Nuestra vida afectiva es el resultado
de una larga historia de creación sentimental.
José Antonio Marina Sólo un poquito más Muchas personas, por ejemplo, sucumben con facilidad al deseo de descansar sólo un poquito más. Les cuesta una enormidad levantarse de la cama o de su sillón, dejar de ver la televisión para ponerse a estudiar, comenzar una conversación o terminarla, o lo que sea: todo les resulta costoso, sufren una barbaridad ante cualquier detalle que exija un vencimiento, aunque sea pequeño.
Se podrían poner otros muchos ejemplos, como el del tímido que va dejando pasar ocasiones de hablar, pese a darse cuenta de que debería hacerlo; o el que mantiene actitudes individualistas o insolidarias pese a advertir que sus pequeñas ventajas egoístas le amargan y le aíslan de los demás; etc.
Es preciso hablarse a uno mismo con sinceridad. Si es frecuente que ante esos pequeños vencimientos personales se desate en nuestro interior una larga y tormentosa batalla, quizá la autocompasión ocupa demasiado espacio en nuestra vida, y somos poco dueños de nosotros mismos.
—No lo dudo, pero cambiar eso se suele ver como algo bastante ingrato e inasequible.
Depende de cómo se enfoque. Si se consideran las cosas con perspectiva, superar esa debilidad no será algo ingrato, sino una gozosa liberación. Es deshacerse de un yugo que nos esclaviza, acceder a una existencia mucho más apacible, serena y satisfactoria. Será, en definitiva, como un gran descubrimiento en el que se comprueba, con asombro, que las viejas satisfacciones de la pereza no son más que seducciones que casi nada satisfacen.
Y que, por el contrario, la verdadera satisfacción es inseparable de ser personas diligentes.
Ante cualquier punto de mejora personal, es preciso adoptar una actitud positiva. Si una persona logra formarse una idea atractiva de las virtudes que desea adquirir, y procura tener bien presentes esas ideas, es mucho más fácil que llegue a poseer esas virtudes. Logrará, además, que ese camino sea menos penoso y más satisfactorio. Por el contrario, si piensa constantemente en el atractivo de los vicios que desea evitar (un atractivo pobre y rastrero, pero que siempre existe, y cuya fuerza no debe menospreciarse), lo más probable es que el innegable encanto que siempre tienen esos errores le haga más difícil despegarse de ellos.
Por eso, profundizar en el atractivo del bien, representarlo en nuestro interior como algo atractivo, alegre y motivador, es más importante de lo que parece. Muchas veces, los procesos de mejora se malogran simplemente porque la imagen de lo que uno se ha propuesto llegar no es lo bastante sugestiva o deseable.
Quizá podemos, por ejemplo, contemplar la vida de quien ha logrado el temple necesario para levantarse de la cama sin dramas cada mañana; y, por contraste, la vida de aquel otro a quien espera una terrible lucha contra las sábanas cada mañana, día tras día, semana tras semana, año tras año, hasta el final de su vida: realmente, el sumatorio de sufrimientos matutinos que le esperan es un panorama de futuro nada envidiable.
La espiral de la autocompasión conduce a un auténtico agujero negro de amargas seducciones.
Modelar nuestro estilo sentimental El ser humano ha buscado siempre actuar sobre su estado de ánimo. Desde niños hemos observado que unos sentimientos nos sumergen en la desdicha y nos gustaría librarnos de ellos, y para eso hemos ido ensayando unas técnicas sencillas, válidas para los casos más simples. Si estoy irritado por culpa del cansancio, me basta con descansar para ver las cosas ya de otro modo. Si estoy aburrido, busco compañía y entretenimiento. Si siento miedo, pruebo a considerar la poca gravedad de su causa, o a reírme de ella, o a distraerme con otra cosa para ver si el miedo se desvanece.
Pero sabemos que estas estrategias tienen serias limitaciones ante estados sentimentales más complejos, sobre todo cuando se trata de sentimientos ya bastante incorporados a nuestras vidas y que forman parte de nuestro estilo sentimental.
Unas veces, la solución será actuar sobre las causas de aquello que nos está afectando negativamente. Otras, esto no será posible, y tendremos que esforzarnos por cambiar nuestra respuesta sentimental ante cosas inevitables que nos suceden. Como señalaba aquella vieja sentencia, hemos de tener valentía para cambiar lo que se puede cambiar, serenidad para aceptar lo que no se puede cambiar, y sabiduría para distinguir lo uno de lo otro.
—Lo malo es que a veces hay cosas que podrían cambiarse, pero no queremos enfrentarnos a ellas de verdad.
Son fenómenos de escapismo en los que, de forma más o menos consciente, eludimos o ignoramos la realidad y buscamos refugio en otras cosas. En sus grados más elevados, es lo que sucede con el recurso al alcohol, el juego, los estimulantes o la droga. Son fugas que pretenden mejorar el resultado del balance sentimental, pero sin cambiar las partidas (en esto, actúan igual que hacen los malos contables). En vez de asumir lo que les sucede, intentan escapar, y por mal camino.
No son las cosas que nos pasan lo que nos hace felices o desdichados, sino el modo en que las asumimos.
Las estructuras sentimentales forman parte del carácter. A una persona cobarde o pesimista suelen faltarle fuerzas para enfrentarse a las diferentes situaciones que le depara la vida. En cambio, una persona decidida y optimista superará con buen ánimo las dificultades que se le presenten. Y una persona agresiva puede arruinar su familia o el ambiente de su lugar de trabajo con sus intemperancias.
—Pero todo el mundo prefiere tener un carácter optimista y alegre, por ejemplo; lo que pasa es que no es fácil lograrlo.
Efectivamente, todo el mundo prefiere la alegría a la tristeza, la serenidad a la angustia, el ánimo a la depresión, el amor al odio, y la generosidad a la envidia. Lo malo es que, como dices, al llegar a la edad adulta nos encontramos con que no somos como nos gustaría ser, y vemos que tenemos un estilo sentimental ya muy hecho, que es como un núcleo duro dentro de nosotros, muy resistente al cambio. Por eso, acometer cuanto antes la educación del carácter –y con ella, la educación de los sentimientos–, es tan decisivo para lograr una vida feliz.
—Eso está claro, pero ¿cómo se pueden corregir esas diferencias en el tono afectivo personal? Las personas tendemos a buscar refugio en lo que nos resulta menos costoso (eso no siempre es malo, pero bastantes veces sí). Por eso debemos procurar no encerrarnos en esas zonas de comodidad que todos tenemos: soledad, retraimiento, inhibición, falta de autoridad, resistencia a expresar lo que pensamos o sentimos, etc. Hemos de poner esfuerzo para salir de esos cálidos refugios y así modelar poco a poco nuestro estilo sentimental. Naturalmente, ese esfuerzo ha de mantenerse durante largos periodos de tiempo, hasta que se asuman como rasgos ordinarios de nuestro carácter.
—¿Y piensas que puede llegarse a un estado sentimental en el que apenas haya sentimientos desagradables? Es una pregunta interesante. Los sentimientos suelen revelar significados reales, y por eso resulta muy peligroso pretender aniquilarlos sistemáticamente.
Por ejemplo, si jamás tuviéramos sentimientos de culpa o de vergüenza, seríamos unos sinvergüenzas, o al menos unos frescos, puesto que todos hacemos cosas mal (al menos de vez en cuando). Si jamás tuviéramos sentimientos de miedo, seríamos unos temerarios peligrosísimos. Y si jamás sintiéramos ira, es posible que fuéramos unos pasotas impresentables.
O sea, hay muchos sentimientos desagradables que son positivos y necesarios. Para modelar el propio estilo sentimental que compone nuestro carácter, lo que necesitamos es saber qué conviene cambiar, y cómo.
Pero no pensemos que es cuestión simplemente de eliminar los sentimientos desagradables.
Porque eso también conduciría a la ruina personal. Educar los sentimientos es algo más complejo que eso.
Sentimientos que refuerzan la libertad Desde muy antiguo se pensó que eran malos aquellos sentimientos que disminuyeran o anularan la libertad. Ésta fue la gran preocupación de la época griega, del pensamiento oriental y de muchas de las grandes religiones antiguas.
En todas las grandes tradiciones sapienciales de la humanidad nos encontramos con una advertencia sobre la importancia de educar la libertad del hombre ante sus deseos y sentimientos. Parece como si todas ellas hubieran experimentado, ya desde muy antiguo, que en el interior del hombre hay fuerzas centrífugas y solicitaciones contrapuestas que a veces pugnan violentamente entre sí.
Todas esas tradiciones hablan de la agitación de las pasiones; todas desean la paz de una conducta prudente, guiada por una razón que se impone sobre los deseos; todas apuntan hacia una libertad interior en el hombre, una libertad que no es un punto de partida sino una conquista que cada hombre ha de realizar. Cada hombre debe adquirir el dominio de sí mismo, imponiéndose la regla de la razón, y ése es el camino de lo que Aristóteles empezó a llamar virtud: la alegría y la felicidad vendrán como fruto de una vida conforme a la virtud.
Aristóteles comparaba al hombre arrastrado por la pasión con el que está dormido, loco o embriagado: son estados que indican debilidad, no saber controlar unas fuerzas que se apoderan del individuo y que son extrañas a él.
Hay sentimientos que disminuyen nuestra libertad y sentimientos que la refuerzan.
Porque, aunque es cierto que el hombre arrastrado por la pasión puede realizar acciones excelsas, también sabemos que puede cometer toda clase de barbaridades.
Como ha señalado José Antonio Marina, hay valores que sentimos espontáneamente, pero hay otros que, para reconocerlos, necesitamos pensarlos. Por ejemplo, el sediento percibe de modo inmediato lo atractivo, lo deseable y lo valioso del agua: es un valor sentido; sin embargo, el enfermo renal, que también necesita ingerir grandes cantidades de agua, ha de esforzarse por beber, y actúa pensando en un valor cuya valía quizá no siente: se trata de un valor pensado.
Y esto se repite de continuo en la vida diaria. Muchas veces, las cosas que antes habíamos percibido como valiosas se nos presentan después como una realidad fría y poco atractiva, despojada de esa viva implicación que otorgaba el sentimiento. Pero el valor permanece idéntico, aunque se haya oscurecido el sentir.
Sucede entonces que nuestro deseo de buscar el bien pone límites a los demás deseos. Y así entran en escena toda una serie de normas éticas que deben regular nuestros deseos.
—O sea, es como una especie de limitación autoimpuesta, una restricción de unos deseos por otros de orden superior.
Sí, aunque los valores éticos no han de entenderse habitualmente como limitación; las más de las veces serán precisamente lo contrario: un vigoroso estímulo que generará o impulsará otros sentimientos (de generosidad, de valentía, de honradez, de perdón, etc.), que en ese momento serán necesarios o convenientes.
La ética no observa con recelo a los sentimientos.
Se trata de construir sobre el fundamento firme de las exigencias de la dignidad del hombre, del respeto a sus derechos, de la sintonía con lo que exige su naturaleza y le es propio. Y el mejor estilo afectivo, el mejor carácter, será aquél que nos sitúe en una órbita más próxima a esa singular dignidad que al ser humano corresponde. En la medida que lo logremos, se nos hará más accesible la felicidad.
Ser buena persona «Ese chico –me decía un profesor refiriéndose a un alumno de once años, de apariencia simpática y despierta– es realmente un chico muy listo.
»Lo malo es que no tiene buen corazón. Le gusta distraer a los demás, meterles en líos y después zafarse y quitarse él de en medio. Suele ir a lo suyo, aunque, como es listo, lo sabe disimular. Pero si te fijas bien, te das cuenta de que es egoísta hasta extremos sorprendentes.
»Saca unas notas muy buenas, y hace unas redacciones impresionantes, y tiene grandes dotes para casi todo. Lo malo es que parece disfrutar humillando a los que son más débiles o menos inteligentes, y se muestra insensible ante su sufrimiento. Y no pienses que le tengo manía.
»Es el más brillante de la clase, pero no es una buena persona. Me impresiona su cabeza, pero me aterra su corazón.» Cuando observamos casos como el de ese chico, comprendemos enseguida que la educación debe prestar una atención muy particular a la educación moral, y no puede quedarse sólo en cuestiones como el desarrollo intelectual, la fuerza de voluntad o la estabilidad emocional (ninguna de ellas faltaba a aquel chico).
Una buena educación sentimental ha de ayudar, entre otras cosas, a aprender, en lo posible, a disfrutar haciendo el bien y sentir disgusto haciendo el mal.
En nuestro interior hay sentimientos que nos empujan a obrar bien, y, junto a ellos, pululan también otros que son como insectos infecciosos que amenazan nuestra vida moral. Por eso debemos procurar modelar nuestros sentimientos para que nos ayuden lo más posible a sentirnos bien con aquello que nos ayuda a construir una vida personal armónica, plena, lograda; y a sentirnos mal en caso contrario. Porque, como ha señalado Ricardo Yepes, podría decirse que La ética es la ciencia que nos enseña —entre otras cosas– a sentir óptimamente. Y, vista así, se convierte en algo quizá mucho más interesante de lo que pensábamos.
—Pero a veces hacer el bien no será nada atractivo…
Es cierto, y por eso digo que hay que procurar educar los sentimientos para que ayuden lo más posible a la vida moral, pero los sentimientos no siempre son guía moral segura.
Si una persona, por ejemplo, siente desagrado al mentir y satisfacción cuando es sincero, eso sin duda le ayudará. Igual que si se siente molesto cuando es desleal, o egoísta, o perezoso, o injusto, porque eso le alejará de esos errores, y a veces con bastante más fuerza que otros argumentos.
Es importante educar sabiendo mostrar con viveza el atractivo de la virtud.
En cambio, si una persona no lucha contra sus defectos, y se entrega sin ofrecer resistencia a cualquier requerimiento del deseo, llegará un momento en que se oscurecerán en él hasta los valores y creencias más claras, y entonces quizá apenas sienta disgusto al obrar aun las mayores barbaridades.
Los sentimientos no son guía segura en la vida moral, pero hay que procurar que vayan a favor de la vida moral.
—¿Entonces, con una óptima educación de los sentimientos, apenas costaría esfuerzo llevar una vida ejemplar? Está claro que de modo habitual costará menos. De todas formas, por muy buena que sea la educación de una persona, hacer el bien le supondrá con frecuencia un vencimiento, y a veces grande. Pero esa persona sabe bien que siempre sale ganando con el buen obrar. En cambio, elegir el mal supone siempre autoengañarse. Citando de nuevo a la protagonista de aquella novela de Susanna Tamaro, «no se pueden ocultar las falsedades, las mentiras; o, mejor dicho, se pueden ocultar durante algún tiempo, pero después, cuando menos te lo esperas, vuelven a aflorar, y ya no son tan dóciles como en el primer momento, cuando eran aparentemente inofensivas; y entonces ves que se han convertido en monstruos horribles, con una avidez tremenda, y ya no es tan fácil deshacerse de ellos.» Los errores en la educación sentimental suelen producir errores en la vida moral, y viceversa. Y eso sucede aunque los errores sean sinceros.
Los errores sinceros, no por ser sinceros dejan de ser errores, ni de dañar a quien incurre en ellos.
El sentimiento inteligente De la misma manera que la inteligencia humana logra sacar del petróleo energía para que los aviones vuelen, o consigue producir luz eléctrica a partir del agua embalsada, también la inteligencia puede y debe actuar para obtener lo mejor de nuestra vida sentimental.
Pensemos, por ejemplo, en un sentimiento de miedo que nos está empujando a actuar cobardemente y traicionar nuestros principios. Ante ese estímulo, quizá deseamos claudicar, pero, al tiempo, queremos sobreponernos y superar el miedo. Ese doble nivel supone una doble incitación, una doble llamada, un doble obstáculo: de nuevo vemos que unos valores sentidos nos llaman desde nuestro corazón, y unos valores pensados desde nuestra cabeza.
Ante ese dilema, decidimos. Y, al hacerlo, entregamos el control de nuestro comportamiento a una u otra instancia: a la cabeza o al corazón. Lo propiamente humano es actuar de acuerdo con los dictados de sus valores pensados, aunque en algunos casos esos valores estén inevitablemente enfrentados al sentimiento.
—Hablas de dar prioridad a la cabeza sobre el corazón: ¿eso no conduce a estilos de vida fríos y cerebrales, ajenos a los sentimientos? No se trata de partir al hombre en dos mitades: la cabeza y el corazón. Es preciso integrar cabeza y corazón, y el hecho de que la inteligencia tutele la vida sentimental no quiere decir que deba aniquilarla. Al contrario, la inteligencia –si es verdaderamente inteligente, y perdón por la redundancia– debe preocuparse de educar los sentimientos; no dedicarse a apagarlos sistemáticamente, sino a estimular unos y contener otros, según sean buenos o malos, adecuados o inadecuados.
Por ejemplo, la indignación puede ser adecuada o inadecuada. Ante una situación de injusticia grave que presenciamos, lo adecuado es sentir indignación, y si no es así, será quizá porque no percibimos esa injusticia (y esa ignorancia puede ser culpable), o porque percibimos la injusticia pero nos deja indiferentes (quizá por una mala insensibilidad, o por falta de compasión y de sentido de la justicia), o porque incluso nos alegra (en cuyo caso hay odio o envidia).
Sentir indignación ante la injusticia es algo positivo. Lo que probablemente ya no lo será es que esa indignación nos lleve a la furia, la rabia o la pérdida del propio control.
—Entonces, ¿cuál es la misión de la inteligencia en la educación de los sentimientos? Debemos utilizar los afectos –vuelvo a glosar a José Antonio Marina– como utilizamos, por ejemplo, las fuerzas de la naturaleza. No podemos alterar las mareas, ni el viento, ni el encrespamiento del oleaje, pero podemos utilizar su fuerza para navegar.
El viento, la marea, el oleaje, las tormentas, etc., son como las fuerzas de los sentimientos espontáneos: surgen sin que podamos hacer nada por evitarlos, al menos en ese momento. Gracias a la inteligencia, podemos hacer que nuestra vida tome un determinado rumbo afectivo, con objeto de llegar al puerto de destino que buscamos. Para lograrlo, es preciso contar con esas fuerzas irremediables de nuestra afectividad primaria, pero sabiendo emplearlas de modo inteligente. El manejo del timón y nuestra habilidad con el juego de las velas es como la guía que la inteligencia ejerce sobre los sentimientos a través de la voluntad.
Una inteligente educación de los sentimientos y de la voluntad hará que sepamos adónde queremos ir, escojamos la mejor ruta, preveamos en lo posible las inclemencias del tiempo, y manejemos con pericia nuestros propios recursos para hacer frente a los vientos contrarios y aprovechar lo mejor posible los favorables.