Entre los indígenas de Chiapas, cuando el maestro, derrotado por los años, decide retirarse, le entrega al alfarero joven su mejor vasija, la obra de arte más perfecta. El joven recibe la vasija y no la lleva a casa para admirarla, ni la pone sobre la mesa en el centro del taller para que, en adelante, le sirva de inspiración y presida su trabajo. Tampoco la entrega a un museo. La estrella contra el piso, la rompe en mil pedazos y los integra a su arcilla para que el genio del maestro continúe en su obra. La obra de arte, acabamos de verlo, es tradición, es decir, entrega (traditio) de un arte que sólo puede ser reproducido por la mano de otro artista, el cual sólo puede recrear lo creado por su maestro deshaciéndolo de forma creativa e incorporadora, no destruyéndolo. Si lo destruyera no podría incorporarlo, pero si no lo retomase desde sí mismo, desde su libertad creadora, tampoco. En el primer caso sólo habría vandalismo, en el segundo plagio. Lo que evita el vandalismo y el plagio es la paciencia: en ella hemos de buscar las grandes tradiciones creadoras.