Límites a los derechos de los padres. El pin parental.

Es evidente que los derechos de los padres sobre sus hijos no son absolutos. Y es verdad que algunos padres concretos pueden ejercer mal esos derechos y, por tanto, deben tener un límite, puesto que los hijos tienen también sus propios derechos y los poderes públicos deben amparar los derechos de ambos.

Es cierto que hay padres que maltratan a sus hijos, o que abusan de ellos, o los abandonan, o los adoctrinan con ideas yihadistas que pueden llegar por ejemplo a empujarles a inmolarse en atentados terroristas. Son casos extremos en los que se hace patente una colisión entre los derechos de los padres y los de los hijos, y entonces los poderes públicos tienen que actuar.

Pero esos ejemplos extremos no pueden aducirse como justificación para recortar los derechos de los padres y blindarse ante ellos ante un eventual y también posible ejercicio de adoctrinamiento amparado por los poderes públicos, sobre todo si con ello se imponen cuestiones que suscitan fuertes debates y están lejos del consenso general que debería pedirse en torno a los valores cívicos propuestos por el Estado.

Porque no solo los padres pueden ejercer mal su papel. También la escuela puede caer en actitudes adoctrinadoras, o al menos puede en determinados aspectos lesionar los derechos de los padres recogidos en esos tratados internacionales. De la misma manera que muchos padres protestarían por actividades obligatorias en tiempo lectivo que tuvieran carácter político, o que promovieran una determinada religión en un colegio con un ideario no declarado públicamente afín a esa confesión, o si se impartieran contenidos que fueran racistas o machistas, también los padres tendrían derecho a protestar si en las clases hay un adoctrinamiento que estimula a los niños —por ejemplo— a prácticas sexuales prematuras.

Allá donde haya adoctrinamiento, en el sentido que sea, los padres deben reaccionar. La principal acción de los padres contra el adoctrinamiento debe hacerse a través de las asociaciones de padres o consejos escolares, así como mediante la denuncia puntual de cada acción adoctrinadora: así defienden a todos, no solo a sus hijos.

El verdadero problema es que no todos los padres entenderán lo mismo por adoctrinamiento. Porque muchas veces no será cuestión tanto de adoctrinamiento sino de diferentes convicciones por parte de los padres. Y precisamente por eso los colegios (también los públicos) deberían tener un proyecto de centro claro y manifiesto, de modo que los padres puedan elegir el centro más adecuado según sus convicciones. Y todo ello dentro de una apuesta rotunda por la igualdad y el respeto a la pluralidad.

Hay que hacer un esfuerzo por fomentar la confianza entre la familia y la escuela. Es cierto que un abuso de fórmulas como el llamado «PIN parental» (que permite a las familias prohibir la asistencia de sus hijos a determinadas actividades o contenidos que consideran controvertidos, sobre todo si es impartido por personal ajeno al centro) podría llevar a buscar una educación curricular a la carta para cada familia, o a poner vetos enormemente diversos que hagan difícil mantener con normalidad el carácter propio del centro, cuando sabemos que ese carácter propio es fundamental para que exista una oferta consistente y plural de opciones educativas. Son claros esos riesgos del PIN parental, pero, por el otro lado, también son claros los riesgos de prohibir cualquier resistencia ante posibles imposiciones ideológicas que pudieran darse, pues indudablemente esos abusos se producen.

Quizá el debate real de fondo no es tanto de conflicto de derechos, sino cuáles son esos valores que tiene que compartir todo ciudadano. Habría que hablar con sosiego sobre esto, sin descalificaciones, para ver qué materias deben ser obligatorias, cuáles deben ser voluntarias y cuáles deberían estar prohibidas. Y una forma de facilitar ese debate en cada centro escolar es que haya una norma superior que obligue a los centros a publicar periódicamente las actividades o contenidos que se programan fuera del currículo habitual, de modo que las familias puedan mostrar a tiempo su discrepancia, si fuera el caso, y promover de acuerdo con la dirección los correspondientes cambios.

Alfonso Aguiló, “Educar en una sociedad plural”, Editorial Palabra, 2021

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