Acaba de cumplir 90 años, y ha sido la primera vez, desde 1930, que el padre Luis Ruiz lo pudo celebrar en Gijón (España) con su familia. «Es que estos últimos 72 años he estado por ahí, por estos mundos de Dios, ¿sabe usted?», argumenta. Acaba de participar en el Congreso Nacional de Misiones que se ha celebrado este fin de semana en Burgos. Monseñor Luis Augusto Castro Quiroga, arzobispo de Tunja (Colombia), le presentó a los medios como «la estrella del congreso», a lo que él respondió, con el sentido del humor que conserva intacto, «apagada, estrella apagada». «Cuando ves la pobreza no puedes cruzarte de brazos», asegura el P. Ruiz. Hasta hace dos años recorría las calles de Macao en moto. «Ya no, es que ya estoy un poco mayor», alega. Ahora le llevan en coche a sus 145 leproserías, diseminadas por toda China, en las que atienden a 10.000 enfermos. «Allí mismo educamos a los hijos de los leprosos, y tenemos 2.000 alumnos entre primaria y la universidad. En Macao, por ejemplo, tenemos una escuela que ya es muy famosa. Hace poco, un ex alumno, que ahora es un empresario de éxito en Hong Kong me mandó 20.000 dólares de donativo. Y los alumnos que tuve en Cuba en los años 40, que ahora viven en EE UU, aún me mandan dinero», explica.
-Y usted, ¿no piensa retirarse a descansar? -Yo descanso trabajando. A mis 90 años, llevo un régimen de vida similar al de un hombre de 60. Me levanto a las 6:30 de la mañana. Me encanta el fútbol; a través de la televisión china veo los partidos de equipos españoles. Pero quiero seguir trabajando: tenemos 15 proyectos en espera.
-En 1941, llegó usted a China.
-Sí, y allí comencé a estudiar el chino mandarín, que es una lengua endiabladamente difícil. En 1942 tuve que huir de Pekín por la II Guerra Mundial entre EE UU y Japón. En 1945 fui ordenado sacerdote, y estuve destinado a la misión de Anking, donde daba clase de inglés. En 1951 los comunistas ocuparon nuestra misión, y estuve prisionero en casa, donde enfermé de tifoidea, y me expulsaron de China. 30.000 refugiados -¿Qué hizo entonces? -Mis superiores me mandaron a Macao, que era colonia portuguesa. Llegué a una ciudad llena de refugiados que huían del régimen comunista chino. Venían muertos de hambre, sin dinero y sin trabajo. Olvidé mi enfermedad, porque tenía que dar salida a todas esas pobres familias. Les repartía arroz, fideos y queso. Había algunos refugiados que incluso llegaban a nado, y no tenían absolutamente nada. Cada día venían 20, 40, 80. Hasta 30.000 refugiados chinos llegaron a pasar por nuestra misión. Después, cuando he vuelto algunas temporadas a España, me he encontrado con chinitos que estuvieron en mi casa.
-¿Cuándo comenzó su trabajo con los leprosos? -En 1986 (con 73 años) comencé a trabajar en la provincia de Guangdong. Allí, en una isla, tenían tirados a todos los leprosos. Una noche fuimos en una lancha de pesca hacia la isla. Debería habernos visto; parecíamos contrabandistas. Yo llevaba cigarrillos para repartirlos entre los leprosos. Cuando llegamos a la isla, vimos algo que no se me olvidará jamás. Aquella gente vivía en un lugar sucio y asqueroso. Se me acercó un leproso y le extendí mi mano. Cuando él acercó la suya, me di cuenta de que no tenía más que un muñón. Y así todos los habitantes de la isla que se iban acercando. ¿Y qué podía hacer yo con los cigarrillos que había traído? Pues los iba encendiendo yo, y se los ponía a ellos entre los muñones.
-¿Qué le llevó a dedicarse a los leprosos? -Cuando ves la pobreza, no puedes cruzarte de brazos. Cuando llegamos, no había agua ni electricidad; las casas estaban destrozadas, y todos pasaban hambre. Empezamos a hacer pozos, y conseguimos unas placas solares para calentar agua. Había muchos leprosos que me decían: «Padre, es la primera vez que nos duchamos con agua caliente».
-Hablando de dinero, ¿cómo lo consigue? -Yo no consigo el dinero; el dinero me llega. Nunca pido; el Señor me lo envía. El Señor a veces envía unas gotitas de dinero, y a veces es una lluvia torrencial de dólares. Y tenemos más de 100.000 euros al mes en donativos. Yo no me comprendo ni a mí mismo: físicamente tengo 90 años, y aún aguanto. El dinero, sencillamente, llega.
-Todo el mundo conoce a la Madre Teresa, a Vicente Ferrer… ¿Por qué no se conoce al padre Luis Ruiz? -No me preocupa eso; no hago propaganda de lo que hacemos. Nosotros hacemos la labor de Dios: Él es nuestro Padre, y también el Padre de los leprosos. La labor cristiana es la de la caridad, no la de hacer ruido. Recuerdo que, cuando iba a entrar en China, las autoridades comunistas me dijeron que me daban el visado si no predicábamos a Cristo. Pero el mismo Jesús dijo que «si no creéis en mis palabras, creed al menos en mis obras». Hace unos años, un señor chino que se vino una semana conmigo a visitar las leproserías, me dijo: «Yo no creo en Dios, pero creo en el trabajo que hace el padre Ruiz». Y yo le respondí: «Pues si cree en mí, crea también en Dios».
-Vayamos a sus inicios. Usted fue expulsado de España en 1931 por el Gobierno Republicano.
-Sí, nos desterraron a todos los jesuitas del país. La Compañía me mandó entonces a Bélgica, y en 1937 marché a Cuba, a estudiar Magisterio. Yo era profesor en el colegio al que asistía Fidel Castro, que estaba haciendo el bachillerato en aquella época.
-¿Y cómo era? ¿Ya apuntaba en sus maneras a que llegaría a ser un dictador? -Pues sí, ya era muy trasto. Cuando yo estaba ya en China, me enteré que lo habían echado del colegio por sacar una pistola en medio de clase. Después engañó a los jesuitas y a sus compañeros y amigos de clase que le ayudaron. Nuestro colegio era el mejor de Sudamérica, y él, cuando alcanzó el poder, lo cerró y expulsó a todos los españoles de la isla. Después, en la subida a la Sierra Madre, numerosos jesuitas se fueron con él de capellanes, y les traicionó a todos.
-Algunos dicen que Juan Pablo II se debería retirar, que está mayor. A usted, ¿qué le parece? -El Papa está más derrotado físicamente que yo. Pero tiene una cabeza y una conciencia que no están derrotadas. Mientras se pueda servir, sirve; cuando el Señor te diga basta, pues basta. Yo, todos los días, antes de salir a trabajar, paso por la capillita de mi casa y le digo al Señor: «Oye, si quieres llamarme hoy, me llamas». Y por la noche, cuando vuelvo a casa, le digo: «Gracias, Señor, porque has querido darme un día más para servirte».
-Mirado atrás, ¿vale la pena lo que ha hecho? ¿Repetiría su vida? -¿Ufff! No hay nada mejor que tratar de hacer felices a los demás. No sólo es que valga la pena ser misionero; es que es necesario. Siento que he tenido una vida privilegiada.
Tomado de La Razón, Álex Navajas, 24.IX.03