La vaquita

Un maestro samurai paseaba por un bosque con su fiel discípulo, cuando vió a lo lejos un sitio de apariencia pobre, y decidió hacer una breve visita al lugar. Durante la caminata le comentó al aprendiz sobre la importancia de realizar visitas, conocer personas y las oportunidades de aprendizaje que obtenemos de estas experiencias. Llegando al lugar constató la pobreza del sitio, los habitantes: una pareja y tres hijos, la casa de madera, vestidos con ropas sucias y rasgadas, sin calzado. Entonces se aproximó al señor, aparentemente el padre de familia y le preguntó: “En este lugar no existen posibilidades de trabajo ni puntos de comercio tampoco, ¿cómo hacen usted y su familia para sobrevivir aquí?”. El señor calmadamente respondió: “Amigo mío, nosotros tenemos una vaquita que nos da varios litros de leche todos los días. Una parte del producto la vendemos o lo cambiamos por otros géneros alimenticios en la ciudad vecina y con la otra parte producimos queso, cuajada, etc., para nuestro consumo y así es como vamos sobreviviendo. “El sabio agradeció la información, contempló el lugar por un momento, luego se despidió y se fue. En el medio del camino, se volvió hacia su fiel discípulo y le ordenó: “Busque la vaquita, llévela al precipicio de allí enfrente y empújela al barranco.” El joven, espantado, repuso maestro que la vaquita era el medio de subsistencia de aquella familia, pero el maestro insistió y él fue a cumplir la órden, y empujó la vaquita por el precipicio y la vio morir. Aquella escena quedó grabada en la memoria de aquel joven durante algunos años. Un día, el joven, agobiado por la culpa, resolvió abandonar todo lo que había aprendido y regresar a aquel lugar y contarle todo a la familia, pedir perdón y ayudarlos. Así lo hizo, y a medida que se aproximaba al lugar veía todo muy bonito, con árboles floridos, todo habitado, con un coche en el garaje de una gran casa y algunos niños jugando en el jardín. El joven se sintió triste y desesperado imaginando que aquella humilde familia tuviese que haber vendido el terreno para sobrevivir. Aceleró el paso, y al llegar fue recibido por un señor muy simpático. El joven preguntó por la familia que vivía allí hacia unos cuatro años, y el señor respondió que seguían viviendo allí. Entró a la casa y confirmó que era la misma familia que visitó hacía algunos años con el maestro. Elogió el lugar y le preguntó al señor (al dueño de la vaquita): “¿Cómo hizo para mejorar este lugar y cambiar de vida?”. El señor respondió: “Nosotros teníamos una vaquita que cayó por el precipicio y murió, de ahí en adelante nos vimos en la necesidad de hacer otras cosas y desarrollar otras habilidades que no sabíamos que teníamos, así alcanzamos el éxito que sus ojos vislumbran ahora”. La moraleja samurai dice: “Todos nosotros tenemos una vaquita que nos proporciona alguna cosa básica para nuestra supervivencia, que nos lleva a la rutina y nos hace dependientes de ella, y nuestro mundo se acaba reduciendo a lo que la vaquita nos da. Tú sabes cuál es tu vaquita. No te importe empujarla por el precipicio.

La trompeta

En una excursión todos nos hallábamos perdidos en el monte. Los niños hacía tiempo dudaban de que los guías supiéramos el camino. El bosque, agreste, no dejaba ver ni una luz que nos guiara. De pronto, se oyó el sonido de una trompeta lejana. Era el cura del pueblo, que nos esperaba y, al ver que no llegábamos, había salido en nuestra búsqueda. José Ramón, el clásico gordito de toda excursión, apretó el paso. Al cabo de un rato la trompeta se fue perdiendo. José Ramón gritó disgustadísimo: si esa trompeta deja de sonar, me siento y ahí me quedo. Esta es una forma de explicar qué es la esperanza: la esperanza es como el sonido de esa trompeta.

La silla de ruedas

05:30, oigo el despertador. Uf, ya es hora de levantarse, pero si acabo de acostarme… ¿Por qué tiene que estallar ahora este cacharro? ¿Por qué no puedo esta tan desvelado, como ayer cuando me acosté? Me quedaré cinco minutos mas, luego en la autopista los podré recuperar. Cierro los ojos y me imagino que estoy en la playa tumbado, tomando energía de mi planeta preferido.

Lo que pensé que serían 5 minutos se multiplicaron por 8. Miro al reloj, que me responde con guasa que me he vuelto a quedar dormido. Como un cohete salgo de mi cama hacia la cocina para hacerme un café con la esperanza de que me ayude a abrir los ojos. La autopista no me permite gastar un poco de adrenalina para apaciguar mi tensión, sino que la aumenta cuando me doy cuenta que estoy atascado en ella. Cuando por fin llego a la estación de trenes veo como el tren traga a sus últimos pasajeros cierra las puertas lentamente y desaparece en el horizonte. Como era de esperar llegaré tarde al trabajo.

Después de la aventura que tuve para llegar al trabajo, la motivación se derrumba por completo al pensar en la montaña de trabajo que me está esperando. Después de 8 horas y media de duro trabajo estoy realmente por los suelos.

Mientras estoy esperando el tren para regresar a casa empiezo casi a deprimirme. Pienso lo bien que pudiera estar si tuviera mi propia empresa, podría ganar mucho dinero y ser mi propio jefe. Pienso de lo feliz que sería si conociera y compartiera mi vida con mi alma gemela. Pienso el gozo que sentiría si fuese una gran personalidad que viajara mucho y fuese reconocida y respetada. Sigo pensando y soñando llegando a la conclusión que debo ser la persona más infeliz del planeta.

Justo en este instante paso algo que almacenaré toda mi vida en el baúl de mis recuerdos. No hablé con un ángel, pero un ángel tuvo que haber planeado este encuentro. “Hola señor, me puede ayudar a subir al tren cuando venga”, me dijo una suave y alegre voz que procedía de una adolescente. A pesar de que estaba en una silla de ruedas su rostro resplandecía como un sol al amanecer. “Cómo no, señorita, ¿qué línea de tren va a coger para llegar a su destino?”, le respondí intentando sonreir.

Su tren tardó unos minutos en llegar. Me quedé con las ganas de preguntarle de cómo le era posible estar tan alegre y feliz estando en esa situación. Cómo le iba a preguntar yo, que estaba mil veces mejor que ella. Me puedo mover libremente, puedo ir donde se me antoje sin depender de nadie, puedo practicar cualquier deporte, subir cualquier montaña… Volví a meditar sobre lo infeliz que me sentía antes de encontrar a la chica y empezó a darme vergüenza de haberme sentido así. Sólo estuve preocupándome del mal día que tuve, estuve pensando en lo negativo de mi vida. ¡Que vergüenza! “Ya llega mi tren, señor”. Le ayudé a subir el tren y con una sonrisa (esta vez sincera) le deseé un bonito día. Cuando perdí el tren de vista, empecé a repasar en las cosas positivas que puedo gozar en mi vida. No tardé mucho y empecé a sentirme bien y contento con ganas de disfrutar del presente a pesar de que tuve un mal día.

Hay un proverbio que dice que cuándo los vientos se levantan o cambian rumbo hay gente que empieza a construir muros, pero otros construyen molinos. En la vida encontramos muchos vientos, pero en vez de gastar nuestras energías en construir muros podemos construir molinos y ganar energías de estos vientos. ¿Recordamos a la chica en la silla de ruedas? Si hubiese construido muros para detener los vientos se habría agotado y se hubiese deprimido por no poder controlar los vientos. Sin embargo construyó molinos aceptando su situación y enseñando a los demás a ser positivos. (Carlos Prieto, tomado de www.andaluciaglobal.com/hadaluna)

La oruga y la mariposa

Una pequeña oruga caminaba un día en dirección al sol. Muy cerca del camino se encontraba un saltamontes. “¿Hacia donde te diriges?” – le preguntó -. Sin dejar de caminar, la oruga contestó: “Tuve un sueño anoche: soñé que desde la punta de la gran montaña yo miraba todo el valle. Me gustó lo que vi en mi sueño y he decidido realizarlo”. Sorprendido, el saltamontes dijo mientras su amigo se alejaba: “¡Debes estar loca!, ¿cómo podrás llegar hasta aquel lugar?, ¿tú?, ¿una simple oruga? …. una piedra será una montaña, un pequeño charco un mar y cualquier tronco una barrera infranqueable…”. Pero el gusanito ya estaba lejos y no lo escuchó, su diminuto cuerpo no dejó de moverse. De pronto se oyó la voz de un escarabajo preguntando hacia dónde se dirigía con tanto empeño. La oruga contó una vez más su sueño y el escarabajo no pudo soportar la risa, soltó la carcajada y dijo: “Ni yo, con patas tan grandes, intentaría realizar algo tan ambicioso”, y se quedó en el suelo tumbado de la risa mientras la oruga continuó su camino, habiendo avanzado ya unos cuantos centímetros. Del mismo modo la araña, el topo y la rana le aconsejaron a nuestro amigo desistir: “¡No lo lograrás jamás!” le dijeron, pero en su interior había un impulso que lo obligaba a seguir. Ya agotado, sin fuerzas y a punto de morir, decidió parar a descansar y construir con su último esfuerzo un lugar donde pernoctar. “Estaré mejor”, fue lo último que dijo y murió. Todos los animales del valle fueron a mirar sus restos, ahí estaba el animal más loco del campo, había construido como su tumba un monumento a la insensatez, ahí estaba un duro refugio, digno de uno que murió por querer realizar un sueño irrealizable. Esa mañana en la que el sol brillaba de una manera especial, todos los animales se congregaron en torno a aquello que se había convertido en una advertencia para los atrevidos. De pronto quedaron atónitos, aquella costra dura comenzó a romperse y con asombro vieron unos ojos y unas antenas que no podían ser las de la oruga que creían muerta, poco a poco, como para darles tiempo de reponerse del impacto, fueron saliendo las hermosas alas de mariposa de aquel impresionante ser que tenían en frente, el que realizaría su sueño, el sueño por el que había vivido, por el que había muerto y por el que había vuelto a vivir. Todos se habían equivocado. El éxito en la vida no se mide por lo que has logrado, sino por los obstáculos que has tenido que enfrentar en el camino. Aunque el camino sea largo y difícil, no te dejes vencer… si eres constante, tus sueños pueden convertirse en realidad.

La maestra

Se contaba hace muchos años una historia sobre una profesora de Primaria. Su nombre era Sra. Thompson. Cuando se ponía de pie frente a su clase de 5º grado en el primer día de colegio, decía una mentira a los niños. Como muchos maestros, ella miraba a sus estudiantes y decía que los quería a todos por igual.

Pero eso era imposible, porque ahí, en la primera fila, hundido en su asiento, estaba un pequeño llamado Teddy Stoddard. La Sra. Thompson había vigilado a Teddy el año anterior y se dio cuenta de que no jugaba con los otros niños, que sus ropas estaban sucias y que constantemente necesitaba un baño. Y Teddy podía ser desagradable. Llegó al punto que la Sra. Thompson de hecho se complacía en marcar sus apuntes con una ancha pluma roja, haciendo bien delineadas X y poniendo un gran “MD” en la parte superior de las hojas.

En la escuela donde enseñaba la Sra. Thompson, ella fue requerida para revisar el expediente de cada niño y dejó el de Teddy para lo último. Sin embargo, cuando revisó su expediente, se llevó una sorpresa.

La maestra de primero de Teddy escribió, “Teddy es un niño brillante, de pronta risa. Hace su trabajo pulcramente y tiene buenos modales, da alegría tenerlo cerca.” Su maestra de segundo escribió, “Teddy es un excelente estudiante, apreciado por sus compañeros de clase, pero está apenado porque su madre tiene una enfermedad terminal y la vida en su hogar debe ser una pugna.” Su maestra de tercero escribió, “La muerte de su madre ha sido dura para él. Intenta hacer lo mejor, pero su padre no muestra mucho interés y su vida familiar pronto le afectará si no se toman medidas.” Su maestra de cuarto escribió, “Teddy está distraído y no muestra mucho interés por la escuela. No tiene muchos amigos y a veces se duerme en clase.” Ahora la Sra. Thompson se dio cuenta del problema y se avergonzó de sí misma. Se sintió peor incluso cuando sus estudiantes le llevaron sus regalos de Navidad, envueltos en bellos lazos y brillante papel, excepto el de Teddy. Su regalo estaba chapuceramente envuelto en el pesado papel marrón que obtuvo de una bolsa de comestibles. A la Sra. Thompson le inquietó abrirlo en mitad de los otros regalos. Algunos de los niños empezaron a reír cuando encontró un brazalete de circonitas al que le faltaban algunas piedras, y una botella llena hasta la cuarta parte de perfume. Pero acalló la risa de los niños cuando exclamó lo bonito que era el bracelete, a la vez que se lo ponía, y se aplicó algo de perfume en la muñeca.

Teddy Stoddard se quedó ese día después de clase justo lo suficiente para decir, “Sra. Thompson, hoy huele usted justo como mi mamá solía hacerlo.” Después de que los niños se fueran, ella lloró durante casi una hora.

Desde ese preciso día, la Sra. Thompson puso especial atención con Teddy. Mientras trabajaba con él, su mente parecía volver a la vida. Cuanto más lo animaba, más rápido respondía él. Al final del año, Teddy había llegado a ser uno de los niños más inteligentes de clase y, a pesar de su mentira de que ella querría a todos los niños por igual, Teddy se convirtió en uno de los “favoritos de la maestra” Un año más tarde, encontró una nota bajo su puerta, de Teddy, diciéndole que todavía era la mejor maestra que había tenido en toda su vida. Pasaron seis años antes de que le llegara otra nota de Teddy. Entonces le escribió que había acabado la Secundaria, el tercero de su clase, y que ella todavía era la mejor maestra que había tenido en toda su vida.

Cuatro años después, le llegó otra carta, diciendo que aunque las cosas habían sido duras a veces, permaneció en el colegio, perseveró y pronto obtendría su graduado con los mayores honores. Aseguraba a la Sra. Thompson que ella todavía era la mejor maestra que había tenido en toda su vida y su favorita.

Pasaron cuatro años más y llegó otra carta. Esta vez explicaba que después de haber obtenido su título de Bachiller, decidió ir un poco más allá. La carta explicaba que ella era todavía la mejor y favorita maestra que había tenido nunca. Pero ahora su nombre era un poco más largo: la carta estaba firmada, Doctor Theodore F. Stoddard.

La historia no acaba aquí. Todavía recibió otra carta esa primavera. Teddy decía que había conocido a una chica y que iba a casarse. Explicaba que su padre había muerto hacía un par de años y se preguntaba si la Sra. Thompson aceptaría sentarse en la boda en el sitio que usualmente estaba reservado para la madre del novio. Por supuesto, la Sra. Thompson lo hizo. ¿Y sabes qué? Lució el brazalete, aquel al que le faltaban varias circonitas. Y se aseguró de ponerse el perfume que Teddy recordaba que su madre llevaba en su última Navidad juntos. Se abrazaron y el Dr. Stoddard susurró en el oído a la Sra. Thompson, “Gracias, Sra. Thompson por creer en mí. Muchas gracias por hacerme sentir importante y mostrarme que yo podía hacer que las cosas fueran diferentes.” La Sra. Thompson, con lágrimas en los ojos, susurró a su vez. Dijo, “Teddy, estás totalmente equivocado. Tu fuiste el que me enseñó a mí a hacer las cosas diferentes. Yo no sabía cómo enseñar hasta que te conocí.” (Elizabeth Silance Ballard, tomado de de www.andaluciaglobal.com/hadaluna)

La calumnia

Había una vez un hombre que calumnió grandemente a un amigo suyo, todo por la envidia que le tuvo al ver el éxito que este había alcanzado. Tiempo después se arrepintió de la ruina que trajo con sus calumnias a ese amigo, y visitó a un hombre muy sabio a quien le dijo: “Quiero arreglar todo el mal que hice a mi amigo. ¿Cómo puedo hacerlo?”, a lo que el hombre respondió: “Toma un saco lleno de plumas ligeras y pequeñas y suelta una donde vayas”. El hombre muy contento por aquello tan fácil tomó el saco lleno de plumas y al cabo de un día las había soltado todas. Volvió donde el sabio y le dijo: “Ya he terminado”, a lo que el sabio contestó: “Esa es la parte más fácil. Ahora debes volver a llenar el saco con las mismas plumas que soltaste. Sal a la calle y búscalas”. El hombre se sintió muy triste, pues sabía lo que eso significaba y no pudo juntar casi ninguna. Al volver, el hombre sabio le dijo: “Así como no pudiste juntar de nuevo las plumas que volaron con el viento, así mismo el mal que hiciste voló de boca en boca y el daño ya está hecho. Lo único que puedes hacer es pedirle perdón a tu amigo, pues no hay forma de revertir lo que hiciste”.

La caja dorada

A menudo aprendemos mucho de nuestros hijos. Hace algún tiempo, un amigo mío regañó a su hija de tres años por gastar un rollo de papel de envolver dorado. No andaba muy bien de dinero y se enfureció cuando la niña trató de decorar una caja para ponerla bajo el árbol de Navidad. A pesar de ello, la pequeña llevó el regalo a su padre a la mañana siguiente, y dijo: “Esto es para ti, papá”.

Él estaba turbado por su excesiva reacción anterior, pero se molestó de nuevo cuando vio que la caja estaba vacía. “¿No sabes que cuando le das a alguien un regalo se supone que debe haber algo dentro?”, le dijo.

La pequeña lo miró con lágrimas en los ojos y dijo: “Oh, papá. No está vacía. He echado besos en la caja. Todos para ti, papá”.

El padre estaba hecho polvo. Rodeó con sus brazos a su pequeña y le pidió que le perdonara. Mi amigo me dijo que conservó esa caja dorada junto a su cama durante años. Siempre que estaba descorazonado, sacaba un beso imaginario y recordaba el amor de la niña que los había puesto allí.

Realmente, a todos nosotros, como padres, se nos ha dado una caja dorada llena de amor incondicional y besos de nuestros hijos. No hay posesión más preciosa que nadie pueda tener. (James Dobson, tomado de de www.andaluciaglobal.com/hadaluna)

Información, por favor

Cuando yo era niño, mi padre tenía uno de los primeros teléfonos de nuestro vecindario. Recuerdo bien la vieja caja pulida clavada a la pared y el brillante auricular colgado en el lateral de la caja. Yo era demasiado pequeño para alcanzar el teléfono, pero solía escuchar con fascinación cuando mi madre hablaba por él.

Entonces descubrí que en alguna parte dentro de ese maravilloso dispositivo, vivía una extraña persona – su nombre era “Información Por Favor” y no había nada que ella no supiese. “Información Por Favor” podía proporcionarte el nombre de cualquiera y la hora exacta.

Mi primera experiencia personal con este “genio de la lámpara” llegó un día mientras mi madre visitaba a un vecino. Divirtiéndome con el banco de herramientas del sótano, me aplasté el dedo con un martillo. El dolor era terrible, pero allí no parecía haber ninguna razón para llorar porque en casa no había nadie que me pudiese consolar. Caminé de un lado a otro por la casa chupando mi dedo palpitante y finalmente llegué a la escalera.

¡El teléfono! Rápidamente corrí a por el taburete en el recibidor y lo arrastré hasta el rellano de la escalera. Subiéndome a él, descolgué el receptor y lo mantuve junto a mi oreja. “Información Por Favor”, dije al micrófono justo sobre mi cabeza. Un clic o dos y una vocecita clara habló en mi oído.

“Información.” “Me he lastimado el dedo. . .” gemí al teléfono. Las lágrimas llegaron sin demasiado esfuerzo ahora que tenía audiencia.

“¿No está tu madre en casa?” preguntó. “Nadie más que yo está en casa.” sollocé. “¿Estás sangrando?” “No,” repliqué. “Me he golpeado el dedo con el martillo y me duele.” “¿Puedes abrir la nevera?” preguntó. Dije que podía. “Entonces corta un trocito de hielo y manténlo junto a tu dedo,” dijo la voz.

Después de aquello, llamaba a “Información Por Favor” para cualquier cosa. La llamé para que me ayudara con la geografía y me dijo donde estaba Filadelfia. Me ayudo con las matemáticas. Me dijo que mi ardilla, que había cogido en el parque justo el día de antes, comería frutas y nueces.

Por aquel entonces, Petey, nuestro canario, murió. Llamé a “Información Por Favor” y le conté la triste historia. Ella escuchó y después dijo lo que usualmente los adultos dicen para consolar a un niño. Pero yo estaba desconsolado. Le pregunté, “¿Por qué los pájaros pueden cantar tan bellamente y llevar alegría a todas las familias, solo para acabar como un montón de plumas en el fondo de la jaula?” Ella debió sentir mi profunda inquietud, porque dijo sencillamente, “Paul, recuerda siempre que hay otros mundos donde cantar.” De alguna forma me sentí mejor. Otro día estaba en el teléfono. “Información Por Favor”. “Información,” dijo la, ahora familiar, voz. “¿Cómo se deletrea aprieto?” pregunté.

Y todo ello tuvo lugar en un pequeño pueblo en el Noroeste de la costa del Pacífico.

Cuando tenía 9 años me mudé a través del país a Boston. Eché mucho de menos a mi amiga. “Información Por Favor” pertenecía a aquella vieja caja de madera allá en casa, y de ningún modo pensé intentarlo con el increíble y brillante nuevo teléfono situado en la mesa en el recibidor. Cuando llegué a la adolescencia, las memorias de aquellas conversaciones infantiles, en realidad nunca me abandonaron. A menudo, en momentos de duda y confusión, podía apelar a una serena seguridad y la tenía. Apreciaba ahora cuan paciente, compresiva y amable era ella para haber gastado su tiempo en un niño pequeño.

Unos pocos años más tarde, en mi ruta hacia el oeste hacia la universidad, mi avión aterrizó en Seattle. Tenía algo así como media hora entre avión y avión. Pasé alrededor de 15 minutos al teléfono con mi hermana que entonces vivía allí. Entonces, sin pensar en lo que estaba haciendo, marqué la operadora de mi pueblo natal y dije, “Información Por Favor”.

Milagrosamente, oí la menuda y clara voz que conocía tan bien, “Información.” No lo había planeado, pero me oí a mí mismo diciendo, “¿Puede decirme cómo se deletrea aprieto?” Hubo una larga pausa. Entonces vino la respuesta en voz baja, “supongo que tu dedo ya debe estar curado.” Reí. “Así que realmente eres tú aún,” dije. “Me pregunto si tienes idea de cuánto significaste para mí en aquel tiempo.” “Me pregunto,” dijo ella, “si sabes lo mucho que tus llamadas significaban para mí. Nunca he tenido hijos y solía esperar tus llamadas.” Le dije cuan a menudo había pensado en ella a lo largo de los años y le pregunté si podía llamarla de nuevo cuando volviera a visitar a mi hermana. “Por favor, hazlo,” dijo. “Pregunta por Sally.” Tres meses después estaba de vuelta en Seattle. Una voz diferente contestó, “Información.” Pregunté por Sally. “¿Es usted un amigo?” dijo ella. “Sí, un muy antiguo amigo,” respondí. “Siento tener que decirle esto,” dijo. “Sally había estado trabajando a tiempo parcial los últimos años porque estaba enferma. Murió hace cinco semanas.” Antes de que pudiera colgar dijo, “Espere un momento. ¿Dijo que su nombre era Paul?” “Sí.” “Bien, Sally dejó un mensaje para usted. Lo anotó por si usted llamaba. Déjeme leérselo.” La nota decía, “Dile que aún digo que hay otros mundos donde cantar. Él sabrá lo que quiero decir.” Le di las gracias y colgué. Sabía lo que Sally quería decir. (Paul Villiard, tomado de www.andaluciaglobal.com/hadaluna)

Historia de dos ciudades

Un viajero se aproximaba a una gran ciudad y preguntó a una mujer que se encontraba a un lado del camino: “¿Cómo es la gente de esta ciudad?”. “¿Cómo era la gente del lugar de donde vienes?”, le inquirió ella a su vez.

“Terrible, mezquina, no se puede confiar en ella… detestable en todo los sentidos”, respondió el viajero. “¡Ah! -exclamó la mujer-, encontrarás lo mismo en la ciudad a donde te diriges”.

Apenas había partido el primer viajero cuando otro se detuvo y también preguntó acerca de la gente que habitaba en la ciudad cercana. De nuevo la mujer le preguntó al viajero por la gente de la ciudad de donde provenía. “Era gente maravillosa; honesta, trabajadora y extremadamente generosa. Lamento haber tenído que partir.”, declaró el segundo viajero. La sabia mujer le respondió: “Lo mismo hallarás en la ciudad adonde te diriges”.

En ocasiones no vemos las cosas como son, las vemos como somos.

Enfadarse

Érase una vez un joven con un carácter bastante violento. Su padre le dio una bolsa de clavos y le dijo que clavara un clavo en la cerca del jardín cada vez que perdiera la paciencia y se peleara con alguien. El primer día, llegó a clavar 37 clavos en la cerca. Durante las semanas siguientes aprendió a controlarse, y el número de clavos colocados en la cerca disminuyo día tras día: había descubierto que era más fácil controlarse que clavar clavos.

Finalmente, llego un día en el cual el joven no clavó ningún clavo en la cerca. Entonces fue a ver a su padre y le dijo que había conseguido no clavar ningún clavo durante todo el día. Su padre le dijo entonces que quitara un clavo de la cerca del jardín por cada día durante el cual no hubiera perdido la paciencia. Los días pasaron y finalmente el joven pudo decirle a su padre que había quitado todos los clavos de la cerca.

El padre condujo entonces a su hijo delante de la cerca del jardín y le dijo: “Hijo mío, te has portado bien, pero mira cuantos agujeros hay en la cerca del jardín. Esta cerca ya no será como antes. Cuando te peleas con alguien y le dices algo desagradable, le dejas una herida como esta. Puedes acuchillar a un hombre y después sacarle el cuchillo, pero siempre le quedará una herida. Poco importa cuantas veces te excuses, la herida verbal hace tanto daño como una herida física. Los amigos son como joyas muy valiosas. No los maltrates. Siempre están dispuestos a escuchar cuando lo necesitas, te sostienen y te abren su casa.”