio secuestro del pluralismo. Como ha señalado Rafael Navarro-Valls, llama la atención cómo algunos gobiernos manifiestan con frecuencia un notable empeño por establecer —si no en la teoría, al menos en la práctica— un sistema educativo lo más parecido posible a un monopolio con un servicio único de enseñanza.
Esa pretensión por parte del poder político supone un serio riesgo de facilitar un sometimiento intelectual en la educación. El carácter arbitrario con que los poderes públicos pueden actuar cuando hay un monopolio estatal de la enseñanza puede llevar con facilidad a una violencia contra las conciencias de los ciudadanos.
Es extremadamente peligroso convertir la educación en una especie de tierra de nadie, apta para ser colonizada por cualquier ideología en el poder. Por otra parte, un monopolio estatal de la enseñanza que, en aras de la neutralidad, margine la dimensión religiosa de la persona, no deja de ser en el fondo como una especie de teocracia agnóstica, una sutil imposición de un agnosticismo global (adornado del politeísmo ético que rodea a su vacía neutralidad en los valores) y de un puritanismo laicista que manda a la hoguera cualquier intento de considerar en el proyecto de enseñanza un sentido antropológico profundo, o un desarrollo ético y moral más allá de una simple definición preliminar.
Alfonso Aguiló