Admitir

Un anciano que tenía un grave problema de miopía se consideraba un experto en evaluación de arte. Un día visitó un museo con algunos amigos. Se le olvidaron las gafas en su casa y no podía ver los cuadros con claridad, pero eso no le frenó en manifestar sus fuertes opiniones. Tan pronto entraron a la galería, comenzó a criticar las diferentes pinturas. Al detenerse ante lo que pensaba era un retrato de cuerpo entero, empezó a criticarlo. Con aire de superioridad dijo: “El marco es completamente inadecuado para el cuadro. El hombre esta vestido en una forma muy ordinaria y andrajosa. En realidad, el artista cometió un error imperdonable al seleccionar un sujeto tan vulgar y sucio para su retrato. Es una falta de respeto”. El anciano siguió su parloteo sin parar hasta que su esposa logró llegar hasta él entre la multitud y lo apartó discretamente para decirle en voz baja: “Querido, estás mirando un espejo”. Moraleja: Tardamos en reconocer y admitir nuestras propias faltas, que parecen muy grandes cuando las vemos en los demás.

Alejandro Llano, “La hora de la Sociedad de la Inteligencia”, NR, VII.2000

Nueva Revista, nº 70, VII-VIII.00 La Sociedad del Conocimiento será, sobre todo, la sociedad de la inteligencia. Es preciso recuperar una noción de sabiduría práctica no lastrada por prejuicios. Se trata, según Alejandro Llano, de un hábito cognoscitivo individual, que se adquiere mediante un aprendizaje continuo, que mejora y se consolida en el trato social, que antepone las personas a las cosas y que fomenta, finalmente, en las organizaciones los valores de la innovación y la solidaridad.

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Victimismo

Desde su llegada a Santa Elena, comenzó Napoleón una campaña sistemática para convencer a Europa de que sufría un trato cruel por parte de los ingleses.

La situación de Bonaparte no guardaba la menor similitud con la de los prisioneros nazis de Spandau, los “criminales de guerra” propios de nuestro tiempo. Napoleón disponía de una vivienda, Longwood House, con 23 habitaciones, y allí vivían 56 personas entregadas totalmente a su servicio, entre ellas cuatro jardineros chinos. Alguno de los dignatarios que acompañaron con su familia a Napoleón en el destierro disfrutaban una residencia independiente.

Cuando el ex emperador lo deseaba hacía paseos o excursiones montado o en coche; con un enganche de seis caballos con dos cocheros muy expertos, a los que Napoleón exigía ir a galope tendido por pésimos caminos llenos de curvas de la isla.

En las cuadras estaban algunos de los mejores ejemplares de Santa Elena, como lo demuestra que envió uno a competir y ganó la carrera que había organizado el gobernador de la isla.

Instaló en su casa una sala de billar. Entre otros lujos insospechados disfruto de una máquina neumática de hacer hielo, maravilla de la época.

Ornaba la mesa el servicio imperial de planta con las águilas, y la vajilla de Sèvres que tenía pintadas las victorias del emperador. En las veladas se vestía siempre de gala, y cuando había invitados de fuera de la casa, contrataba para el servicio adicional a soldados o marinos ingleses, que para la ocasión vestían la librea imperial.

Los gastos de la casa de Napoleón estaban suponiendo a los ingleses con 12.000 libras anuales. En 1815, hicieron un intento de que esos gastos no superaran las 8.000 libras, lo cual hizo menguar el lucimiento de la mesa de Bonaparte.

Al poco tiempo, uno de los criados del ex emperador apareció en el puerto de Jamestown, capital de la isla, con el carro cargado de bultos. Llamo la atención general y comenzó la venta pública de la plata de su señor, a la que habían machacado a martillazos las águilas imperiales, iniciales y otros distintivos. Vendió treinta kilos de planta al peso.

Uno de los compradores, un oficial de marina inglés, después de realizado semejante negocio, preguntó con curiosidad: –¿Qué tal está el emperador? Respondió el criado: –Bien, para ser un hombre que necesita vender su vajilla. (*) Consiguió Napoleón su propósito. La noticia de la venta del servicio de plata llegó a Europa y contribuyó a forjar una falsa idea –que aún pervive– sobre la penuria del emperador en su cautiverio. Sin embargo, no parecía tener la menor necesidad de vender su plata, y además podía haber recurrido a los fondos de su solidísima fortuna personal.

Tomado de Perfiles humanos, Juan Antonio Vallejo–Nájera, Ed. Planeta, p. 116.

¡Oh, quién no hubiera reinado!

El 29 de marzo de 1621 un hombre e 43 años empapado de sudor, encendido por elevada fiebre, manos temblorosas, mirada despavorida, se revuelve con desazón en el lecho. Entre gemidos, articula unas palabras en voz quebrada por el llanto, las repite una y otra vez: Oh, quién no hubiera reinado… quién no hubiera reinado.

Tras una pausa flexiona el cuello, cierra las manos, las aproxima al rostro calenturiento, interrumpe la respiración entrecortada, la voz se aflauta por el espasmo de laringe provocado por la angustia y repite el mismo lamento en un tono más elevado: ¡Oh, quién no hubiera reinado… quién no hubiera reinado! Es el hombre más poderoso del mundo: Felipe III, dueño de los destinos de un gigantesco imperio, “en el que no se pone el sol”.

Hacía apenas un mes, a finales de febrero, se había iniciado la dolencia: “Erisipela con calentura continua y crecimientos y tan profunda tristeza que ésta sirvió de anuncio a la más temida desdicha, y Su Majestad juzgó luego que había de morir, que parece quiso Dios darle este conocimiento tan firme que dispusiese con más prevención su alma para el último trance. Continuóse el mal agravándose cada día hasta que el lunes 29 de marzo se tuvo del todo por deshauciado… “.

A las dos de la tarde, todos saben que va a morir, y él fue el primero en percatarse. Unas horas antes hizo llamar a su primogénito para que el penoso espectáculo le sirviese de lección inolvidable. Advirtió a los servidores que le alumbrasen con los candeleros e indicó al futuro Felipe IV que se aproximase al lecho: Heos llamado para que veáis en lo que fenece todo.

“Diole allí consejos de padre y de rey, y llegando los infantes los echó a todos la bendición y se retiraron. Quedó el rey luchando entre las congojas de la muerte, que en aquella hora aprietan más a los más poderosos…”.

Sin embargo, Felipe III es descrito por sus contemporáneos como persona llena de clemencia, de benignidad, de liberalidad, alejado de los placeres, aficionado a la soledad y al retiro, grave y reservado.

Los reproches que hace la Historia a Felipe III, y que tanto atormentaron a su conciencia en el lecho de muerte, se centran en la indiferencia y pereza, con abandono de sus deberes en manos del valido.

Su padre, Felipe II, estuvo ya muy preocupado con la aparente cortedad de ese hijo dócil y abúlico. Mucho se lamentó de que Dios, que le había dado tantos reinos, no le concediese un hijo capaz de gobernarlos. Se interesó en su educación, pero su temor de que las limitaciones del hijo le hicieran víctima de errores, hizo que el carácter de Felipe III fuera rígido, excesivamente minucioso, indeciso. Un tipo de carácter que recibe con inmenso alivio la ayuda de otra persona que se “responsabilice” de sus actos.

Tomado de Perfiles humanos, Juan Antonio Vallejo–Nájera, Ed. Planeta, p. 47.

Fallecido en vida

Gioacchino Rossini fue uno de los músicos más afamados del siglo XIX. Caminó por un sendero alfombrado de triunfos, animado por un coro de aclamaciones. En España gozó de una inmensa popularidad, y se le consideraba –siendo muy poco posterior a Mozart y contemporáneo de Beethoven– “el mejor músico de todos los tiempos”.

Así como otros talentos del pasado apenas lograron éxito entre sus contemporáneos, Rossini tuvo, por el contrario, fama, popularidad y riqueza desde el principio. Le idolatraron desde la puesta en escena de sus primeras óperas.

A la edad de 37 años, tras el estreno de Guillermo Tell en el año 1829, Rossini entró en una misteriosa y larguísima etapa de inactividad creadora. Tras veinte años de producción abundante y felicísima, se sumió en un período de sorprendente vacío, que sólo rompió en un par de ocasiones –dejando aparte algunas canciones que compuso para deleite de unas reuniones semanales que celebraba en su casa– en los 39 años de vida que transcurrieron hasta su fallecimiento en 1868.

Se produjeron múltiples interpretaciones ante un silencio tan largo en un artista total y absolutamente consagrado. Muchos pensaron que se debía a su temor de quedar a un nivel inferior al de otros talentos musicales que habían surgido como competidores. Ya anciano, reconoció: “Después de Guillermo Tell, un éxito más en mi carrera no añadiría nada a mi renombre; en cambio, un fracaso podría afectarlo. Ni tengo necesidad de más fama, ni deseo de exponerme a perderla”.

Tomado de Perfiles humanos, Juan Antonio Vallejo–Nájera, Ed. Planeta, p. 191.

Yo tampoco

Un día le dijo un señor a Teresa de Calcuta: “El trabajo que tú haces, yo no lo haría ni por todo el oro del mundo”. La Madre Teresa de Calcuta le respondió: “Pues yo tampoco”. Después añadió: “Si lo hacemos es porque tomamos fuerza de la adoración a Jesús Sacramentado”.

Una pierna deforme

Un niño pequeño entró en una tienda de mascotas con tres monedas en la mano comprar un cachorro de esos que se anunciaban en venta en el escaparate de la tienda. Lo recibió el tendero: “Buenos días. ¿Qué se te ofrece?”. El niño le dijo: “En el escaparate hay un letrero anunciando que venden cachorros y yo quiero comprar uno. ¿Cuánto cuestan?”. “Mira, cuestan quinientos pesos”. “¡Uy! Traigo sólo esto”, y le enseñó las tres monedas. “¿Puedo verlos?”, le preguntó el niño. “Claro que sí”, contestó el tendero con una sonrisa. Entró a verlos y se encontró con una perrita con cinco cachorros. El último cachorro cojeaba. “¿Qué le pasa a ese cachorro?”, preguntó el niño. “Nació con un defecto en las patas traseras. Ese perrito no puede correr, ni saltar”. “Ése es el que quiero”, dijo el niño entusiasmado. “No querrás ese, si no podrá correr contigo. Llévate mejor este otro que está muy bien”, dijo el tendero. “No, yo quiero ése”. “¿Por qué?”, preguntó el tendero. El niño se levantó el pantalón y le mostró su pierna derecha que estaba deforme y maltrecha, y le dijo: “Yo tampoco puedo correr bien, ni saltar, y ese perrito necesita alguien que le comprenda.” El tendero se quedó conmovido y enseguida le dijo: Bueno, pues entonces te lo vendo por las tres monedas que traes”. “No, de ninguna manera. El hecho de haber nacido así no lo hace menos valioso. Yo le pagaré el mismo precio que pide por los demás, hasta el último centavo”. El tendero, aún más conmovido, le dijo: “Ojalá los demás cachorritos tengan un dueño como tú, que los quiera y los comprenda así. Todos merecemos tener alguién que nos comprenda y nos quiera así como somos”.

Ser francos

Einstein se encontro con Charlot en una fiesta y le dijo: -Lo que admiro en usted es que su arte es universal, todo el mundo lo comprende. Charlot le respondió: -Lo suyo es mucho más digno de elogio: todo el mundo lo admira y prácticamente nadie lo comprende.

Se está mal lejos de Dios

Un matrimonio asistía a una audiencia con Juan Pablo II en Roma. Cuando el Papa pasó por delante de ellos, la mujer le dijo en voz alta: “Santo Padre, dígale algo a mi marido, que hace diez años que está alejado de Dios”. Juan Pablo II continuó unos pasos más, pero se detuvo un momento, y se volvió atrás, puso la mano sobre el hombro de aquel hombre y le dijo con voz baja pero profunda: “¡Qué mal se está lejos de Dios!”. Aquel hombre quedó muy impresionado y aquel mismo día se confesó y volvió a la práctica cristiana.

Saciar la sed

Cuenta una leyenda oriental que un hombre buscaba en el desierto agua para saciar su sed. Después de mucho caminar, ya muy fatigado, con la boca reseca, el peregrino descubre por fin las aguas de un arroyo. Pero, al arrojarse sobre la corriente, su boca encuentra sólo arena abrasadora. Vuelta a caminar, leguas y leguas; su sed y su cansancio van en aumento. Por fin, ya oye el rumor del agua. Se divisa en la lejanía un río caudaloso, ancho; ya toman sus manos el líquido tan ansiado, pero de nuevo era sólo arena. Más andar aún, con la lengua fuera, como un perro sediento. Hasta que de nuevo se oye rumor de aguas de una fuente. Su chorro cristalino forma un gran charco. Pero sólo la decepción responde a la sed del caminante. Y con renovado afán se lanza al desierto. Atraviesa montes, valles, y sólo halla soledad y aridez. No hay agua, ni rastro… Un día le sorprende un viento de humedad; allá, a lo lejos, parece que el mar inmenso brilla ante sus ojos. El agua es amarga, pero es agua. Al hundir su cabeza ansiosa entre las olas, no hace sino sumergirse en un fango que no está originado por el agua. El peregrino entonces se detiene; se acuerda de su madre, que tanto sufrirá por él cuando sepa de su muerte. Las lágrimas vienen a sus ojos, resbalan y caen en el cuenco de sus manos, y entonces le permiten saciar su sed. Algo parecido nos sucede a todos a veces, después de haber tratado en vano de apagar nuestra ansia en tantas fuentes engañosas, que descubrimos al fin que en las lágrimas de contrición y el arrepentimiento por nuestras errores está el agua que puede remediar nuestra sed.