Zhang Chunhong: Salva de una muerte atroz a su hija recién nacida

ROMA, 2 Oct. 01 (ACI).- Ji Huansheng tiene un nombre extraño para los chinos. Su nombre significa “vuelta a la vida por los periodistas” y lo recibió porque la prensa permitió que se salvara de una muerte segura. La bebé -hoy de cinco meses- sobrevivió a un aborto y a ser abandonado en medio del gélido invierno por funcionarios sanitarios obsesionados con reducir la población china.

La política del hijo único en China impide a los pobladores tener más de un bebé. Sin embargo, en las comunidades rurales más pobres como Wang Ha donde el control puede tener vacíos, algunas familias tienen más hijos. Ese es el caso de Zhang Chunhong, una mujer de 31 años que tiene tres hijos varones y cuando salió embarazada por cuarta vez, fue obligada a abortar a su hija.

El 23 de abril, Zhang Chunhong fue sometida a un aborto obligado en Harbin. La policía “del útero” descubrió que bajo su traje de campesina llevaba un vientre de gestante con 36 semanas de embarazo.

Recibió una solución salina en el vientre para quemar a su bebé y expulsar un feto muerte. Pro su hija estaba lista para nacer y adelantó su llegada. La mujer escuchó el llanto de su hija, el veneno había fallado y pidió que le entregaran a su bebé, pero no quisieron siquiera mostrársela.

Su esposo, Zhai Zhicheng, llegó a mirar a la niña y la vio saludable, pero cuando la reclamó las enfermeras arguyeron que no podían entregarla.

“Una enfermera me dijo que la bebé ya tenía la droga y que si no estaba muerta, sería retardada. Al día siguiente volví a pedirla, pero me dijeron que había fallecido”, recuerda Zhai. “Sentí un dolor inmenso en mi corazón, ella era nuestra carne y sangre”, dijo y agregó que nunca le quisieron entregar el cuerpo.

Sin embargo, la bebé no estaba muerta sino que luchaba por vivir en la maternidad de Daoli. La doctora Yuan Yinghua, directora de la maternidad, ordenó a la enfermera Wang Weimin privara a la bebé de alimento alguno y dejarla semidesnuda en el balcón de la sala de aborto para que muriese de frío.

En medio de la nieve que caía sobre la localidad de Harbin -donde ocurría todo esto-, la enfermera Wang no pudo soportar ver a la bebé congelarse y la llevó dentro del recinto antes que muriese.

Cuando Yinghua vio a la bebé de vuelta y alimentada, amenazó con despedir a todos los que ayudaron para alimentarla. Sin embargo, las enfermeras y médicos siguieron arriesgando sus carreras pidiendo leche a las madres que daban a luz. “Sólo lo hacíamos cuando la directora se marchaba a casa o sabíamos que estaba ocupada”, señaló una de las enfermeras.

La pequeña Ji se aferraba a la vida y todos se sorprendían por su fortaleza a pesar de ser tan diminuta. Todos los días a su llegada, lo primero que preguntaban los médicos era si seguía vida.

El escándalo que finalmente salvó a Ji comenzó el 9 de mayo, cuando un periodista de la televisión local recibió las declaraciones de los médicos. “Decidí contarle al periodista porque quería darle al bebé la posibilidad de vivir. No sabía cuánto tiempo la bebé iba a soportarlo”.

Cuando el periodista llegó a la sala donde estaba la bebé, ésta había desaparecido misteriosamente. Luego de buscarla cuidadosamente, la encontraron en una caja de esterilización y ahí fue filmada. Las imágenes eran tan aterradoras que la estación de TV bloqueó su transmisión pero cinco periódicos siguieron la historia.

Si bien los medios de comunicación en China siguen sometidos al gobierno, hay una tendencia a atender los temas sociales y de interés humano.

El 10 de mayo, la condición de Ji empezó a mejorar, recibió vestidos y alimentos, pero al día siguiente desapareció de nuevo. La última vez que la vieron, estaba en la oficina de Yuan y fue sacada por funcionarios del Partido Comunista.

Con el temor de que Yuan enterrara literalmente el caso, los periodistas alertaron a la policía de Harbin, que rápidamente encontró a los padres. Dos días después su familia la reclamaba junto a una multitud que llegó hasta el hospital.

“Estaba en shock. No sabía qué había pasado. En un momento estaba viva, luego me dijeron que había muerto, después regresaría con nosotros. Era tan pequeña que parecía un ratón y no un bebé. Estaba muy sucia. Cuando me la dieron lloré por días”, recuerda su madre.

De los 2.5 kilos que pesó al momento de su nacimiento, llegó a pesar sólo un kilo. Su piel estaba transparente, su ombligo dañado, pero regresó a casa con sus hermanos de 11, 9 y 4 años. Contra la tradición china, Ji no recibió el nombre de alguno de sus padres. “Sin los periodistas, habría muerto”, señaló su padre.

Los problemas, sin embargo, no han acabado para su familia. Por ser una niña que excede la cifra de hijos establecida por el gobierno, sus padres deben pagar una multa de 60,000 renminbi. Si no lo hacen, tampoco podrán registrar a la bebé en la burocracia china y será una persona a la que el estado le niegue la educación y los servicios de bienestar.

Con la ayuda de los periodistas, los familiares están dispuestos a demandar al hospital pero lograr una victoria en un eventual juicio demandará otro milagro. Por ahora, los funcionarios sanitarios de la localidad huyen de la prensa y han prohibido tratar el tema Ji.

En la aldea Wang Ha, Zhang Chunhong mira a su hija y se seca las lágrimas. “No entiendo porqué la hicieron sufrir tanto. No creo que otro bebé hay sufrido lo que padecía mi hijita”, señaló.

Vittorio Messori: Doctor, mi hijo está muy grave, va a Misa

Vittorio Messori, periodista italiano de 56 años, es conocido internacionalmente por haber entrevistado a Juan Pablo II en Cruzando el umbral de la esperanza, y al Cardenal Ratzinger en Informe sobre la fe. Pero, en contra de lo que pudiera pensarse, no ha sido precisamente un “católico de toda la vida”.

“Nací en plena Guerra Mundial en la región quizá más anticlerical de Europa: en la Emilia, zona del antiguo Estado pontificio, la del don Camilo y Peppone (el cura de pueblo y el alcalde comunista) de Guareschi. Mis padres no estaban precisamente de parte de don Camilo y, aunque vivían de verdad unos valores -apertura, acogida, generosidad, etc-, desde pequeño me inculcaron la aversión, no al Evangelio o al cristianismo, sino al clero, a la Iglesia institucional. Me bautizaron como si fuera una especie de rito supersticioso, sociológico, pero después no tuve ningún contacto con la Iglesia.

Acabada la Guerra, mis padres se trasladaron a Turín, la mayor ciudad industrial italiana, cuna del marxismo italiano -de Gramsci, Togliatti y otros dirigentes comunistas-, en la que los católicos hace tiempo que son minoría. Asistí allí a un colegio público, donde no se hablaba de religión más que para inculcarnos el desprecio teórico hacia ella. Obligada por el Concordato había, sí, una clase semanal de enseñanza religiosa, pero casi ninguno la tomaba en serio y yo, en concreto, eludía la asistencia con las más variadas excusas. O sea, que si por mi familia estaba imbuido de anticlericalismo pasional, la escuela llovió sobre mojado al enseñarme la cultura del iluminismo, del liberal-marxismo”.

Acabado el bachillerato, eligió como carrera universitaria la de Ciencias Políticas. Pertenecía a la famosa generación del 68 y convirtió la política en su pasión. “Decía el teólogo protestante Karl Barth que «cuando el cielo se vacía de Dios, la tierra se llena de ídolos». Para mí el cielo estaba vacío, y uno de los ídolos que llenaba la tierra era precisamente la política. Era para mí una auténtica pasión. Estaba muy comprometido con los partidos de izquierda”.

Se da cuenta con el tiempo de que la política no podía proporcionarle las respuestas sobre el sentido de la vida. “Sin embargo, aun consciente de esas carencias de la política, a la vez estaba convencido de que no podría encontrar respuestas fuera de ella, precisamente porque formaba parte de los que rechazaban el cristianismo sin tomarse la molestia de conocerlo. Pensaba que cualquier dimensión religiosa pertenecía a un mundo pasado, al que un joven moderno como yo no podía tomar en serio. (…) El Evangelio era para mí un objeto desconocido: nunca lo había abierto, pese a tenerlo en mi biblioteca, porque pensaba sin más que formaba parte del folklore oriental, del mito, de la leyenda.

Pero un día sucedió… Llegamos a un punto en que me es difícil hablar… por pudor. André Frossard, colega y amigo mío, entró un día en una iglesia católica en Francia y de la misma salió convertido. Mi proceso no es tan clamoroso. Pero un tipo semejante de experiencia mística, no tan inmediata sino diluida en el arco de dos meses, también la he vivido yo. Mi hallazgo de la fe fue muy protestante. Fue un encuentro directo con la misteriosa figura de Jesús, a través de las palabras griegas del Nuevo Testamento. No vi luces, ni oí cantos de ángeles. Pero la lectura de aquel texto, hecha probablemente en un momento psicológico particular, fue algo que todavía hoy me tiene aturdido. Cambió mi vida, obligándome a darme cuenta de que allí había un misterio, al que valía la pena dedicar la vida.

La situación que se creó fue todo un drama para mí. De inmediato me vino un gran consuelo, una gran alegría, pero a la vez un miedo terrible, por varios motivos. Por una parte, me di cuenta de que mi vida debía cambiar, sobre todo en la orientación intelectual. (…) Me hacía sufrir especialmente el que, si mi familia se enteraba de lo que me sucedía, me echasen de casa. De hecho, cuando mi madre supo que asistía a Misa a escondidas, telefoneó al médico y le dijo: «Venga, doctor. Mi hijo padece una fuerte depresión nerviosa». «¿Qué síntomas tiene?», preguntó el médico. Y mi madre le contestó: «Un síntoma gravísimo: he descubierto que va a Misa». Esto da idea del clima que se vivía en mi familia y de lo mucho que podía afectarme.

Otro ingrediente del drama era una especie de choque entre dos posturas que yo entendía como contrapuestas. Por un lado, algo me hacía ver que en el Evangelio estaba aquella verdad que había buscado. Se trataba de una experiencia del Evangelio como “encuentro”, no sólo como palabra, valor, moral o ética. Para mí, el Evangelio no es un libro, sino una Persona. Era la experiencia de un encuentro fulgurante, consolador y, a la vez, inquietante. Inquietante también porque entonces yo me sentí como aquejado por una especie de “esquizofrenia”. Se trataba de la disociación entre la intuición que me había hecho entender que allí, en el Evangelio, estaba la verdad, y mi razón, que me decía: No, es imposible, te equivocas.

Desde entonces, todo lo que he hecho y los muchos miles de páginas que he escrito, en el fondo no obedecen más que al intento de vencer esa esquizofrenia, procurando dar respuesta a esta pregunta: ¿Se puede creer, se puede tomar en serio la fe, puede un hombre de hoy apostar por el Evangelio? Todo ha girado en torno a la fe, a la posibilidad misma de creer.

Ha sido una aventura solitaria -siempre he sido un individualista-, en la que me guió Pascal: un hombre de hace 300 años, también laico convertido, que razonaba como yo, que no quería renunciar a la razón y que, antes de rendirse a la fe, deseaba agotar todas las posibilidades. Él me ayudó a descubrir esa nueva Atlántida personal. He hablado de aventura solitaria y de mi individualismo, pero también digo siempre que no soy un “católico del disenso”. Al contrario, soy un “católico del consenso”. Y es que, en la lógica de la Encarnación, no sólo juzgo legítimo al Vaticano, a la Iglesia institucional, sino que la considero necesaria, indispensable.

¿Cuándo decidí aceptar la Iglesia? Cuando, al reflexionar sobre el Evangelio para intentar conocer mejor el mensaje de Jesús, me di cuenta de que el Dios de Jesús es un Dios que quiso necesitar a los hombres, que no quiso hacerlo todo solo, sino que quiso confiar su mensaje y los signos de su gracia -los sacramentos- a una comunidad humana. Es decir, si uno reflexiona bien, acepta la Iglesia no porque la ame, sino porque forma parte del proyecto de Dios. Me ha costado muchos años, pero ahora estoy convencido de que sin la mediación de un grupo humano, en el fondo no tomaríamos en serio la mediación de Jesús.

Mi aventura también ha sido solitaria porque era uno de los pocos que andaba contracorriente. Entraba en la Iglesia cuando tantos clericales salían de ella gritando: ¡Qué maravilla, finalmente la tierra prometida! ¡Hemos descubierto la cultura laicista! Yo, asombrado, intentaba pararlos: ¿Qué hacéis? ¡La verdadera cultura está aquí dentro, en la Iglesia! Por eso, algunos me han acusado de ser un reaccionario, un nostálgico. Es absurdo. Yo no he conocido la Iglesia preconciliar, no he escuchado jamás una Misa en latín, porque antes del Concilio nunca había asistido a Misa, y cuando comencé a ir, era ya en italiano. De ahí que no pueda ser un nostálgico. ¿De qué? No he tenido ni una infancia ni una juventud católica. Lo que sí he conocido de cerca es la cultura laicista. Y luego, un encuentro misterioso y fulgurante con el Evangelio, con una Persona, con Jesucristo; y, después, con la Iglesia”.

Tomado de http://www.capellania.org/docs/jcremades Las citas son de una entrevista de José R. Pérez Arangüena.

Vazlaw Poplawsky: En los campos de trabajo forzados en Kazajstán

Vazlaw Poplawsky recuerda la fe durante sus años en los campos de trabajos forzados Mientras Juan Pablo II oraba en la noche de este sábado ante el «Monumento a las víctimas del régimen totalitario», en Astana -la capital de Kazajstán-, Vazlaw Poplawsky dice en voz baja: «Reza también por mí y por mi familia».

A sus 62 años, 22 de ellos pasados en un campo de trabajos forzados, Poplawsky es una memoria viviente del drama de Kazajstán en el siglo XX. Hijo de deportados ucranianos nació en plena estepa, a 80 kilómetros de lo que hoy es la capital kazaja, Astana.

Su familia llegó en 1936, cuando Josip Stalin emprendió el plan de colectivización, obligando a cientos de miles de personas a abandonar su tierra para implantarse en la estepa y construir koljós, las granjas colectivas, junto a la población local, que a su vez tuvo que romper la tradición nómada y trabajar en los campos de concentración.

Kazajstán era tierra de deportación desde los años de los zares. Pero en tiempos de Stalin, las columnas humanas fueron imponentes: 800.000 alemanes del Volga; 600.000 ucranianos; 100.000 polacos; miles de disidentes políticos…

El mismo Alexander Solzjenitsin pasó varios años de su vida en el campo de Jhezgasgan, donde ambientó su famosa novela «Un día en la vida de Iván Denisovich».

Vazlaw, que nació tres años después de la llegada de sus padres, todavía tiembla cuando recuerda su infancia. «Me crié en una cabaña de barro y hierba seca. Para encontrar madera había que caminar decenas de kilómetros. No había nada para comer y un pedazo de pan negro era una riqueza que los niños escondíamos como un tesoro».

Educado en la fe por su madre, de origen polaco, recuerda que en su cabaña había un icono de la Virgen Negra de Cheztochowa. «No había sacerdotes y no se podían organizar reuniones religiosas. Sólo se podían celebrar los funerales, en los que la gente se reunía para rezar el rosario. Y dado que casi todos los días moría alguien, se puede decir que rezábamos realmente mucho…».

«Comencé a vivir a los 22 años de edad, en 1961, cuando me fui a la ciudad», añade Vazlaw. Primero a Tselinograd, la nueva Astana, y después a Karaganda, donde conoció al padre Wladislaw Bukowinski, sacerdote polaco que decidió quedarse en Kazajstán, después de salir de los campos de concentración.

«Trabajaba en un mina y todos le querían mucho, pues era muy generoso -sigue diciendo-. Nos veíamos con frecuencia y cuando hablaba de Dios podíamos escucharle durante horas».

Hace seis años, Vazlaw Poplawsky, a sus 56 años, decidió abrazar el camino del sacerdocio. Ahora es párroco en la iglesia de San José, en Karaganda.

«Esta es la ciudad del dolor y de la memoria, el centro espiritual de los católicos», concluye el hijo de la estepa, reconociendo que este sábado, al ver al pontífice rezar por su familia y por tantas personas que vio morir, fue el día más feliz de su vida.

Tomado de Zenit, 22.IX.01, ZS01092304

Una madre: Una gran lección para la vida

La carta que presentamos relata la experiencia de una madre ante la enfermedad severa de su hijo más pequeño. Este hecho de la vida real sucedió en la familia que forman Claudia y José Antonio y sus hijos: Claudia de 6 años, Marta de 4 y Raúl, que hoy tendría ya 2 años, pero a consecuencia de una lesión cerebral muy severa, murió a los 13 meses de nacido.

Raúl nació después de seis meses de un embarazo complicado. Era muy pequeño y desde el inicio todo su desarrollo fue muy especial. Estuvo 40 días en incubadora, pesaba 1 kilo y 200 grs. y medía sólo 36 cm.

Querida Vero: Créeme que no tengo la menor idea de cómo comenzar, pero te escribo esta experiencia por si en algo puede ayudarte para tu propia vida.

Me pregunto si existe alguien que entienda los misterios de la vida… hoy sólo le pido a Dios me permita amar lo que me pone delante, aunque a veces me sienta un poco sola ante retos tan escabrosos. Sé que tengo una misión en mi propia vida y lo que más quiero es llegar al final del camino y cumplirla, pero he aprendido que, aunque vale la pena, no resulta tan fácil.

El nacimiento de Raulito marcó un punto y aparte en mi vida; no entendía desde un inicio por qué tantas trabas, si antes de él, todos mis embarazos habían sido tan normales. Como fuera, acepté este último y lo único que pedía a Dios, era ver finalizados los nueve meses, aunque me tuvieran que costar, pues sabía que dentro de mí realmente había una vida, por la que valía la pena cualquier sacrificio. Además, tenía la enorme ilusión de tener conmigo, aquello que como madre considero como lo más valioso: la vida de mi propio hijo.

Puse todo de mi parte para que mi bebé permaneciera dentro de mí el máximo tiempo posible…, pero en esto ya no decidía yo. Había una fuerza natural más fuerte que la mía, alguien detrás de todo esto que quiso que las cosas fueran distintas.

Así fue como nació Raúl de 6 meses y dos semanas: un bebé con un gran espíritu de lucha y sin embargo, un bebé asociado desde el inicio al sufrimiento. Al nacer, pasó directamente a la incubadora. Los doctores nos explicaron que los niños prematuros tienen un desarrollo normal, sólo que es un poco más lento que el de los niños que nacen después de los nueve meses de embarazo. Nos explicaron también que la incubadora, en algunas ocasiones, puede presentar tres riesgos: afectar la vista del bebé, su sentido del oído y su cerebro. Cuando Raúl alcanzó los 2 kilos salió de la incubadora y llegó finalmente a casa, pero lloraba mucho, y los doctores sugirieron que se le hicieran estudios del estómago para ver si tenía algún reflujo que le estuviera molestando.

Con estos estudios iniciamos un largo camino de batalla por su salud. A los cuatro meses de nacido, notamos cosas extrañas para un niño normal: sus ojos no tenían simetría, es decir, no los movía como lo hacemos nosotros siguiendo los objetos con la vista; tampoco se movía, ni emitía sonidos, no se reía…, en fin, todo esto nos inquietó mucho, y fue así como anduvimos de doctor en doctor, y de un lado a otro con el niño, sin poder encontrar una opinión que nos dejara clara su situación.

A los seis meses supimos que tenía un problema en el cerebro, sin nombre ni apellido, así que consultamos otro especialista, que nos explicó que Raúl tenía una malformación en su cerebro, lo llamaba “un trastorno de migración neuronal”; con esto se explicaban tantos problemas en el inicio de mi embarazo. A partir de aquí, lo único que se nos indicó fue iniciar con el niño, lo antes posible, terapias físicas para ofrecerle una mejor calidad de vida. Nadie sabía a ciencia cierta qué tanto podríamos conseguir con él.

Iniciamos sus terapias, y como pasaba el tiempo, no veíamos progreso, Raúl seguía sin moverse, y su mirada permanecía perdida. Su problema con el estómago seguía ahí, no comía nada, dormía poco… tenía ya un añito de vida, y sólo pesaba 6 kilos.

Finalmente al año y 23 días, murió. Cuando dormía, le vino un reflujo que le quemó el esófago, y con eso, sus vías respiratorias se cerraron y le sobrevino un paro cardíaco.

Esta es la historia de mi Raúl, y yo ahora sé que así nació porque tenía una grandísima misión que sólo podía realizar siendo tal como era. Lo que hoy me da consuelo es pensar que yo fui necesaria para que, a través de mí, este bebé viniera a cambiar la vida de toda mi familia. Sabía que cada uno en su vida va encontrando el camino para ser feliz. Pero, así ¿se podía ser FELIZ????? Antes, yo pensaba que sólo las cosas agradables nos podían hacer felices, y siempre daba gracias al cielo porque no tenía sufrimientos. Jamás pensé que el dolor fuera a tocar mi vida; veía con admiración a la gente que sufría por diversos motivos, pero no me daba cuenta de que también el dolor es un regalo que nos enriquece mucho y que misteriosamente, al mismo tiempo, encierra una felicidad muy auténtica y muy profunda.

Conocí el dolor y el sufrimiento con este hijo mío, y por medio de él, aprendí que para ser feliz también se necesita sufrir.

Hoy no puedo menos que agradecer lo que ha sucedido con mi hijo y con nosotros (digo nosotros porque no soy sólo yo la beneficiada: somos mi esposo, mis hijas y yo); digo GRACIAS porque este niño tan especial para nosotros, vino a probar nuestra capacidad de amar, vino a enseñarnos la incomodidad de lo cómodo, vino a enseñarnos lo que cuesta renunciar a lo placentero, a pararnos para servirle a él, a olvidarnos de nuestro sueño para intentar confortar al que sufre y no puede conciliar el sueño; nos enseñó que no hay hora para el descanso, y que realmente la fuerza del cuerpo no es la del espíritu, que puede más que ninguna otra fuerza. Nos enseñó a valorar la sonrisa del que no puede valerse por sí mismo, y nos retó a vivir de cara a lo que realmente vale y no de cara a las cosas materiales que se acaban.

Este bebé pudo enternecernos a todos. Nos enseñó con su ejemplo el sacrificio de comer lo que nos parecía menos apetitoso, pensando en el trabajo que él tenía que pasar para tolerar cualquier alimento. Aprendimos a comerlo todo, aunque no nos gustara, sólo con recordar el sabor tan espantoso de la leche que Raúl se tenía que tomar.

En fin, este bebé me enseñó muchas lecciones y me hizo realizarme como mujer, descubriendo que lo que más feliz me hacía era amarlo y tener la oportunidad de hacer algo por él. Aprendí a mirar con los ojos del alma, como me enseñó mi bebé, que jamás pudo ver, pero le bastó con sentir el amor de su hermosa familia. Él veía un mundo que antes yo no veía.

Vero, éstas fueron sin duda, las experiencias más duras pero también las más enriquecedoras que he vivido. Mi esposo y yo estamos seguros de que nuestro sacrificio ha valido la pena, y que tenemos en el cielo a ese angelito que no se olvidará de nosotros, y que sin duda cuida de sus hermanas que lo recuerdan todos los días.

Escribo esto y todavía termino llorando, pero quise compartir contigo esta experiencia que hoy me deja llena y satisfecha.

Recibe un gran saludo… te quiere tu hermana de siempre. Claudia.

Autor anónimo.

Tomado de: http://www.mujernueva.org/

Tito Brandsma: No hay que odiar cuando nos odian

Por Rafael Arce Gargollo Era frecuente verle en su escritorio, muy concentrado, tecleando fuerte y ágilmente su vieja máquina de escribir. Tenía los ojos clavados en el papel, a través de unas gafas redondas que le sentaban muy bien, rodeado de la nube de humo azul de su pipa. Al interrumpirle, antes de decir él nada, levantaba la cabeza y lo primero que distinguías en su rostro era una sonrisa inigualable. Regalaba a todos su buen humor y una íntima alegría, que conquistaba la simpatía de cualquiera.

Así pasaba largos ratos Tito Brandsma (1881-1942) quien, a pesar de su débil constitución física, que estuvo a punto de llevarle varias veces a la muerte, llegó a ser en su tiempo uno de los hombres más cultos e importantes de Holanda. Había obtenido en Roma el doctorado en Filosofía, donde también se especializó en Sociología, Espiritualidad y Periodismo, una vez ordenado sacerdote en 1905. A su regreso a Holanda fundó bibliotecas, escuelas y la Unión de Escuelas Católicas. Aunque en esa época su patria tenía mayoría absoluta protestante, Tito consiguió que el Parlamento aprobara una iniciativa suya para que el Estado otorgara ayuda económica a los colegios católicos.

Rector de Universidad, profesor y periodista La Universidad Católica de Nijmegen, la primera de su especie dentro de la joven historia de Holanda, fue fundada en 1923. Era el símbolo de la anterior vitalidad de los holandeses católicos, que durante algunos siglos soportaron terribles persecuciones. Tito fue allí catedrático de Filosofía y de Mística. En 1932 le eligieron Rector por un año. No obstante —pensaba Tito— , la universidad era sólo una pequeña porción de la muy amplia realidad nacional y había que influir también en todos los que vivían fuera de las instituciones académicas. Para servir mejor a su patria, se hizo periodista activo. Fundó varias revistas y fue redactor-jefe de varios periódicos, volcando en centenares de escritos las riquezas de su mente y su sensibilidad. Pero su impacto en el medio periodístico rebasó el ámbito profesional. Muchos colegas encontraron en él a un confidente discreto, consejero iluminado y amigo sincero, siempre dispuesto a compartir penas e infundir esperanza.

Defensor de judíos perseguidos En el año 1933 Adolfo Hitler obtuvo el poder en Alemania. En mayo de 1940 los nazis invadieron Holanda y comenzaron a apoderarse de la enseñanza y la prensa católicas para someter al pueblo. Tito Brandsma, nombrado entonces Asistente de la Unión de Periodistas Católicos, alzó valientemente la voz para denunciar la persecución contra los hebreos de las escuelas católicas y el atropello total de la libertad religiosa por parte del nazismo. Los periodistas, animados por él, formaron un frente común contra el enemigo. Pronto empezaron los arrestos de sacerdotes. El 26 de enero de 1941, los obispos holandeses declararon que el nacional-socialismo era lo más opuesto a la enseñanza de la Iglesia Católica, y ello provocó una nueva ola feroz de persecución hacia católicos y judíos. Tito fue hecho prisionero por la temible Gestapo el 19 de enero de 1942 y encerrado en la celda 577 de la tristemente célebre prisión de Oranjehotel, donde se encarcelaba a los combatientes de la resistencia. Allí pasó siete semanas de terrible soledad. Sin embargo, para conservar su libertad, a pesar del aislamiento, se trazó un plan diario de trabajo. Escribió versos, comenzó una biografía de Santa Teresa de Ávila, redactó un Vía Crucis y escribió dos pequeñas obras Mi celda y Cartas desde la cárcel. El 12 de marzo le condujeron al campo de concentración de Amersfoort, destinado a trabajar en los aserraderos. Un trabajo agotador para los prisioneros, mal alimentados e insuficientemente equipados. Una horrible tortura. A todos los sacerdotes presos les estaba terminante­mente prohibido, bajo pena de duros castigos, realizar cualquier acción de tipo espiritual, pero para Tito —hombre valiente y enamorado de Dios— eso no era un obstáculo. Durante la Semana Santa se reúne con varios presos a meditar sobre la Pasión de Cristo. Los demás prisioneros le buscaban día y noche para encontrar a su lado consuelo y recibir su bendición. Sigilosamente les dibujaba la cruz en las manos, oía sus confesiones y asistía a los enfermos y moribundos. Además de católicos, entre sus compañeros de prisión, había personas de otras confesiones religiosas, incluso agnósticos y ateos. Pasados los años, varios de ellos dejaron testimonios de enorme admiración por él.

Hacer más fácil el perdón Ante las quejas de los malos tratos, Tito apremiaba a los demás prisioneros a sobreponerse al odio y a rezar por sus verdugos: —Reza por ellos —les decía una y otra vez. —Sí, padre, le contestaban, pero eso es ….¡¡tan difícil..!! Con mucha comprensión y un poco de humor respondía Tito: —No te preocupes, no tienes que hacerlo durante todo el día… También ellos son hijos del buen Dios y quién sabe si algo queda en ellos… Víctima de la furia del odio, supo amar a todos. El Domingo de Pascua comenzaron las ejecuciones de setenta y seis miembros del movimiento clandestino de Holanda. Durante más de una hora Tito y sus compañeros tuvieron que contemplar el fusilamiento masivo de sus compañeros. Tito rezaba por ellos y se lo hacía comprender por señas, cruzando las manos y mirando al cielo. El 16 de mayo de 1942 Tito fue transportado a Dachau, cerca de Munich. En este campo de concentración vivían unos 110 mil prisioneros, de los cuales 80 mil encontraron la muerte. Tito llegó a conocer toda la brutalidad de régimen nazi: puñetazos, azotes con tablas y palos, patadas y otras torturas. Allí los sacerdotes católicos eran tratados como hombres de segunda cla­se; en las tres barracas que formaban este bloque habría aproximadamente 1600 eclesiásticos. En total se calcula que Hitler llevó a la muerte aproximadamente a unos cuatro mil sacerdotes católicos.

Los resentimientos son fruto amargo del orgullo Tito Brandsma fue terriblemente azotado una y otra vez. No se le permitían descansos para reponerse de su debilidad. Aparte de su uremia incurable, se le infectó un pie por el uso continuo de sandalias de madera. En ocasiones, al terminar el día, sus compañeros tenían que llevarle hasta la barraca. Un sacerdote que le ayudaba con frecuencia, recuerda: A pesar de todo conservaba ánimo y en medio de todas aquellas miserias que nos ro­deaban por todas partes, nos llenaba el corazón de alegría. Otro preso comentaba: Irradiaba un ánimo apacible y sereno. Animaba incansablemente a los compañeros de prisión: No hay que caer en el odio. Tengamos paciencia. Estamos en un túnel oscuro, pero hay que continuar caminando, al final la luz eterna nos rodeará. En este tiempo recibe un trabajo más moderado, pero estaba tan débil que fue llevado a una barraca para enfermos. Se cuenta que su cuerpo ya moribundo, acostado sobre un saco de paja, fue utilizado para infames experimentos bioquímicos que practicaban médicos nazis. Se le oía decir: Señor, que no se haga mi voluntad, sino la tuya. Después, era tal su estado, que perdió el conocimiento. Eran las dos de la tarde del 26 de julio de 1942. Una enfermera le aplicó entonces una inyección de ácido fénico que acabó con su vida. Más tarde, ella declaró que siempre recordaría la mirada de este sacerdote y lo que esto significaba: —Tenía compasión de mí. Después se convirtió al catolicismo. El cuerpo de Tito fue incinerado y las cenizas arrojadas a la fosa común.

No responder al odio con el odio, sino con el amor. Quizás sea ésta una de las mayores pruebas de las fuerzas morales del hombre. Tito Brandsma salió vencedor de esta prueba [1]. En tantos ambientes donde lo tristemente habitual es tratar a las personas con la única y pobre medida del gusto, de las simpatías, o de los rencores y antipatías, la lección de Tito Brandsma es atractiva, actual y fuerte.

Cuántos viven amargados o hasta rabiosos —a veces durante semanas, años o toda una vida— por pequeños resquemores y tontas enemistades que tienen, a veces, una base real, pero casi siempre ridícula. Algo que han hecho, dicho, o “dicen que dijeron”. Una broma inoportuna. Una frase indirecta. Una ceja levantada a destiempo, un gesto poco feliz, una llamada de atención que parecía exagerada o el tonito de la voz, un poco golpeada. Sentirse y quedarse herido porque no se les saluda como esperaban, o —como se dice en México— los vieron feo. Detrás de esos resentimientos sólo se oculta un orgullo de muchos kilates que no se quiere reconocer. Y, como hay que justificarlo elegantemente, se dice: …. —Es que no me han tratado con la dignidad y respeto que merezco… cuando la única explicación es que se tiene un corazón muy pequeño, mezquino, intolerante, lleno de sí. Cuando hay un desplante fuera de tono, o dejamos de hablar a alguien, o hay gritos de por medio, es muestra de que así ocultamos nuestras propias debilidades y falta de carácter; y pretendemos impresionar con una fuerza que no tenemos: la del propio dominio. Aunque la comparación sea poco afortunada, tiene buena sustancia lo que decía un admirador y buen conocedor de los perros: la mayoría de ellos ladran no por bravos y mordelones, sino porque tienen miedo al entorno y a los transeúntes. Por débiles. Tito Brandsma nos recuerda que para ser profundamente humanos no se han de guardar en la memoria una lista de daños y “agravios” que los demás nos hacen o pensamos que nos hacen…. Tito, que sí ha sufrido vejaciones e injusticias terribles, no quiere recordarlas, ni se siente enemigo de nadie. Sabe olvidar, tolerar, perdonar heroicamente. Retener o alimentar rencores, aunque sean pequeños, hace más daño que un virus mortal. Cuando el orgullo se mete, es capaz incluso de quebrar para siempre el gran afecto que han tenido hermanos entre sí, o hacia sus padres: o entre amigos, novios, matrimonios, familias enteras y barrios. Crecen como fuego devorador las rencillas, que luego alimenta la gasolina de las envidias y los más graves odios. Y se dan lo mismo entre personas como entre pueblos, ciudades, países o continentes. No es otra la razón última que explique el porqué de muchas guerras: nuestro antiguo, mezquino y barato orgullo. Y es que la raíz de todo se remonta a los orígenes del planeta donde estamos. No olvidemos que la primera persona que odió a otra en toda la historia del mundo se llamaba Caín, quien discriminó y mató a su buen hermano Abel por puritito resentimiento. Es mejor perdonar, darse la mano y olvidar. Lo otro no arregla nada. Se ve que la humanidad no ha cambiado mucho: hace trescientos años un famoso escritor decía que el ser humano, para ser perfecto, necesitaría tener en la cabeza una chimenea por donde pudieran salir todos los humos que se nos suben al cerebro, sobre todo cuando nos vamos haciendo mayores [2]. El amor volverá a ganar al mundo entero Un pastor protestante decía de Tito: Nuestro querido hermano en Cristo es realmente ¡¡un misterio de la gracia!!. Esto es lo que explica qué había en el alma de aquél hombre que le impulsó a vivir y amar a todos con tanto ánimo y perdonar con tanta sinceridad: era el despliegue cada vez más manifiesto de la gracia de Cristo. Este era el secreto de su entrega total hacia los demás, la fuente de su honda y fresca caridad. Tito sabía que todo se lo debía a la gracia, a la vida divina que actuaba en él. Las palabras de Cristo: Sin Mí no podéis hacer nada (Jn 15, 5), eran el principio orientador de su vida cotidiana. En sus propias palabras, Tito dejó por escrito su ilimitado amor y capacidad de querer. En ellas descubrimos la profundidad de su alma ante el ambiente de odio —difícil de igualar— que sufrió durante los últimos años de su vida: Aunque el neopaganismo no quiera más el amor, el amor volverá a ganar el amor de los paganos. La práctica de la vida lo hace ser siempre de nuevo una fuerza victoriosa, que conquistará y mantendrá ligados los corazones de los hombres.

Tomado de www.encuentra.com [1] Juan Pablo II, Homilía en la Beatifcación de Tito Brandsma, 3 de noviembre de 1985 [2] Baltasar Gracían, El Criticón,Madrid, 1984.

Tatiana Goritcheva: Desde el vacío del mundo oficialmente ateo

Tatiana Goritcheva nació en Leningrado en 1947. Estudió filosofía y radiotecnia. Como ella misma expone en el relato de su conversión, su juventud fue una muestra típica de lo que era capaz de producir el sistema ateo soviético, a excepción quizá de una cierta inquietud intelectual que sus estudios de filosofía le habían despertado. A los 26 años se convirtió al cristianismo. “Si alguien me pregunta -relata ella- qué significa para mí el retorno a Dios, qué es lo que esa conversión se ha hecho patente y cómo ha cambiado mi vida, puedo contestarle con toda sencillez y brevedad: lo significa todo. Todo ha cambiado en mí y a mí alrededor. Y, para decirlo con mayor precisión aún: mi vida empezó sólo después de haber encontrado a Dios”. Pocos años después, en 1984, puso por escrito el relato de su conversión.

De ningún sitio a ninguna parte “Para las personas que han crecido en países occidentales no es fácil entender. Han nacido en un mundo de tradiciones y normas, aunque ya no puedan considerarse totalmente estables. Esas personas han podido desarrollarse de una manera “normal”, leyendo los libros que han querido, eligiendo sus amigos y haciendo la carrera que han preferido. Han podido viajar a cualquier país. O han podido retirarse del mundo, para cuidar amorosamente de su familia, para encerrarse en un monasterio o dedicarse a la ciencia, eligiendo para ello el mejor lugar. Yo he nacido, por el contrario, en un país en que los valores de la cultura religión y moral fueron arrancados de raíz, de manera intencional y con éxito. Yo no vengo de ninguna parte ni voy a ningún lugar. Carezco de raíces y he tenido que caminar hacia un futuro vacío y absurdo.

Yo lo odiaba todo Cuando era adolescente, una amiga mía se quitó la vida a los quince años porque no pudo soportar lo que le rodeaba. Dejó una nota que decía: “Soy una persona muy mala”, cuando era una criatura de corazón extraordinariamente puro, que no sufría la mentira, y que jamás pudo mentirse a sí misma. Aquella muchacha se quitó la vida al descubrir que no vivía como hubiera debido hacerlo y porque de alguna manera tenía que romper el vacío que le rodeaba y encontrar la luz. Pero no encontró el verdadero camino… Hoy, veinte años después de su muerte, yo puedo expresar lo mismo en un lenguaje cristiano. Mi amiga había descubierto su condición de pecadora. Había descubierto una verdad fundamental, a saber: que el hombre es débil e imperfecto, pero no alcanzó a conocer la otra verdad, aún más importante, que Dios puede salvar al hombre, arrancarlo de su condición de caído y sacarlo de las tinieblas más impenetrables. De esa esperanza nadie le había hablado, y murió oprimida por la desesperación.

Personalmente no podía compararme con mi amiga en sus dotes espirituales. Yo vivía como una bestezuela acorralada y furiosa, sin erguirme jamás y sin levantar la cabeza, sin hacer intento alguno por comprender o decidir algo. En las redacciones escolares escribía como era de ley- que amaba a mi patria, a Lenin y a mi madre, pero eso era pura y llanamente una mentira. Desde mi infancia odié todo lo que me rodeaba; odiaba a las personas con sus minúsculas preocupaciones y angustias, más aún me repugnaban; odiaba a mis padres que en nada se diferenciaban de todos los demás, y que se habían convertido en mis progenitores por pura casualidad. Oh, sí, yo enloquecía de rabia al pensar que, sin deseo alguno de mi parte, y de modo totalmente absurdo, me habían traído al mundo. Odiaba hasta la naturaleza con su ritmo eternamente repetido y aburrido, verano, otoño, invierno… Lo único que yo amaba era la soledad absoluta.

Más tarde, cuando ya supe leer, me parapetaba tras los libros… Sólo en ellos se vive sin angustia, sin postergaciones, engaños, y atropellos, sólo en los libros no se vive en una mentira permanente…

El desprecio que alentaba en mi interior, no fue obstáculo, sin embargo, para que externamente pasase por una niña tranquila y con éxito, que siempre destacaba por sus logros especiales, alabada por los profesores y querida por los compañeros. Naturalmente yo no me daba cuenta de lo incoherente de mi conducta, mi razón y mi conciencia callaban.

Nadie me había dicho que el amor está por encima de todo Y en la escuela, por supuesto, sólo se fomentaban las cualidades externas y “combativas”. Con esto se reforzó más mi orgullo, floreciendo plenamente. Mi meta fue entonces ser más inteligente, más capaz, más fuerte que los demás. Pero nadie me dijo nunca que el valor supremo de la vida no está en superar a los otros, en vencerlos, sino en amarlos. Amar hasta la muerte, como únicamente lo hiciera el Hijo del hombre, al que nosotros todavía no conocíamos.

Es bien sabido que mi generación dio muchísimos seguidores de Nietzsche. A Nietzsche lo leí cuando tenía diecinueve años (mientras que el Evangelio sólo lo leí a los veintiséis) y de inmediato me gustó mucho, como me gustaron también Sartre, Camus, Heidegger, y la filosofía existencialista, rebelde y tan cercana a nosotros. En los años de la liberalización, eran autores en parte permitidos, cuyas traducciones empezaron a circular. Para nosotros el existencialismo fue el primer sorbo de libertad, la primera palabra sincera que no estaba prohibida…

Por lo demás, es interesante consignar que nuestros caminos (el de occidente y oriente) pronto se separaron. La juventud occidental vivió los sucesos de 1968, recorrió el camino de una “politización” cada vez mayor de la conciencia y se enardeció con el marxismo… Nosotros, por el contrario, ahondamos más y descubrimos los valores imperecederos de la cultura, la historia y la ética. Y acabamos familiarizándonos con Dios y con la Iglesia… Así, nuestra liberación empezó con el descubrimiento del pensamiento occidental libre. Y es curioso que, cuando entramos en contacto con el mundo ancho y maravilloso del pensamiento cristiano, no mandamos al diablo al impío Sartre ni al orgulloso Camus. Pese a toda su antireligiosidad, Sartre pudo conducirnos hasta la frontera de la desesperación en que empieza la fe. Su idea central de que el hombre en cada segundo de su existencia tiene que tomar una decisión libre, es de hecho una idea cristiana. Porque a Dios le agrada el amor voluntario del hombre, y por respeto a la libre decisión de nuestra voluntad Dios no aniquila el mal en el mundo.

Pero no nos adelantemos Para mí, en tanto que existencialista consecuente y rabiosa, durante mucho tiempo no existió el cristianismo ¿Para qué regresar a los viejos mitos? Pero en mi vida se afianzaba la tendencia a un orgullo cada vez mayor y a una mayor autodestrucción. Siguiendo la línea de Nietzsche yo me tenía por una aristócrata espiritual; es decir, por una persona “fuerte” capaz de dirigir y configurar mi propia vida gracias la decisión de mi libre voluntad. Las gentes “débiles” y vulgares no pueden hacer frente con “nada” a ese reto y escapan del absurdo y sin sentido de la existencia refugiándose unos en la familia, y otros en la política o en la carrera. Oh, cómo los odiaba a todos y qué bien entendía lo de “esclavizar” a los hombres para comprobar enseguida maliciosamente, que todos, tanto varones como mujeres, aman la esclavitud y hasta la buscan.

Dejé de mentir Entonces aspiraba ya a una vida “íntegra” y consecuente. Me sentía filósofa y dejé de engañarme a mí misma y a los demás. La verdad amarga, terrible y triste, estaba para mí por encima de todo lo otro. Pese a lo cual mi existencia seguía tan desgarrada y contradictoria como antes. Yo sentía un gusto permanente por el contraste y el absurdo, por los imponderables de la vida. También alentaba en mí el esteticismo. Por ejemplo un día me gustaba mucho ser una alumna “brillante” y con el orgullo de la facultad de filosofía trataba con intelectuales sutiles, asistía a conferencias y coloquios científicos, hacia observaciones irónicas y sólo me daba por satisfecha con lo mejor en el aspecto intelectual. Por la tarde y por la noche, en cambio, me mantenía en compañía de marginados y de gentes de los estratos más bajos, ladrones, alienados y drogadictos. Esa atmósfera sucia me encantaba. Nos emborrachábamos en bodegas y buhardillas. A veces alquilábamos una vivienda simplemente para pasar el rato, tomar una taza de café y después desaparecer.

Sólo un hombre intentó una vez ponerme una contención. Debo calificarle con todo merecimiento como mi primer maestro. Fue nuestro profesor Boris Míchailowitsch Paramonov; era docente eventual en la facultad de filosofía y no pudo permanecer mucho tiempo. Ahora ha emigrado y vive en América. Una vez me dijo: – Tania, ¿por qué intenta usted destruirlo todo? ¿No comprende que ese placer destructivo ha sido desde siempre la miseria del pensamiento ruso? Vea usted que vivimos en un mundo en el que el nihilismo ya ha triunfado por completo. No tiene más que acudir al mercado soviético y sólo hallará mostradores vacíos. No hay nada de lo que debería haber en un mercado. En lugar de eso sólo se ve por doquier letreros en rojo que dicen “¡Adelante hacia la victoria del comunismo!”, “Un paso adelante y dos para atrás. Lenin”, etc. Ahí tiene usted su absurdo tan acariciado. Es algo que ya está creado por los bolcheviques. Por completo. ¿Qué es lo que usted desea agregar todavía? Esas palabras me produjeron entonces una impresión profunda. Pero ni Paramonov ni yo sabíamos por entonces como se podía salir de ese círculo infernal y crear vida en lugar de destruirla.

Tampoco hallé una salida con mi entusiasmo por las filosofías orientales y por el yoga al que me dediqué después de las horas de estudio. El yoga me permitió sólo el acceso al mundo de lo absoluto, haciendo que mi ojo espiritual percibiese una nueva dimensión vertical de la existencia y destruyendo mi orgullo intelectual. Pero el yoga no pudo librarme de mí misma. Tenía un cierto carácter científico que a nosotros nos atraía en gran manera: con la ayuda de ejercicios y mediante el conocimiento de determinadas “fuerzas astrales y mentales” se podía apuntar de lleno y de un modo consciente al superhombre.

Pero ¿por qué y para qué? A esta pregunta respondía cada uno como más le venía en gana. Yo quería, naturalmente, convertirme en un dios. Yo quería ser la más inteligente y la más fuerte. Deseaba fundirme con el absoluto y sumergirme en la felicidad eterna. Ahora tenía que luchar contra ciertos sentimientos negativos como el odio y la irritabilidad, porque sabía muy bien que “consumen energía” y me arrojan a un plano más bajo de la existencia. Mas el vacío, que desde largo tiempo atrás venía siendo mi sino y me rodeaba de continuo, no estaba aún superado. Al contrario, se hacía cada vez mayor, se convertía en algo místico y amenazador que me angustiaba hasta la locura.

Me invadió entonces una melancolía sin límites. Me atormentaban angustias incomprensibles y frías, de las que no lograba desembarazarme. A mis ojos me estaba volviendo loca. Ya ni siquiera tenía ganas de seguir viviendo.

¿Cuántos de mis amigos de entonces han caído víctimas de ese vacío horroroso y se han suicidado? Otros se han convertido en alcohólicos; algunos están en instituciones para enajenados… Todo parecía indicar que no teníamos esperanza alguna en la vida.

Mi segundo nacimiento Pero el viento, que es el Espíritu Santo, sopla donde quiere. Cansada y desilusionada realizaba mis ejercicios de yoga y repetía los mantras. Hasta ese instante yo nunca había pronunciado una oración, y no conocía realmente oración alguna. Pero el libro de yoga proponía como ejercicio una plegaria cristiana, en concreto la oración del Padrenuestro. ¡Justamente la oración que nuestro Señor había recitado personalmente! Empecé a repetirla mentalmente como un mantra, de un modo inexpresivo y automático. La dije unas seis veces; entonces de repente me sentí trastornada por completo. Comprendí -no con mi inteligencia ridícula, sino con todo mi ser- que Él existe. ¡Él, el Dios vivo y personal, que me ama a mí y a todas las criaturas, que ha creado el mundo, que se hizo hombre por amor, el Dios crucificado y resucitado! En aquel instante comprendí y capté el “misterio” del cristianismo, la vida nueva y verdadera. En aquel momento todo cambió en mí. El hombre viejo había muerto. No sólo deje mis valoraciones e ideales anteriores, sino también a las viejas costumbres.

Finalmente también mi corazón se abrió. Empecé a querer a las personas. Inmediatamente después de mi conversión todas las gentes se me presentaron sin más como admirables habitantes del cielo y estaba impaciente por hacer el bien y servir a Dios y a los hombres.

¡Qué alegría y qué luz esplendorosa brotó entonces en mi corazón! El mundo se transformó para mí en el manto regio y pontifical del Señor. ¿Cómo no lo había percibido hasta entonces? Así empezó de nuevo mi vida. Mi redención era algo perfectamente concreto y real; había llegado de modo repentino, aunque la había anhelado desde mucho tiempo atrás, y sólo el Espíritu Santo pudo realizarla en mí, porque sólo Él puede crear una “nueva criatura” y puede reconciliaría con el Eterno. Sólo por Él y su gracia puede solucionarse el conflicto central de la personalidad humana, el conflicto entre libertad y obediencia”.

Tomado de http://www.capellania.org/docs/jcremades Las citas son de Hablar de Dios resulta peligroso, de Tatiana Goritcheva.

Sofrom Dmyterko: Un obispo greco-católico que sobrevivió al martirio

Ucrania: Habla un obispo greco-católico que sobrevivió al martirio El testimonio de monseñor Sofrom Dmyterko, 84 años ZOLOCHIV, 28 junio 2001 (ZENIT.org).- Una multitud hace fiesta en el monasterio basiliano de esta pequeña ciudad a pocos kilómetros de Lvov, que reabrió sus puertas en los años noventa después de que el régimen soviético lo transformara en hospital. Preside la misa el anciano obispo Sofrom Dmyterko.

A causa de sus 84 años y las enfermedades de un cuerpo probado por dos años de dura prisión, se ve obligado a celebrar la liturgia bizantina sentado. Cuando se alza, le ayudan dos sacerdotes. Habla con dificultad.

«Sofrom, obispo emérito de Ivan Frankivsk, –explica el padre Vitali, superior del monasterio basiliano de San Onofre en Lvov–, es la verdadera autoridad moral de la Iglesia greco-católica ucrania. Es amigo personal del Papa».

Su historia es como la de muchos mártires en vida de la historia de este país. Su rostro está marcado por las injusticias padecidas. Pero en la mirada resplandece la serenidad de un hombre que luchó duramente cuando los greco-católicos fueron declarados ilegales. «Agentes al servicio del Vaticano», era la simplista etiqueta que justificaba todos los abusos posibles.

«Fui ordenado obispo en la clandestinidad el 30 de noviembre de 1968 –recuerda el obispo–, por Ivan Sleziuk, el siervo de Dios que fue beatificado el miércoles por el Papa al concluir su viaje a Ucrania, y que estuvo 15 años en las cárceles del régimen. En noviembre de 1968, fue liberado pero mantenido bajo estrecha vigilancia, por parte del KGB».

«Tras una entrevista con un agente secreto y un registro, logró ordenarme obispo en una casa privada –añade–. Murió cinco años después. Era el año 1973 y justo en coincidencia con su muerte me arrestaron. Fui juzgado en un proceso a puerta cerrada acusado de ser traidor de la patria y enemigo del Estado soviético».

«Los agentes del KGB sabían que era un sacerdote clandestino pero no que había sido ordenado obispo en secreto –continúa relatando el prelado–. Durante el registro, encontraron sus homilías, que fueron confiscadas inmediatamente. Materia más que suficiente para condenarme a dos años de cárcel dura».

El obispo fue enviado a Luhansk, una casa para delincuentes comunes. «Me registraban continuamente buscando alcohol y droga –sigue recordando–. En estas condiciones, era imposible celebrar o ejercer como obispo. Recibí la comunión tras un año de detención; me llevó la eucaristía un fiel que, de incógnito, logró entrevistarse conmigo en la cárcel».

En Luhansk, había 1.300 detenidos en condiciones higiénicas deplorables y de hacinamiento. Las violencias de los carceleros estaban al orden del día. Espías por todas partes, también entre los presos. «Nunca revelé a nadie mi verdadera identidad: si hubieran sabido que era un obispo clandestino, habría sido el fin», reconoce monseñor Dmyterko Tras dos años, por fin la liberación: «Los agentes del KGB no lograron demostrar que era obispo; lo sospechaban pero no tenían pruebas. Antes de salir del Gulag, dos agentes secretos me entregaron un documento. Decía: “Yo, Sofrom, sacerdote, paso a la fe ortodoxa”. Lógicamente, no firmé. Por fidelidad al Papa estaba dispuesto a sufrir cualquier tipo de abuso. No quería que me «salvaran» del KGB. Fui a vivir con mi madre. De día trabajaba como obrero en una fábrica de zumos de fruta, de noche ejercía en secreto mi trabajo pastoral».

Hubo sacerdotes católicos que por defender a su familia (algunos estaban casados y con hijos) o su misma vida pasaron a la Iglesia ortodoxa rusa. Tras el final del régimen comunista, en 1991, recuerda el obispo, «en Ucrania occidental, muchos de ellos han vuelto a la Iglesia católica y han sido bien acogidos. Otros han permanecido como ortodoxos».

Con historias como ésta se comprende mejor el tremendo impacto que tuvieron en Ucrania las palabras del cardenal Lubomyr Husar, arzobispo de Lvov para los católicos de rito oriental, pronunciadas el miércoles, al inicio de la beatificación de los mártires greco-católicos. El guía de esa Iglesia martirizada pidió perdón por los actos de violencia que cometieron cristianos greco-católicos en el siglo pasado. A pesar de las terribles persecuciones, la Iglesia greco-católica reconoció las culpas que hayan podido tener sus hijos y ofreció el perdón a sus verdugos.

Tomado de www.zenit.org ZS01062803

Prelatura de Yauyos: La historia de un imposible

Es muy difícil lograr cambios en el mundo sin el conocimiento de la historia. Cada sociedad, con sus características específicas es un reto para el hombre valioso, que quiere hacer las cosas bien y se da cuenta que está llamado a dar más de sí, a exigirse, a luchar, para llegar a las metas, no previstas por él sino por el Señor de la historia, Aquel que tiene los planes más importantes para el mundo y quiere llegar a todas las gentes, de todas las épocas, sin distinciones, para hacerlas felices con un destino final muy superior a las mejores riquezas de este mundo.

El hombre en la historia tiene trazado un camino exigente para llegar a su fin: per aspera ad astra, un camino áspero, difícil, lleno de contrariedades pero que termina en las estrellas.

Mons. Orbegozo pocos días antes de morir comentaba que había ido siempre a contrapelo. Luego en el umbral de la muerte continuaba avanzando de la misma manera hasta el final, ofreciendo los dolores sin quejarse y haciendo bromas divertidas. Las figuras de los payasos que le gustaba coleccionar, tenían su filosofía: ir a contrapelo y sonreír. Vivir para hacer sólo la Voluntad de Dios y ser fiel hasta el final.

Conocer la historia de buenas personas Conocer la historia es un deber para una persona que quiera hacer el bien. Conocer la historia es también contar con la experiencia de los buenos, valorar los trabajos bien hechos, reconocer los frutos y querer el buen camino. Es una meta que todo hombre debe conquistar. Las personas buenas son las que han sabido caminar a pesar de las dificultades.

La historia nos permite conocer mejor al hombre, con sus virtudes y defectos. Al que lucha por un ideal sin irse para atrás, al humilde que sabe contar con los demás y trabajar en equipo, al grande que se hace pequeño por amor. Conociendo la historia podemos agradecer a quienes dieron realmente sus vidas, sacrificándose por los demás y por un motivo correcto.

El hombre debe conocer la historia del mundo, la de su país y la de su pueblo. El fiel debe conocer la historia de la Iglesia universal y local, la historia de los santos y de las vidas ejemplares.

Quien conoce la historia se siente propietario de un tesoro que no tiene precio. Pero en estos casos el sentido de la propiedad no es egoísta, se quiere dar a conocer a todo el mundo. Hay tantas cosas buenas que ocurren y no se conocen. El mundo que está acostumbrado a publicar lo malo, hace daño con esas visiones negativas, que aunque sean verdad, son parciales y limitadas.

Hoy más que nunca es importante dar a conocer el bien, para formar las cabezas y los corazones de los hombres. Los seres humanos necesitamos de la ejemplaridad de los hombres que supieron vivir coherentemente, de acuerdo con la verdad y gastando sus vidas por ideales nobles. Brille vuestra luz delante de los hombres de modo que glorifique a nuestro Padre que está en los Cielos (Mt. 5,16).

40 años después Como en los grandes días de fiesta la noche del 2 de octubre de 1997 fue más larga que las demás. Al terminar la ceremonia los rostros de las gentes irradiaban alegría mientras se desplazaban con orden hacia la puerta de salida. Retornaban a sus casas después de haber vivido un día de acción de gracias y de haber estado con los primeros que llegaron a Yauyos.

En el seminario mayor se habían dispuesto las cosas para que anfitriones e invitados hicieran un brindis por los 40 años de la Prelatura.

La tertulia de sabor ancestral, parecía una reunión del estado mayor después de haber ganado la guerra, pero en estos casos la guerra no tiene fin, ¡qué panoramas de futuro, aquí en la Prelatura y para toda la Iglesia en el milenio que se avecina! Estamos en los avatares de toda una generación y la prelatura es ahora, gracias a Dios, un hontanar de vocaciones para la Iglesia.

Más tarde en el living del obispado los sacerdotes asistían a una tertulia familiar con Mons. Orbegozo. ¡Qué reunión más entrañable! –recordaba uno- aquí se encuentran los sacerdotes jóvenes junto a los históricos. En efecto allí estaba Mons. Enrique Pélach que con sus 80 años cumplidos y un cigarrillo en la mano sonreía y apuntalaba, con una memoria prodigiosa, los relatos de Mons. Orbegozo. Era el obispo con su vicario después de 40 años. Buen artista, de sentimientos finos y un excelente taumaturgo, con proyectos bien elaborados al servicio de los demás. Aún continúa, lápiz en mano, diseñando nuevas iglesias para Abancay (estaban también Mons. Frutos Berzal, el primer párroco de Yauyos y uno de los cinco primeros sacerdotes, los padres Agapito, Plácido, Esteban y Eulogio que estuvieron trabajando en la Prelatura en distintos años. Allí se encontraba también el Vicario del Opus Dei en el Perú Mons. José Luis López Jurado y muchos sacerdotes mayores y jóvenes de la Prelatura).

En esta noche de fiesta Mons. Orbegozo estaba especialmente lúcido y locuaz. Las anécdotas de los inicios que se han contado tantas veces sonaban a nuevas y eran un motivo constante de acción de gracias. La emoción no se podía esconder, lo único que se temía era la hora que amenazaba avanzando y que iba a terminar con nuestra reunión. Al poco rato tuvimos que lamentar el final de la tertulia, que nos pareció brevísima. Nos fuimos felices de haber estado en ese momento histórico y único con los pioneros de la Prelatura, 40 años después del día en que llegaron.

Aquellos primeros tiempos Mons. Frutos Berzal, uno de los cinco primeros sacerdotes, tiene un aspecto juvenil envidiable, conversar con él es como tener un libro abierto sobre la historia de la Prelatura, recuerda con verdadera nostalgia los primeros años de Yauyos cuando había que ir a caballo o a pie por aquellos accidentados caminos de la sierra. El Beato Josemaría le regaló un libro de cocina que hasta ahora lo conserva junto a otros tesoros de esos años: fotografías, cartas y algún apunte que vale la pena guardar.

Cuando nos habla de los comienzos no puede ocultar su emoción y algunas veces prefiere no seguir para no ponerse sentimental, pero como la historia hay que contarla para los que vienen después, accede rápidamente a todo lo que se le pregunta.

Nuestro objetivo de ahora no es el de escribir la historia de Yauyos sino poder contar lo más significativo de los comienzos. Le pedimos a Mons. Frutos que nos haga un brevisimo resumen de lo más relevante y nos mira un tanto desconcertado, como si no llegáramos a entender que ¡hay tantas cosas que contar! y que ¡lo más importante es todo! Efectivamente, todo resultaría interesante y al mismo tiempo importante.

— Fueron años de trabajar en equipo –empieza su relato Mons. Frutos haciendo un esfuerzo de síntesis–, se vivía siempre la fraternidad, el pensar en el otro. En mí están muy grabadas las veces en que me pedían ir a buscar al hermano que no llegaba, en acudir para ayudar al que había sufrido un pequeño accidente, a ir a la vera del que apenas sabía montar a caballo o ir a buscar una pequeña comida sencilla y apetitosa para que un sacerdote no sintiera la ausencia de su madre. Vivíamos muy acompañados de Mons. Orbegozo, visitando todas las parroquias por los agrestes caminos de la sierra de Yauyos para dar aliento y ánimo a todos. Mons. Orbegozo era un padre, un hermano, un hombre santo e inteligente a quien la Iglesia del Perú le debe mucho.

Interrumpe el relato movido por la emoción mientras saca unos papeles para enseñarnos algo.

— Estas son unas cartas que Mons. Orbegozo escribió en aquellas épocas, aquí está la fecha –dijo señalando una de ellas– es de 1958, al año siguiente de haber empezado…, y lee un párrafo dedicado a los sacerdotes: “Puedes imaginarte mi alegría, mi orgullo y todo lo que quieras por esos sacerdotes que son heroicos hasta decir basta, alegres, humildes y dóciles. ¡Jamás encuentran tropiezo, nada es difícil, todo se puede! Para mi son estímulo permanente y fuente de maravillosa paz. ¡Otro gran milagro de la Gracia…! Las parroquias de la Sierra Nos parece muy interesante el relato de la Toma de Posesión, es emocionante escuchar lo que nos cuenta, pero quisiéramos ir más lejos y conocer cómo era la vida diaria de aquellos primeros sacerdotes que llegaron de España a Yauyos, y seguimos preguntando: — Seguramente fue un día impactante e histórico para todos los que se encontraban allí, el 2 de octubre de 1957 pero al día siguiente cuando se fueron todos los invitados ¿Qué ocurrió? — Al amanecer salí por el portachuelo hacia Ayavirí –eran 12 horas a caballo– para celebrar la fiesta del pueblo. Yo era el párroco de Yauyos y los demás viajaron para tomar las riendas de sus parroquias, algunas eran tan grandes como sus diócesis de origen.

El P. Alfonso fue a Ricardo Palma, atendía el valle de Santa Eulalia y subía a Casapalca; el P. José de Pedro fue párroco de Matucana y un año fue considerado héroe porque salvó a todo el pueblo de un huaico, lo mismo le ocurrió años más tarde al P. Ignacio Hernandez. Matucana tiene dos padrecitos héroes. El P. Jesús María fue a Huarochirí. Mons. Enrique Pélach que era vicario General y Mons Orbegozo residían en Yauyos.

Notábamos que Mons. Frutos se encontraba muy a gusto conversando y recordando los albores de esa empresa divina; contagiados de su entusiasmo con alborozo continuamos el diálogo: — Era realmente una labor de titanes el trabajo que tuvieron que realizar, con esas extensiones de territorio y esas condiciones de vida. Nos habían contado que rara vez se encontraba a un sacerdote por esas zonas, no obstante la gente aún conservaba sus antiguas costumbres cristianas, por ejemplo hacían la Vela al Santísimo todos los primeros viernes, sin tener la Eucaristía, rezaban frente a la Custodia.

Parecía que todos estaban muy protegidos por la Providencia y ustedes también porque nunca tuvieron un accidente de consideración, sólo pequeños sustos… — Alguna caída de caballo, raspetones… y el obispo era el primero que se preocupaba nosotros aprendíamos.

La actividad pastoral en la zona andina Quien hace un viaje a la sierra se topa con la majestuosidad de los Andes: sus enormes cordilleras y sus variados paisajes son el atractivo de aventureros y turistas. Sin embargo son muy pocas las ciudades grandes que ofrecen un futuro de progreso a los hombres si las comparamos con la infinidad de pueblos de escasos recursos.

En nuestra sierra peruana suelen convivir desde hace siglos la belleza de los paisajes con la pobreza de vida de sus habitantes, salvo contadas excepciones, que no se dan en nuestra Prelatura.

La sierra de Yauyos y Huarochirí no es atractiva para el hombre que busca un trabajo bien remunerado que le permita sostener a su familia y educar bien a sus hijos. Las escuelas carecen de recursos, no hay universidades, es difícil encontrar calidad en los centros de enseñanza y la gente que quiere destacar suele emigrar a otros lugares en busca de mejor suerte. Esta es la realidad de nuestra sierra.

Siempre han existido muchos proyectos para el progreso y desarrollo de las zonas más deprimidas que ayudan a resolver los problemas más urgentes. Proyectos asistenciales y de promoción humana, necesarios para la gente. ¡Qué hubiera sido de ellos sin esas ayudas! Son esfuerzos e iniciativas que hay que agradecer porque ayudan a vivir una mejor solidaridad entre los hombres. Pero los proyectos no son suficientes, unos porque no están bien enfocados, por problemas coyunturales que muchas veces son inevitables y otros porque terminan cuando cumplen con su función. Son esfuerzos que valen la pena, pero limitados. Para el progreso de los pueblos son necesarias las personas. Es el hombre como proyecto, que aporta con su propia vida y sus virtudes lo que él es. El hombre que debe responder con su actuación lo que es propio de su finalidad: ir a Dios y llevar a otros hacia Dios. Este proyecto siempre funciona, va acorde con el ser del hombre.

La Iglesia y el crecimiento del hombre La Iglesia católica llega donde están las almas sin hacer distingos de razas, culturas o condiciones económicas. Su misión es salvar a todos y para eso envía a sus pastores a los lugares más apartados, aunque haya carestía de recursos. Y no va para resolver un problema político o social, sino para extender el Reino de Dios en la tierra.

La misión de los sacerdotes es pastoral: organizan la catequesis, la asistencia de los fieles con los sacramentos, la búsqueda de vocaciones y ser instrumentos de unidad. El Sacerdote está unido a la Iglesia universal: al Santo Padre, a su obispo, a los demás sacerdotes y a los fieles. Es un sacerdote de la Iglesia, un ministro de Dios.

Todos los sacerdotes procuran cumplir con la misión que Dios encargó a los apóstoles: Id y predicad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Yo estaré con vosotros hasta el final de los tiempos (Mt.28,19-20).

Misión y vida de los sacerdotes rurales A todos los sacerdotes que venían a trabajar a la Prelatura se les explicaba como eran las condiciones de vida que se iban a encontrar. Ellos, por ser sacerdotes y por querer venir a lugares de escasos recursos ya tenían una buena disposición para adaptarse.

Los que llegaron se adaptaron rápido. Aceptaron las limitaciones y estrecheces sin hacer aspavientos. No hicieron grupos a parte, ni buscaron comodidades para ellos. Vinieron y se hicieron del lugar con mucho cariño. Se sentían peruanos, yauyinos, cañetanos, etc. Vivían felices y la gente los consideraba como suyos. Ellos saben que su corazón está también aquí, entre la gente de esta tierra que los recuerda con cariño.

Fueron conscientes la misión que debían cumplir como sacerdotes de la Iglesia católica. No venían a una aventura, ni como asistentes sociales, tampoco huyendo de otra realidad. El tipo de identificación que tiene un aventurero o un personaje original con el pueblo no tiene nada que ver con la identificación de un sacerdote que aspira ser santo y quiere que su pueblo se acerque a Dios.

La labor de formación les exigía un constante sacrificio. La ignorancia y la miseria eran obstáculos de consideración, también las ideologías anticatólicas que penetraban en esos ambientes, hoy las sectas. La promiscuidad por falta de recursos y el alcoholismo continúan siendo dificultades que impiden un crecimiento armónico.

Los sacerdotes, conducidos por su obispo fueron organizando la pastoral poco a poco y con mucha iniciativa: concursos de catecismo en los colegios, Asociación de Acólitos, formación de catequistas, clubes juveniles y muchas horas dedicadas a confesar y administrar sacramentos. La gente iba respondiendo y se sentían felices por el progreso espiritual que experimentaban: familias sanas, gente piadosa, vocaciones.

La primera vocación para el sacerdocio surge de un niño que bajaba de las minas de las alturas de San Mateo para cumplir con el precepto dominical y ayudar al P. José Pérez. Poco a poco fue creciendo en el amor a Dios y el sacerdote lo envió al seminario menor de la Prelatura. Cuando terminó sus estudios se ordenó, al poco tiempo se fue a estudiar a Europa y regresó con un doctorado en teología. Ese niño en Mons. José María Ortega, el actual rector del seminario mayor.

Los detalles de la vida de los sacerdotes de la Prelatura de esos primeros años están recogidos en un libro que ha dado la vuelta al mundo con varias ediciones en castellano y una francesa: Yauyos, una aventura en Los Andes, del P. Samuel Valero, sacerdote que trabajó en la Prelatura en aquellas épocas de los comienzos.

Tomado de: www.3i.com.pe/pych/index Prelatura de Yauyos Cañete y Huarochirí

Peter Changu Shitima: Curado milagrosamente

El primer milagro reconocido por la Iglesia a un enfermo de sida Peter Changu Shitima había sido desahuciado por los médicos de Sudáfrica CIUDAD DEL VATICANO, 6 junio 2001 (ZENIT.org). Cuando Juan Pablo II canonice a Luigi Scrosoppi, este domingo 10 de junio en la plaza de San Pedro, un estremecimiento recorrerá los huesos de Peter Changu Shitima, un joven de Zambia curado sin ninguna explicación científica de sida, cuando los médicos ya le habían desahuciado.

Los hechos se remontan a la primavera de 1996. Un joven catequista de Zambia, hijo de un director de escuela, estudiante en el Oratorio de San Felipe Neri de Oudtshoorn, pequeña ciudad junto a Ciudad del Cabo (Sudáfrica), comenzó a sentir problemas de salud. Sentía siempre frío, aunque hiciera buen tiempo, experimentaba problemas de oído y de vista, estaba siempre cansado.

El padre John Newton Johnson, superior del Oratorio, recuerda en las actas del proceso de canonización que obran en poder de la Congregación vaticana para las Causas de los Santos (P.N. 497) a las que ha tenido acceso Zenit en la traducción italiana: «Comenzó a sentirse débil y a quejarse porque estaba cansado. Yo creía que era simplemente agotamiento. Después pensamos que podía ser un buen resfriado, o influenza. Luego el proceso se aceleró. El doctor Pete du Toit, nos dijo que debíamos llevarle al hospital».

El doctor Du Toit, sudafricano blanco, ha declarado ante el proceso de canonización: «Diariamente el doctor Johannes Le Roux, mi colaborador, y yo, atendimos a Peter Changu Shitima, durante su ingreso en el hospital del 8 de junio al 14 de agosto de 1996. Esto se puede comprobar por los apuntes del hospital [anexos a la declaración]. Consideramos que se encontraba en fase terminal y, dada la opinión de que no había nada que hacer médicamente para que se curara, consulté a un médico, el doctor Foster, que le examinó, en una ocasión, y concluyó que era un enfermo terminal y que no se podía hacer médicamente».

Es interesante subrayar que ni el doctor Du Toit ni el doctor Le Roux, son de religión católica.

«Entonces todos acordamos en mandarle a Zambia para que pasara los últimos días con su familia», añade el testimonio de Du Toit. «Cuando firme su salida del hospital, le expliqué exactamente cuáles eran sus condiciones. Me despedí de él, pues no volvería a verle. Comprendió que estaba a punto de morir».

Changu, que ya casi no podía levantar las piernas y había desarrollado una grave forma de neuritis periférica, recuerda: «Antes de ir al hospital, no me lo tomé en serio, creía que me restablecería. Después, en el hospital, sentí el impacto. Cuando el médico me dijo lo que tenía, me quedé destrozado, pero pensé que lo único que debía hacer era rezar y pedir a Dios la fuerza. Recé a Luigi Scrosoppi y le dije que o moriría o me curaría a través de su intercesión, según la voluntad del Señor. Querían ponerme una máscara de oxígeno para alargarme la vida, pero yo les dije que no. Recé y pensé que si Dios quería que muriese, moriría en paz».

Al mismo tiempo, toda la comunidad católica de Ou-dtshoom (laicos y religiosos), decidió encomendarse a la intercesión del beato Luigi Scrosoppi, sacerdote del Oratorio de San Felipe Neri, la figura predilecta de su catequista, Peter.

En la noche del 9 de octubre de 1996 Changu se acostó en condiciones desesperadas. Pero a la mañana del día siguiente se despertó sintiéndose extraordinariamente bien. En esa noche había soñado con Scrosoppi.

Peter ha hecho esta declaración en el proceso canónico: «Al día siguiente del sueño me sentía bien, me desperté como antes de que me enfermara. Me levanté y me fui a trabajar a la parroquia inmediatamente. Tenía apetito, caminaba en pie hasta llegar incluso a un pueblo que estaba bastante lejos».

Deseando regresar cuanto antes a Oudtshoorn, Changu envió una carta al padre Johnson para anunciarle que se había curado, pero no le dio mayores explicaciones.

Los dos médicos, Le Roux y du Toit, que tienen una experiencia en casos de enfermos de sida como sólo la pueden tener los doctores de Sudáfrica, a pesar de no ser católicos, no dudan en utilizar el término «milagro».

Le Roux afirma: «Era un enfermo terminal y, en un par de meses, se había curado de nuevo. Si se hay otro motivo, totalmente diferente de neuritis, entonces una persona se puede curar. Pero no sólo tenía neuritis, había perdido unos 22 kilos, padecía fiebre y otras disfunciones. El análisis de la sangre demuestra que todavía es positivo al virus VIH, pero mi opinión es que es un milagro. Pensábamos que se iba a morir y, siendo sinceros, ahora está muy bien».

El doctor Pete du Toit ha presentado esta declaración: «Meses después, alguien me dijo que Changu estaba mejor. Me dije a mí mismo que era imposible. Estaba estupefacto. Pensé que se trataba de un error. Cuando regresó, le pedí que viniera a hacer los exámenes. Le hice de nuevo los análisis de sangre en febrero y marzo después de su regreso. Estaba estupefacto. Changu se había curado de la enfermedad, de la neuritis que lo estaba matando, a causa del sida. No puedo explicar esto de modo científico. No se le dice a un paciente que debe morir si no hay esperanza».

Y el médico, concluye: «Changu ha sido un auténtico ejemplo de curación milagrosa».

Peter Changu Shitima, hoy seminarista, participará en la canonización del beato Scrosoppi en Roma.

ZS01060605 Un joven curado milagrosamente del sida asiste a la canonización de su intercesor ABC, 11.VI.01 ROMA, Juan Vicente Boo, corresponsal Peter Changu Shitima, beneficiario del primer milagro reconocido por la Iglesia en un enfermo de sida, presentó ayer las ofrendas a Juan Pablo II en la misa de canonización de su protector, el sacerdote italiano Luigi Scrosoppi. Entre las cinco personas canonizadas ayer figuran Bernardo de Corleone y la primera santa libanesa, Rafqa Choboq Ar-Rayes.

El joven catequista Peter Changu Shitima, estudiante en el pueblecito de Oudtshoorn, cerca de Ciudad del Cabo, era en agosto de 1996 uno más entre los enfermos terminales de sida. Había perdido 22 kilos de pesos, tenía fiebre alta y apenas podía moverse en la cama pues sufría una neuritis y otras complicaciones debidas a la inmunodeficiencia. En vista de que no podían hacer nada más, los médicos lo enviaron, sin tratamiento, a pasar los últimos días de vida con su familia en Zambia.

CURACIÓN MILAGROSA Según relató en el proceso de canonización, «cuando el médico me dijo lo que tenía me quedé destrozado, pero pensé que lo único que debía hacer era rezar y pedir fuerzas a Dios. Recé a Luigi Scrosoppi y le dije que me moriría o me curaría a través de su intercesión, según la voluntad del Señor. Querían ponerme una máscara de oxígeno para prolongarme la vida, pero yo dije que no».

La noche del 9 de octubre de 1996, Peter Changu Shitima soñó con Luis Scrosoppi, cuya biografía conocía perfectamente y, según relata, «me desperté como antes de enfermar. Me levanté y me fui a trabajar a la parroquia inmediatamente. Tenía apetito, caminaba bien e incluso me fui hasta un pueblo que estaba bastante lejos». De regreso al hospital, los dos médicos surafricanos que le habían atendido, Pete du Toit y Johannes Le Roux, comprobaron que seguía siendo seropositivo pero habían desaparecido la neuritis y las demás complicaciones. Aunque no son católicos, concluyeron que se trataba de una curación milagrosa, como verificó luego la Congregación para las Causas de los Santos.

El buen sacerdote italiano, fundador de las Hermanas de la Providencia y promotor de escuelas para muchachas pobres y abandonadas, se ha convertido ahora en un intercesor popular entre los enfermos de sida en Suráfrica y Zambia. La obra de Luigi Scrosoppi es también conocida en muchos otros países.

En la Plaza de San Pedro se encontraban también unos dos mil «corleoneses», término acuñado en Italia para referirse a los clanes mafiosos dirigidos hasta 1992 por «Totó Riína» y, desde entonces, por el misterioso Bernardo Provenzano, fugitivo desde hace más de treinta años. Ayer, en cambio, los corleoneses vinieron a Roma con su valeroso alcalde Pippo Cipriani al frente para festejar la canonización de Bernardo de Corleone, el primer santo del tristemente famoso pueblecito siciliano.

A los 19 años, Bernardo prometía llegar a ser «la mejor espada de Sicilia», pero se convirtió en fugitivo después de malherir en una pelea a su rival. Tras varias aventuras, Bernardo se refugió en un convento y cambió radicalmente de vida, haciéndose hermano laico capucino e inspirando quizá el personaje de fray Cristoforo en la novela histórica «Los novios» de Alessandro Manzoni.

PÚBLICO INTERNACIONAL Las canonizaciones de ayer constituyeron, según Juan Pablo II, una «fiesta de la santidad», y la alegría desbordaba en todos los rostros de un público internacional. Un grupo de brasileños agitaba las banderas de su país para vitorear a Luigi Scrosoppi, mientras otro de americanos exhibían la de las barras y estrellas cuando se mencionaba al santo de Corleone.

Pero se veían también muchas banderas libanesas, pues ayer fue declarada la primera santa del país que fue «la Suiza de Oriente Medio» antes de caer víctima de la guerra civil y de una ocupación militar siria que se ha vuelto crónica. Rafqa Choboq Ar-Rayes (1832-1914), conocida como «la flor de Himlaya», su pueblo natal, fue una religiosa de la orden de San Antonio de los Maronitas y es, desde ayer, una de las poquísimas santas árabes del último siglo. En honor a sus compatriotas, el Evangelio de la misa se cantó en árabe con una cadencia similar a veces a la del muecín y a veces a la del cante jondo. La ceremonia fue, como dijo el Papa, «una fiesta de la santidad» con sabor multicultural.

Peter Berglar: Una pregunta que cambió una vida

Peter Berglar Scripta Theologica, XII.1981 El encuentro inadvertido En 1962 un primo mío me regaló Camino. «Son reglas de vida –me dijo– de un sacerdote español, que también ha fundado no sé qué institución. Algunas cosas me han gustado bastante; a lo mejor te interesa». Después de hojearlo brevemente, constaté: «Ah, aforismos, más o menos como el “Oráculo manual” de Baltasar Gracián o las “Reflexiones y máximas” de Goethe»; lo ordené en mi biblioteca en la sección «Libros diversos» y me olvidé completamente de él. Sin duda, este hecho no merece el nombre de «encuentro» con el autor de Camino; todo lo más, con su nombre, que hasta entonces no había oído nunca.

Hacia finales del semestre universitario del invierno 1973/74, acudió a mi despacho en la Universidad un estudiante que quería consultarme sobre diversos puntos referentes a mis clases. Al terminar –yo ya me había puesto en pie–, me espetó la siguiente pregunta: «Cree usted, señor profesor, que Dios es el Señor de la historia?». Me volví a sentar, un tanto desconcertado, pues en la Universidad casi nunca se tratan tales temas; los estudiantes no los plantean nunca; están considerados como poco científicos. «Ya que me pregunta tan directamente –contesté tras una pequeña pausa– si, lo creo». Silencio. El diálogo se había interrumpido. Por fin añadí, en tono algo académico: «Pero éste es un tema amplio y complicado, que no se puede tratar en diez minutos, en el despacho». Con todo, seguimos conversando un rato sobre el tema –ya no recuerdo exactamente qué dijimos– y por la noche hablé con mi mujer de la «pregunta poco convencional» de un estudiante en el tercer semestre de historia. No me figuraba entonces que había tenido un primer contacto con el Opus Dei, al que (según me enteré más tarde) pertenecía el estudiante en cuestión; también un primerísimo contacto con su Fundador…

Pasaron meses hasta que volví a encontrar al estudiante. Me pidió que continuáramos la conversación «de entonces» y dijo que quería venir con un amigo, también estudiante, de historia del arte, que tenía un «interés candente» por el tema. Este coloquio entre tres tuvo lugar el 8 de junio de 1974 en mi casa. Disfruté de lo lindo –digámoslo así desarrollando ante ambos mis elucubraciones y opiniones sobre el problema de la Providencia divina y de la libertad humana en la historia, sobre el misterioso entrelazamiento entre la historia y la salvación. Estoy seguro de que hablé demasiado. Pero tenía frente a mí a dos oyentes atentos, pacientes, de mirada franca y con buen humor. Esto se me quedó grabado por contraste –contraste notable– con una buena parte de la gente joven con la que tenía que tratar a diario. Como mi locuacidad y ardor apenas dieron lugar a que mis visitantes tomaran la palabra, tuvieron pocas posibilidades de hacer objeciones o de poner reparos. Pero no parecía importarles. Si es que se habló del Opus Dei y de Monseñor Escrivá de Balaguer, fue sólo muy al margen. «Gente simpática –dije a mi mujer cuando se habían ido–, irradian un algo alegre. Nos hemos reído juntos». Después comprendí que había aprendido una gran lección sobre el fundamento de cualquier apostolado. Sin una alegría sincera que refleja el convencimiento de la redención, contagiosa porque expresa dedicación cordial a los demás, nadie puede atraer a otros a Jesucristo.

Durante las vacaciones que pasé en nuestra pequeña casa de campo me llegó la invitación a dar una conferencia en un Simposio del Centro Romano di Incontri Sacerdotal (CRIS) que tendría lugar en Roma del 11 al 13 de octubre. El aliciente del lugar hizo que no dudara mucho tiempo, y acepté. A1 mismo tiempo, del 17 de septiembre al 28 de octubre de 1974, se celebraba en Roma el Tercer Sínodo de Obispos bajo el tema «La Evangelización en el mundo contemporáneo». En este tema se centraba también el Simposio del CRIS: «Esaltazione dell’uomo e saggezza cristiana». Yo sería –así acordamos– el primer ponente con la conferencia «Historia universal y reino de Dios»; seguiría, al día siguiente por la tarde, la relación del filósofo español Antonio Millán Puelles (Madrid) sobre «El problema ontológico del hombre como criatura» y el tercer día, como culminación, tendría lugar la conferencia del Cardenal de Cracovia, Karol Wojtyla: «L’evangelizzazione e 1’uomo interiore».

Entre tanto, yo ya me había enterado de que el CRIS estaba dirigido intelectual, espiritual y personalmente por sacerdotes pertenecientes al Opus Dei; que la sede central de la Obra estaba en Roma y que su Presidente General era aquel Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer de quien había oído decir que enseñaba, sobre todo a los cristianos corrientes, a los laicos, a seguir consecuentemente a Cristo, y cuyo libro Camino seguía sin haber leído. Cuando comenté con mis amigos y conocidos mi inminente viaje, pude comprobar que la mayoría no sabían nada o casi nada del Opus Dei y de su Fundador, pero que algunos tenían «prevenciones» en contra. Su tono vago e impertinente me sorprendió, pero despertó también sospechas respecto al conocimiento de causa, y en parte incluso respecto a la honestidad de los que me informaban. Sin embargo, a fin de cuentas, este veneno surtió su efecto. Con cierta reserva interior y con el propósito de «tener cuidado» salimos mi mujer y yo el 7 de octubre con destino a la Ciudad Eterna. En la escala del «encuentro» con Josemaría Escrivá había alcanzado, sin saberlo, un tercer peldaño: tras el encuentro, primero, con el nombre, doce años atrás, y, luego, con dos simpáticos « representantes» (así les denominaba yo), ahora el encuentro con la calumnia. No se debe querer evadir esta experiencia angustiosa –y tampoco suele ser posible hacerlo–, pues es parte integrante en cualquier proceso de esclarecimiento interior.

Encuentro sin encuentro Los nubarrones con los que, por la mañana, había dejado Colonia, se habían disuelto ya por la tarde sin dejar huella alguna: un claro cielo romano sobre mi y en mi. Y la continuación tranquila del encuentro velado, inadvertido con Josemaría Escrivá –en sus hijos. Durante esa semana conocí a bastantes de ellos: alemanes y austríacos, italianos y españoles, sacerdotes y laicos, todos ellos conocían personalmente al Fundador, algunos llevaban mucho tiempo muy cerca de él, pero no reflexioné ni un momento sobre ello, no me llamó para nada la atención y casi no se mencionó en nuestras conversaciones. Hoy me resulta muy extraño: en contra de mi modo de ser no horadé a nadie con preguntas sobre el Opus Dei o sobre su Presidente General, no hice ningún esfuerzo por encontrarme con él y la noticia de que, agotado por un largo viaje de catequesis por América del Sur, se había retirado durante algunos días y no recibía visitas, me dejó impasible. Pero por otra parte: nadie me «importunó» con el tema del Opus Dei, nadie intentó encauzar artificiosamente la conversación hacia ese tema ni trató de darme explicaciones o informaciones que yo no había pedido, nadie indagó sobre mi vida interior, sobre mi vinculación eclesiástica o sobre mi recepción de los sacramentos. Hasta mucho tiempo después no me di cuenta de que se me había hecho un regalo de valor inmenso: el «apostolado de amistad» a la perfección. Mucho antes de que empezara a tener conocimientos exactos sobre la Obra, de que hubiera leído un libro del Fundador, mucho antes de que él mismo se acercara a mi entendimiento y a mi alma, ya me habían conducido manos amigas, prudente y suavemente, casi sin que yo me diera cuenta, al camino que él había trazado. Y mucho antes de «entender» este camino –y es tan fácil, y tan difícil, entenderlo como andarlo– ya lo amaba, porque lo había visto como un camino de «laetitia in cruce», de trabajo en el mundo por amor a Dios y a los hombres, de entrega sin patetismo, de encontrarse a si mismo liberándose de la tiranía del yo que nos impone el yugo del miedo y del orgullo desmesurado y del hastío profundo. Y lo vi así porque aquéllos a quienes había conocido lo vivían con toda serenidad y naturalidad, con veracidad y con una notable paz interior. Y lo vivían así porque, con la gracia de Dios, así lo habían aprendido de aquél a quien llamaban «Padre» –y realmente lo era, de modo más profundo y amplio que cuanto yo entendía entonces. El buen árbol se reconoce por sus buenos frutos: en aquella ocasión, en Roma, y luego muchas otras veces he tenido la suerte de comprobar la realidad de estas palabras del Señor. Y un buen día también me di cuenta de hasta qué punto este «encuentro sin encuentro» con Josemaría Escrivá de Balaguer era la realización de su afán de desaparecer totalmente para que sólo Jesús se luciera.

Aun a riesgo de repetirme, no me canso de explicar que mi encuentro con el Fundador del Opus Dei, en su primer y decisivo estadio, no sólo no fue de naturaleza material, sino tampoco intelectual; no tuvo lugar a través de «lectura», por la que uno se encuentra con el autor y reflexiona sobre él y sobre sus afirmaciones. Tuvo lugar a través de sus hijos espirituales, sin ruido, sin ser visto, al principio incluso sin ser notado. Precisamente en ello veo hoy una gracia especial: había que abrir la puerta del corazón de tal manera que un yo cobarde o perezoso (ciego en cualquier caso) no pudiera mantenerla cerrada o cerrarla de nuevo. Fue –por poner una comparación– como si se hiciera un gran favor a alguien que duerme o sueña –un favor que quizá no aceptara de estar despierto–, y poco a poco abriera los ojos y empezara lentamente a darse cuenta del regalo, reconociendo paulatinamente a su bienhechor; con claridad sólo después de meter la cabeza bajo un chorro de agua fría. Tengo necesariamente que renunciar a un relato detallado de la parte «nocturna», «inicial», que el alma en su somnolencia no percibe, de mi encuentro con Josemaría Escrivá. Sólo diré que años después me enteré que había rezado por mí desde el mismo momento en que el estudiante de Colonia, que me había acompañado a Roma, le había hablado de mí. Esta oración (estoy seguro) motivó mi despertar, dando comienzo a la segunda fase del encuentro con él, la fase espiritual, de claridad meridiana, en la que participaban entendimiento y voluntad.

De Roma a Roma Regresé a Alemania transformado. No se trata de una afirmación ulterior, de una interpretación autobiográfica del pasado, sino de una apreciación desapasionada que hice ya entonces y que, ya al poco tiempo, me resultaba posible definir; y, lo que es más convincente, también a otras personas les resultaba al cabo de poco tiempo posible definir esta transformación, a pesar de que yo mismo aún no me daba cuenta de la transcendencia y de las repercusiones que la tal transformación llevaba consigo. Tenía cincuenta y cinco años y era católico desde mis tiempos de estudiante hacía más de tres decenios; mi vida, en diversos aspectos, había seguido un rumbo poco convencional, había sido a menudo intranquila e incluso inestable, por fuera y por dentro; casi siempre un éxodo por la selva, codicioso de «vicisitudes» y de «novedades», afanoso de vivencias. Aunque nunca me había separado completamente de la Fe y de la Iglesia, una arbitrariedad autocrática no precisamente irresoluta manejaba ambas como si se tratara de un depósito de fondos espirituales de los que, según capricho, se retira o añade esto y aquello, se valora, ora así, ora de otro modo y a veces se deja totalmente de lado. En el momento en que el estudiante me preguntó por el «Señor de la historia» parece que reinaba en mi interior «bonanza». «Ante su cabaña, sosegado y a la sombra, está sentado el arador», podría decir con Hölderlin, «el hogar humea ante el hombre austero»… Los hijos eran mayores, tenia nietos, algunas de las cosas que Camino enumera en el punto 63 se podían referir a mi persona. La brújula apuntaba hacia el repliegue del turbio y vulgar «mundo», hacia el placentero retiro en la casa de campo, para, por fin, escribir y sólo escribir, para, por fin, tener tranquilidad para la «obra maestra». O, por citar otra vez a Hölderlin: «Llena de paz y serenidad es la vejez»… Pero justamente lo que dice este verso final de la «Fantasía vespertina» es lo que me faltaba: no se podía hablar de paz ni de serenidad ni, bien mirado, tampoco de vejez. Precisamente en ello se basó la « transformación romana»: por el ejemplo concreto de hombres que andaban el camino de Josemaría Escrivá había llegado a experimentar allí –y entendido hasta cierto punto lo que había experimentado– que Dios quiere servirse de hombres que sean cooperadores, corredentores con Cristo en el mundo tratando con todas sus fuerzas de emular su vida, sus treinta años de trabajo oculto, su amor, sus enseñanzas y su dolor. Y había comprendido que de ese intento –y sólo de él y de nada más resulta la paz, la alegría, la serenidad del corazón que todo hombre ansia y que muchos pretenden lograr con medios inadecuados. Durante decenios había formulado pensamientos e ideas más o menos juiciosas, más o menos atinadas en libros, artículos y conferencias; pero los hombres a mi alrededor, las condiciones de trabajo, la realidad que me rodeaba me resultaban «estorbos», algo que «molestaba» y mermaba el aislamiento y la exclusividad a las que yo tenia «derecho». Bien es cierto que los temas de la religión, de la fe, de la «reflexión sobre Dios» surcaban casi todos los escritos, pero más o menos como un historiador naval procedente de Suiza central podría escribir sobre la historia de la navegación sin haber visto jamás el océano y sin haber pisado nunca un navío. Si, ésta era la transformación: una operación de ojos. Me habían, como se dice, «abierto los ojos», me habían operado las cataratas que durante muchos años no me dejaran ver el mundo más que a través del velo gris de la abstracción y del egocentrismo, dos actitudes que mantienen una peculiar relación mutua. Todavía recuerdo con exactitud que en las conferencias que debía dar en tres ciudades inmediatamente después del viaje a Roma, veía a mi público de otra manera, oía a los participantes en la discusión de otro modo, casi me atrevo a decir que atendía a las personas (a la guardarropa, al portero, a la vendedora y al empleado de la taquilla), a cada persona, en suma, de forma nueva, natural, viva. De pronto sentí el deseo (y, poco a poco, también la capacidad) de hacer partícipes a los que me rodeaban de la amorosa atención de la que yo había sido objeto.

El 30 de junio de 1975, mi mujer y yo vimos por primera vez a Josemaría Escrivá de Balaguer –aunque sólo fuera en película–, le vimos y le oímos. Estábamos cinco personas: nosotros dos, dos miembros de la Obra, y el Fundador. Sí, él estaba allí, perceptiblemente: parecía que llenaba toda la habitación y que estaba delante, junto a y dentro de cada uno de nosotros. Si mal no recuerdo, nos proyectaron una película que recogía una tertulia tenida en Santiago de Chile, el 6 de julio de 1974. Yo tenía la sensación de estar sentado en medio de aquella sala y de ser uno de los interlocutores (¡tenía aún tantas preguntas por hacer!) y que me reconocía entre los demás, llegándome hasta el fondo del alma, y se reía y a la par estaba serio y me contestaba muy personalmente, pero de forma que todos los demás también entendían lo que les hacía falta.

A partir de esa tarde empieza para mí el encuentro consciente –buscado intelectualmente y querido– con Josemaría Escrivá de Balaguer. Leí (esto fue lo primero y lo más importante) de forma sistemática, de principio a fin, Camino, no sólo una vez, sino muchas. Poco a poco fui comprendiendo el secreto de este libro: los 999 puntos, a primera vista, pueden parecer prudentes reglas de vida o cuidados aforismos; además al principio se piensa: bueno, esta frase y aquella otra son especialmente acertadas, esta otra no me incumbe, aquella sólo en parte… Por eso, tanto una mente sencilla como una cabeza complicada, una inteligencia poco culta y otra superfilosófica se pueden interesar por él; hasta que por fin se ven fascinados y acaban reconociendo –cada cual por su cuenta y a su manera– que cada uno de los 999 puntos se asemeja a un profundo aljibe que nuestro reflexionar casi nunca llega a sondear totalmente. Esto es lo que descubrí: Camino tiene en común con las grandes obras de la literatura y del arte que se adecúa plenamente a cualquier capacidad intelectual.

Después de la lectura de Camino vino la de Conversaciones, Santo Rosario, homilías publicadas hasta entonces como folletos y finalmente Es Cristo que pasa, el primer libro de homilías, que fue publicado en alemán en 1975. Si digo «lectura», el término es correcto sólo visto desde fuera: se trataba de una conversación en la que Josemaría Escrivá luchaba ahora por conquistar también mi «cabeza», a la que se había adelantado el corazón, ganado en su mayor parte gracias a una simpatía humana. Ahora hablaba conmigo con las palabras claras, profundas y, sin embargo, sencillas, de sus libros y se dirigía directamente a mi, en todo lo que me relataban sobre él y en las películas que veía de vez en cuando.

Mi deseo de contestar al Fundador del Opus Dei, por el que sentía llamado en lo más profundo de mi persona y al que cada vez llamaba más a menudo «Padre», crecía incontenible. Y, poco a poco, comprendía que sólo se podía dar esa contestación con toda la persona, es decir, en y a través de la unidad de vida. Pero ese conocimiento se queda en mera teoría mientras no se formula en primera persona engendrando la decisión de tomarlo en serio. Este sí a la tarea de transformar en vida diaria, cotidiana, tal conocimiento (providencial regalo de nuestro Padre Dios) y de hacerlo hasta el último instante; este sí es algo bien distinto y mucho más que la «adhesión» a una institución honorable y se llama con pleno derecho «vocación». Una y otra vez he llamado a Josemaría Escrivá de Balaguer un «libertador», tanto en un sentido personal como referido a toda la Cristiandad. Insisto en este vocablo. ¿Por qué? Cerrar el abismo que media en el corazón y en la cabeza de muchas personas (tal vez de la mayoría hoy en día), el abismo entre fe y ciencia, racionalidad y sentimientos y sobre todo entre la «vida cotidiana normal» y la filiación divina, el cerrarlo a partir del conocimiento, a partir de la voluntad e indicando el camino y los medios, éste es un hecho liberador inconmensurable que todavía no ha sido comprendido del todo, ni mucho menos. A este hecho así se le puede aplicar con propiedad el término «teología de la liberación».

A mi encuentro consciente en el entendimiento con el Fundador del Opus Dei siguió por fin, con lógica divina y humana, el encuentro consciente en el amor. También éste es un acontecimiento interior que se sustrae a la apertura «literaria», pero que está ligado al tiempo y al espacio. Inmediatamente después de un curso de retiro en el Castello di Urio, en Italia septentrional, viajé a Roma, esta vez no como turista o como conferenciante, sino como peregrino, para escuchar. No tenía otra meta que la Cripta en la sede central de la Obra, donde desde hacia nueve meses reposaba el «libertador». Cuando por primera vez me arrodillé allí, junto a la sencilla losa de mármol negro con las palabras «El Padre», en la tarde del 5 de abril de 1976, abarqué en una sola mirada, con una claridad absoluta, meridiana, toda mi vida hasta aquel momento, mis 57 años. En medio del dolor que nacía de la contemplación de tal panorama, experimenté la inmensa alegría de reconocer que, a pesar de los pesares, había sido un camino que me había conducido hasta aquí. Liberado de la obsesiva ilusión –herencia del burgués ilustrado del siglo XIX– que me exigía realizar la propia vida al modo de una «obra de arte» o como un «monumento», so pena de tener que considerarla fracasada, no «digna de ser vivida» en el caso contrario, experimenté sin pero alguno la dicha de haber sido descubierto en la plaza del mercado por el Señor de la viña que me daba empleo a última hora. Llegar a obtener un pedestal de mármol en el Olimpo de Goethe: al joven le había parecido ésta la mayor meta para su vida; el que ya iba para viejo estaba contento y agradecido con poder recoger un par de piedras en el campo del Señor. Esta «corrección del rumbo» es fruto del encuentro con Josemaría Escrivá de Balaguer.

Tomado de Scripta Theologica, nº XIII, VI-XII.1981, pág. 703 ss.

Peter Berglar, Doctor en Medicina y en Historia, era entonces profesor de Historia Moderna en la Universidad de Colonia. Posteriormente, en 1983, escribió una biografía de Josemaría Escrivá de Balaguer titulada El fundador del Opus Dei, publicada en castellano por la editorial Rialp en 1987.