Luka Brajnovic: Todos los días luchando positivamente contra el odio

Luka Brajnovic: Todos los días de mi vida luchando positivamente contra el odio “Despedidas y encuentros”: así se titula el libro de memorias que Luka Brajnovic publicó hace escasos meses, recogiendo sus recuerdos de la guerra y el exilio. Un resumen doloroso pero lleno de coraje de la Historia europea del siglo y, a la vez, de la peripecia vital de este periodista croata afincado en España, según la semblanza publicada por El Mundo con ocasión de su fallecimiento el 8 de febrero. En 1941, Luka Brajnovic dirige, con veintidós años, un semanario croata de Zagreb. Su primer arresto viene de manos de las tropas italianas que acaban de ocupar la costa dálmata croata, por la publicación de un artículo en el que tacha a Mussolini de «dictador soberbio y mediocre». Cuando le embarcan en un acorazado rumbo a Italia, Luka no duda en huir: una hora de natación casi olímpica le deposita otra vez en la costa dálmata y puede reincorporarse a su trabajo en la capital.

Dos años después, con Croacia ya independiente y aliada de los alemanes, es atrapado por los partisanos comunistas de Tito y, tras salvarse del fusilamiento gracias a su condición de periodista, se verá por primera vez en una tesitura que se repetirá varias veces en su carrera: plegarse a los chantajes políticos. Los partisanos le presionan para que dirija un programa de radio con fines propagandísticos y él se niega en virtud de sus convicciones y de la ética profesional. El premio a esa lección de coherencia no fue otro que un campo de concentración. Una segunda huida le devuelve a Zagreb cuando capitula Italia y los croatas son movilizados al frente del Este, con los alemanes ya en franca retirada. Los hechos se suceden vertiginosamente: el periódico de Luka cierra, muere su padre, uno de sus hermanos es asesinado, se casa y nace su hija, Elica. Pero el cerco se cierra: ante la inminente entrada de los comunistas de Tito en Zagreb, Luka emprende, solo, en mayo de 1945, el exilio.

Viajará primero a Italia y luego a España. Es una de las personas desplazadas que pululan por el occidente europeo mendigando trabajo a organizaciones humanitarias, malviviendo en pensiones paupérrimas, aprendiendo a vivir en países de lengua extraña y costumbres ajenas. Su principal preocupación será conseguir que Ana y Elica salgan de la reunificada Yugoslavia de Tito. Son doce años de gestiones infructuosas, que le hacen conocer las salvajes represalias contra su familia. Pero Madrid no le defrauda. Tras doce años de separación, Ana consigue el visado para reunirse con Luka y llega a Alemania. A partir de aquí, el dolor se serena y da paso a un tiempo de reencuentro con la vida: nuevos hijos, nuevo trabajo, la posibilidad de dedicarse en cuerpo y alma al periodismo y a la enseñanza universitaria en la Universidad de Navarra, el reconocimiento de su sabiduría y de su coraje por parte de muchas generaciones de estudiantes y colegas de la Facultad de Periodismo.

No necesitó aprender la ética del periodismo en los manuales: su propia vida fue una impresionante lección de amor a la libertad, respeto a las opiniones ajenas y defensa apasionada de las propias convicciones. Miembro del Opus Dei, había hecho carne propia aquel consejo del beato Josemaría Escrivá: «No tengas miedo a la verdad, aunque la verdad te acarree la muerte».

Poeta casi a escondidas, se prodigó como comentarista de política internacional e inteligente crítico literario. Su manual “Grandes figuras de la literatura universal” y otros ensayos fue un libro de referencia en aquellos años 60 en los que poco se sabía de los escritores de la Europa Oriental.

Luka nos dio ejemplo de una fe grande. En los momentos duros de su vida. Y en los momentos ordinarios. Su ejemplo nos sirve ahora para sentir más cercana su cercanía, y saber que desde su sitio de privilegio nos echa una mano, cuando se lo pedimos, o cuando no se lo pedimos. Luka era generoso, y lo seguirá siendo. Por eso me gusta pensar que desde allá arriba Luka es ahora un intercesor eficaz.

Nos ha dejado Luka un gran tesoro. Su vida, rica, apasionante, que nos cuenta en ese libro extraordinario, que alguien podría llamar autobiografía. Pero es más. Es un libro de dolor y de amor. Es un libro de aventuras apasionantes donde están en juego la vida, la verdad, la libertad. Su hija Olga, periodista también, escribe unas líneas, epílogo del libro, que retratan a Luka. Nos cuenta, entre otras cosas, una entrevista de radio, en la que ella acompañó a su padre. Pero mejor serán sus palabras: “… la periodista dejó de mirar el bloc de notas en el que tenía anotadas las preguntas, miró a mi padre y le preguntó: –¿No siente odio contra quienes le hicieron sufrir de esa forma? –No.

–Pero ¿cómo es posible? –‘Desde entonces he pasado todos los días de mi vida luchando positivamente contra el odio.

Unas líneas después, a Olga se le escapa este comentario: “… una lucha tan continua contra el odio tiene que multiplicar la capacidad de amar.” La sinrazón de las luchas ideológicas del siglo XX tiene en Luka un ejemplo difícilmente repetible como víctima: prisionero de tres fuerzas de ocupación distintas -la italiana, la comunista y la aliada- supo añadir el ingrediente más difícil: el perdón. Esta frase de sus memorias podría servir como sumen de todas sus peripecias: «Todos los días de mi vida los he pasado luchando positivamente contra el odio».

Luigi y María Beltrame: Primer matrimonio beatificado

Un abogado del Estado y una profesora han subido juntos a los altares igual que lo hiceran a la basílica romana de Santa María Mayor el 25 de noviembre de 1905 para contraer matrimonio. Juan Pablo II ha manifestado su alegría pues, «por primera vez dos esposos llegan a la meta de la beatificación». Luigi (1880-1951) y María (1884-1965) Beltrame Quattrochi, originarios de Roma, fueron un matrimonio feliz.

María era profesora y escritora de temas de educación, comprometida en varias asociaciones (Acción Católica, Scout, etc.). Luigi fue un brillante abogado que culminó su carrera siendo vice-abogado general del Estado italiano. Estuvieron casados durante cincuenta años y tuvieron cuatro hijos: Filippo (hoy padre Tarcisio), nacido en 1906; Stefania (sor Maria Cecilia), nacida en 1908 y fallecida en 1993; Cesare (hoy padre Paolino), nacido en 1909; y Enrichetta, la menor, que nació en 1914. Dos de ellos, Filippo y Cesare, se encontraban entre los sacerdotes que concelebraron la Misa de beatificación con el Papa. La tercera, Enrichetta, se sentaba entre los peregrinos que llenaron hasta los topes el templo más grande de la cristiandad.

El Papa subrayó que la primera beatificación de un matrimonio llega justo «en el vigésimo aniversario de la exhortación apostólica «Familiaris Consortio», que puso de manifiesto el papel de la familia, particularmente amenazado en la sociedad actual». Recién licenciado en Derecho, el joven siciliano tuvo la suerte de descubrir a una muchacha florentina alegre y decidida, que no dudaría en ejercer como enfermera voluntaria en la guerra de Etiopía y en la Segunda Guerra Mundial. Luigi y María eran una familia acomodada y a la vez generosa, que supo acoger en su casa romana a muchos refugiados durante el último gran conflicto y organizar grupos de «scouts» con muchachos de los barrios pobres de Roma durante la postguerra.

Pero eran, sobre todo, una pareja normal -con las aficiones típicas de la clase media romana desde la política hasta la música-, que se apoyaban el uno en el otro para sacar adelante a sus cuatro hijos. Por su cargo de abogado del Estado, Luigi conoció a los grandes políticos de la postguerra mientras que María fue profesora y escritora. No fundaron ninguna orden religiosa, ni tuvieron experiencias místicas, pero convirtieron su trabajo en servicio habitual a los demás y volcaron todo su cariño en la vida familiar hasta la muerte de Luigi, en 1951 y de María en 1965. La santidad de ambos creció en pareja pues, de hecho, antes de casarse, Luigi Beltrame Quattrocchi no vivía su fe cristiana con especial fervor.

La vocación religiosa prendió, en cambio, muy pronto en sus cuatro hijos, tres de los cuales viven todavía y acudirán mañana a la ceremonia en la Plaza de San Pedro. Según Tarsicio, sacerdote diocesano de 95 años, «nuestra vida familiar era muy normal» mientras que Paolino, padre trapense de 92 años, recuerda «el ambiente ruidoso y alegre de nuestra casa, sin beaterías o ñoñerías». Enrichetta, que tiene 87 años y se consagró privadamente a Dios, asegura que sus padres no discutieron jamás delante de los hijos. «Es lógico que hayan tenido divergencias, pero nosotros nunca las vimos. Los problemas los resolvían hablando entre ellos».

El heroismo de la pareja se puso a prueba cuando esperaban a Enrichetta, la última de sus dos hijas, y los médicos diagnosticaron una complicación gravísima que aconsejaba abortar. Uno de los mejores ginecólogos de Roma les dijo que las posibilidades de supervivencia de la madre eran de un 5 por ciento, pero ambos prefirieron arriesgar. Enrichetta nació en 1914 y agradece a sus padres «aquel acto de heroismo cristiano».

Los dos nuevos beatos, explicó el Papa durante la homilía de la beatificación, vivieron «una vida ordinaria de manera extraordinaria». «Entre las alegrías y las preocupaciones de una familia normal, supieron realizar una existencia extraordinariamente rica de espiritualidad. En el centro, la eucaristía diaria, a la que se añadía la devoción filial a la Virgen María, invocada con el Rosario recitado todas las noches, y la referencia a sabios consejos espirituales».

«Estos esposos vivieron a la luz del Evangelio y con gran intensidad humana el amor conyugal y el servicio a la vida –añadió el Santo Padre–. Asumieron con plena responsabilidad la tarea de colaborar con Dios en la procreación, dedicándose generosamente a los hijos para educarles, guiarles, orientales, en el descubrimiento de su designio de amor».

En la historia hay otros casos de santidad de matrimonios reconocidos oficialmente por la Iglesia. Es la primera vez, sin embargo, que la ceremonia de beatificación se realiza de manera conjunta. La beatificación se convirtió en el momento culminante de la fiesta de la familia que ha organizado este fin de semana la Iglesia católica en Italia, al cumplirse los veinte años de la publicación de la exhortación apostólica «Familiaris Consortio», el documento sobre la vida matrimonial más importante escrito por Juan Pablo II. En la tarde del sábado anterior, 50 mil personas se habían congregado en la plaza de San Pedro para participar con el obispo de Roma en un encuentro de fiesta, oración y testimonio. El pontífice pidió en esa circunstancia «un decidido salto de calidad en la programación de las políticas sociales» a favor de la familia y volvió a recordar que la familia no puede ser equiparada a otro tipo de formas de convivencia.

La fiesta, sin embargo, quedó algo estropeada por una torrencial lluvia que azotó la plaza de San Pedro con ráfagas violentas. Por este motivo, a última hora, se decidió celebrar la misa en la Basílica del Vaticano. La fachada de Maderno reservó en esos momentos un espectáculo único: miles de peregrinos, que se resguardaban del aluvión tratándose de cubrir con sillas, entraron en masa mojados hasta los topes en la gran basílica. Al final de la celebración, antes de presidir la oración mariana del «Angelus», Juan Pablo II condenó con palabras durísimas la violencia que ha tenido lugar estos tres últimos días en Belén y presentó a la familia como un signo de esperanza en este mundo atenazado por el miedo a los atentados y la violencia. «La familia, de hecho –dijo–, anuncia el Evangelio de la esperanza con su misma constitución, pues se funda sobre la recíproca confianza y sobre la fe en la Providencia. La familia anuncia la esperanza, pues es el lugar en el que brota y crece la vida, en el ejercicio generoso y responsable de la paternidad y de la maternidad». «Una auténtica familia, fundada en el matrimonio, es en sí misma una “buena noticia” para el mundo», concluyó.

Su hijo Cesare Beltrame Quattrocchi, de 92 años, quien al abrazar la vida religiosa asumió el nombre de Paolino, recuerda con sencillez la figura de sus padres. «Si bien nunca había imaginado que un día serían proclamados santos por la Iglesia, puedo afirmar sinceramente que siempre percibí la extraordinaria espiritualidad de mis padres. En casa, siempre se respiró un clima sobrenatural, sereno, alegre, no beato. Independientemente de la cuestión que debíamos afrontar, siempre la resolvían diciendo que había que hacerlo «de tejas para arriba». Entre papá y mamá se dio una especie de carrera en el crecimiento espiritual. Ella comenzó en la parrilla de salida, pues vivía ya una intensa experiencia de fe, mientras que él era ciertamente un buen hombre, recto y honesto, pero no muy practicante. A través de la vida matrimonial, con la decisiva ayuda de su director espiritual, también él se echó a correr y ambos alcanzaron elevadas metas de espiritualidad. Por poner un ejemplo: mamá contaba cómo, cuando comenzaron a participar diariamente en la misa matutina, papá le decía «buenos días» al salir de la iglesia, como si sólo entonces comenzara la jornada. De las numerosas cartas que se dirigieron, que hemos podido encontrar y ordenar, emerge toda la intensidad de su amor. Por ejemplo, cuando mi padre se iba de viaje a Sicilia, era suficiente que llegara a Nápoles para que enviara un mensaje, en el que contaba a su mujer lo mucho que la echaba de menos. Este amor se transmitía tanto hacia dentro –durante los primeros años de matrimonio vivían también en nuestro piso los padres de ambos y los abuelos de ella– como hacia fuera, con la acogida de amigos de todo tipo de ideas y ayudando a quien se encontraba en la necesidad. La educación, que nos llevó a tres de nosotros a la consagración, era el pan cotidiano. Todavía tengo una «Imitación de Cristo» que me regaló mi madre cuando tenía diez años. La dedicatoria me sigue produciendo escalofríos: «Acuérdate de que a Cristo se le sigue, si es necesario, hasta la muerte».

Esta causa de beatificación ha sido también especial por otro motivo: la Congregación para las causas de los santos aceptó un sólo milagro para los dos siervos de Dios. Según revela el postulador -el padre Rossi-, se trata de Gilberto Grossi, un joven que hoy es neurocirujano, pero que en el momento en el que lo experimentó trabajaba en la casa Beltrame Quattrocchi catalogando los escritos de los dos esposos. «Su invocación a Dios por la curación de alteraciones óseas, que con frecuencia le obligaban a permanecer inmóvil, fue dirigida por intercesión de ambos cónyuges», revela el postulador. «Al reconocer su “común intercesión” –concluye el postulador–, podemos decir que los teólogos han subrayado que los esposos no sólo están unidos en una dimensión humana, sino también espiritual». Rossi explica que «Luigi y María no tenían aparentemente nada de “extraordinario”. Lo que les distingue es la “manera extraordinaria” con la que vivieron». «Los dos esposos fueron cristianos convencidos, coherentes y fieles a su propio bautismo; supieron acoger el proyecto de Dios sobre ellos y respetaron su prioridad; fueron personas de gran caridad, entre sí, con los hijos y con el prójimo, promoviendo el bien y la justicia; fueron personas de esperanza, que supieron dar el justo significado de las realidades terrenas, con la mirada puesta siempre en la eternidad». Según el padre Rossi, estos dos nuevos beatos dejan al mundo un «mensaje de esperanza, consuelo y apoyo a la familia cristiana, asaltada hoy por tantos problemas y asediada en sus valores fundamentales, en su ideal, en su configuración genuina».

Cuando se aprobó la causa de beatificación conjunta del primer matrimonio en la historia de la Iglesia, a la Congregación vaticana para las Causas de los Santos le surgió un problema: ¿cuándo se celebrará su fiesta? En general, la fiesta de los beatos y santos suele celebrarse el día de su muerte, día de su abrazo con Dios. ¿Debería celebrarse en fechas diferentes la memoria de Luigi y Maria Beltrame Quattrocchi creando así dos fiestas? Juan Pablo II, que desde hacía años soñaba con poder beatificar a una pareja, tomó entonces una decisión revolucionaria: la fiesta de los dos beatos se celebraría conjuntamente en un mismo día, en el aniversario de su boda. Y dado que Luigi y María contrajeron matrimonio el 25 de noviembre de 1905, en este año se celebra por primera vez su memoria. Por el momento, la fiesta sólo se celebra en Roma, la diócesis de los nuevos beatos, pues la beatificación, que el Papa celebró el pasado 21 de octubre, tiene carácter local. Dado que en este domingo se celebraba Cristo Rey, las parroquias romanas recordarán a sus beatos este lunes. En caso de que sean canonizados, entonces la fiesta alcanzará un carácter universal.

Tomado de Juan Vicente Boo, corresponsal ABC, 20.X.01, y de Zenit ZS01102106, ZS01102107, ZS01102205, y ZS01112510.

Leonardo Mondadori: De ateo radical a católico comprometido

Leonardo Mondadori es presidente del principal grupo editorial italiano. En un libro titulado Conversione. Una storia personale, publicado por su propia editorial, la famosa Editrice Mondadori, cuenta su extraordinaria experiencia religiosa: de ateo sin remedio a creyente que ha decidido vivir en castidad. Su testimonio público de fe católica ha revolucionado el ambiente laico de la cultura italiana. Otro converso, Vittorio Messori, ha sido su interlocutor en un libro-entrevista que se ha convertido en un best-seller en Italia.

No es frecuente que una figura de la jet society hable en público de cuestiones espirituales. Menos aún, que cuente su conversión. Pero lo que más ha sorprendido es que detrás de todo no haya ningún episodio extraordinario, sino un largo y pacífico proceso que le ha hecho redescubrir, con la fe, los sacramentos, la oración, la dirección espiritual, la castidad… Todo ello a los 55 años y después de muchas peripecias personales a lo largo de su vida.

El cambio empezó en 1992 y se inició cuando su empresa se disponía a publicar Camino, en el año de la beatificación de su autor, Josemaría Escrivá de Balaguer. Con este motivo entró en contacto con algunos miembros del Opus Dei, y poco a poco se produjo su conversión. Ahora, diez años después, ha decidido que valía la pena dar a conocer a otros ese itinerario suyo personal. Al principio, pensaba hacerlo mediante un ensayo que diera respuesta a las objeciones más frecuentes que las personas de su ambiente suelen poner a la fe. Pero cuando envió el borrador del libro a Vittorio Messori, para pedirle su parecer, el escritor le sugirió que lo mejor era que simplemente contara su experiencia. “Como dice Evagrio Pontico -un monje del siglo IV-, a una teoría se le puede contraponer otra teoría, pero ¿quién puede contradecir a una vida?”. Y así surgió el libro Conversione. Una storia personale, firmado por ambos.

Una de las cosas que más llama la atención del libro, en el que Messori hace de cronista, intercalando también su propia experiencia personal de converso, es precisamente la fuerza de la experiencia vivida. Algo que se hace particularmente evidente cuando Mondadori habla del divorcio y de su vida de divorciado, y subraya sin empacho la sabiduría de la doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio, “y lo hago basándome en lo que he padecido y he hecho padecer”.

El motivo por el que ha querido hacer públicos esos aspectos de su intimidad, a pesar de los comentarios sarcásticos que tal vez pueda producir, es la constatación de que en el Evangelio se encuentran las verdaderas “instrucciones de uso” para el hombre. “Habré logrado mi objetivo solo con que uno de los lectores encuentre en las páginas del libro un poco de luz”.

Ahora va a misa todos los domingos, tiene un director espiritual, frecuenta habitualmente los sacramentos y en particular la confesión, y por último, ha decidido -él, divorciado dos veces, hombre con fama de donjuán-, vivir soltero en castidad.

Entrevista de Michelle Brambila, Corriere della Sera, Milán.

-Doctor Mondadori, ¿por qué ha decidido hacer pública esta experiencia suya? ¿Se da cuenta de que entre los intelectuales, escritores y editores algunas de sus palabras –por ejemplo las que se refieren a la obediencia al Magisterio– están terriblemente fuera de moda? -Claro que me doy cuenta. De no hacerlo sería un inconsciente. Pero lo que me da miedo no es el riesgo de ser considerado pasado de moda. Lo que temo es no ser comprendido. Habrá quien diga: «Ya está, seguro que tiene un tumor, está a punto de morir, y entonces se entrega a la religión…».

-Sí, el tumor: otro tema delicado y personalísimo que usted no duda en revelar…

He tenido dos tumores: uno en el tiroides y un carcinoma en páncreas e hígado. Hoy para este mal existe una terapia muy eficaz. No, la enfermedad no tiene nada que ver con la conversión.

-En resumen: usted ha tenido que afrontar escarnios y perfidias. Y aun así, ha decidido salir al descubierto. ¿Por qué? -Porque si un solo lector encuentra, en las páginas de Conversión, un poco de luz, habré conseguido mi objetivo.

-Vittorio Messori, otro converso, escribe en el libro que su vida cambió tras una experiencia particular, tal vez –hace intuir– tras algo que se parece a una experiencia mística. ¿También a usted le ha sucedido algo similar? -No, ninguna experiencia mística. Para mí ha sido un continuum, una sensibilidad que ha ido creciendo. Con muchas caídas, entendámonos. Pero también con la voluntad de volver a levantarse siempre.

-Habrá un día, un encuentro, un rostro, un lugar, en fin, un hecho del que todo haya comenzado. ¿O no? -Sí, recuerdo un desayuno con Pippo Corigliano, responsable de Relaciones públicas del Opus Dei. Hablo de 1992, y yo, en aquella época, no me interesaba lo más mínimo por la religión, ni mucho menos por la Iglesia. Pero sentía que mi vida estaba, ¿cómo decir?, llena de errores. Llevaba ya a mi espalda dos divorcios, tres hijos de mujeres distintas… Corigliano me impactó mucho. Decidí encontrarme con él otras veces. Empecé a pedirle algún consejo. Fue muy discreto. Me dijo: «Si estás abierto a estas cosas, te propongo que vayas a hablar con un sacerdote que conozco».

-¿Y acudió a él? -Naturalmente. Un sacerdote excepcional. Me tuvo un gran respeto. Empecé a fiarme de él, a seguir sus sugerencias. Y, poco a poco, siguiendo lo que me decía, me di cuenta de que encontraba las respuestas que buscaba. Fui presa de un gran entusiasmo, quería cambiar mi vida de golpe. Y él, con gran realismo, me frenaba: «No tengas prisa –me decía–, Dios no te pide imposibles, procede con calma». No he dejado nunca a este sacerdote, que es en este momento mi director espiritual.

-¿Qué le ha convencido de que el cristianismo es verdadero? -La constatación de que el Evangelio es realmente el libro de instrucciones para el uso del hombre; que Jesucristo es de verdad la respuesta a todos nuestros interrogantes; que sólo quien sigue a Cristo se realiza plenamente. Ésta ha sido la primera prueba que he hallado. A ella se le añadió después otra prueba más: la oración. He experimentado que, cuando se pide algo a Dios con sinceridad y con intención recta, siempre se es atendido.

-Usted en el libro cuenta con emoción el retorno a la confesión.

-Sería más apropiado decir el descubrimiento de la confesión. Sí, fue un gozo inmenso. Me recordó cosas que había reprimido. Y también me sentí en paz con Dios. Feliz. Feliz como lo fui en mi verdadera Primera Comunión, en Nueva York, la vigilia de Navidad de 1993.

-Hoy son muchos los que vuelven a la religión escogiendo un camino personal, una especie de relación privada con Dios. Usted en cambio ha escogido la mediación de la Iglesia. ¿Por qué? -Es una cuestión sobre la que nunca he tenido dudas. La Iglesia ha quedado como el último baluarte contra las locuras de nuestro tiempo. Sé que paso por ser una persona un poco extravagante cuando, por ejemplo, hablo de castidad pre-matrimonial. Pero, ¿acaso darse por entero a sí mismo por primera vez sólo después de la boda no es un cemento extraordinario para un matrimonio? ¿Es que la lógica de hoy, por la cual todo está permitido en este campo, ha hecho a los hombres más felices? También aquí la realidad, la vida, me ha demostrado que quien sigue la ortodoxia católica presente desde hace 2.000 años no es defraudado.

-¿Tiene aún miedo a la muerte? Tengo miedo de la muerte física, es decir, me da miedo pensar en el momento en que moriré. Pero me digo: ¿por qué Jesús se hizo crucificar? O el cristianismo es un engaño, o bien en la crucifixión está nuestra salvación.

-¿No teme que sea un engaño? No. Yo, la prueba de que Jesús existe, la tengo. Y si está ahora, estará también después de nuestra muerte. Cómo será este después yo no lo sé. Pero estoy cierto de que, para quien está en paz con Dios, será muy hermoso.

Joseph Werth: Kazajstán, tierra de mártires

La historia de Joseph Werth, nacido en Karaganda y hoy obispo de Siberia Cuando en 1984 el joven Joseph Werth, nacido en Karaganda (Kazajstán), era ordenado sacerdote, nunca hubiera podido imaginar que un día el Papa de Roma podría visitar su tierra.

Hoy, a sus 48 años, Joseph Werth se ha convertido en el obispo de una de las diócesis más grandes del mundo, Siberia Occidental, y da la bienvenida a su propia tierra, casi sin creérselo, a Juan Pablo II.

Monseñor Werth y Karol Wojtyla son buenos amigos. En una ocasión, al visitar una parroquia de Roma, en su encuentro con los jóvenes, el Papa les puso como ejemplo a su amigo misionero, al que nombró en 1991, con sólo 38 años, obispo de Siberia, nada más caer el régimen soviético.

La historia de monseñor Werth es como la de muchos católicos de Kazajstán. Su familia era de origen alemán, llegada a la Rusia Europea en el siglo XVIII, en tiempos de Catalina II.

En los años treinta, en pleno régimen de Stalin, fueron deportados a Kazjastán, al igual que muchos cristianos. «Las condiciones de vida eran muy duras, realmente dramáticas», recuerda Werth.

De hecho, las deportaciones de alemanes, ucranianos, rusos…, constituyeron precisamente el origen del renacimiento del cristianismo en las inmensas llanuras de esta enorme nación del tamaño de la Unión Europea pero con la población de los Países Bajos.

El primer amigo sacerdote que conoció Joseph Werth fue el obispo Aleksander Chira, obispo húngaro de rito oriental, ordenado clandestinamente, y condenado en 1948 a 25 años de trabajos forzados en campos de concentración en Siberia. Al terminar la sentencia, fue condenado de nuevo a 5 años a trabajos forzados en Karaganda.

Antes de la llegada del padre Aleksander Chira, la comunidad católica había mantenido la fidelidad gracias a la labor de otro superviviente de los campos de concentración, el padre Wladislaw Bukowinski, quien entre 1954 y 1971, año de su muerte, bautizó y catequizó a miles de deportados, con la ayuda de una religiosa, sor Gertrudis.

En 1977, la comunidad católica logró obtener la legalización oficial. En 1978, el padre Aleksander Chira construyó la primera Iglesia en Karaganda. En 1982, apareció por primera vez en público con los ornamentos episcopales, pues hasta entonces había mantenido en secreto su ordenación episcopal.

Un año después de la muerte del padre Aleksander Chira, en 1983, Joseph Werth era ordenado sacerdote y enviado primero a Marx, cerca de Saratow (Rusia), y siete años después a Siberia, como obispo.

Hoy, Kazajstán cuenta con una diócesis, tres administraciones apostólicas (es decir, circunscripciones confiadas a obispos pero que todavía no tienen el rango de diócesis), entre 200.000 y 400.000 fieles, 37 parroquias, 62 sacerdotes, 74 religiosas, más de 30 seminaristas, y 50 catequistas.

Monseñor Werth, al recibir al Papa en su país quiere dejar el mismo mensaje que pronunció su maestro de juventud, monseñor Chira, al celebrar sus sesenta años de sacerdocio: «Si el Señor me diera la vida cien veces, cien veces escogería este camino del sacerdocio».

Tomado de Zenit, 21.IX.01, ZS01092104.

José Luis Mendoza: Con 14 hijos funda una Universidad Católica

La Universidad Católica de San Antonio, en Murcia, es de las pocas que cuenta con dos claustros: uno, de profesores, y otro del siglo XVII. Enclavada en el monasterio de San Jerónimo, es el segundo monumento más importante de Murcia tras la catedral. Su presidente, José Luis Mendoza, neocatecumenal y padre de catorce hijos, logró levantar la universidad a golpe de tesón, fe y osadía. «Siempre he llevado una vida intensa», asegura.

A continuación recogemos una entrevista a José Luis Mendoza, presidente de la Universidad San Antonio de Murcia, realizada por Alex Navaja y publicada en el diario La Razón el 6.III.02.

– Usted ha sido misionero con toda su familia en la República Dominicana, ha levantado una universidad, tiene 14 hijos No parece muy amigo de la vida tranquila.

– Desde niño he llevado una vida intensa, de trabajo y estudio. Cuando era pequeño, las monjas me enseñaron a amar a Dios y a la Virgen, y eso quedó en mi corazón. Hay cosas que ocurren en la infancia y que después se reflejan en el futuro. En 1979 estudié la carrera de Medicina, y quise crear en Murcia una clínica de rehabilitación para enfermos con problemas psíquicos y psicomotores, pero en Murcia no había profesionales. Fui a Madrid y pedí permiso al Consejero de Sanidad para formar profesionales.

– ¿Y qué le respondió? – Me dijo que era un osado, pero mi padre me prestó un edificio que poseía y tuve 350 estudiantes el primer año. Después llegaron los convenios con la universidad de Alicante, Albacete, y otras, y llegamos a tener 10.000 alumnos por toda España.

– Entonces, ¿cuándo se fue de misionero? – En una charla, un sacerdote dijo que el Papa había pedido familias misioneras. Mi mujer y yo nos miramos y asentimos. En 1991, en el Camino Neocatecumenal, al que pertenecemos, nos preguntaron si estábamos dispuestos a irnos tres años a la República Dominicana. Así que cogí a mis ocho hijos y a mi mujer embarazada del noveno, y nos fuimos. Éramos la familia misionera del mundo con más hijos.

– ¿Y sus escuelas de medicina? – Cerré todo. Indemnicé a todos mis trabajadores y nos fuimos a la República Dominicana, en donde vivíamos sin agua corriente ni luz. Fueron años de convivir con la miseria y de ver a Cristo en los pobres. Cogí todas las enfermedades. Me levantaba a las cinco para rezar con los seminaristas; después me iba a evangelizar con mi mujer embarazada. Fueron años de sufrimiento, porque recibía amenazas de muerte de las sectas, que son puros negocios, pero creamos una parroquia que dio muchas vocaciones. Llegué a orinar sangre por el sufrimiento.

– Pero cuando volvió a España, no tendría nada…

– Efectivamente. Volví sin trabajo, y vivimos de la caridad. Tenía un patrimonio familiar importante, pero no me ofrecían ni el 20 por ciento de su valor. Así que empecé una escuela de Formación Profesional, y fue un éxito total.

– ¿Cuándo se embarcó en el proyecto de la Universidad Católica de Murcia? – Salió la carta apostólica de Juan Pablo II «Ex Corde Ecclesiae», que habla sobre las universidades católicas. Pensé que, tras los años de misión, ya tenía suficiente madurez para crear una universidad, y fundé la Universidad Católica de San Antonio de Murcia en 1996. Fue la primera creada por un laico con el apoyo de su obispo. Es una institución docente y evangelizadora, porque mi mujer y yo sólo nos hemos dedicado a evangelizar en los últimos veinte años. Los tres pilares de la universidad son la docencia, la investigación y la evangelización, y ya hemos ganado varios premios nacionales de investigación. En la actualidad tenemos 350 profesores, 150 miembros de personal administrativo y casi 6.000 alumnos.

– ¿Y logran evangelizar en la universidad? – Teología y ética son materias obligatorias en todas las carreras, y tenemos una capellanía universitaria que organiza peregrinaciones, atiende a los alumnos, etc. Han surgido dos vocaciones al Carmelo y una al seminario, y varias chicas no han abortado por las clases de bioética que se imparten.

– ¿Qué es más difícil: dirigir a 14 hijos o a 6.000 universitarios? – ¿Lo que es imposible para el hombre, es posible para Dios! Yo, por mí, no habría tenido más de dos hijos. Pero esto es como la parábola de la perla: hay que vender todo para poder comprarla. Yo hipotequé todo para comprar mi perla. Si el plan es de Dios, saldrá adelante, porque Él lleva con cada persona una historia de amor. La casualidad no existe en la vida de un cristiano: mis 14 hijos son 14 regalos del cielo.

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José Antonio Tremiño: La fe me ha hecho sacar fuerza de mi cautiverio

Empresario secuestrado. La fe le ayudó a sobrevivir al cautiverio José Antonio Tremiño, el empresario vallisoletano liberado en Georgia, ha declarado vía telefónica a “El Norte de Castilla” que no está agotado, está agotadísimo, aunque su voz suene potente y enérgica. Apenas ha podido dormir dos horas tras una maratoniana declaración ante las autoridades georgianas -realizada en el hotel en el que se aloja- a las que ha tenido que resumir en ocho horas todo un año de cautiverio. «Ha sido muy lento porque escribían a mano. Hacía mucho calor y estoy cansado porque tengo el horario cambiado. Pero la sesión ha terminado, y bastante bien». Así resume José Antonio Tremiño el trámite judicial y administrativo que ha tenido que resolver antes de regresar a España.

Lo positivo de lo malo Dice que sacar lo bueno de la pesadilla es la mejor forma de pasar por una situación que califica de horrorosa. «Nos han tratado peor que a animales. Estábamos en sitios mugrientos, no sabíamos donde estábamos porque nos cambiaron de lugar 17 veces y nos tenían enmascarados. Ya se sabrá con más detenimiento cómo ha sido, porque no queremos hablar de ello hasta que lleguemos a España», explica Tremiño. «Estoy muy agradecido a toda la gente de Valladolid que me ha ayudado y a la prensa local que ha sido especialmente exquisita», dice al referirse al apoyo que ha recibido en los 373 días de silencio obligatorio, y que le han trasmitido sus familiares.

Uno de los momentos más emotivos para el empresario fue poder hablar con su hijo, que cumplió los 13 años mientras su padre estaba retenido. «Creo que él quiso quitarme preocupaciones, se mostró muy adulto y tranquilo, aunque sé que lo ha pasado muy mal». Intenta hacer una lectura positiva de todo lo que le ha ocurrido, es como si el destino le hubiera jugado una mala pasada y puesto a prueba para medir sus fuerzas.

Lo que de verdad importa «Me he dado cuenta de que hay cosas muchísimo más importantes que el dinero, que la vida es maravillosa y a veces nos agobiamos por cosas que no tienen ninguna importancia. Con situaciones como las que he vivido, he aprendido lo que verdaderamente es importante».

Y para sobrevivir a tantas calamidades inenarrables, pero que se pueden resumir en vejaciones, malos tratos, amenazas de muerte, amén de estar a pan y agua, Tremiño echó mano de su fe para superarlo. «Yo soy una persona cristiana, aunque no he sido un gran cumplidor, pero en una de las llamadas a mi mujer me dijo: “reza José Antonio, reza mucho para que volvamos a estar juntos”. Y la verdad es que, a partir de es momento, me tranquilicé mucho, he rezado mucho y eso me ha ayudado». Aunque las fiestas navideñas le han traído por adelantado el mejor regalo que pudiera desear, la liberación, espera que los Reyes Magos traigan tranquilidad a toda su familia, a todos sus seres queridos y a todos los que le han apoyado. «Me gustaría borrarles todo el sufrimiento que han tenido las personas que se han preocupado por mí».

La voz potente que emana del otro lado del teléfono parece ser reflejo de su fortaleza y de su estado de ánimo. Hasta el punto de que considera que no va a necesitar la ayuda psicológica propia en estos casos. «En absoluto, me encuentro perfectamente. Es más, creo que en muchos aspectos me encuentro bastante mejor que antes, me ha ayudado a fortalecerme. Creo que he ganado en el aspecto personal». «Lo primero que haré será tranquilizar a todas las personas que se han preocupado por mí, a mi familia y a la gente que ha sufrido durante el secuestro. Tengo que salir adelante, empezar a trabajar otra vez. Así es la vida. Estoy animado y me encuentro bien en todos los aspectos, pero quiero volver a la normalidad cuanto antes».

J.H. Newman: de pastor anglicano a cardenal de la Iglesia católica

Nacido en el seno de una familia anglicana de banqueros, en Londres, el 21 de febrero de 1801, John Henry Newman experimentó a los 15 años una «primera conversión», como él la llamaba. Concentró desde aquel momento sus pensamientos sobre su alma y su Creador. En 1825, después de haber concluido sus estudios en Oxford, fue ordenado sacerdote anglicano. Tres años después era nombrado vicario de la Iglesia de Santa María, anexa a la Universidad de Oxford.

En ese cargo, que mantuvo hasta 1843, cultivó amistad con personas cultas e iluminadas de la Inglaterra de aquella época. Formó parte del «Movimiento de Oxford» cuyo objetivo consistía en restituir a la Iglesia anglicana el derecho a considerarse como parte de la Iglesia universal, al igual que la Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas, sin «romanizarla», pero remontándola a la tradición de los padres de la Iglesia y de los grandes teólogos.

Newman trató de hacer una interpretación católica de los 39 artículos de la iglesia anglicana con su famoso «Tract 90» (los «Tracts» eran breves tratados o artículos con los que los adherentes al Movimiento de Oxford manifestaban su pensamiento). Ahora bien, tanto la Universidad de Oxford como los obispos anglicanos rechazaron sus convicciones. De este modo, en 1842, se retiró a estudiar y a meditar en Littlemore. Después de años de profunda reflexión, acompañada por la oración, el 9 de octubre de 1945 abrazó el catolicismo.

Tras un viaje a Roma, en 1847 fue ordenado sacerdote. Uno de sus principales objetivos, entonces, fue demostrar a los ingleses que se puede ser buen católico y ciudadano leal. No sólo tuvo que sufrir las críticas de los anglicanos, sino también las de algunos católicos que consideraban poco sincera su conversión. El Papa León XIII, reconociendo sus méritos, le creó cardenal en 1879. Murió en Birmingham el 11 de agosto de 1890.

El 22 de enero de 1991, Juan Pablo II dio un importante impulso a su causa de beatificación al reconocer sus virtudes heroicas.

Newman se interesó en sus obras por el saber teológico y humanista: filosofía, patrística, dogmática, moral, exégesis, pedagogía e historia. Para transmitir de manera eficaz su pensamiento utilizó varios géneros literarios: el discurso, el tratado, la novela, la poesía, y la autobiografía.

Carta papal sobre el gran converso del anglicanismo del siglo XIX Juan Pablo II recuerda a John Henry Newman CIUDAD DEL VATICANO, 27 feb 2001 (ZENIT.org).- Juan Pablo II ha querido recordar el segundo centenario del nacimiento del cardenal John Henry Newman, uno de los católicos ingleses más influyentes del siglo XIX, convertido del anglicanismo, y lo propone como modelo a los cristianos de inicios de milenio.

Según el Papa, Newman es un clásico en el sentido más propio de la palabra: «Nació en una fecha específica, el 21 de febrero de 1801, en un lugar específico, Londres, y en una familia específica. Pero la misión particular que se le confió pertenece a todo tiempo y lugar».

El hoy venerable Newman vio la luz en el seno de una familia de banqueros. Desde muy joven sintió una pasión por Dios y las cosas del espíritu que le llevaron a ordenarse sacerdote en 1825 el seno de la comunidad eclesial en la que había sido bautizado, la Iglesia anglicana.

Desempeñó su labor como pastor anglicano durante catorce años como vicario de la Iglesia de Santa María, anexa a la Universidad de Oxford, punto de encuentro de intelectuales ingleses de la época. De este modo adhirió al «Movimiento de Oxford» con el objetivo de restituir a la Iglesia anglicana el derecho a considerarse como parte de la Iglesia universal, al igual que la Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas.

Al tratar de hacer su propia interpretación de los 39 artículos de la iglesia anglicana con su famoso «Tract 90» comenzó a descubrir la verdad en la Iglesia católica, ganándose las críticas de la comunidad universitaria de Oxford como por la misma Iglesia de Inglaterra. Tras retirarse en el silencio de la oración y el estudio durante tres años, en 1945 abrazó catolicismo, en cuyo seno fue ordenado sacerdote.

Su talla intelectual y su pasado anglicano hicieron de él un puente para la comprensión del diálogo con la Iglesia y la sociedad de Inglaterra, ofreciendo todavía hoy a través de sus numerosos escritos interesantes sugerencias. El Papa León XIII, en reconocimiento de sus méritos, le creó cardenal en 1879. Falleció en la misma ciudad de Birmingham el 11 de agosto de 1890.

En su carta, publicada hoy por la Sala de Prensa de la Santa Sede, el Papa se refiere a la época «tormentosa» en que tuvo que vivir Newman, «cuando las antiguas certidumbres se tambaleaban y los creyentes se enfrentaban con la amenaza del racionalismo de una parte y del fideísmo de otra. El racionalismo rechazaba la autoridad y la trascendencia, mientras el fideísmo resolvía los desafíos de la historia y las tareas de este mundo con una dependencia mal entendida de la autoridad y del gobierno».

«En un mundo así, Newman estableció una síntesis memorable entre fe y razón», uno de los argumentos que más han apasionado a Karol Wojtyla desde su juventud y al que ha dedicado su última encíclica.

En particular, el Papa explica que, en su búsqueda personal, el futuro cardenal tendría que afrontar el dolor y las tribulaciones, «que en lugar de menoscabarle o aniquilarle, reforzaron paradójicamente su fe en el Dios que le había llamado, y le confirmaron en la convicción de que Dios “no hace nada en vano”».

De hecho, Newman tuvo que soportar tanto las críticas de católicos que decían que no se había convertido realmente a la Iglesia católica como la de anglicanos que obviamente no compartían su decisión.

El obispo de Roma concluye ofreciendo la gran lección de este inglés del siglo pasado: «Al final, lo que resplandece en Newman es el misterio de la Cruz del Señor, que fue el corazón de su misión, la verdad absoluta que él contempló, la “cariñosa luz” que le guió en su vida».

El proceso de beatificación del cardenal Newman se encuentra en fase avanzada. El 22 de enero de 1991 Juan Pablo II reconoció sus virtudes heroicas. Esta carta es vista por algunos de los expertos como un nuevo empujón del Santo Padre para atraer la atención de los católicos por una figura que en algunos aspectos es indudablemente profética.

Puede consultarse más información sobre el cardenal Newman en http://www.newmanreader.org Tomado de http://www.zenit.org

Karol Wojtyla: Una juventud curtida en la adversidad

El enigma de una biografía Juan Pablo II ha sido sin lugar a dudas –así lo reconocen hasta sus más acérrimos detractores– la figura más colosal y carismática que ha conocido el final del segundo milenio. Junto a ser guía espiritual de casi mil millones de católicos, se ha convertido en el más vigoroso defensor de la justicia social y los derechos humanos de todo el mundo contemporáneo. En su largo pontificado ha demostrado una prodigiosa capacidad para conciliar fidelidad y creatividad, prudencia e ingenio, paciencia y audacia. Apoyado en su prestigio y autoridad moral como pontífice, se ha revelado también como un diplomático de inmensa envergadura e influencia mundial. Ha sido además protagonista de descollantes realizaciones intelectuales y literarias, y goza de un innegable carisma ante la gente joven.

Muchos se preguntan con frecuencia de dónde vienen a Juan Pablo II esas indiscutibles cualidades personales. ¿Cómo ha surgido este hombre? ¿Cómo se ha forjado una personalidad tan extraordinaria? ¿Qué hay en la biografía de Juan Pablo II que le ha permitido prepararse de un modo tan sobresaliente para ejercer su misión como cabeza de la Iglesia católica en una encrucijada tan difícil de su historia? Si unos grandes expertos en la materia se plantearan fabricar un líder mundial de semejantes características a partir de un chico joven, es muy probable que pensaran en proporcionarle una educación de élite, en unas condiciones cuidadosamente preparadas para facilitar en todo lo posible su formación académica, intelectual y humana.

Sin embargo, en la biografía del joven Karol Wojtyla no hay nada de eso. Apenas aparecen momentos de facilidad. Su infancia y su juventud están marcadas por la tragedia, el dolor, la pobreza y la dificultad. ¿Qué había entonces distinto a otros? ¿Por qué esas difíciles circunstancias personales no le hundieron sino que curtieron su personalidad y le prepararon para ser un persona tan extraordinaria? ¿Cuál fue su actitud ante los obstáculos que encontró en su vida? La biografía de Karol Wojtyla es una prueba de cómo el hombre, sean cuales sean las circunstancias en que viva, puede elevarse por encima de sus condicionamientos personales, familiares o sociales. No es que esos condicionamientos no influyan, porque influyen, y mucho, pero nunca llegan a eliminar la libertad. En toda biografía puede apreciarse la génesis de la actitud que cada uno toma ante la vida. Veamos un poco cómo fue la de Karol Wojtyla.

Los primeros golpes del destino La tragedia golpeó por primera vez a Karol Wojtyla el 13 de abril de 1929, día en que su madre falleció a la edad de 45 años, como consecuencia de una miocarditis. A Karol le faltaban cinco semanas para cumplir 9 años, y su hermano Edmund estaba cerca de terminar su licenciatura en la Facultad de Medicina de Cracovia. Después del entierro, su padre –un teniente retirado que vivía de una exigua pensión– llevó a los dos hermanos a rezar al Santuario de Kalwaria Zebrzydowska.

La muerte de la madre es sin duda traumática para un niño, especialmente a esas edades. En lo más hondo de su ser, el sufrimiento era desgarrador. Con el paso de los años, en su extensa producción literaria expresaría, sobre todo en algunos poemas, que la idea de la muerte estuvo muy presente en su conciencia durante toda su vida.

Karol y su padre se quedaron viviendo ellos dos solos en Wadowice. Pasaban tales apuros económicos que el padre, recordando sus antiguas nociones de sastre, tomó la aguja no sólo para remendar la ropa de los dos, sino también para convertir sus viejos uniformes del ejército en trajes para Karol.

Karol tenía 10 años cuando su padre le llevó a Cracovia para ver cómo su hermano Edmund recibía el título de médico en la Facultad de Medicina de la antigua Facultad de Jagellón. Edmund –aunque le llamaban Mundek– tenía entonces 24 años y era muy popular. Sin embargo, poco tiempo después, el 4 de diciembre de 1932, la tragedia volvió a golpear a los Wojtyla: Edmund murió de escarlatina, contagiado por un paciente del hospital de Bielsko, población situada a menos de una hora de Wadowice, donde había trabajado como médico desde que obtuviera el título. Una epidemia de escarlatina azotaba la región y el doctor Wojtyla, a sus 26 años, estaba de guardia veinticuatro horas al día. Los demás médicos recuerdan a Edmund como un doctor totalmente entregado al trabajo y con un penetrante sentido del humor.

La muerte de su hermano, según él mismo explicó años después, le afectó quizá aún más que la de su madre, por las circunstancias en que se produjo y por su mayor madurez entonces: tenía 12 años.

Una gran riqueza interior Pero el optimismo y la energía naturales de Karol se impusieron a todo lo demás. Se sumergió todavía más en los estudios, el deporte y el trato con Dios, que no paraba de crecer. Era el primero de su clase en el instituto y buscaba a Dios de forma cada vez más personal. Un chico de mucho talento, muy rápido y muy bueno. Sobresalía por ser muy leal a sus compañeros. A pesar de la tragedia que surcaba su vida, Karol era un entusiasta en el deporte, un joven muy sociable con el que resultaba divertido pasar el tiempo. Las muchachas de Wadowice suspiraban por él cuando se convirtió en un atractivo adolescente, pero no había nada que hacer: no se sabía por qué, pero Karol no salía con chicas.

A los 13 años apareció su primera publicación: una crónica de una página entera en el periódico de la iglesia de Cracovia.

Karol tuvo suerte con sus profesores, que eran un grupo de profesionales de una talla intelectual poco corriente en una población de poca importancia como Wadowice. Los ha recordado toda su vida, y siempre ha hablado de la importancia de los profesores en la formación de la persona. El maestro que Karol encontró más interesante fue Edward Zacher, un joven sacerdote que tenía un doctorado en astrofísica y otro en teología. Les daba clase de religión y a menudo se desviaba del tema para llevar a sus alumnos a los misterios de las galaxias y del microcosmos. Les enseñó a pensar, a aplicar a ese empeño el saber que habían adquirido en el estudio de otras asignaturas, pero siempre con el objetivo de demostrar que el conocimiento basado en la verdad nunca descarta a Dios, sino que, al contrario, enseña humildad ante el Creador.

Al profesor Forys debió Karol su amor y fascinación por la lengua polaca y los grandes autores de su nación. Karol alcanzó también un notable dominio de los clásicos latinos y griegos, gracias al profesor Damasiewicz y Królikiewicz. Cuando terminó el bachillerato, Karol leía latín y griego con una soltura que deslumbraba a sus profesores. El instituto de Wadowice fue el secreto por el que años después Karol, siendo ya arzobispo, dejaría atónito con su latín impecable al Concilio Vaticano II.

Por aquellos años Karol se aficionó también al teatro. Era el individuo más activo y más eficaz del grupo de teatro que formaron los chicos y chicas del instituto. Tenía una memoria extraordinaria y un gran talento para las representaciones. En una ocasión, en que uno de los actores tuvo que retirarse sólo dos días antes de la actuación, Karol se ofreció a hacer simultáneamente los dos papeles –eran compatibles, cambiando rápidamente el vestuario–, y no necesitó aprenderse el nuevo papel: ya se lo sabía de memoria con sólo haberlo oído en los ensayos.

Los miembros de aquel Círculo de Teatro viajaban con frecuencia, y gracias a eso Wojtyla trató con intelectuales del más diverso género, con lo que fue adquiriendo un conocimiento excelente de la cultura y las ideas universales.

Karol era uno de los mejores estudiantes y tenía también cualidades de liderazgo. Fue elegido presidente de varias organizaciones estudiantiles, y siempre querían que fuese él quien hiciera de portavoz del instituto en acontecimientos de carácter nacional.

El verano de 1938, los Wojtyla –padre e hijo– se trasladaron a Cracovia para que Karol pudiese ingresar en la universidad en otoño. Karol era terriblemente pobre. Asistía a su clases vestido con unos pantalones de tela burda y una arrugada chaqueta negra, la única que tenía. Su padre se encargaba de que los zapatos del joven estuvieran siempre en un estado aceptable. Si pudo matricularse en la Universidad de Jagellón fue gracias a las excelentes calificaciones que había sacado en el instituto.

Al apuntarse a las clases del curso académico 1938-39 en la Facultad de Filosofía, Karol se echó encima una carga extraordinariamente pesada y muy poco habitual, que ofrece pistas interesantes sobre su personalidad y sus inquietudes. No sólo se matriculó de 16 asignaturas, sino que también asistía regularmente a cursos y conferencias sobre temas muy variados, y –según contaba con asombro su profesor de literatura– se ofreció voluntariamente a preparar un difícil y extenso trabajo que le exigía un gran dominio del francés; para ello asistió durante meses a clases particulares de esa lengua en casa de un amigo.

También hizo innumerables amistades, que le llevaban a desarrollar una actividad que, teniendo en cuenta la fuerte carga que sus estudios representaban, resulta difícil imaginar cuándo comía y dormía. Participaba en una escuela de arte dramático, en un círculo intelectual y en varias asociaciones literarias y estudiantiles más. De una de ellas fue elegido presidente ya en 1939. Sus compañeros lo recuerdan como un joven tranquilo y agradable, religioso, sociable y muy activo. Una compañera suya hace notar que «cuando escuchaba en clase, Karol tenía la costumbre de mirar fijamente al profesor, con enorme concentración…, como si deseara absorberlo todo».

Karol también escribía de forma inagotable. En el plazo de un año escribió varios ciclos de poemas, un drama y varias obras más. Para escribir de forma tan prolífica, el joven Karol debía permanecer despierto gran parte de la noche en su casa, en el pequeño sótano de la calle Tyniecka, ya que las horas del día las llenaba el trabajo académico y todas esas actividades ajenas a los estudios, que también ocupaban parte de la noche. Aprendió, con su extraordinaria capacidad de concentración, a escribir aprovechando todos los momentos disponibles del día o de la noche, sentado, de pie, e incluso viajando. Juan Pablo II ha demostrado poseer una energía y una fuerza asombrosas –física, mental y espiritual– y esto ya era evidente desde aquellos primeros años de Cracovia.

Todo salta por los aires Por aquel entonces, casi nadie en Polonia imaginaba –a pesar de las señales y presagios que aparecían ya con claridad– que el mundo entero se encontraba al borde de una terrible guerra mundial. Sin embargo, el 1 de septiembre de 1939, al amanecer, fuerzas alemanas entraron por el sur de Polonia, y aviones nazis llevaron a cabo las primeras pasadas de bombardeos sobre Cracovia durante la mañana, sembrando el pánico y el caos en la ciudad.

Cinco días después, Cracovia era tomada por los alemanes. A las pocas semanas, el mando nazi impuso una obligación de trabajo público que no era otra cosa que trabajo forzoso. Todos los judíos, incluidos los niños de más de 12 años, fueron dirigidos al trabajo indicado para ellos como objetivo educacional, y su destino fueron los campos de concentración; baste decir que antes del Holocausto había en Polonia tres millones de judíos, y después quedaron escasamente diez mil. Karol tenía entre sus amigos y compañeros de colegio a bastantes judíos, y aquello fue un cataclismo terrible que ha permanecido para siempre en la memoria de quienes vivieron de cerca esos acontecimientos.

La Iglesia católica sufrió también una dura persecución por parte de los nazis. La catedral fue cerrada, y sólo se permitía celebrar Misa a dos sacerdotes los miércoles y domingos, pero sin fieles. Muchas otras iglesias de Polonia fueron cerradas, al tiempo que sacerdotes, monjes y monjas eran deportados a campos de concentración, donde murieron más de tres mil de ellos. También se desató una guerra contra la cultura.

Bajo el fantasma del desempleo y de la universidad cerrada, aquella Navidad de 1939 se presentaba muy poco optimista para los Wojtyla. Sin embargo, Karol llevaba una vida más activa que nunca. Un amigo suyo recuerda cómo la mayoría de la gente estaba sumida en el tedio y el aburrimiento, pero Karol estaba muy ocupado: leía, escribía, hacía traducciones, estudiaba, rezaba. Durante aquellos meses su producción literaria fue enorme y de una erudición y una calidad considerables. Le faltaba el tiempo. A veces sentía la horrible presión de la tristeza y el pesimismo ante tanta desgracia como veía a su alrededor, pero lograba superarlo.

Uno de los momentos más importantes de la vida de Karol fue una fría tarde de sábado en febrero de 1940. Karol asistía a unos círculos de formación espiritual para jóvenes organizados por los salesianos en la parroquia de Debniki, cerca de su casa, y allí conoció a un hombre llamado Jan Tyranowski. Inmediatamente surgió entre ellos una intensa relación personal, de maestro y discípulo.

Tyranowski abrió a Karol unos nuevos horizontes espirituales y humanos. Aquel hombre, que no era sacerdote sino un sastre de unos cuarenta años, trabajaba las almas de aquellos chicos con una gracia muy particular. Su palabra, en conversaciones personales o en aquellos círculos, iba penetrando hondamente en cada uno de ellos, «liberando en nosotros –son palabras de Karol, años después– la profundidad oculta de una enormidad de recursos y posibilidades que hasta entonces, trémulamente, habíamos evitado».

Karol charlaba cada semana con Jan Tyranowski, normalmente en el modesto y abarrotado piso del sastre, además de verse en los encuentros en grupo. En aquellas conversaciones, Karol iba comentando el resultado de sus esfuerzos personales por mejorar en los puntos que se trataban en las reuniones. Tyranowski sabía cuál era la importancia de esa disciplina ascética para la formación de una persona. A medida que la amistad entre ambos fue creciendo, paseaban con frecuencia, se visitaban en sus respectivos domicilios, y pasaban largos ratos leyendo y conversando.

Karol tuvo que buscarse un empleo para su propio sustento y el de su padre en la Cracovia en guerra. En agosto de 1940, un restaurante del centro le contrató para hacer repartos. Un mes después, Karol pasó a trabajar en una fábrica de la Solvay tenía cerca de las canteras de Zakrzówek. Allí se arrancaban grandes bloques de piedras calizas por medio de cargas explosivas, y se trasladaban por ferrocarril de vía estrecha hasta una planta situada en el distrito industrial de Borek Falecki.

Sus primeros trabajos consistieron en tender raíles y hacer de guardafrenos. Recibía unas raciones suplementarias de alimento que los alemanes suministraban a los obreros que hacían trabajos más duros. Tardaba alrededor de una hora en ir andando de su casa a la cantera, principalmente campo a través, para trabajar en el turno de las ocho de la mañana a las cuatro de la tarde. El invierno resultó de una dureza extraordinaria aquel año, con grandes nevadas y temperaturas de bastantes grados bajo cero. Perdía peso rápidamente y sentía frío en los huesos y agotamiento de manera casi constante. Una vez al día y en grupos, los alemanes permitían que los obreros pasaran quince minutos dentro de una barraca en la que había una estufa de hierro, donde engullían el pobre almuerzo que traían de sus casas. Karol –recuerdan sus compañeros– vestía una chaqueta con los bolsillos abultados, unos pantalones remendados y cubiertos de polvo de piedra caliza y rígidos a causa de las salpicaduras de petróleo, unos grandes zuecos de madera y un sombrero deshilachado.

El culmen de la tragedia Karol Wojtyla padre enfermó gravemente poco después de Navidad y tuvo que guardar cama. Ya no podía cuidar de la casa y Karol se ocupaba de todo. Mes y medio después, el 18 de febrero de 1941, un día especialmente frío, lo encontró muerto al llegar a casa. Había fallecido de un ataque al corazón. Tenía 62 años.

Karol aún no había cumplido 21 años. Pasó la noche rezando de rodillas ante el cadáver de su padre. A la mañana siguiente se mudó al piso de una familia amiga, los Kydrynski, donde pasaría los seis meses siguientes, porque se sentía incapaz de afrontar la terrible soledad de su casa en la calle Tyniecka.

La muerte de su padre, junto con el hecho de no haber podido estar con él cuando falleció, fue el golpe más fuerte y dramático que sufrió en su vida. A partir de entonces, iba al cementerio todos los días al salir de trabajar de la cantera, cruzando Cracovia de parte a parte, para rezar ante la tumba de su padre. Sus amigos estaban preocupados, viendo su sufrimiento, pensado que quizá no superara aquel golpe. Un amigo suyo, que asistía con él a aquellos círculos, asegura que «fue la influencia de Jan Tyranowski la que le ayudó a recuperar el equilibrio»; también dice que «de no haber sido por Tyranowski, Karol no sería sacerdote, y yo tampoco; no quiero decir que nos empujara: sencillamente, nos abrió un camino nuevo.» La vocación Sin embargo, la decisión del sacerdocio aún tardaría año y medio en madurar en el corazón y la mente de Karol. Años después, recordaría «con orgullo y gratitud el hecho de que me fue concedido ser trabajador manual durante cuatro años; durante ese tiempo surgieron en mí luces referentes a los problemas más importantes de mi vida, y el camino de mi vocación quedó decidido…, como un hecho interior de claridad indiscutible y absoluta.» El 23 de mayo la Gestapo hizo una incursión en la parroquia de los salesianos de Debniki, y detuvo y deportó a trece sacerdotes que luego morirían en los campos de concentración. Jan Tyranowski se encontraba en la iglesia aquel día, pero los agentes no entraron en el lugar donde estaba.

Poco después, Karol fue trasladado a un nuevo trabajo en la cantera, que consistía en colocar los explosivos y las mechas en la roca. Ahora pasaba más tiempo dentro del barracón, donde hacía menos frío…, y Karol tenía la oportunidad de leer de vez en cuando.

El verano de 1941 fue trasladado de nuevo, esta vez a la fábrica principal. Su tarea durante tres años fue acarrear a mano cubos de madera llenos de jalbegue de los hornos hasta la lavandería. El trabajo era más fácil, y bajo techo, pero empleaba casi dos horas en ir al nuevo lugar de trabajo y otras tantas al volver. Karol prefería el turno de noche (a veces se quedaba para hacer un turno doble y ahorrarse con ello los largos viajes de ida y vuelta), porque era más tranquilo y podía dedicar más tiempo a leer.

La oración constante fue lo que permitió a Karol salir adelante, tanto en su vida espiritual como emocional, en medio de su dura vida de trabajo. Rezaba cada día en la iglesia de Debniki antes de ir al trabajo, rezaba en la fábrica, rezaba en una antigua iglesia de madera cerca de la fábrica, y cuando se dirigía cada día al cementerio, después de trabajar, rezaba ante la tumba de su padre, y después rezaba en su casa. La mayoría de sus compañeros de trabajo, que conocían cómo era su vida en medio de aquella persecución religiosa, le miraban con respeto, admiración y afecto. Stefania Koscielniakowa, que trabajaba en la cocina de la planta, recuerda que su supervisor señaló en una ocasión a Karol y le dijo: «este chico reza a Dios, es un chico culto, tiene mucho talento, escribe poesía…; no tiene madre, ni padre…; es muy pobre…, dale una rebanada de pan más grande porque lo que le damos aquí es lo único que come».

Mientras tanto, Karol seguía encontrando tiempo y energías para seguir con el teatro clandestino, asistir a reuniones con intelectuales de Cracovia, charlar cada semana con Tyranowski, leer y escribir abundantemente, aprender idiomas y seguir estudiando filosofía por su cuenta.

Una tarde de septiembre de 1942, después de ensayar una obra de teatro de Norwid, Karol se volvió hacia Kotlarczyk y le pidió que no le asignara más papeles en las futuras representaciones del grupo. Acto seguido le explicó que pensaba ingresar en un seminario clandestino porque quería ser sacerdote. Kotlarczyk –que era el alma del grupo teatral, y que ahora compartía con Karol el piso de la calle Tyniecka– pasó varias horas intentando disuadirle de su propósito. Invocó la santidad del arte como gran misión, recordó a Karol la advertencia del evangelio contra el desperdicio del talento y le suplicó que aplazara su decisión.

Sin embargo, Karol se mantuvo firme y al mes siguiente comenzó sus estudios en el seminario. Las clases eran individuales y se daban en lugares secretos. La mayoría de los alumnos no supieron de la existencia de los demás seminaristas hasta que acabó la guerra. La vida externa de Karol apenas cambió a causa de su condición de seminarista: continuó trabajando en la Solvay y cumplió sus compromisos con el Teatro Rapsódico durante seis meses. La diferencia era que, ahora, a sus anteriores obligaciones se unía la de estudiar en el seminario secreto, lo cual suponía además un gran riesgo. Ser detenido como seminarista secreto significaba la muerte en un campo de concentración, como de hecho sucedió a no pocos polacos en esa situación.

Karol se levantaba al amanecer para ir a misa a las seis y media; luego se iba corriendo a la fábrica Solvay, donde pasaba el día; visitaba la tumba de su padre en el cementerio y volvía corriendo a casa para hacer los deberes del seminario. A veces llegaba a esa misa de seis y media después de salir del turno de noche. Siendo seminarista también estudió alemán de forma sistemática, porque quería leer en su lengua original a una serie de filósofos germanos que le interesaban especialmente. Luego utilizó un diccionario alemán-español para aprender español y poder leer las obras de San Juan de la Cruz en su lengua natal.

El 29 de febrero de 1944, cuando el optimismo invadía Polonia porque la guerra parecía terminar, Karol sufrió un grave accidente cuando volvía de trabajar. Un pesado camión del ejército alemán cargado con unos tablones que sobresalían bastante hacia los lados le golpeó al pasar. Quedó tendido en el suelo con una fuerte conmoción cerebral. Una señora que pasaba por allí le lavó un poco con agua de una zanja, pararon a otro camión y fue trasladado a un hospital. Estuvo nueve horas inconsciente, quince días en el hospital y varias semanas más de convalecencia.

El 1 de agosto estalló un gran levantamiento en Varsovia. El día 6, llamado Domingo Negro, el mando alemán, temeroso de una sublevación en Cracovia, hizo una gigantesca redada en toda la ciudad. Cuando irrumpieron en la casa de Karol, éste permaneció en su cuarto, arrodillado y rezando en silencio, e inexplicablemente los soldados no entraron en esas habitaciones.

Sacerdote Aun tardarían casi seis meses los nazis en abandonar Cracovia. Con el final de la contienda, el seminario dejó de ser secreto. Karol culminó con gran brillantez sus estudios, y el 1 de noviembre de 1946 fue ordenado sacerdote. Al día siguiente celebró tres misas por el alma de su madre, su padre y su hermano, a las que asistieron todos los miembros del Teatro Rapsódico. Su siguiente misa fue en la parroquia de Debniki, en la que Jan Tyranowski estaba radiante de felicidad.

Con 26 años marchó a Roma para ampliar estudios. El colegio en que se alojaba tenía muy malas condiciones: apenas había servicios higiénicos, la comida era pésima, hacía un frío terrible en invierno y un calor espantoso en verano. Allí mejoró su francés, al tiempo que aprendía inglés e italiano. Karol se mostraba ávido de aprender idiomas: en las comidas se sentaba junto a los norteamericanos, u otros estudiantes, y les escuchaba con gran atención. Ya hablaba alemán y había aprendido español por su cuenta en Cracovia. También impresionaba a todos sus compañeros de estudios por su vigor y su destreza en el deporte.

No le gustaba el aislamiento. Procuraba reunirse con personas con ideas y puntos de vista diferentes, y se esforzaba en aprender de ellos. Karol siempre fue un oyente magnífico y un maestro de silencios. Tenía el don de captar de inmediato la confianza de sus interlocutores.

El 3 de julio de 1947 Karol recibió las máximas calificaciones de sus cuatro examinadores de licenciatura, en una prueba realizada íntegramente en latín. El 19 de junio de 1948 concluyó el doctorado, también con las mayores notas posibles, aunque no pudo recibir entonces el título de doctor por carecer de recursos necesarios para imprimir su tesis. Fue un año y medio recorrido a uña de caballo, con apretadísimos días de estudio y oración.

De vuelta a Polonia, su primer destino como sacerdote fue en Niegowici, un primitivo pueblecito en el que no había agua corriente, alcantarillado ni electricidad. La región había sido azotada recientemente por una inundación que causó graves daños en todas las construcciones. Allí se entregó por entero a la atención pastoral de esas pobres gentes, a la enseñanza de religión de varias escuelas de la región, a cuidar de los enfermos y visitar a todos. Organizó actividades para la gente joven. Ganó rápidamente amigos y admiradores. Viajaba en carro o a pie –bajo la lluvia o con un frío terrible, por el barro o por la nieve–, de pueblo en pueblo, siempre accesible y de buen humor. Mientras viajaba en carro por la carretera llena de baches, solía leer un libro. Cuando iba a pie, rezaba. Cuando a una viuda anciana le robaron la ropa de cama, Karol le dio la suya y él durmió durante meses sobre el somier, sin colchón ni sábanas ni nada. En sus largas caminatas, la nieve se le pegaba a la sotana, luego se derretía en el interior de las casas que iba visitando y volvía a helarse al salir, formando una pesada campana alrededor de las piernas, una campana que cada vez se vuelve más pesada e impide dar grandes zancadas; al llegar la noche, apenas podía arrastrar las piernas, pero seguía, porque sabía que la gente le esperaba, que eran personas que pasaban el año esperando ese encuentro.

Además, aquel invierno se presentó a los exámenes para obtener el doctorado en la Facultad de Teología de la Universidad de Jagellón, y obtuvo las máximas calificaciones. También publicó varios artículos.

El 17 de marzo de 1949, tras siete meses de servicio en Niegowici, Karol fue destinado como coadjutor de la iglesia de San Florián, en Cracovia. Allí desarrolló enseguida una intensísima labor pastoral. También seguía en estrecha comunicación con intelectuales, artistas y estudiantes. En aquella ciudad donde la cultura era un culto, el sacerdote de 29 años, de brillante educación, encantador y perspicuo no tardó en convertirse en una celebridad. Lleno de energía, cumplía sus obligaciones en la parroquia y además mantenía una tupida red de amigos y conocidos entre universitarios e intelectuales de la ciudad.

En noviembre de 1951, su obispo le ordenó que dejara sus obligaciones parroquiales con el fin de obtener otro doctorado.

Una figura excepcional No se trata aquí de recoger toda su biografía. Casi cincuenta años después, es un Papa que, a pesar de su ancianidad, sus enfermedades, su cojera por la prótesis de cadera, a pesar de todo, sigue siendo aquel sin miedo que no dudaba en enfrentarse con los más vociferantes de sus enemigos, desde la paz tanto como desde la firmeza.

El coraje de Juan Pablo II se pone de manifiesto cada día, tanto en sus viajes como en su determinación a no ceder a las pretensiones de aquellos que quieren desvirtuar la naturaleza de la Iglesia para que se someta a los dictados de unos u otros. Y quizá es esto lo que más molesta a sus críticos, a esos que a veces amenazan con aguar el recibimiento preparado por los buenos católicos de cada país. Porque nada les debe resultar más fastidioso que ver el cariño que la multitud brinda a este Pontífice. A pesar de que él no procura ganárselo poniendo el dogma o la moral en rebajas, la gente le admira y aplaude al ver en él a un hombre sincero, valiente, capaz de gastar sus últimas energías al servicio de la mejor de las causas.

Alfonso Aguiló

Guadalupe Ortiz de Landázuri: Santidad en la vida ordinaria

Una de las primeras mujeres del Opus Dei, en proceso de canonización.

La Iglesia estudia ya la santidad de vida de Guadalupe Ortiz de Landázuri, una de las primeras mujeres del Opus Dei. Inició el trabajo apostólico en varias ciudades de España y México, en donde durante muchos años se volcó en la atención doméstica de algunos centros de la Obra. El cardenal arzobispo de Madrid presidió la sesión inaugural del Proceso de Canonización.

En 1998 la diócesis de Pamplona inició el proceso de Eduardo Ortiz de Landázuri, médico y hermano de Guadalupe, fallecido en 1985. Al igual que su hermana, pertenecía al Opus Dei y dejó una gran fama de santidad.

La sesión inaugural del Proceso de Canonización de Guadalupe se celebró el 18 de noviembre de 2001 en el C.M. Zurbarán (Madrid, España). Antonio Mª Rouco, cardenal arzobispo de Madrid, subrayó en su intervención la entrega de Guadalupe: “Ella dio todo, dio su vida, su alma, su cuerpo, su actividad… la oblación de su vida al servicio de los empeños apostólicos y de la obra apostólica de la que era iniciador el beato Josemaría”.

Mons. Rouco incidió en que la Iglesia y el mundo necesitan laicos santos. En este sentido, recordó el mensaje del fundador del Opus Dei, “cuyo carisma se ha centrado especialísimamente en descubrir la necesidad de cultivar este aspecto esencial de la vocación cristiana y de hacerlo relevante en la vida y en la misión de la Iglesia del siglo XX, del siglo XXI y de los siglos que vengan”.

Tras firmar el Decreto de Introducción de la Causa y nombrar el tribunal que se ocupará en adelante de recoger la documentación histórica y las declaraciones de los testigos, Rouco afirmó que “la Iglesia tiene interés en que se conozca y se reconozca a los santos. Necesita que los que peregrinamos en la tierra sepamos -con nombre y apellidos, con rostros concretos, con vidas que se pueden escribir en una biografía- que la Iglesia está llamada a vivir ese destino. Es lo que queremos reconocer en la vida de Guadalupe Ortiz de Landázuri”.

Benito Badrinas, postulador de la Causa, declaró: “Ahora que Juan Pablo II desea mostrar modelos de santidad próximos en el tiempo, consideramos que Guadalupe encarna un modelo cercano y amable: fue una trabajadora infatigable, que afrontó cristianamente los problemas de su época. Se preocupó por las necesidades educativas y espirituales de quienes la rodeaban, con un gesto siempre amable. En todo, Dios fue el motivo de su actuar”.

Guadalupe Ortiz (1916-1975) conoció al beato Josemaría en 1944 y pronto vio clara su vocación para servir a Dios en medio del mundo. El Fundador se apoyó muy pronto en ella para expandir la Obra y, así, en 1950, le pidió que fuera a comenzar el trabajo apostólico en México. En el país centroamericano colaboró durante seis años en la educación de jóvenes campesinas, tanto en la capital como en otras ciudades como Monterrey, Tacámbaro o Amilpas.

En España, ejerció su profesión de maestra en dos institutos de la capital. Alcanzó el grado de doctora en Ciencias Químicas por la Universidad de Madrid (1965). Sus alumnos y colegas de profesión coinciden en subrayar la calidad de sus clases, la atención amable que prestaba a todos y la visión cristiana y respetuosa con la libertad que empapaba sus lecciones.

“La vida de Guadalupe -prosiguió Badrinas- es quizás grande considerada en su conjunto. Pero transcurrió sólo hilvanando cosas pequeñas, muy pequeñas”. Citó unas palabras del beato Josemaría que guiaron la vida de Guadalupe: “La invitación a la santidad requiere de cada uno que cultive la vida interior, que se ejercite diariamente en las virtudes cristianas; y no de cualquier manera, ni por encima de lo común, ni siquiera de un modo excelente: hemos de esforzarnos hasta el heroísmo, en el sentido más fuerte y tajante de la expresión”.

«Uno se pregunta -explicó el Cardenal Rouco- por qué este interés de la Iglesia en la actualidad por el reconocimiento de la santidad en los seglares. El texto que leía el postulador de uno de los escritos del beato Escrivá de Balaguer ilumina la posibilidad, la forma y el contenido de la respuesta. En los distintos campos de la vida, de la existencia del hombre, en el desarrollo de la sociedad, en la configuración de la cultura, de los grandes debates…, en todas las profesiones y a través de todas ellas, si de verdad en esos campos y en esos espacios parciales que configuran la totalidad de lo humano hay santos, toda la realidad que ellos, a través de su profesión, tocan, manejan y guían, quedará también tocada por la santidad de los que viven su vocación como santos o con vocación de santidad.” «Es posible -prosiguió- que en los siglos XX y XXI sea más necesario que en otras épocas de la historia reconocer la vocación a la santidad como vocación específica y típica de los seglares. No sé si porque vivimos un tiempo en la historia de la Iglesia en que lo no santo, las fuerzas en las que se presenta, se desarrolla y actúa el poder del mal, del pecado, son tan terribles, tan increíblemente fuertes. El reto a Cristo es tan total, tan radical, tan ordinario, tan planteado desde todos los rincones de la vida…, que parece como si la Iglesia, sus hijos y sus hijas, estuviesen llamados a responder a ese reto con un sí radical, total, concreto al Señor y a su seguimiento y que lo deban vivir en todos los ámbitos de la vida y de la historia de donde surge la oposición a Cristo.

»Santos, la Iglesia los ha necesitado siempre, los ha habido siempre. Los ha habido siempre en todas las profesiones y los ha habido también, evidentemente, a través de aquellas vocaciones que están vinculadas al servicio y al ministerio de la presencia de Cristo entre los suyos -ministerio apostólico, formas distintas de consagración-, y ha necesitado también la santidad de los seglares, muchas veces anónima, desconocida, no reconocida después oficialmente. Hoy los necesita reconocidos, subrayados y afirmados explícitamente. Santos, muchos, en medio de la historia humana, porque el pecado es fuerte, grande, poderoso, retador.

»A través de la biografía de Guadalupe Ortiz de Landázuri, se nos presenta una vida cristianamente de gran atractivo y de gran hondura. En medio de la sencillez, hay una riquísima trayectoria de vida humana, con puntos y aspectos muy novedosos, como el ser universitaria en la Universidad de Madrid, en el viejo caserón de San Carlos, en los años de la República, cuando allí se enfrentaban las asociaciones católicas de estudiantes con fórmulas y formas nada pacíficas; el haber vivido la tragedia de la ejecución de su padre; como ha sido también después el encuentro con un sacerdote -Josemaría Escrivá de Balaguer-, ese sacerdote que le abría el camino de una vocación de seglar que habría de vivir plenamente como vocación a la santidad; como fueron también sus años de México, sus cortos años de Roma; el primer síntoma que le da a conocer la gravedad de la enfermedad que padece; como son también sus actividades profesionales, como profesora del Instituto Ramiro de Maeztu y en la Escuela de Maestría Industrial; como fue su actividad, protagonista de tantas iniciativas en México.

»Toda su biografía, desde el punto de vista humano, es de gran riqueza personal y de carácter; también de gran riqueza en la actividad, en el compromiso, en el despliegue de todas las cualidades que el Señor le había dado. Y en ella también se introduce una especie de figura sobrenatural, que va revelándose y trasluciéndose en todos los aspectos de su biografía y que culmina en los momentos en que ella tiene que asumir la cruz de la enfermedad: muchos años, desde el año 1956 hasta 1975, casi veinte años. La acción -que dominó mucho su vida- se empapaba cada vez más de contemplación, de contemplación del Señor y de su cruz.

»Está, por lo tanto, más que justificado, por la fama y el eco que han encontrado su vida, sus virtudes y su actividad apostólica dentro del Opus Dei, en la Iglesia, y en la forma cómo eso se ha reflejado en la Archidiócesis de Madrid -la iglesia particular donde ella nació y a través de la cual entró en la comunión de la iglesia una, santa católica y apostólica-, que abramos el proceso diocesano, imprescindible para el ulterior desarrollo del reconocimiento por parte de la Iglesia de sus virtudes heroicas y que lo hayamos hecho en esta tarde del otoño de 2001.»

Giuseppe Moscati: Un médico del siglo XX canonizado

Por Rafael Arce Gargollo Tenía escasos cuarenta y siete años cuando murió. Hoy viven aún unas cuantas personas que conocieron y recuerdan con gran afecto a Don José, al Dottore Giussepe, como le llamaban en Nápoles, Italia. Incluso se sabe bien en qué hospitales daba consulta. Algunos conservan como recuerdo invaluable algunos de sus instrumentos de trabajo: una bata, ya amarillenta, su escritorio; y otros objetos, que fueron parte de su vida: un estetoscopio, un termómetro, el viejo maletín negro, un martillo para medir los reflejos y otras cosas necesarias para revisiones médicas de rutina.

Giusseppe Moscati había nacido el 25 de Julio de 1880 en Benevento. Su padre era presidente del Tribunal de Justicia. A pesar de la influencia de los masones en muchos ambientes, sobre todo entre los hom­bres que tenían cargos públicos, nunca negó su fe católica. Cuando Giusseppe tenía ocho años la familia se trasladó a Nápoles, cuando su padre fue promovido a un cargo superior.

Con excelentes calificaciones, Giusseppe concluye sus estudios de segunda enseñanza, especialmente en Biología, Física y Química y se decide sin dudarlo por la carrera de Medicina. Aunque es marcada su inclinación por el estudio, lo que más le mueve es la miseria de los más pobres. Quiere mitigar los dolores, del cuerpo y del alma, de incontables hermanos que sufren, pero de manera especial de esos otros enfermos a los que parece que casi nadie quiere porque sólo hay que esperar que se despidan de este mundo: los desahuciados.

Era un profesional … en serio En 1903 obtiene el Doctorado en Medicina y enseguida empieza a trabajar en el hospital para incurables más grande de la ciudad. Muy pronto, pacientes y médicos colegas, advierten que Moscati no es un médico más: antepone día y noche el servicio a los enfermos a cualquier asunto de su vida privada.

Don Giusseppe no es curandero. Ni médico matasanos o medicucho que improvisa recetas en serie para salir del paso. Hay que prescribir a cada enfermo todo y sólo lo que realmente necesita. Por las noches hay que estudiar los casos a conciencia y estar al día en su profesión; su dedicación le vale en los siguientes años una prestigiosa carrera públicamente reconocida. Le nombran Director de la Sección de Tuberculosis de todos los hospitales de la región, además de que ya es catedrático de Anatomía Patológica, Fisiología Humana y de Química Fisiológica. Es un profesional comprometido, en cuerpo y alma, con su vocación. Por si fuera poco, fueron notables sus descubrimientos en el campo de la bioquímica y sus investigaciones sobre los efectos del glucógeno. Alrededor de treinta de sus trabajos científicos fueron publicados en Italia y en el extranjero.

El éxito egoísta sirve de poco Si se hubiera dedicado a la sola enseñanza, fácilmente se hubiera procurado una vida famosa, bien remunerada, en menos tiempo y más cómoda. Pero Moscati no busca ni la gloria del mundo ni las riquezas. Si estudia más y crece su prestigio, es para poner su ciencia al servicio de los demás. Busca al hombre que sufre y a Cristo en ellos. Si lo felicitan por una operación difícil con la que salva la vida de un paciente, le quita importancia al elogio: —El Señor dirige todo, también la mano del médico, a El sólo hay que dar las gracias.

Es hombre que va bien vestido, sobriamente, pero pulcro, con su bigote bien cuidado. Muy conocido en Nápoles, es frecuente verle andar por aquellas calles estrechas y bulliciosas de los barrios más po­bres, donde la ropa recién lavada se tiende entre las fachadas. Por allí anda el médico, esquivando perros, mendigos y los juegos de niños grito­nes. A través de una ventana, se oye, una voz tipluda. Es una señora regordeta, lo más parecido, por fuera, a una soprano: —Dottore..!!: ¿vendrá al regreso a ver a mi hijo mayor que sigue enfermo…? Don Giusseppe asiente con sincera sonrisa. De noche, con los ojos cargados de sueño después de haber visto decenas de pacientes, llega cariñoso hasta la cabecera de ese último. Asiste a cada una de las visitas con buena cara, sin sentirse víctima…, y siempre con un calor humano y delicadeza inconfundibles. Es un médico que cura con amor.

Cada enfermo es una persona humana Hay que atender siempre las llamadas de emergencia, también cuando las hacen los pobres, a los que casi no les cobra nada; muy frecuentemente él mismo les da dinero para procurarse las medicinas. Cuando es oportuno ofrece su ayuda para que les atienda un sacerdote en los últimos momentos. Es un hombre muy humano y feliz, porque en cada enfermo ve mucho más que un cliente: cualquier persona, el más desgraciado o hundido en los vicios, —¡qué importa quién!— necesita no únicamente de sus cuidados médicos, sino también de sus consuelos. Para el Doctor Moscati cada persona enferma es el mismo Cristo que se le acerca para pedir ayuda. Dos mil años después, en medio del trabajo profesional, se aplica a la letra, una de las condiciones para alcanzar la felicidad eterna del Cielo: Estuve enfermo y me visitásteis (Mt. 25, 26).

Giusseppe Moscati no es un beato que, por no trabajar, se pase el día en la iglesia. Pero es indudable que saca toda su fuerza de la oración y de la Misa, a la que asiste a diario cuando apenas amanece. Si no, ¿cómo seguir adelante y tener una sonrisa amable para todos? Además, practica con naturalidad el ayuno y lleva sereno, sin exagerar, las fatigas de su trabajo, a veces sin un mínimo de descanso. Considera su agotamiento por los demás como parte de sus mismo trabajo, de una profesión que ama apasionadamente y ejerce con hondo sentido humano. En una carta escribe: ¿Por qué rechazar el sufrimiento? El Señor sufrió sin medida por mí. Me duele el pensamiento de que tantos hombres desprecian el amor divino. Con gusto ofrezco algo para conducirlos a los pies de su Salvador .

Una conversación con Caruso En 1906 acontece la gran erupción del Vesubio, volcán vecino a Nápoles. Comienza una lluvia de ceniza y Moscati, de inmediato, avisado del peligro para el hospital, da la orden de evacuación y todos los enfermos son llevados a lugares provisionales de protección. Cuando apenas han sacado al último, el techo del hospital se derrumba bajo el peso de la ceniza y de la lava y la mayor parte del edificio queda inservible. Mientras, los otros médicos, espantados, ya habían huído.

Se cuenta que, años después, en 1921, Enrico Caruso, uno de los más geniales cantantes de ópera y mundialmente conocido, volvió a Italia gravemente enfermo. De los muchos médicos consultados para su diagnóstico, sólo el Doctor Moscati encontró la verdadera causa. Pero ya nada se pudo hacer, porque eran mínimas las esperanzas de curación. Al ir a atenderle en un hotel de lujo en Sorrento, al final, el médico le dice: —Usted ha consultado ya tantos médicos, ¿por qué no consulta al mejor de todos que es Cristo, nuestro Señor y hace una confesión general? A los pocos días de haberse confesado, Caruso muere en el viaje que intentaba hacer a Roma.

Morirse en la raya…

El 5 de abril de 1927, entre tantos pacientes, el Doctor Moscati examina a un sacerdote enfermo, el Padre Casimiro.

Al terminar, el médico le pregunta: —¿Desde cuándo no celebra Usted la Santa Misa? El sacerdote contesta: —Desde hace dos meses.—Pues… pronto se curará y por eso le quiero pedir que por favor ofrezca esa primera Misa por mí, le dijo el médico.

Una semana después comienza Moscati su jornada idéntica, como todos los días. La mañana es de trabajo agitado en la Clínica. Llega a casa y todavía hay que atender a muchos pacientes que le esperan. A las tres de la tarde se retira a su privado y dice a la enfermera que no se siente bien. Cuando poco después entra ella, le encuentra sentado con los brazos cruzados: no hacía ni cinco minutos que acababa de morir. No habrá sido demasiada sorpresa para él encontrarse de repente con Dios, habituado como estaba a conversar con El en medio de sus ocupaciones habituales.

Al día siguiente el Padre Casimiro bajó por primera vez a la capilla del hospital para ofrecer la primera Santa Misa después de su recuperación. Allí le dijeron que Moscati había muerto.

El mundo necesita médicos con rostro humano La vida de Moscati ayuda a entender mejor que nuestro mundo necesita urgentemente médicos y enfermeras de otro tipo. Que traten a sus pacientes como un padre o una madre lo hace con sus hijos enfermos. No basta que sean hombres sabios y expertos, o premios Nobel y nos hagan trasplantes de todo. Ni que tapicen sus consultorios de diplomas y títulos para impresionarnos. Y aunque nos apliquen su ciencia con instrumentos preciosos —de tipo digital, computarizado, con láser y nos metan otros novedosos rayos en nuestros enfermitos cuerpos— tienen que ser, antes que todo, hombres que curan a otros hombres. La medicina se está desarrollando progresivamente y los descubrimientos de los genios asombran al mundo. Pero esta estupenda profesión, que es sólo para atender a humanos, se está deshumanizando. Cuántos enfermos en el mundo entero reciben el trato frío, a veces duro y desencarnado, sin corazón, de doctores que les dicen que sí los quieren curar, pero parece que más bien les quieren…. cobrar —y ¡¡pronto, que entre el siguiente!!— para que se cumplan los turnos y citas. Quizá los que más urgentemente necesitan trasplantes de corazón son algunos médicos y sus enfermeras.

Una vez el Doctor Moscati escribía a un joven doctor, alumno suyo recomendándole cómo debe atender a sus pacientes: no sólo se debe ocupar del cuerpo, sino de las almas con el consejo, y entrando en el espíritu, antes que con las frías prescripciones que hay que llevar al farmacéutico.

La vida de este gran médico nos dice que hay que curar al enfermo sin brusquedades. Que no sea sólo revisar al paciente que sigue en la cola y hacerle rápido cien preguntas. Que la atención médica no se reduzca sólo a recetar pastillas, gotas, pomadas, inyecciones, transfusiones, o decir con solemnidad y voz seria, que se requieren urgentes análisis, carísimos estudios y chequeos de todo, que apenas pueden pagarse. O sentenciar que la semana que entra hay que ir al quirófano, cuando no es tan necesario, pero así el señor médico, y sus amigos especialistas, sacan un dinerote de más.

Todos los enfermos del mundo necesitan un trato sencillamente como lo que son: personas humanas. No dejan de ser humanos por estar desvalidos. Y, como muchos son pobres, no se les ha de cobrar más de lo justo. Y si se les ha de revisar o auscultar, se hará con el máximo y delicadísimo respeto, más si son mujeres. Un enfermo que desea curarse, no busca un veterinario, ni se siente coche descompuesto que entra a un taller mecánico. Desea que le escuchen, le comprendan, le sonrían, animándole a curarse. Si fuera preciso, agradecerá mucho que el médico también le dé cierta ayuda espiritual para encontrar sentido a lo que le pasa y optimismo para llevar sus penas con paz. Los médicos curan con sus conocimientos, pero alivian más pronto a sus pacientes con el interés y afecto que ponen en sus dolencias.

De este desconocido y gran médico se ha hecho este emotivo y grandísimo elogio, que vale sobre todo por quien lo hizo: Por naturaleza y vocación, Moscati fue ante todo y sobre todo el médico que cura: responder a las necesidades de los hombres y a sus sufrimientos fue para él una necesidad imperiosa e imprescindible. El dolor del que esta enfermo llegaba a él como el grito de un hermano a quien otro hermano, el médico, debía acudir con al ardor del amor. El móvil de su actividad como médico no fue, pues, solamente el deber profesional, sino la conciencia de haber sido puesto por Dios en el mundo para obrar según sus planes y para llevar, con amor, el alivio que la ciencia médica ofrece, mitigando el dolor y haciendo recobrar la salud. Por lo tanto, se anticipó y fue protagonista de esa humanización de la medicina, que hoy se siente como condición necesaria para una renovada atención y asistencia al que sufre.[1] Tomado de www.encuentra.com [1] Juan Pablo II, Homilía en la Ceremonia de Canonización del Doctor José Moscati, 16 de octubre de 1987.