Todo empezó por una llamada de la hermana directora para decirme que los Karnicks iban a sacar a su niña de la escuela porque habíamos admitido a una negrita en séptimo. Y justamente cuando la pena estaba sobre la mesa vino la señora Knowies, hecha un mar de lágrimas, con una carta anónima en sus manos en la que le decían cosas repugnantes. Traté de consolarla. ¿Pero será posible que en mi rebaño haya gente con tanto veneno? Sí, todo esto, unido al natural cansancio del día, puede ser la causa del mal humor que tengo. Es una sensación de hombres hundidos, una tentación de preguntarme si todo lo mío vale la pena y de si voy realmente a alguna parte; si no hubiese estado mejor casado, con un trabajo sencillo y sin responsabilidad, como bombero, por ejemplo. Naturalmente, la cosa no llega siempre a ser tan sombría. Suelo empezar pensando con anhelo en claustros y monasterios, descubriendo súbitamente en mí una insospechada vocación religiosa, y que otro cargara con responsabilidades mientras yo respondo a las llamadas de la campana conventual. Desde luego, en momentos más lúcidos reconozco que no son más que estúpidos sueños. De sobra sé que no hay claustro donde refugiarse ni agujero donde escurrirse sin que tenga que llevarme a mí mismo conmigo.
Tomado de Leo J. Trese, “Vasija de barro”, p.138.