¿Qué hubiese sido de mi vida sin formación religiosa? ¿Qué hubiese sido si se me hubiera ofrecido como una asignatura voluntaria y no evaluable? ¿Qué, incluso, si en vez de profundizar sobre las verdades de la religión católica, con exámenes, aprobados y suspensos, hubieran sustituido aquellos buenos profesores por otros que me explicaran una teoría general sobre el fenómeno religioso, sin descender a las profundidades del cristianismo que profesaron mis padres? Pues que no sería lo que soy. Sin embargo, no dudo que a falta de matemáticas bien me las hubiese compuesto para manejar mis modestos caudales. Y sin inglés, tampoco esta vida de talante anglosajón hubiese podido conmigo. Mas sin conocer los artículos del Credo, la historia de la Redención, la existencia del bien y del pecado, los misterios insoldables de Dios y su misericordia, la moral natural, los Mandamientos, las virtudes, los sacramentos y las obras de misericordia…, a mi vida le faltaría un resorte fundamental, mas allá de que viva comprometido con los postulados de la fe o los ignore.
Hay quien justifica la obligatoriedad de la asignatura con el cumplimiento de los acuerdos Iglesia-Estado. Me parece correcto, pero insuficiente. Otros dicen que sin conocimiento del hecho religioso, ningún estudiante puede comprender el legado artístico y cultural de nuestros antepasados. Es cierto, aunque para solventarlo bastaría enriquecer el temario de alguna asignatura civil con unas pinceladas sobre ritos y manifestaciones cristianas. La formación religiosa no tiene nada que ver con esas cuitas más o menos temporales, pues radica en una visión del hombre que no puede alcanzarse a través de ninguna otra disciplina, ni siquiera la filosófica.
Desde tiempos de la ilustración, los anticlericales manejan en España el ámbito de las ideas. Después de Mendizábal, de las sucesivas expulsiones de los jesuitas y de achacar a la Iglesia todos los desmanes del franquismo, llegada la era de la electrónica, siguen adivinando demonios bajo las sotanas. Alegan que no puede permitirse que el aula se convierta en una catequesis sin dañar gravemente los principios democráticos, aunque lo democrático debería ser aceptar que los padres soliciten para sus hijos educación en la religión que creen oportuna, sobre todo cuando se trata de un derecho fundamental. En su fariseísmo, también se llevan las manos a la cabeza porque la asignatura de Religión sea tan evaluable como las demás. A fin de cuentas, ¿qué es más importante para nuestros hijos: que aprendan a relacionarse con Dios o que identifiquen en una frase el complemento directo y el circunstancial? Prefiero que, a la vez que cacarean un temario que en breve pasará al cajón del olvido, consigan respuestas para los grandes interrogantes de la vida.
Me produce cierto desasosiego la generación de escolares a la que han privado del derecho a aprender a interrogar su conciencia, a rezar. Esos muchachos criados en el laicismo –a quienes han utilizado como refriega contra los años de nacional catolicismo- tendrán menos agarraderos para ser felices, lo único importante que pueden enseñarte durante doce años de colegio.