Exposición del caso: Fátima y Noelia son amigas desde muy pequeñas. Al poco de cumplir ambas los 17 años, Fátima se distancia un poco de su amiga porque empieza a salir con un chico. Las referencias que le da de él su amiga no le gustan mucho a Noelia: le saca más de diez años, no llegó a acabar la carrera que empezó, vivía solo, y trabajaba de dibujante, al parecer de una manera bastante irregular. Pero Fátima estaba encandilada, y Noelia no tenía muchos argumentos que esgrimir contra esa situación; además, temía que si decía algo su amiga le reprochara que en el fondo tenía celos.
Sin embargo, Noelia comenzó a alarmarse por el progresivo deterioro de su amiga. Vio cómo bajaba su rendimiento académico, y se enrarecía algo su carácter. Incluso faltaba a clase algunos días. Hablaba menos, pero por lo que decía empezaba a frecuentar locales poco recomendables. Admitió que había empezado a fumar “porros”, y le decía a Noelia que eran inofensivos, pero excitantes. Había dejado de estar disponible para salir juntas los fines de semana, y Noelia empezó a pensar lo peor, aunque por otra parte no quería ser mal pensada. Llamó un domingo por teléfono a Fátima, y le respondió su madre que se había ido a esquiar con sus amigas: “Es que últimamente le ha entrado la fiebre de esquiar, ¿sabes? ¿Quieres que le deje recado?” Noelia contestó negativamente, a la vez que comprendía que estaba engañando a su familia, porque la realidad era que se escapaba con el novio —o lo que fuera— los fines de semana, quién sabía dónde.
Noelia se quedó dando vueltas al asunto, pensando que tenía que hacer algo. Llegó a la conclusión de que lo mejor era decirle con claridad lo que sabía. Se encontraron al día siguiente, y se lo dijo. —”Ya, ¿y…?”, contestó Fátima. —”Pues que está fatal”. —”¡Ay, no me digas!”, replicó con ironía. Noelia, desconcertada, no sabía cómo seguir. Al final dijo: —”Y… ¿y si te mueres, qué?” —”¿Yo? Pero si lo que estoy haciendo es vi—viiir”. —”¿No has pensado que te puedes morir? ¿Y entonces qué?” —”Pues entonces nada, se acabó. Por eso: a vivir, que son dos días”. —”Pero luego…”. —”Pero luego, ¿qué? ¿Has estado allí? ¿Has visto algo?” Soltó una carcajada, y siguió: “A lo mejor me convierto en una vaca. Federico dice que se está tomando en serio lo de la reencarnación”. —”¡Te vas a ir al infierno!”. —”¡Ya salió! ¡El infierno! ¡Pues hala, me da igual ir al infierno! Con el frío que está haciendo, a lo mejor se está muy a gusto”. —”Oye, que va en serio”. —”¿En serio? Pues en serio: ¿no ha venido Dios a salvar a los pecadores? ¿No es tan misericordioso? ¿Y entonces? Ah, entonces va la infinita misericordia, y te manda… ¡al infierno! Yo no paso por ahí, ya habéis asustado a mucha gente”.
Noelia no se dio por vencida, e intentó alguna otra vez hacer entrar en razón a su amiga. Incluso le preguntó qué pasaría si quedaba embarazada. —”Pues abortar”, fue la contestación. —”¿Qué? ¿Matarías a tu propio hijo?” —”No, desde tu punto de vista lo mandaría al cielo, ¿no?” —”Pues… me parece que no”. —”¿No…? ¿Pues a dónde…? Si no habría hecho nada malo el pobre… Mira —añadió, sin dejar el tono de ironía—, no te preocupes, que cuando sea vieja se me habrán pasado los humos y me convertiré y pensaré en todo eso”. —”Si llegas…”. —”¿Ah, no? Tu Dios misericordioso, cuando peor esté, hará que me atropelle un coche, y ¡hala, al infierno!”. —”Mira, piensa lo que quieras, pero aunque llegues, mejor saldar cuentas en esta vida que en la otra”. —”¡Ah, faltaba el purgatorio! Anda, con lo buena que eres, tú rezas por mí y me sacas, ¿quieres, mona?” Noelia se empezaba a exasperar. —”Mira —dijo—, es tu vida, tú sabrás lo que haces. Pero yo que tú me pensaría un poco todo eso. Y si no quieres, allá tú, tú te lo encontrarás”. —”Vale, gracias —replicó Fátima—. Cada una con su vida. Y si tú quieres perdértelo todo para ganar el cielo, nadie te lo impide. Yo, no, gracias. ¿Y en qué consiste eso del cielo? ¡Ah, la felicidad! A base de estar rezando todo el día y toda la eternidad, ¿no es eso? ¡Pues qué plan! Y si no, ¿qué es?, dime. Pues nadie te impide vivir tu vida. Déjame vivir la mía, ¿eh? Haz el favor de dejarme en paz”.
Noelia quedó un poco enfadada a raíz de ese diálogo. Pero, por encima de todo, pensaba que Fátima era su amiga y le daba pena ver su situación. Pasaban los días, y Noelia no veía la manera de hacerla recapacitar, por mucho que pensaba en ello. Un día, vio en la cartelera una película que trataba de un endemoniado, que se iba haciendo odioso, y del modo más cínico maltrataba a la gente y mataba a quien se le interponía, hasta que al fin no quedó otra solución, para salvar inocentes, que matarlo. No era el tipo de películas que veía, ni lo que más le atraía, pero pensó que podía venir al caso. Al día siguiente, se dirigió a Fátima: —”¿Te vendrías esta tarde al cine?” —”¡Vaya! ¿No tienes que estudiar?” —”No me apetece”. —”¡Qué raro…! Bueno, ¿y qué echan?” —”Sorpresa. Pero prometo que no faltan emociones”. Un poco sorprendida, Fátima aceptó.
Estuvieron calladas toda la película. A la salida, fue Fátima la primera en hablar. —”¡Qué desagradable, ¿no?!” —”Bueno, es lo que has elegido”. —”Pero si me has traído tú”. —”No, no. Lo que digo es que te has quedado con ése. ¿Te imaginas lo que puede pensar? Pues algo así como (con voz afectada) «Fátima es mía, mía. No se me escapará. Se divertirá un poco, y luego será mía para siempre, para siempre. La maltrataré para siempre, para siempre…»”. —”¿Pero qué dices?” —”La echaré al fuego para siempre, para siempre, para siempre…” —”Oye, ¿para esto me has traído aquí?”, replicó, nerviosa, Fátima. —”Sí, para que veas lo que has escogido, y lo has escogido para toda la eternidad, para siempre, para siempre…” —”¡Cállate ya! Como repitas eso, te suelto una bofetada”. —”¿Por qué, si es la verdad? Con ése, para siempre, para siempre…” Un tanto fuera de sí, Fátima le dio a su amiga una bofetada. Casi como un reflejo, Noelia se la devolvió, y se fueron cada una por su lado.
Cuando se serenó, Noelia pensó que había quemado el último cartucho. Se lo había jugado todo a una carta, y había perdido. Se consoló pensando que, al fin y al cabo, ya estaba poco a poco perdiendo como amiga a Fátima, y aquella escena sólo había precipitado lo que iba a ocurrir de todos modos. En cualquier caso, lo sentía.
Pasadas algunas semanas, llegó Noelia a clase, y poco después Fátima, que se situó a su lado. —”¿Te importa que me ponga aquí?”, preguntó. —”No. Ponte”. Al cabo de un rato, con la clase empezada, volvió Fátima a dirigirse a su amiga en voz baja: —”¿Estás muy enfadada?” —”No. ¿Y tú?” —”Tampoco”. Unos minutos después, volvió a hablar Fátima: —”¿Vas a hacer algo el sábado?” —”¿Cómo? ¿Ya no vas a esquiar?” —”No”, y se le escapó una risa que les valió la primera advertencia de la profesora. —”¿Tienes tú algo?”, preguntó Noelia. —”Bueno…, si quieres…, te llevo al cine”, y añadió, con voz entrecortada por la risa: “te prometo… que es de risa”. A Noelia también le dio la risa, y las expulsaron de clase. Fueron a tomar algo en una cafetería, y Noelia supo que Fátima había acabado por reflexionar y había roto con su anterior situación. Noelia volvió a su casa con cara de felicidad, lo que no pasó inadvertido en su familia. Su madre se dirigió a ella preguntándole qué le había pasado ese día que estaba tan contenta. “¿Que qué me ha pasado hoy? Pues que… ¡me han echado de clase!” Preguntas que se formulan: — ¿Qué conocemos sobre la inmortalidad de la vida? ¿Qué añade la Revelación a lo que podemos conocer por la razón? ¿En qué consiste la resurrección? ¿Tiene algo que ver la de Jesucristo con la nuestra? ¿Qué diferencias hay con la reencarnación? — ¿Cómo conocemos el infierno? ¿Qué sabemos de él? ¿Qué tipo de penas incluye? ¿Cuáles son las más importantes? ¿Por qué? ¿Cabe arrepentimiento en los condenados? ¿Por qué? ¿Sabemos con certeza que es eterno? ¿Cómo se puede compaginar con la misericordia divina? — ¿Cómo sabemos que hay purgatorio? ¿Cuál es su sentido? ¿Y su duración? ¿Es cierto que “es mejor saldar cuentas en esta vida que en la otra”? ¿Por qué? ¿Se puede verdaderamente “sacar” del purgatorio a alguien rezando? ¿Qué fundamento tiene? ¿Qué diferencia hay entre el purgatorio y el infierno? — ¿Qué sucede con los que mueren sin llegar al uso de razón y sin bautismo? ¿Qué enseña la Iglesia al respecto? — ¿Podemos decir con certeza que en el cielo encontraremos la completa felicidad? ¿Por qué? ¿En qué consiste esa felicidad? ¿Por qué hace feliz al hombre? ¿Qué dones reciben los que están en el cielo? — ¿Qué sabemos del juicio divino? ¿Puede decirse que si alguien se condena es porque lo ha elegido así? ¿Por qué? ¿Se manifiesta la misericordia de Dios con todos los hombres, además de su justicia? ¿Cómo? — ¿Qué utilidad tiene para la vida cristiana la consideración de los novísimos? ¿Y para el apostolado? ¿Es egoísmo pensar en el premio y desearlo? ¿Por qué? ¿Es bueno obrar por temor al castigo? ¿Es el mejor motivo? Bibliografía Vid. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 988-1014, 1020-1050, 1261.
Comentario: La verdad, y en este caso se pone de manifiesto, es que no sabemos muchas cosas sobre el más allá. Pero, eso sí, las que sabemos las conocemos con toda certeza. En el Evangelio vemos al Señor repetir con insistencia las verdades fundamentales sobre la vida eterna (o las postrimerías o “novísimos”). Pero toda pregunta que buscara saber más —hubo bastantes— era contestada con una evasiva, que a la vez mostraba la voluntad divina de que tuviéramos cierta incertidumbre sobre estas cuestiones. La razón se pone de manifiesto en este caso: dar más información podría conducir a un exceso de confianza —o quizás en algún caso a un defecto: desesperación—, que dificulta el arrepentimiento. A Fátima le hace reflexionar, y le ayuda, tanto lo que sabe como lo que no sabe, a salir de su lamentable situación.
La primera incertidumbre es sobre el momento del fin de la vida en la tierra, tanto de cada persona como del mundo en general. Aquí se juntan lo más cierto —que moriremos— y lo más incierto —cuándo—. Dios es, efectivamente, un Padre que quiere salvar a sus hijos del pecado y del infierno. Tiene razón Fátima en pensar que Dios no va a esperar a que esté en su peor momento para llamarla a su presencia; pero no la tiene si piensa que eso supone una garantía de que “llegará a vieja” para tener tiempo de arrepentirse. Siempre tendrá una última oportunidad para arrepentirse, pero esa oportunidad puede que se la dé… al día siguiente. Dios da su gracia cuando quiere, y en realidad sólo Él sabe cuándo es el momento más oportuno. ¿Quién le asegura a Fátima que de vieja no sería peor que de joven? “Velad, porque no sabéis el día ni la hora” (Mt 25, 13): el no saber el día ni la hora es un estímulo para estar siempre en vela, preparados.
En la otra vida, espera el premio o el castigo. Es fácil entender que esto es justo: lo ha entendido así la humanidad desde siempre, no sólo los cristianos. Más aún, sin esta justicia no se entiende bien esta vida, como se ponía de manifiesto en el caso correspondiente a la naturaleza de Dios. Pero a partir de este punto las cosas se ponen más difíciles, y la razón es que ese premio y ese castigo son divinos, no humanos. Y a estas alturas ya somos conscientes de que todo lo divino supera la capacidad de comprensión humana.
Se manifiesta este carácter divino en que la vida que nos espera después de ésta es eterna. Esto es algo a lo que no estamos acostumbrados en absoluto, ya que todo en este mundo tiene un final. Pensar en una vida sin fin ya es sobrecogedor: nos supera. De ahí la insistencia de Noelia en remacharlo a su amiga: “para siempre, para siempre…”. La eternidad supone tal desproporción con esta vida, que ya de por sí muestra que nada de este mundo vale la pena si con ello se empeora nuestra condición eterna; o al revés, que cualquier sacrificio en esta vida —por duro que resulte— vale la pena si con él se mejora nuestra condición eterna. Por eso molesta tanto esa referencia en los oídos de Fátima. Como bien dice Noelia, toda diversión de este mundo, por intensa que sea, es “un poco”, muy poco, en comparación con la eternidad.
Es también una intervención divina la resurrección final. Si pensamos que la justicia divina es perfecta, entonces es el hombre completo el que al final debe ser juzgado, y el premio o castigo corresponden al hombre completo, cuerpo y alma. A veces surge la pregunta de si el cuerpo con que resucitamos es “el mismo”, el que ahora tenemos. La respuesta es que sí, aunque hay variación en las propiedades; o sea, la misma identidad, aunque con distintas características (la más obvia, la inmortalidad). En realidad, no puede ser de otro modo: el alma informa al cuerpo, da forma a los materiales de que está hecho el cuerpo para que sea ese cuerpo, y no el de otra persona. Así, los materiales se van renovando en esta vida, pero el cuerpo conserva su identidad a través del tiempo. Si entendemos esto, comprenderemos que teorías como la reencarnación pueden ser muy imaginativas, pero no tienen sentido: el alma de un ser humano sólo puede ser la forma de un cuerpo, el suyo, y no del de un animal, ni siquiera del de otra persona: no sería “otra”.
Pasemos al castigo: el infierno. La objeción de Fátima es algo muy extendido en nuestros días (aunque no, ni mucho menos, nueva): no parece compaginarse bien la misericordia de Dios con una justicia tan implacable. Es una dificultad, pero las dificultades hay que encararlas con los datos objetivos, y no intentar esquivarlas, como lo hace Fátima diciendo que con eso “ya habéis asustado a muchos”. Y es esquivar, porque el anuncio del infierno no procede de un confuso “vosotros”, sino de Jesucristo en el Evangelio: éste es el dato objetivo. Y es que, si se arrancaran las páginas de los evangelios en las que apareciera una referencia al infierno, nos quedaríamos con una versión verdaderamente reducida. El Señor advierte sobre ello en muchas ocasiones; un ejemplo de los más claros lo podemos encontrar leyendo el capítulo 25 del Evangelio de San Mateo. Con todo, tampoco esta realidad nos puede conducir a negar la infinita misericordia de Dios. La respuesta está más bien en lo que se estudiaba en el caso relativo a la naturaleza de Dios: lo que conocemos de Dios es paradójico, y aquí la paradoja está en conciliar justicia y misericordia. Pero conciliar no es negar uno de los extremos: hay que aceptar ambos, incluyendo la consideración de que incluso en la pena se manifiesta la misericordia divina: se merecerían más. ¿No parece demasiado tremendo? Lo es, pero esta consideración lo que nos debe hacer meditar es lo tremendo que es el pecado: si fuéramos conscientes de toda su gravedad, podríamos entender bien la sentencia divina.
Pero, sin dejar de ser el infierno una condena divina, acierta de nuevo Noelia al decir a su amiga que “es lo que has elegido”. Los seres humanos, en su vida y en la decisión final al llegar ésta a su término, eligen entre conducirse hacia Dios —con lo que supone de sometimiento a él y el consiguiente arrepentimiento de lo que le ofende—, o alejarse de él, y en este último caso sólo les queda el demonio y “su hábitat”: el infierno. Precisamente esa elección se convierte en el principal castigo. Aunque no es el único, porque el fuego también existe. Representan ambas a las llamadas penas “de daño” y “de sentido”. La verdad es que Noelia le ha sabido “explicar” las penas del infierno a su amiga muy bien, para lo que ésta estaba en condiciones de entender. Explicarle que el alejamiento de Dios, y por tanto del último fin, constituye la más dolorosa de las penas es algo que, en su situación, no habría comprendido Fátima; pero mencionar la alternativa —”ir con ése”— sí que estaba a su alcance.
Si no es fácil de comprender el castigo divino, menos aún lo es entender en qué consiste el premio. Lo que Fátima se imagina es el aburrimiento eterno, no el cielo. Al fin y al cabo, pretender imaginar el cielo es inútil, pues “ni ojo vio ni oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios ha preparado para los que le aman” (I Cor 2, 9). ¿Por qué sucede esto? Pues porque en este mundo “caminamos en fe y no en visión” (II Cor 5, 7). Con la casa de Dios sucede como con Dios mismo: se sabe algo de lo que es, pero no cómo es en sí mismo. Al fin y al cabo, la “casa de Dios” es fundamentalmente Dios mismo, y el principal gozo del cielo es la visión de Dios. Los demás vienen como consecuencia; incluso la gloria corporal es un reflejo en el cuerpo del gozo del alma, y éste a su vez es la consecuencia de la visión divina, llamada “visión beatífica” precisamente por esto: “beatus” en latín significa precisamente “feliz”. Pero esto aquí no lo vemos: lo creemos. La existencia del cielo como felicidad eterna nos pide abandono en las manos de Dios: es necesaria confianza de nuestra parte. Si no la hay, como en el caso de Fátima, la idea misma del cielo carece de atractivo.
Existe también el purgatorio. Es una situación transitoria, pues con el juicio final desaparece. El juicio final ratifica la sentencia del juicio particular por el que cada uno pasa cuando muere. Pero con él se llega a la situación definitiva: resucitan los cuerpos y se inaugura la situación definitiva. Por eso lo que se refiere al más allá —la llamada “escatología”— se divide en dos etapas: la “escatología intermedia” —hasta el juicio final—, y la “escatología final”.
Lo que dicen Noelia y Fátima sobre el purgatorio es cierto. “Es mejor saldar cuentas en esta vida que en la otra”. Si no hay caridad perfecta a la hora de la muerte, es que hay cuentas que saldar. Para eso está el purgatorio. Y es lógico que esa afirmación de Noelia sea cierta: la voluntariedad que tiene la expiación en esta vida le confiere mayor valor que la impuesta. Aquí se “satisface”; allí, se “satispadece” (se entiende mejor el significado de estas palabras si se conoce que, en latín, “satis” quiere decir “bastante”, “suficiente”). Es un motivo más para esforzarse en esta vida en cumplir la voluntad de Dios. No se sabe gran cosa del purgatorio, pero sí se sabe que es una etapa de sufrimiento, aunque, eso sí, mucho más llevadero que el del infierno —sólo la esperanza marca diferencias—. La separación, aunque sea temporal, de Dios es ya un sufrimiento.
También es cierto que se puede rezar y expiar por las almas —recordemos que corresponde a una etapa en la que todavía no han resucitado los cuerpos— del purgatorio, y con ello acortar su permanencia en él, e incluso salir. Como también es cierto que pueden desde allí devolver el favor intercediendo por nosotros, sobre todo si con nuestra ayuda ya “han salido”. De todas formas, quizás lo que dice Fátima al respecto no sea tan sencillo. Su misma desfachatez sugiere que también la justicia divina debe actuar a la hora del “reparto” de estos sufragios, aunque a la vez respete el deseo de los peticionarios.
¿Y el caso del niño que Fátima, según ella, habría abortado si lo hubiera tenido? Noelia piensa que no podría ir al cielo. Aquí puede que no tenga razón. ¿Pero no se afirmaba la existencia del llamado “limbo” para estos casos? Sí, se afirmaba, pero más que de una doctrina revelada, se trataba de un recurso para “meter” a quienes no cabían en el infierno —no tienen culpas personales— y se pensaba que tampoco en el cielo —por carecer de gracia—. Pero, siendo lo primero cierto, lo segundo no lo es tanto: ¿quién conoce el alcance de la misericordia de Dios? Sólo Él, y por eso la Iglesia afirma que “sólo puede confiarlos a la misericordia divina” (CIC, n. 1261).
El caso estudiado muestra también la necesidad de la consideración de las verdades eternas, y su utilidad en el apostolado cristiano. Hoy poco se oye hablar de estas cosas, y eso puede considerarse un éxito del diablo: al fin y al cabo, todo su esfuerzo se podría resumir en intentar apartar al hombre de la consideración de su destino eterno. Por eso el argumento de Noelia es el adecuado, aunque el recurso que utiliza parezca un poco extremado. No pretende ser macabra, sino realista. Y además, como cristiana, esperanzada. Tan dormida estaba la conciencia de Fátima, que necesitaba un buen revulsivo para entrar en razón. Y a Noelia sólo le mueve la amistad.