13 de mayo de 1981. Espléndida tarde de primavera en Roma. Veinte mil peregrinos de los cinco continentes asisten en la Plaza de San Pedro a la audiencia general de los miércoles. Un joven, mal afeitado, de tez oscura, traje gris y camisa blanca se abre paso entre la muchedumbre. Busca situarse cerca de la trayectoria que seguirá el «Toyota» blanco con el escudo pontificio que hace unos segundos salió a la plaza por el Arco de las Campanas. El Papa viaja de pie en la parte trasera del descapotable. Le acompañan su secretario, Stanislav Dziwisz, y su ayudante personal, Angelo Gugel. El coche avanza muy despacio. Los fieles se abalanzan para estrechar la mano al Santo Padre. Una mujer le tiende una niña rubia, Juan Pablo II la coge en brazos, la da un beso y la devuelve a su madre. El hombre del traje gris ha conseguido situarse a sólo cinco metros de la barrera. Ha visto la escena. Sus ojos oscuros apenas parpadean, no dejan de seguir la figura del Papa. En su bolsillo empuña una «Browning» de mortífera eficacia. Juan Pablo II acaricia a otro niño, hace la señal de la cruz en su frente, y vuelve a incorporarse. Ha llegado el momento. Pasan 19 minutos de las cinco de la tarde. Suenan dos disparos. Todas las palomas del Vaticano alzan el vuelo. Juan Pablo II cae sobre su secretario. En su rostro se refleja un intenso dolor. El desconcierto es total. Guardias suizos de paisano suben al coche. El conductor acelera para regresar al interior del Vaticano lo antes posible, de nuevo por el Arco de las Campanas. La faja del Papa se tiñe de rojo. El autor de los disparos huye abriéndose paso a codazos. Una ambulancia traslada al herido a la clínica Gemelli. Juan Pablo II no deja de rezar un solo instante. Ingresa en el quirófano en estado muy grave.
«Yo sé que disparé bien, miré perfectamente. Sé que el proyectil era devastador y mortal… ¿Por qué entonces usted no ha muerto?». Dos años después, cuando el Papa acudió a la cárcel para perdonar a Alí Agca, éste le reconocería que aquella tarde nunca dudó de que había conseguido su objetivo.
«Aquel 13 de mayo de 1981 lo recuerdo siempre porque fue el punto de partida de mi vida; representa la tragedia y a la vez el renacimiento en mi existencia. Es una fecha que está absolutamente ligada al 13 de mayo de 1917, primera aparición de la Virgen de Fátima. Todo forma parte de un milagro, un misterio que se dilata en el tiempo y que no ha sido todavía perfectamente entendido. Aquel día en la plaza de San Pedro tuve mis dudas en los últimos instantes. ¿Hacerlo o no hacerlo? El vehículo del Papa hace un giro en ese instante y me quedo a espaldas de Juan Pablo II. Yo no podría disparar jamás a un hombre que me da la espalda, y me digo: «Déjalo, abandona tus planes. A las ocho y media de la tarde sale un tren para Zurich. Déjalo, no tienes nada contra el Papa. Mañana, 14 de mayo, empezará una nueva vida para ti». Y me alejé. Había recorrido cuarenta o cincuenta metros cuando los aplausos y las aclamaciones me hicieron volver la cabeza, como si fueran un reclamo. El Papa había regresado hacia donde yo estaba y venía directamente hacia mí. Yo tenía desde hacía tiempo una idea precisa: o moríamos los dos o nos salvábamos los dos juntos. Fue un gesto desesperado. Pensaba que sería el último día de mi vida. Quería dejar una huella en la Historia a través de un acto terrorista, aunque ahora pienso que ésta era una idea primitiva, con la que hoy no comulgo en ningún sentido. En aquel momento sucedió algo que no puede explicarse desde el punto de vista humano. Yo era como un autómata. Cuando disparé, tres veces seguidas, exclamé: «¿Dios!». Algo me paralizó depués. Fue como si hubiese regresado a mí mismo, y entonces escuché el ruido del pánico de la gente en la plaza. Nunca me he reprochado haber fracasado en mi plan de asesinar al Papa. Hay algo inexplicable en todo esto. Es un proyecto de la Providencia. Jamás se encontrará una explicación humana a este hecho. Sinceramente, me alegro mucho de que el Papa haya sobrevivido. Cuando vino a visitarme a la cárcel fue como un sueño, algo increíble. Fue un gran gesto y un hecho extraordinario estar con él después de todo lo que pasó. Pero para mí lo más importante fue el abrazo que el Papa dio a mi madre en una de las tres audiencias que tuvo con ella en el Vaticano. Admiro al Papa porque es el último baluarte, la última fortaleza moral para la defensa de este Occidente que va camino de convertirse en un desierto. ¿Qué alternativa hay al Papa y al Vaticano? Juan Pablo II es también un punto de referencia para todos los demás creyentes, para los musulmanes, para los judíos.» Tomado de “La Razón”, 16.X.03