En la vida real

He visto muchas películas de prisiones donde el teléfono suena en el momento preciso en que está a punto de accionar el interruptor para cargarse a un pobre inocente, pero en todos los años que pasé en el bloque E (de los condenados a muerte), nuestro teléfono no sonó ni una sola vez. En las películas, la salvación resulta barata, y la inocencia también. Uno paga veinticinco centavos y consigue algo que vale exactamente eso. En la vida real, todo cuesta más, y las respuestas son diferentes (diálogo tomado de “La milla verde”, de Stephen King).

Empuja la vaquita

Un maestro samurai paseaba por un bosque con su fiel discípulo, cuando vio a lo lejos un sitio de apariencia pobre, y decidió hacer una breve visita al lugar. Durante la caminata le comentó al aprendiz sobre la importancia de realizar visitas, conocer personas y las oportunidades de aprendizaje que obtenemos de estas experiencias. Llegando al lugar constató la pobreza del sitio, los habitantes: una pareja y tres hijos, la casa de madera, vestidos con ropas sucias y rasgadas, sin calzado. Entonces se aproximó al señor, aparentemente el padre de familia y le preguntó: “En este lugar no existen posibilidades de trabajo ni puntos de comercio tampoco, ¿cómo hacen usted y su familia para sobrevivir aquí?”. El señor calmadamente respondió: “Amigo mío, nosotros tenemos una vaquita que nos da varios litros de leche todos los días. Una parte del producto la vendemos o lo cambiamos por otros géneros alimenticios en la ciudad vecina y con la otra parte producimos queso, cuajada, etc., para nuestro consumo y así es como vamos sobreviviendo. “El sabio agradeció la información, contempló el lugar por un momento, luego se despidió y se fue. Siguieron su camino, y un rato después se volvió hacia su fiel discípulo y le ordenó: “Busque la vaquita, llévela al precipicio de allí enfrente y empújela al barranco.” El joven, espantado, cuestionó al maestro aquella orden, pues la vaquita era el medio de subsistencia de aquella familia. Mas como percibió el silencio absoluto del maestro, fue a cumplir la orden. Así que empujó la vaquita por el precipicio y la vio morir. Aquella escena quedó grabada en la memoria de aquel joven durante años. Un buen día el joven agobiado por la culpa resolvió abandonar todo lo que había aprendido y regresar a aquel lugar y contarle todo a la familia, pedir perdón y ayudarlos. Así lo hizo, y a medida que se aproximaba al lugar veía todo muy bonito, con árboles floridos, todo habitado, con carro en el garaje de tremenda casa y algunos niños jugando en el jardín. El joven se sintió triste y desesperado imaginando que aquella humilde familia tuviese que vender el terreno para sobrevivir, aceleró el paso y llegando allá, fue recibido por un señor muy simpático. El joven preguntó por la familia que vivía allí hacia unos cuatro años, el señor respondió que seguían viviendo allí. Espantado el joven entró corriendo a la casa y confirmó que era la misma familia que visitó hacía algunos años con el maestro. Elogió el lugar y preguntó al señor (el dueño de la vaquita): “¿Cómo hizo para mejorar este lugar y cambiar de vida?”. El señor entusiasmado le respondió: “Nosotros teníamos una vaquita que cayó por el precipicio y murió, de ahí en adelante nos vimos en la necesidad de hacer otras cosas y desarrollar otras habilidades que no sabíamos que teníamos, así alcanzamos el éxito que sus ojos vislumbran ahora.” La moraleja samurai nos dice: “Todos nosotros tenemos una vaquita que nos proporciona alguna cosa básica para nuestra supervivencia, pero que nos lleva a la rutina y nos hace dependientes de ella, y nuestro mundo se reduce a lo que la vaquita nos brinda. Tu sabes cual es tu vaquita. No dudes un segundo en empujarla por el precipicio.

El leopardo y el fuego

Según un cuento africano, antiguamente el leopardo y el fuego eran amigos. El leopardo vivía, como ahora, en la selva, y el fuego en una caverna. A veces el leopardo hacía largas caminatas para ir a ver a su amigo. Un día le dijo: “¿Por qué no me devuelves mis visitas? ¿Y por qué te estás aquí metido siempre en la caverna en compañía de estas piedras negras?”. El fuego respondió: “Es mucho mejor que yo esté aquí. Si salgo, puedo ser muy peligroso.” Pero el leopardo insistió tanto, que al fin su amigo dijo: “Bueno, pero primero limpia cuidadosamente la explanada que hay delante de la caverna”. El leopardo era algo perezoso, así que arrancó la hierba, pero dejó alguna que otra hoja seca. Cuando el fuego salió de la caverna, se transformó en seguida en un gran incendio que, impulsado por el viento, llegó hasta la copa de los árboles. El leopardo, aterrorizado, se puso a correr de un lado para otro y se le quemó la piel. Por eso todavía hoy el leopardo lleva las señales de las quemaduras y, cuando ve a lo lejos a su amigo el fuego, huye como un loco. Moraleja: los perezosos y los inconstantes pierden hasta los amigos.

El ladrillazo

Un joven y exitoso ejecutivo paseaba a toda velocidad en su Jaguar último modelo, con precaución de esquivar un chico que hacía señas en la calle. Sin mirarle, y sin bajar la velocidad, pasó junto a él. Sintió un golpe en la puerta. Al bajarse, vio que un ladrillo le había estropeado la pintura de la puerta de su lujoso auto. Salió corriendo y agarró por los brazos al chiquillo, y le gritó: ¿Qué rayos es esto? ¿Por qué haces esto con mi coche? Y enfurecido, continuó gritándole: ¡Es un coche nuevo, y ese ladrillo que lanzaste te va a costar caro! ¿Por qué lo hiciste? “Por favor, Señor, por favor, lo siento mucho. No sé qué hacer. Lancé el ladrillo porque nadie paraba…”. Las lágrimas bajaban por sus mejillas, mientras señalaba hacia un lado: “Es mi hermano. Se descarriló su silla de ruedas y se cayó al suelo y no puedo levantarlo”. Sollozando, el chiquillo le preguntó: “¿Puede usted, por favor, ayudarme a sentarlo en su silla? Se ha hecho daño. Y no puedo con él, pesa mucho para mí solo.” Visiblemente impactado por las palabras del chiquillo, el ejecutivo tragó saliva. Emocionado por lo que acababa de pasarle, levantó al joven del suelo y lo sentó en su silla nuevamente. Sacó su pañuelo para limpiar un poco las cortaduras y la suciedad de las heridas del hermano de aquel chiquillo. Comprobó que que se encontraba bien, y miró al chiquillo, que le dio las gracias con una sonrisa que nadie podría describir. “Dios le bendiga, señor. Muchas gracias.” El hombre vio como se alejaba el chiquillo empujando trabajosamente la pesada silla de ruedas de su hermano, hasta llegar a su humilde casita. El ejecutivo no ha reparado aún la puerta del auto, manteniendo la rayadura que le hizo el ladrillazo. Le recuerda que no debe ir por la vida tan de prisa que alguien tenga que lanzarle un ladrillo para que preste atención. A veces hay muchas cosas que nos susurran en el alma y en el corazón. Hay veces que tiene que caernos un ladrillo para prestar atención a lo que pasa.

El huevo vacío

Jeremy nació con un cuerpo deforme y una mente lenta. A la edad de 12 años estaba todavía en segundo de primaria, pareciendo ser incapaz de aprender. Su maestra, Doris Miller, a menudo se exasperaba con él. Podía retorcerse en su asiento y soltar gruñidos y otras veces hablaba de manera clara y precisa, como si un rayo de luz penetrase en la oscuridad de su cerebro. La mayor parte del tiempo, sin embargo, Jeremy simplemente irritaba a su maestra.

Un día llamó a sus padres y les pidió que fueran a verla para una tutoría. Cuando los Forrester entraron en la clase vacía, Doris les dijo: “Lo que realmente necesita Jeremy es una escuela especial. No es bueno para él estar con niños menores que no tienen problemas de aprendizaje. Hay una diferencia de cinco años entre su edad y la de los otros escolares.” La Sra. Forrester sacó un pañuelo de papel y lloró quedamente, mientras su marido hablaba: “Srta. Miller, no hay escuelas de ese tipo en las cercanías. Sería un terrible shock para Jeremy si tuviésemos que sacarlo de esta escuela. Sabemos que realmente le gusta estar aquí.” Doris permaneció sentada un largo rato después de que se hubiesen marchado, mirando fijamente la nieve a través de la ventana. Su frialdad parecía filtrarse hasta su alma. Quería simpatizar con los Forrester. Después de todo, su único hijo tenía una enfermedad terminal. Pero no era justo mantenerlo en su clase. Ella tenía otros 18 niños a los que dar clase y Jeremy era una distracción para ellos. Además, él nunca aprendería a leer y escribir, así que ¿para qué perder más tiempo intentándolo? Mientras ponderaba la situación, un sentimiento de culpabilidad se apoderó de ella. “Aquí estoy, protestando, cuando mis problemas no son nada comparados con esa pobre familia”, pensó. “Por favor, Señor, ayúdame a ser más paciente con Jeremy.” Desde ese día, intentó duramente ignorar los ruidos de Jeremy y sus miradas vacías. Un día, Jeremy se dirigió hasta su mesa, arrastrando tras de sí su pierna mala: “Te quiero, Srta. Miller”, exclamó lo bastante fuerte para que la clase entera lo escuchase. Los otros estudiantes soltaron risitas ahogadas y Doris enrojeció. Balbuceó: “¿Co-cómo? Eso es muy bonito Jeremy. A-ahora vuelve a tu sitio, por favor”.

Llegó la primavera, y los niños hablaban animadamente de la llegada de la Pascua. Doris les contó la historia de Jesús, y para enfatizar la idea del nacimiento a una nueva vida, dio a cada uno de los niños un gran huevo de plástico. “Ahora quiero que os lo llevéis a casa y que lo traigáis de vuelta mañana con algo dentro que signifique una nueva vida ¿Lo habéis entendido?”. “Sí, Srta. Miller”, respondieron entusiásticamente los niños (todos excepto Jeremy). Él la escuchó dando muestras de estar comprendiendo lo que decía. Sus ojos no dejaron de estar fijos en su cara. Incluso ni hizo sus ruidos habituales. ¿Había entendido el chico lo que ella había explicado sobre la muerte y resurrección de Jesús? ¿Había entendido la tarea asignada? Tal vez debiera llamar a sus padres y explicarles a ellos el proyecto. Esa tarde, el fregadero de la cocina de Doris se atascó. Llamó a su casero y esperó durante una hora a que viniera y lo desatascara. Después tuvo que ir a la tienda a por la compra diaria, planchar una blusa y preparar un examen de vocabulario para el día siguiente. Olvidó por completo llamar a los padres de Jeremy. A la mañana siguiente, 19 niños llegaron a la escuela, riendo y hablando mientras dejaban sus huevos en la gran cesta de mimbre sobre la mesa de la Srta. Miller. Tras acabar su lección de matemáticas, llegó el momento de abrir los huevos. En el primer huevo, Doris encontró una flor. “Oh, sí. Una flor es ciertamente un signo de nueva vida. Cuando las plantas asoman de la tierra, sabemos que ha llegado la primavera”. Una niña pequeña en la primera fila agitó su brazo. “Ese es mi huevo, Srta. Miller”, dijo. El siguiente huevo contenía una mariposa de plástico, que parecía muy real. Doris la mantuvo en alto: “Todos sabemos que una oruga cambia y se transforma en una bonita mariposa. Sí, también es nueva vida”. La pequeña Judy sonrió orgullosa y dijo, “Srta. Miller, ese es mío”. En el siguiente, Doris encontró una roca con musgo. Explicó que ese musgo también significaba vida. Billy alzó la voz desde el fondo de la clase: “Mi papá me ayudó”, dijo sonriente. Entonces Doris abrió el cuarto huevo. Sofocó un grito. El huevo estaba vacío. Con toda seguridad debe ser de Jeremy, pensó, y naturalmente, él no había entendido sus instrucciones. Si no hubiese olvidado telefonear a sus padres… Para no hacerle pasar un mal rato, con cuidado puso el huevo a un lado y alcanzó otro. De pronto Jeremy dijo: “Srta. Miller, ¿no va usted a hablar de mi huevo?”. Doris replicó confusa: “Pero Jeremy, tu huevo está vacío”. Él la miró fijamente a los ojos y dijo suavemente: “Sí, pero la tumba de Jesús también estaba vacía”. El tiempo se paró. Cuando pudo hablar de nuevo, Doris le preguntó: “¿Sabes por qué estaba vacía la tumba?”. “Oh, sí. A Jesús lo mataron y lo pusieron dentro. Entonces su Padre lo elevó hacia Él.” La campana del recreo sonó. Mientras los niños corrían animadamente hacia el patio del colegio, Doris lloró. La frialdad de su interior de desvaneció por completo. Tres meses más tarde, Jeremy murió. Aquellos que fueron al tanatorio a expresar sus condolencias, se sorprendieron al ver 19 huevos sobre la tapa de su ataúd. Todos ellos vacíos.

El espejo de los deseos

Harry Potter llega por tercer día consecutivo a la habitación del espejo y no se da cuenta que en un rincón, sentado en un pupitre, está Dumbledore. “Es curioso lo miope que se puede volver uno al ser invisible”, dijo Dumbledore. Harry se sintió aliviado al ver que le sonreía. “Entonces -continuó Dumbledore, bajando del pupitre para sentarse en el suelo con Harry-, tú, como cientos antes que tú, has descubierto las delicias del espejo de Oesed”. “No sabía que se llamaba así, señor”. “Pero espero que te habrás dado cuenta de lo que hace, ¿no?”. “Bueno… me mostró a mi familia y…”. “Y a tu amigo Ron lo reflejó como capitán”. “¿Cómo lo sabe…?”. “No necesito una capa para ser invisible -dijo amablemente Dumbledore-. Y ahora ¿puedes pensar qué es lo que nos muestra el espejo de Oesed a todos nosotros?”. Harry negó con la cabeza. “Déjame explicarte. El hombre más feliz de la tierra puede utilizar el espejo de Oesed como un espejo normal, es decir se mirará y se verá exactamente como es. ¿Eso te ayuda?”. Harry pensó. Luego dijo lentamente: “Nos muestra lo que queremos… lo que sea que queramos…”. “Sí y no -dijo con calma Dumbledore-. Nos muestra ni más ni menos que el más profundo y desesperado deseo de nuestro corazón. Para ti, que nunca conociste a tu familia, verlos rodeándote. Ronald Weasley, que siempre ha sido sobrepasado por sus hermanos, se ve solo y el mejor de todos ellos. Sin embargo, este espejo no nos dará conocimiento o verdad. Hay hombres que se han consumido ante esto, fascinados por lo que han visto. O han enloquecido, al no saber si lo que muestra es real o siquiera posible”. Continuó: “El espejo será llevado a una nueva casa mañana, Harry, y te pido que no lo busques otra vez. Y si alguna vez te cruzas con él, deberás estar preparado. No es bueno dejarse arrastrar por los sueños y olvidarse de vivir, recuérdalo. Ahora ¿por qué no te pones de nuevo esa magnífica capa y te vas a la cama?”.

Para información: el espejo de OESED tiene una leyenda que rodea todo el marco que lo envuelve y que dice así: OESED LENOZ AROCUT EDON ISARA CUT SE ONOTSE Si lo lees todo al revés encontrarás el nombre y el significado del espejo (Esto no es tu cara si no de tu corazón el deseo).

El chino y el caballo

Había una vez un campesino chino, pobre pero sabio, que trabajaba la tierra duramente con su hijo. Un día su hijo le dijo: “Padre, qué desgracia, se nos ha ido el caballo”. Su padre respondió: “Veremos lo que trae el tiempo…”. A los pocos días el caballo regresó, acompañado de otro caballo. Unos días después, el muchacho quiso montar el caballo nuevo, y éste, no acostumbrado al jinete, se encabritó y lo arrojó al suelo. El muchacho se quebró una pierna. “Padre, qué desgracia, me he roto la pierna”. Y el padre, retomando su experiencia y sabiduría, sentenció: “Veamos lo que trae el tiempo…”. El muchacho se lamentaba. Pocos días después pasaron por la aldea los enviados del rey, buscando jóvenes para llevárselos a la guerra. Fueron a la casa del anciano, pero como vieron al joven con su pierna entablillada, lo dejaron y siguieron de largo. El joven comprendió entonces que nunca hay que dar ni la desgracia ni la fortuna como absolutas, sino que hay que darle tiempo al tiempo, para ver si algo es malo o bueno. La moraleja de este antiguo consejo chino es que la vida da muchas vueltas, y su desarrollo es a veces tan paradójico su desarrollo, que muchas veces lo que parece malo luego resulta bueno, y al revés. Hay que saber esperar, y sobre confiar en Dios, porque todo es para bien. ¡Cuántas veces los juicios apresurados, impacientes, impiden ver más alto y más lejos!

El bonsai

La paciencia son las estalactitas y estalagmitas de la vida: ellas se van formando muy poco a poco en la oscuridad, se integran gota a gota y de manera irregular, no geométrica, requieren de tiempo, y crecen por arriba y por abajo siendo al fin muy hermosas. La paciencia es un bonsai: solo tiempo, fe, cuidados y mimos le hacen crecer. No se puede jalar el arbolito de las ramas, sacarlo de su maceta, para ver si está echando raíces. Necesita la humildad del humus para desarrollarse. Podemos explicar esta parábola con otra. Es, en efecto, como aquella rana que al saltar cayó en un cubo de crema, pero que chapoteando y chapoteando amaneció por la mañana sobre una masa de mantequilla que ella misma había batido. Allí estaba con su cara sonriente tragando las moscas que venían por docenas de todas partes.

El barrendero

Momo tenía un amigo, Beppo Barrendero, que vivía en una casita que él mismo se había construido con ladrillos, latas de desecho, y cartones. Cuando a Beppo Barrendero le preguntaban algo se limitaba a sonreír amablemente, y no contestaba. Simplemente pensaba. Y, cuando creía que una respuesta era innecesaria, se callaba. Pero, cuando la creía necesaria, la pensaba mucho. A veces tardaba dos horas en contestar, pero otras tardaba todo un día. Mientras tanto, la otro persona había olvidado su propia pregunta, por lo que la respuesta de Beppo le sorprendía casi siempre. Cuando Beppo barría las calles, lo hacía despaciosamente, pero con constancia. Mientras iba barriendo, con la calle sucia ante sí y limpia detrás de sí, se le iban ocurriendo multitud de pensamientos, que luego le explicaba a su amiga Momo: “Ves, Momo, a veces tienes ante ti una calle que te parece terriblemente larga que nunca podrás terminar de barrer. Entonces te empiezas a dar prisa, cada vez más prisa. Cada vez que levantas la vista, ves que la calle sigue igual de larga. Y te esfuerzas más aún, empiezas a tener miedo, al final te has quedado sin aliento. Y la calle sigue estando por delante. Así no se debe hacer. Nunca se ha de pensar en toda la calle de una vez, ¿entiendes? Hay que pensar en el paso siguiente, en la inspiración siguiente, en la siguiente barrida. Entonces es divertido: eso es importante, porque entonces se hace bien la tarea. Y así ha de ser. De repente se da uno cuenta de que, paso a paso, se ha barrido toda la calle. Uno no se da cuenta de cómo ha sido, y no se queda sin aliento. Eso es importante.” ¿Acaso no es lo hermoso de la paciencia el que ella puede concedernos tiempo para conocernos a su través oblicuamente a nosotros mismos? Porque, nos pongamos como nos pongamos, la paciencia con que no sepamos mirarnos a nosotros mismos será la misma no-paciencia que nos impida mirar a la realidad como ella debe ser mirada: con-paciencia, con-pasión, con-com-pasión, com-padeciendo, com-padeciéndo-nos…

El árbol muerto

Recuerdo que un invierno mi padre necesitaba leña, así que buscó un árbol muerto y lo cortó. Pero luego, en la primavera, vio desolado que al tronco marchito de ese árbol le brotaron renuevos. Mi padre dijo: “Estaba yo seguro de que ese árbol estaba muerto. Había perdido todas las hojas en el invierno. Pero se ve que hacía tanto frío que las ramas se quebraban y caían como si no le quedara al viejo tronco ni una pizca de vida. Pero ahora advierto que aún alentaba la vida en aquel tronco”. Y volviéndose hacia mí, me aconsejó: “Nunca olvides esta lección. Jamás cortes un árbol en invierno. Jamás tomes una decisión negativa en tiempo adverso. Nunca decisiones importantes decisiones cuando estés en tu peor estado de ánimo. Espera. Sé paciente. La tormenta pasará. Recuerda que la primavera volverá”.