Merecen elogio los hombres
que en sí mismos hallaron el ímpetu
y subieron en hombros de sí mismos.
Séneca ¿Por qué esas diferencias? En cualquier ámbito profesional, es fácil observar cómo hay personas que sobresalen por su constancia y dedicación al trabajo, y esto hace que superen a otros compañeros que poseen una capacidad intelectual bastante más alta. ¿Por qué sucede esto? ¿Por qué unos logran mantener ese esfuerzo durante años y otros no, aunque también lo desean? Casi todas las personas desearían llegar a una cota profesional más elevada, y la mayoría de ellas tienen sobrado talento personal para lograrlo. ¿Por qué unos consiguen transformar ese deseo en una motivación diaria que les hace vencer las inercias de la vida, y otros, en cambio, no? ¿Por qué unos niños estudian con constancia sin que parezca costarles mucho, y otros, por el contrario, no hay manera de que lo hagan, aunque se les castigue o se les hable con claridad, serenamente, de las consecuencias a las que su pereza les va a llevar? Parece claro que hablamos de algo que no es cuestión de coeficiente intelectual: Es fácil observar que no coinciden las personas más esforzadas o motivadas con las de mayor coeficiente intelectual.
Hay personas inteligentísimas que son muy perezosas, y hay personas de muy pocas luces que muestran una constancia admirable. ¿Por qué? —Será una cuestión de fuerza de voluntad, supongo.
Sí, pero hace falta una motivación para poner en marcha la voluntad. Como ha señalado Enrique Rojas, desde la indiferencia no se puede cultivar la voluntad. Para ser capaz de superar las dificultades y cansancios propios de la vida, es preciso ver cada meta como algo grande y positivo que podemos y debemos conseguir. Por eso, en las personas motivadas siempre hay:
Parece claro que en las personas motivadas hay toda una serie de sentimientos y factores emocionales que refuerzan su entusiasmo y su tenacidad frente a los contratiempos normales de la vida. Pero sabemos también que los sentimientos no siempre se pueden producir directa y libremente. La alegría o la tristeza no se pueden originar de la misma manera que hacemos un acto de voluntad. Son sentimientos que no podemos gobernar como gobernamos, por ejemplo, los movimientos de los brazos. Podemos influir en la alegría o en la tristeza, pero sólo de modo indirecto, preparándoles el terreno en nuestro interior, estimulando o rechazando las respuestas afectivas que van surgiendo espontáneamente en nuestro corazón.
El sentimiento de la propia eficacia La fe de una persona en sus propias capacidades tiene un sorprendente efecto multiplicador sobre esas mismas capacidades. Quienes se sienten eficaces se recuperan más rápidamente de los fracasos, no se agobian demasiado por el hecho de que las cosas puedan salir mal, sino que las hacen lo mejor que pueden y buscan el modo de hacerlas mejor la siguiente vez. El sentimiento de la propia eficacia tiene un gran valor estimulante, y va acompañado de un sentimiento de seguridad, que alienta e impulsa a la acción.
—¿Y no es un sentimiento un poco altivo? Es cierto que puede vivirse en su versión arrogante, envuelto en una actitud de cierto desprecio, o incluso de temeridad. Y es verdad que hay personas que parece que sólo disfrutan si consiguen dominar a los demás (y a esas personas el sentimiento de la propia eficacia puede llevarles a comportamientos hostiles o agresivos). Pero no son ésas las actitudes a las que nos referimos ahora.
Afortunadamente, la búsqueda del sentimiento de la propia eficacia no tiene por qué conducir a un deseo de dominación de los demás. Tiene otras versiones más constructivas, que llevan a sentirse dueño de uno mismo, poseedor de cualidades que –como toda persona– son irrepetibles, y a verse capaz de controlar la propia formación y el propio comportamiento.
Como ha explicado José Antonio Marina, los sentimientos hacia nosotros mismos, o el modo de evaluar nuestra eficacia personal, nuestra capacidad para realizar tareas o enfrentarnos con problemas, no son un sentimiento más, sino que intervienen como ingrediente decisivo en otros muchos sentimientos personales, sobre todo en los se refieren a nuestra relación con los demás.
Las personas tenemos una profunda capacidad de dirigir nuestra propia conducta. Prevemos las consecuencias de lo que hacemos, nos proponemos metas y hacemos valoraciones sobre nosotros mismos. Y todo eso puede ser estimulante o paralizante, positivo o negativo, constructivo o autodestructivo. Nuestra inteligencia resulta impulsada o entorpecida por esos sentimientos, que componen un campo de fuerzas, animadoras o depresivas, entre las que ha de abrirse paso un comportamiento inteligente.
—¿Por qué dices abrirse paso? Porque hay bastante diferencia entre disponer de una determinada capacidad y ser capaz de llegar a utilizarla. Por esa razón, personas distintas con recursos similares –o bien una misma persona en distintas ocasiones– pueden tener un rendimiento muy diferente.
La vida diaria requiere una continua improvisación de habilidades que permitan abrirse paso entre las circunstancias cambiantes del entorno, tantas veces ambiguas, impredecibles y estresantes. Cada uno responde a ellas con sentimientos distintos, que le llevarán a la retirada o a la constancia, dependiendo de la ansiedad que le produzcan y de su capacidad para soportarla.
La gente teme –y por tanto tiende a evitar– aquellas situaciones que considera por encima de sus capacidades, y elige aquéllas en las que se siente capaz de manejarse. Por eso, la idea que tenemos de nosotros mismos condiciona en gran parte nuestras acciones, así como el tono vital –pesimista u optimista– con el que elegimos o confirmamos nuestras expectativas.
Por ejemplo, aquellos que se consideran poco afortunados en la relación con los demás, o se minusvaloran en su capacidad de ganarse la amistad de otros, o en sus posibilidades de cara al noviazgo, tienden a exagerar la gravedad tanto de sus propias deficiencias como de las dificultades exteriores que se les presentan. Y esa autopercepción de ineficacia o incapacidad suele ir acompañada de un aumento de lo que podríamos llamar miedo anticipatorio, que facilita a su vez el fracaso. Por el contrario, cuando el sentimiento de propia eficacia es alto, el miedo al fracaso disminuye, y con él las posibilidades reales de fracasar.
La imagen refleja La imagen que cada uno tiene de sí mismo es en gran parte reflejo de lo que los demás piensan sobre nosotros; o, mejor dicho, la imagen que cada uno tiene de sí mismo es en gran parte reflejo de lo que creemos que los demás piensan sobre nosotros.
No puede olvidarse, además, que la imagen que alguien tiene de sí mismo es una componente real de su personalidad, y que regula en buena parte el acceso a su propia energía interior. Y en muchos casos, no sólo permite el acceso a esa energía, sino que incluso crea esa energía.
—¿Cómo puede la imagen de uno mismo crear energía interior? Es un fenómeno que puede observarse con claridad, por ejemplo, en los deportes. Los entrenadores saben bien que en determinadas situaciones anímicas, sus atletas rinden menos. Cuando una persona sufre un fracaso, o se encuentra ante un ambiente hostil, es fácil que se encuentre desanimado, desvitalizado, falto de energía.
Cuando un equipo de fútbol juega ante su afición, y ésta le anima con calor, los jugadores se crecen de una forma sorprendente. También lo experimentan los corredores de fondo, o los ciclistas: puedes estar al límite de tu resistencia por el cansancio de una carrera muy larga, pero una aclamación del público al doblar una curva parece ponerte alas en los pies.
Nuestra energía interior no es un valor constante, sino que depende mucho de lo que pensemos sobre nosotros mismos. Si me considero incapaz de hacer algo, me resultará extraordinariamente costoso hacerlo, si es que llego a hacerlo.
Además, la ruta del desánimo tiene también su poder de seducción, pues el derrotismo y el victimismo se presentan para muchas personas como algo realmente tentador.
La propia imagen tiene un efecto decisivo en la propia energía interior.
Y en esto también se adquiere hábito: el tono vital optimista o pesimista, el sesgo favorable o desfavorable con el que vemos nuestra realidad personal, también es algo que en gran parte se aprende, algo en lo que cualquier persona puede adquirir un hábito positivo o negativo.
—¿Y esto de pensar tanto en la propia imagen no es un poco narcisista? El narcisista sufre porque no se ama a sí mismo sino sobre todo a su imagen, de la que acaba por ser un auténtico esclavo. En el momento de elegir entre él mismo y su imagen, acaba en la práctica prefiriendo a su imagen. Y ésa es la causa de sus angustias: una atención exagerada a su figura y, como consecuencia, una falta de identificación y afianzamiento en sí mismo.
Optimismo: el gran motivador Matt Biondi, estrella del equipo de natación de Estados Unidos en las Olimpiadas de 1988, abrigaba muchas esperanzas de igualar la hazaña de Mark Spitz en 1972: ganar siete medallas de oro.
Sin embargo, Biondi quedó en un tercer puesto en la primera de las pruebas, los 200 metros libres; y en la siguiente carrera, los 100 metros mariposa, fue de nuevo relegado a un segundo puesto en el sprint final.
Los comentaristas deportivos predijeron que aquellos fracasos desanimarían a Biondi, que había partido como favorito en ambas pruebas. Sin embargo, y contra todo pronóstico, su reacción no fue de hundimiento sino de superación, pues ganó la medalla de oro en las cinco restantes carreras.
El optimismo es una actitud que impide caer en la apatía, la desesperación o la tristeza ante las adversidades. Como ha señalado Martin Seligman, el optimismo (un optimismo realista, se entiende, porque el optimismo ingenuo puede ser desastroso) influye en la forma en que las personas se explican a sí mismas sus éxitos y sus fracasos.
Los optimistas tienden a considerar que sus fracasos se deben a algo que puede cambiarse, y gracias a eso es más fácil que a la siguiente ocasión les salgan mejor las cosas.
Los pesimistas, en cambio, atribuyen sus fracasos a obstáculos que se consideran incapaces de modificar.
Por ejemplo, ante un suspenso, o ante el paro laboral, los optimistas tienden a responder de forma activa y esperanzada, buscando ayuda y consejo, mirando hacia delante, procurando remover los obstáculos; los pesimistas, por el contrario, enseguida consideran esos contratiempos como algo casi irremediable, y reaccionan pensando que casi nada pueden hacer para que las cosas mejoren, y no hacen casi nada: para el pesimista, las adversidades casi siempre se deben a algún déficit personal insuperable o a la confabulación del egoísmo y la maldad de los demás.
La cuestión clave es si uno seguirá adelante cuando las cosas resulten frustrantes. El optimismo es muy importante en la vida de cualquier persona, y en la tarea de educar, se podría decir que es imprescindible, pues la educación, en cierta manera, presupone el optimismo, porque educar es creer firmemente en la capacidad del hombre de mejorar a otros y mejorarse a sí mismo.
Estilos pesimistas y estilos optimistas Hay en la actualidad indicios claros de que la predisposición hacia la depresión está aumentando de modo preocupante entre los jóvenes. La tendencia patológica a la autocompasión, el abatimiento o la melancolía se presentan cada vez con más frecuencia y a edades más tempranas.
Aunque la tendencia a la depresión tenga un origen parcialmente genético, éste se ve potenciado por los hábitos mentales pesimistas que, cuando se dan, predisponen a quien los padece a sentirse hundido ante los pequeños contratiempos de la vida (problemas escolares, faltas de entendimiento con sus padres, dificultades en su relación social, etc.). Lo que resulta más revelador es que muchas de las personas propensas a la depresión suelen estar dominadas por hábitos mentales pesimistas antes de caer en ella, y esto hace pensar que luchar contra esos hábitos es una buena forma de prevenir.
Todas las personas sufrimos fracasos que momentáneamente nos sumergen en una situación de impotencia o desmoralización. ¿Por qué unas personas salen pronto de esa situación mientras que otras quedan encerradas en ella como en una trampa? Cada persona tiene un estilo para explicar y afrontar los sucesos que le afectan. Los estilos pesimistas tienden a explicar los sucesos desagradables con razones de tipo personal (es culpa mía), con carácter permanente (siempre va a ser así) y proyectándolo de modo expansivo sobre el futuro (esto va a arruinar mi vida completamente). Con esa actitud, la sensación de fracaso no es ya algo sólo del pasado o del presente, sino que se convierte en una negra anticipación del futuro: Todo va a ser así, por mi culpa, y para siempre.
Los estilos optimistas son totalmente opuestos: hay cosas que no dependen de mí, las malas situaciones no van a durar siempre, ni ocupan toda la vida, sino sólo una parcela de ella.
—¿Y qué se puede hacer para pasar de un estilo pesimista a otro optimista? No es cuestión sencilla. Lo iremos abordando a lo largo de todo el libro, aunque quizá la clave está en aprender a cambiar un poco el modo de pensar, el estilo con el que explicamos las cosas que nos afectan y la atribución de causas a lo que nos sucede. Como decía J. Escrivá de Balaguer, «no llegaréis a conclusiones pesimistas si puntualizáis».
—¿Y piensas que esos estilos son de nacimiento? Aunque siempre hay una determinación genética de esa propensión optimista o pesimista, influye de modo decisivo el aprendizaje personal, y desde edades muy tempranas. Por ejemplo, un niño de siete años ya tiene un modo muy personal de explicar las cosas que le suceden. Antes de esa edad, los niños suelen ser siempre optimistas, razón por la que no hay depresiones ni suicidios en niños más pequeños (ha habido niños de cinco años que han cometido incluso asesinatos, pero nunca han actuado contra su propia vida).
—¿Y qué es lo que determina ese modo de interpretar las cosas? Sobre todo, el modo en que sus padres explican cada cosa que sucede. Un niño oye continuamente comentarios sobre los acontecimientos de la vida diaria. Sus antenas están siempre desplegadas, y siente un inagotable interés por encontrar explicaciones a las cosas. Busca con insistencia los porqués. El pesimismo u optimismo de los padres y hermanos es recibido por el niño como si fuera la propia estructura de la realidad.
Otro elemento decisivo es el modo en que los adultos –los padres, otros familiares, sus profesores, la asistenta, etc.– valoran o critican el comportamiento de los niños. Los niños se fijan mucho, y no sólo en el contenido de la reprimenda, sino también en el modo.
Por ejemplo, es muy distinto si los reproches o reprimendas se basan en causas permanentes o en cuestiones coyunturales. Si a un niño o una niña se le dice: «Has dicho una mentira», «No estás prestando atención», o «Esta evaluación has estudiado poco las matemáticas», o frases semejantes, las recibirá como observaciones basadas en descuidos ocasionales y específicos que puede superar.
En cambio, si se le dice habitualmente: «Eres un mentiroso», «Siempre estás distraída», «Eres muy malo para las matemáticas», etc., el niño o la niña lo entenderán como algo permanente en ellos y muy difícil de evitar.
El estilo educativo dificulta o favorece la motivación.
El mundo emocional de cada uno dificulta o favorece su capacidad de pensar, de sobreponerse a los problemas, de mantener con constancia unos objetivos. Por eso, la educación de los sentimientos establece un límite de la capacidad de hacer rendir los talentos de cada uno.