Ignacio Aréchaga, “La religión en Harvard”, Aceprensa, 1.XI.06

La religión en Harvard y en la escuela española ¿Se puede ser un hombre o una mujer educados hoy día sin tener conocimientos religiosos? En una universidad de elite como Harvard se lo acaban de plantear ante una reforma del plan de estudios. En la escuela pública española, que no destaca precisamente por su excelencia, parece que lo moderno es mantener las mentes de los alumnos lo más alejadas posible de la cultura religiosa. Continuar leyendo “Ignacio Aréchaga, “La religión en Harvard”, Aceprensa, 1.XI.06″

José María Barrio, “Antropología del hecho religioso”, 1.XI.06

Tal como se dice en la Presentación, “este libro trata de poner de relieve la influencia positiva que ha tenido la religión en el desarrollo de la civilización humana”. Para ello el autor –Profesor Titular de la Universidad Complutense– recorre un itinerario que pasa por tres fases: la descripción del hecho religioso desde la antropología filosófica y cultural, una breve relación de las principales tradiciones religiosas, tanto de las antiguas religiones orientales como de los tres grandes monoteísmos históricos y, por fin, un análisis de la respuesta al desafío que para la razón humana supone la propuesta religiosa.

La religión sale al paso de los grandes interrogantes acerca del origen y sentido de la vida humana, el problema del mal y la necesidad que el hombre experimenta de salvarse, a menudo de salvarse de sí mismo. Pero ante todo surge del saberse criatura, del radical no deberse a sí mismo y la consecuente actitud del agradecimiento. En algún momento de su vida, todo ser humano se tropieza inevitablemente con estos interrogantes y con la necesidad de darles alguna respuesta para hacer su vida más habitable y vivirla inteligentemente. Ya decían los griegos que no es humana una vida inanalizada.

Aunque el fenómeno religioso se ubica primeramente en la interioridad de cada ser humano que se vive instado a dar una respuesta a la cuestión del sentido, igualmente trasciende a la esfera social y pública a través del lenguaje verbal y gestual, mediante la palabra y el rito. “Quienes pretenden reducir la religión –o la ética– a la dimensión exclusivamente ‘privada’ de la existencia humana, no han entendido lo que es la religión, o la ética. Aristóteles sí lo entendió. Ninguna de estas dos cosas puede privatizarse”. En efecto, según el autor, la religión, por su propia naturaleza, tiende a profesarse, a declararse –naturalmente en formas muy variadas– pues constituye uno de los argumentos esenciales de la conversación humana realmente significativa. Por otro lado, toda cultura se constituye y articula, en sus elementos principales, en referencia al núcleo religioso de la misma. El fenómeno y la vivencia religiosa puede rastrearse en numerosas expresiones artísticas, filosóficas, sociales, institucionales, etc., que, sin esa referencia básica, simplemente serían ilegibles. Además de ser un elemento dinamizador esencial de toda cultura, de hecho no se conoce ninguna cultura atea o agnóstica. (Hay, por supuesto, individuos ateos, agnósticos o indiferentes a lo religioso en todos los espacios culturales, pero ninguna cultura, como tal, puede explicarse sin la religión que la ha constituido. Esto no es una hipótesis metafísica, sino una evidencia, digamos, empírica para la antropología cultural).

El autor pone de manifiesto cómo la religión se hace cultura, pero sin reducirse a ella. Ante todo ha de entenderse desde su dimensión cultual. Se analizan los elementos fundamentales del credo y el culto en las grandes religiones históricas. El libro dedica un capítulo especial a la aportación del cristianismo a Europa, donde hoy se cuestiona la presencia pública de lo religioso por parte de las instancias que detentan el poder cultural en beneficio de una laicidad entendida injustamente. A menudo se olvida: 1º) que la laicidad es precisamente un invento cristiano (“Dad al César lo que es del César”, pedía Jesucristo a sus seguidores); la laicidad cristiana promueve la libertad religiosa, entendiendo por ella no sólo la libertad de cada ciudadano para profesar la religión que crea verdadera sino también la “libertad frente a la religión” de quien no desee profesar ninguna; 2º) es enteramente inevidente que la profesión de una fe religiosa suponga un agravio para quienes profesan otro credo o para quienes no profesan ninguno; 3º) está aún por demostrar que el ateísmo o el agnosticismo sean “terreno común” para establecer a partir de ahí un diálogo social significativo en el que todos los ciudadanos puedan entenderse. La razón que aducen quienes pretenden hacer creer a todo el mundo –y enseñarlo a los niños y jóvenes en la escuela– que Europa nace con la revolución francesa es que el cristianismo ha sido la causa de mucha violencia e intolerancia en la historia europea. Pero pretender reducir la influencia cristiana en Europa tan sólo a eso exige, a su vez, obviar otros numerosos elementos mucho más positivos que ha aportado y, sobre todo, que en la historia contemporánea europea los mayores episodios de violencia política se han debido precisamente al influjo de las ideologías anticristianas.

La última parte del libro reivindica el carácter racional de las creencias religiosas y expone los principios básicos del diálogo entre fe y razón. Las creencias religiosas, y muy en particular las creencias monoteístas, afirman a Dios como “Logos” creador, y que la creación responde a un diseño inteligente, no al azar ni la casualidad. La inteligibilidad del mundo –idea que ha hecho posible la ciencia tal como la conocemos en Occidente– responde a la creación de un Dios sabio, que no “juega a los dados” cuando crea el mundo. El actual Papa católico se ha referido en numerosas ocasiones a Dios como alguien a cuya naturaleza repugna actuar contra la razón. Es sabido el revuelo que en ciertos sectores del mundo musulmán causaron las palabras que en este sentido pronunció Benedicto XVI en la Universidad de Regensburg.

Como apéndice, el libro incluye la versión castellana del diálogo que en enero del 2004 mantuvieron en torno al tema “Fundamentos morales prepolíticos del Estado liberal” el entonces Cardenal Joseph Ratzinger y el profesor Jürgen Habermas en la Academia Católica de Baviera. Se trata de una de las discusiones intelectuales más interesantes que se han producido últimamente. El autor incluye la presentación que hizo de los contertulios el director de la Academia, Dr. Florian Schuller y algunos comentarios de la prensa alemana de esos días, que ponen de manifiesto la sorpresa que en muchos ambientes produjo el discurso de Habermas. Referente fundamental de la tradición frankfurtiana y del pensamiento “postmetafísico” y postreligioso en Europa, el filósofo reconoce aquí que la supervivencia del Estado democrático y liberal únicamente será posible merced a ciertas actitudes y aptitudes morales y cívicas que hoy en día tan sólo atesoran las tradiciones religiosas, y en Europa particularmente el cristianismo. Por otro lado, afirma de manera inequívoca que es contrario a la esencia misma del Estado democrático y liberal promover el laicismo desde el poder político.

Francis Collins: He encontrado a Dios

El científico que lideró el equipo que descubrió el genoma humano ha publicado un libro en el que explica por qué ahora cree en la existencia de Dios y está convencido de que los milagros existen. Francis Collins, director del Instituto Nacional Estadounidense de Investigación del Genoma Humano reivindica que hay bases racionales para un Creador y que los descubrimientos científicos llevan al hombre “más cerca de Dios”.

Su libro, “El lenguaje de Dios”, reabre el antiguo debate sobre la relación entre ciencia y fe. “Una de las grandes tragedias de nuestro tiempo es esta impresión que ha sido creada de que la Ciencia y la Religión tienen que estar en guerra”, lamenta Collins, de 56 años.

Para Collins, aclarar el genoma humano no creó un conflicto en su mente. En su lugar, le permitió “vislumbrar el trabajo de Dios”. “Cuando das un gran paso adelante es un momento de regocijo científico porque tú has estado en esta búsqueda y parece que lo has encontrado”, explica. “Pero es también un momento donde, al menos, siento cercanía con el Creador en el sentido de estar percibiendo algo que ningún humano sabía antes, pero que Dios sí sabía desde siempre.” “Cuando has tenido por primera vez delante de ti estos 3.1 billones de letras del ‘libro de instrucciones’ que transmite todo tipo de información y todo tipo de misterios acerca de la humanidad, eres incapaz de contemplarlo página tras página sin sentirte sobrecogido. No puedo ayudar, sino admirar estas páginas y tener una vaga sensación de que eso me está proporcionando una visión de la mente de Dios”, reconoce.

Collins se une así a una línea de científicos cuyos descubrimientos han contribuido a reafirmar su fe en Dios. Isaac Newton, cuyo descubrimiento de las leyes de la gravedad “reorganizó” nuestra manera de entender el universo, fue uno de ellos. Newton aseguró que “el sistema más bello sólo podría proceder del dominio de un ser inteligente y poderoso”. Otro de ellos fue Einstein, que revolucionó nuestro entendimiento del tiempo, de la gravedad y de la conversión de la materia en energía. Einstein creía que el universo tenía un Creador: “Quiero saber cómo creó Dios el universo, quiero conocer Sus pensamientos; el resto son detalles”, escribió.

Collins fue ateo hasta los 27 años, cuando como un joven doctor, quedó impresionado por la fortaleza que la fe daba muchos de sus pacientes más críticos. “Tenían terribles enfermedades de las que con toda probabilidad no iban a escapar, y todavía, en lugar de quejarse a Dios, parecían apoyarse en su fe como una fuente de consuelo”, explica. “Fue interesante, extraño e inquietante”.Por eso decidió visitar una Iglesia metodista y le dieron una copia del libro de C. S. Lewis “Mere Christianity”, que argumenta que Dios es una posibilidad racional. El libro transformó su vida. “Era un argumento que no estaba preparado para oír”, dijo. “Estaba muy feliz con la idea de que Dios no existía y de que no tenía interés en mí. Y todavía al mismo tiempo, no podía alejarme”.

Collins cree que la Ciencia no puede ser usada para refutar la existencia de Dios porque está confinada a su mundo “natural”. Bajo esta luz, el director del Instituto Nacional Estadounidense de Investigación del Genoma Humano cree que los milagros son una “posibilidad real”.

Tomado de http://www.caminayven.com/modules.php?name=News&file=article&sid=619

Enrique Monasterio, “En un hospital de Madrid”

Tengo en el disco duro del portátil una carpeta que llamo “congelador”. Allí voy guardando desde hace años anécdotas verídicas, notas de prensa, sucesos más o menos relevantes, frases oídas al pasar y docenas de ocurrencias personales, con la esperanza de que, descongeladas y bien aderezadas, sirvan de algo en el futuro.

Pocas veces hasta ahora he recurrido al congelador; pero hoy, al enfrentarme con el artículo de mayo, he abierto esa carpeta en busca de alguna vieja anécdota. He aquí una que casi había olvidado.

En marzo de 1996 fui a un gran hospital de Madrid para visitar a un amigo al que iban a operar del corazón. Estuve unos minutos con él, y al salir -¡qué importante es vestir “de uniforme” en estos casos!- fui abordado por una señora mayor. Me dijo que su marido iba a entrar en el quirófano, y quería hablar antes con un sacerdote.

-Tenga en cuenta, padre, que tiene la cabeza un poco perdida…

Al cabo de diez años me resulta imposible recordar el rostro del enfermo. Tampoco anoté su nombre, creo que era Juan, pero no he olvidado su mirada entre tímida e irónica ni su piel reseca y traslúcida, como un envoltorio de papel arrugado, demasiado grande para tan poca carne.

Después de confesarse, me sujetó la mano con inopinada energía. Tenía el pulso acelerado y caliente. No quería que me marchara. Tampoco que llamase a su mujer.

Empezó a hablar despacio, buscando con esfuerzo el vocablo preciso y repitiéndolo cuando al fin lo encontraba, como para tatuárselo en la memoria. Me dijo que era navarro y que había trabajado como médico en un gran pueblo de La Mancha. Sus restantes palabras, tal como las apunté entonces en el congelador, son éstas: -“Todos los moribundos piensan en sus madres. Yo lo he visto muchas veces en los hospitales. Y ahora me estoy muriendo yo. Esta operación servirá sólo para la prórroga y para que tengan tiempo de ir grabando el epitafio. A lo mejor ni eso.

“Quiero mucho a mi mujer. Hemos estado juntos casi sesenta años, y sin ella no sabría dónde he puesto las gafas. Ya comprendo que es una pobre declaración de amor… De mi madre no tengo memoria. Murió cuando yo era muy chico. Sólo conservo una foto que no me dice nada. Está amarilla y fría como un cadáver.

“Le cuento esto porque no tiene lógica que todos los días sueñe con ella. Y cuando estoy despierto, a veces la sigo viendo. Si se lo explico a mi hijo, que también es médico, me dirá que ando mal de la cabeza y que hay que ajustar el litio. Este chico todo lo resuelve a base de litio. Pero el caso es que la veo, y, aunque no se parece en nada a la fotografía, sé que es mi madre porque ella me lo dice. Pero como es muy joven y sonríe, me estaba preguntando si no será la Virgen. ¿Qué piensa usted, padre?” No anoté mi respuesta, pero sí que hablamos casi una hora más. A Juan, en efecto, se le iba un poco la cabeza, pero era hombre reciamente cristiano que hablaba de la Virgen, de su mujer, de Dios, de las gafas, del santo patrón del pueblo y de las pastillas que debe tomar cada seis horas, sin salir de la misma oración subordinada. Todo era igualmente real y cercano.

Rezamos juntos un misterio del Rosario. Le hice notar que, en el avemaria, acudimos a nuestra Madre para que nos proteja en los dos únicos momentos importantes de la vida: ahora y la hora de la muerte. Al fin y al cabo, el pasado ya no existe y del futuro ni siquiera sabemos si llegará. El “ahora” es lo importante…

-…y la muerte.

-Sí. Cuando esos dos momentos coincidan, ¿qué madre no saldría al encuentro de su hijo? San Alfonso María de Ligorio escribió en el siglo XVIII un librito titulado Las glorias de María en el que recoge docenas de tradiciones y leyendas marianas, a cual más ingenua y milagrosa.

La mía es menos pintoresca, pero tal vez sirva para este mes de mayo que dedicamos a la Señora.

Y conste que, en mi opinión, el problema del litio es irrelevante en esta historia.

Enrique Monasterio, “La fachada”

Los diez o doce lectores que aún me quedan quizá recuerden que el mes pasado comencé a escribir una moderada defensa de la “buena pinta”, es decir, de la fachada con que nos presentamos ante los demás. Todo vino a propósito de un chaval a quien cambié de nombre pero no de atuendo, que se presentó en mi despacho de la capellanía vestido de mendigo o de prisionero en Auschwitz. y salió camino de su casa a bordo de un imponente automóvil azul metalizado.

Ya me temía yo que estaba metiéndome en un peligroso jardín, sobre todo cuando hablé de “feísmo” y descalifiqué la moda del pantalón corto y las chancletas.

-Ni feísmo ni “guapismo” -me increpó Luis-. Lo que a usted le parece feo a mí me mola. Y sobre gustos no hay nada escrito.

-Te equivocas, amigo. Sobre gustos se han escrito bibliotecas enteras. Y no todo es subjetivo si hablamos de belleza o fealdad. Lo que pasa, en mi opinión, es que la sociedad se nos ha vuelto del revés, y, en cuestiones de fachada, es decir, de indumentaria, de lenguaje, de trato social etc., los valores de la elegancia y la pulcritud han dejado su puesto a otros más mezquinos.

A ver si soy capaz de explicarme recurriendo a la historia.

Hace cincuenta años el nivel económico del personal se notaba al primer golpe de vista, de nariz y de oído: los pobres vestían de pobre, olían a pobre y hablaban como pobres. Los ricos, por el contrario, vestían de rico, es decir, con ropa de confección, zapatos importados y corbatas de seda. También olían a rico, y su lenguaje almidonado estaba en consonancia con la blancura de sus puñetas y el brillo de sus gemelos de oro.

Todo eso, gracias a Dios, desapareció hace varias décadas. El desarrollo económico y El Corte Inglés hicieron su benéfica tarea homogeneizadora, y el buen gusto dejó de ser patrimonio de los más privilegiados. Ya no era preciso tener una cuenta corriente poco corriente para vestir razonablemente bien.

Pero el vestido, más que para abrigarse, sirve para distinguirse, y como en cuestiones de estética las clases sociales se habían equiparado, los fabricantes de ropa y sus cómplices los clientes, dejaron a un lado la belleza y todas esas monsergas y cambiaron de estrategia. La elegancia ya no dependería del buen gusto del atuendo, sino del precio. Y el precio se reflejaría en una etiqueta, que no se ocultaba, sino todo lo contrario: aparecía bien visible, con logotipo incluido, como un anuncio gratuito de la marca en cuestión y un modo de prestigiar al comprador, con tal de que éste se lo creyera.

Qué éxito, chico. “Vestir de etiqueta” ya no significaba disfrazarse de pingüino, sino llevar el dibujo más prestigioso en el bolsillo trasero del pantalón. Equivalía, para entendernos, a enseñar la factura. Y eso que el famoso cocodrilo de Lacoste se vendía en el Metro de Madrid y te lo cosían en la prenda que eligieras sin aumento de precio.

El siguiente paso fue precisamente el culto de lo feo, de lo cutre, incluso de lo sucio. Eso sí, con etiqueta. Unos buenos tejanos descoloridos y desgarrados, unos zapatos de doscientos euros sin calcetines ni betún, una camisa sudadita y una barba de tres días visten cantidad a bordo de un Ferrari.

La pregunta es: Todo esto, ¿tiene algún significado, o nos hemos vuelto cretinos? No. La fachada que presentamos nunca es casual. En el fondo, toda fachada es un lenguaje, un modo de comunicar a los demás lo que uno piensa de sí mismo y del vecino que tiene enfrente. -Ya. O sea que el hortera adinerado que exhibe su roña… -El hortera en cuestión, probablemente no sea consciente de lo que hace, pero, en el fondo, está diciendo a su vecino que no le merece el menor respeto, que, para él, es irrelevante la sensibilidad ajena.

-Soy rico, muchacho -nos comunica-. Mi dignidad está en mi cartera. Valgo lo que tengo y ni un euro más… Soy sólo un tipo mugriento vestido de etiqueta.

Enrique Monasterio, “Estrenar un cuaderno”

Ahora que empieza el curso, me viene a la pluma lo que decía Heráclito: que nadie se baña dos veces en el mismo río. El río en este caso se llama Aldeafuente y es mi Colegio: el mismo -siempre cambiante- de los últimos quince años. Tanto tiempo llevo ya aprendiendo a ser capellán.

Volveré a clase y las alumnas que encuentre se parecerán poco a las que se fueron de vacaciones en junio. Me pregunto si las de 2º de eso, que me demostraban un singular apego, seguirán siendo encantadoras o habrán adoptado ya el aire displicente y perdonavidas que preludia la llegada de la edad del pavo.

¿Y las de 1º de BUP, que parecían eternamente agotadas, con la barbilla pegada en el pupitre y los párpados a media asta?, ¿habrán recuperado la normalidad? No parece fácil: la adolescencia no se cura con sol de playa y bronceador.

¿Y las pequeñas? Para ellas cada curso es una eternidad, y las vacaciones, una especie de quitamanchas, que elimina, sin dejar rastro, los recuerdos desagradables del año anterior.

A mí, sin embargo, lo ocurrido en los últimos diez o quince años se me amontona y confunde en la memoria sin orden ni concierto. No distingo los cursos ni las promociones: los adultos somos como rocas siempre idénticas a sí mismas -si acaso algo más erosionadas cada día- en medio de la corriente de un río que se renueva implacable.

El colegio que encuentre a mi regreso habrá mejorado un poco: siempre mejoramos, gracias a Dios. Habrá ordenadores más potentes; las niñas estrenarán libros llenos de colorido, que -me temo- habrán subido de precio. Los bolis y los rotuladores cumplirán su cometido sin fallos ni intermitencias. Y los cuadernos aún no tendrán churretes.

¿No es fascinante ese breve rito anual de inaugurar un cuaderno recién comprado? Uno se frota las manos en el jersey para no mancharlo, y muy despacio, con especial mimo, ceremoniosamente, escribe su nombre y apellido en las tapas. Es un gesto viejo y lleno de sentido. Cuando veo con qué pausa y primor dejan su firma las alumnas, pienso que se están diciendo a sí mismas: “este año será diferente”. Será un año sin borrones ni tachaduras.

Y sin embargo estoy casi seguro de que dentro de pocos días el bolígrafo de Maica depositará un borrón azul en la primera hoja; María tachará con furia un error del que no conviene dejar la menor huella; y Pilar llenará su cuaderno de corazones -dibujados sin darse cuenta en un ataque de languidez-, o escribirá declaraciones de amor en inglés dirigidas a un tal Nacho.

¡Maldita experiencia de adulto, que siempre nos lleva a profetizar catástrofes! ¿Y si ocurriera lo contrario; si las tres consiguieran mantener limpios sus cuadernos? ¿Por qué no puede ser éste el curso en que Rocío demuestre lo que vale, el año del milagro que se propone lograr Elena cada septiembre? Hace algunos septiembres, Mercedes -que por entonces estaba en BUP- me contaba, llena de pasión, sus ambiciosos planes, las metas que iba a conseguir y de las que estaba supersegura.

-Se lo prometo -repetía una y otra vez-. Ya verá cómo cambio este curso…

Ella no se acordará, pero aquel día confundí la prudencia con la cautela o con el cinismo. Tendría que haberme solidarizado con su entusiasmo, para luego, en todo caso, matizarlo un poco. Sin embargo solté esa frase tópica de adulto resabiado: -Mira, Mercedes, no te hagas ilusiones…

¡Naturalmente que hay que hacerse ilusiones! ¿En qué estaría yo pensando? También los mayores deberíamos ser capaces de estrenar un cuaderno nuevo cada año, cada mes o cada día con la fe y con la amnesia envidiable de los niños. Lo que nos frena es la experiencia. Mejor dicho, las tristes experiencias de los viejos fracasos, que nos van cargando de tristeza la mochila y, si uno se descuida, acaban por aplastarnos o por inhabilitarnos para cualquier tarea original o creadora.

Pero la experiencia no debe ser un lastre, sino un motor. No un freno, sino un estímulo para recomenzar la pelea con más ímpetu y sabiduría. Hablo, por supuesto de todos los campos de la vida; pero especialmente del terreno espiritual, de la perenne batalla que hemos de sostener por ser santos y en la que siempre hay que estar recomenzando. Nuestro cuaderno será nuevo cada mañana si nos dejamos querer y limpiar por Dios.

Escribamos nuestro nombre y apellido en las tapas, que los borrones ya no están, y el día que hoy empieza es otra vez el primero.

Y a quien le venga la tentación de apelar a la experiencia como coartada para pactar con la mediocridad, puedo contarle lo que me dijo Heinz Kloster el día de su noventa cumpleaños: -Mira, hijo mío, la experiencia demuestra que no conviene fiarse de la experiencia. Al fin y al cabo, cuando uno tiene experiencia de verdad, ya no es capaz de recordar ni la experiencia que tiene.

Enrique Monasterio, “El sapo de Isabel”

No se llama Isabel la protagonista de esta anécdota, pero ella me ha pedido que la cuente con todo detalle.

Cuando llegó al colegio hace qué sé yo cuántos años, acababa de cumplir los trece y padecía un pavo en fase aguda. Larguirucha, con cinco o seis arandelas en cada oreja y cara de pasota, pronto descubrió que, en este cole, las profesoras y el capellán le hacían caso. Y tanto le gustó la novedad, que se convirtió en mi sombra, una sombra grata casi siempre y un poco pesada a veces.

La adolescencia es imprevisible y variada. Hay adolescentes eufóricos y depresivos, melancólicos y cínicos, tímidos y bocazas… A veces en un mismo chico o chica se dan características contradictorias; pero coinciden siempre en su inmensa desmesura. El pavo de Isabel, fue lánguido, pegajoso, cansino, de brazos caídos y pies de plomo, de largos silencios y mirada triste de cachorro desamparado.

No soy capaz de recordar qué enormes problemas le impulsaban a verme cada tres días. Muy graves no eran, ya que alguna vez la devolví a clase con cierta brusquedad.

—¡Qué fuerrrte…! –me reprochó un día haciendo tremolar la erre– Allá usted con su conciencia si no quiere hablar conmigo.

Pasaron los meses, terminó el curso, se fue a la Sierra, y de vuelta en septiembre, como tardaba en venir a saludarme, tomé yo la iniciativa.

—¿Qué tal, Isabel? ¿Cómo ha ido el verano! —Normal.

El tono, el gesto y la mirada eran secos y provocadores.

—¿Te ocurre algo? —Que paso de colegios, de misas y de curas: son unos comecocos. Y no pienso recibir la Confirmación… Demasiados mensajes para una sola frase. Este tipo de afirmaciones, a los 14 años, deben traducirse por “hoy tengo mal día. Mañana hablaremos”. Dos semanas más tarde, sin embargo, perseveraba en su actitud, y yo acudí a una de sus amigas: —A Isabel lo que le pasa es que es tonta. Yo creo que tiene un sapo… Ya lo soltará.

Sí, claro, el famoso sapo; eso debía de ser.

Dicen los expertos que, a los 14 años, la sinceridad cuesta más que en otras edades; pero los expertos, como casi siempre, se equivocan. La sinceridad es tan difícil a los 14 como a los 50. Lo que ocurre es que en cada etapa de la vida las razones que uno se da para tragarse el sapo son diferentes. A los 14 años, por regla general, se miente peor que a los 50, ya que la hipocresía requiere mucha práctica. De ahí que el sapo de una adolescente sea sencillo de diagnosticar.

Pero Isabel seguía hermética como una ostra. Sus labios se habían convertido en una línea recta y dura, sellados a cualquier intento de comunicación civilizada.

Hasta que una tarde… Venía hacia mí por la calle, acompañada por un chaval de unos quince años, alto y flaco, con ese aspecto de recién desenrollados que tienen algunos adolescentes. Ella hablaba y hablaba sin dejar de mirarlo. No me vio hasta que casi nos tropezamos en un semáforo.

—Ah, hola… Isabel reaccionó con insólita cortesía: —Le presento a Borja…, un amigo.

El chico me miró confuso. Le estreché la mano y me dirigí a Isabel: —Oye, ¿sabes que tienes muy buen gusto? Se puso roja, se le escapó una carcajada, y, oh, sorpresa, exhibió en los dientes un aparato metálico más espectacular que las arandelas de sus orejas. Trató de taparse la boca, pero ya era tarde… Al día siguiente, me explicó lo que yo ya sabía: que ése era su sapo. Que le daba cosa que la viera así; pero que seguiría siendo mi amiga y, por supuesto, recibiría la Confirmación. Yo le conté entonces lo que ahora me sirve como moraleja de este artículo.

Abrir el alma en la dirección espiritual se hace duro cuando hemos cometido uno de esos errores que humillan no por su importancia, sino porque afectan al centro de nuestra intimidad, al concepto que uno tiene de sí mismo o a la imagen que le gustaría proyectar al exterior. Así se forma el famoso sapo, que al enquistarse, produce un atasco en la conciencia y afecta a toda la vida moral.

Cuando, al fin, uno quita el tapón, vence al demonio mudo y achica sus miserias en el desaguadero de la Penitencia, el confesor apenas se fija en esos pecados, tan vulgares por otra parte. Lo que le conmueve de verdad son las virtudes que el penitente muestra sin querer. Y el sapo, cuando sale de su guarida, acaba por ser tan terrible como el de Isabel.

Lo que ella no sospechará jamás es que aquel día, roja como el semáforo donde nos encontramos y con la risa acorazada, estaba más guapa que nunca.

* Sapo: “algo malo que uno ha hecho, que se te queda dentro y da supervergüenza contar, y te pones de todos los colores” (Definición de Elena, alumna de 6º de Primaria).

Enrique Monasterio, “El ombligo congelado y el Estado nodriza”, MC

Eran las 10 de la mañana y hacía un frío antártico en Madrid. Los termómetros habían comenzado su lenta remontada diurna, pero aún seguían bajo cero. Al abrir la puerta de la Capellanía, la pareja de pingüinos que anida bajo el escritorio salió huyendo hacia el pasillo. Encendí el aire caliente y me dispuse a colgar el abrigo en el perchero. En ese preciso momento oí una voz femenina: —Oye, ¿sabes si hay clase de Civil? Al capellán, ya se sabe, se le puede preguntar cualquier cosa por muy exótica que parezca.

Volví la cabeza, y no pude reprimir un escalofrío. Y es que, entre el jersey de cachemir azul y el pantalón vaquero de aquella chica, quedaba al descubierto un generoso espacio de epidermis congelada con el ombligo en el centro ensartado en un pendiente de plata.

Traté de responder que no sabía nada de las clases, pero la exhibición umbilical a semejante temperatura me heló momentáneamente la laringe. Al fin pregunté: —¿No tienes frío? —Bueno, sí. Normal… Empezaba bien la mañana. Fui a ver a Kloster: —No te preocupes –me dijo–, pronto prohibirán estas cosas.

—¿Prohibir…? Mi amigo estaba fumándose un puro en su despacho con gesto huraño.

—Mira, chico, es tal la fiebre prohibicionista que padecen los gobiernos en Occidente, que a este paso, acabarán multando también a quienes expongan su pellejo a las heladas invernales.

—A ti lo que te molesta es que no te dejen fumar en el pasillo.

—Lo que de verdad me preocupa, amigo mío, es la irrupción del Estado-Nodriza, última etapa evolutiva de eso que llamábamos Estado del Bienestar.

Cuando Kloster se saca de la manga una teoría, venga o no a cuento, lo mejor es dejarle hablar.

—El Estado del bienestar nos ofreció gratuitamente los servicios sanitarios básicos: médicos y medicinas, quirófanos e intervenciones quirúrgicas. Y estábamos todos tan contentos sin comprender que nuestras benéficas autoridades, además de procurarse un aumento de sus ingresos a base de impuestos, tratarían por todos los medios de gastar menos, protegiéndonos, como una madre posesiva y un poco cargante, contra nuestra nefasta manía de hacer lo que nos dé la gana.

—O sea, que, “niños, abrigaos bien, no me vayáis a coger un resfriado; y nada de fumar, que daña vuestros pulmones y luego nos sale carísimo; el móvil, apagado y el cinturón de seguridad bien ajustadito a vuestro frágil esqueleto. Os quitaremos los anuncios en las carreteras y autopistas para que no os distraigáis leyendo la publicidad de Ulloa Óptico y os rompáis la calavera contra un poste. Conformaos con mirar el toro de Osborne, pero sin texto explicativo. Y por supuesto, si salís del automóvil, hacedlo con chaleco antibalas homologado, y siempre con el maletero abarrotado de trastos: cadenas para la nieve, lámparas de repuesto, triángulos señalizadores y algunas otros artilugios que ya se nos irán ocurriendo”.

La fiebre reglamentista del Estado Nodriza va a más y no se vislumbra el final. En un par de años será obligatorio llevar suela de goma los días de lluvia con el dibujo bien marcado para no resbalar en las curvas. Y cuando salga el sol, sombrero homologado por el Ministerio de sanidad, para protegernos de los rayos ultravioletas… Lo dicho: no te preocupes. Las ostensiones umbilicales, con o sin piercings, estarán prohibidas en invierno.

Aquí hizo una pausa mi amigo y, por una vez, me permití discrepar: —Te equivocas, amigo Kloster. Esto no hay quien lo prohíba, porque no se trata de una moda sino de un hecho cultural de primera magnitud. En todas las épocas las mujeres han tratado de realzar lo más significativo de su personalidad: los ojos, el perfil del rostro, los labios, la sonrisa… Ahora hemos entrado en una nueva era autocomplaciente, ególatra y narcisista en la que lo importante ya no es amar entregándose, sino sentirse bien con el propio cuerpo. En una época así, ¿dónde crees que se sitúa el centro de gravedad? —¿En el ombligo? —Por supuesto.

Julio de la Vega-Hazas, “Información y Educación”, Arvo, XII.03

El asunto ya se planteó hace muchos siglos. En la antigua Grecia, Platón fue el primer filósofo que elaboró una teoría ética, con una idea central: la verdadera sabiduría, cuando se adquiere, propicia el buen obrar. Según esta manera de ver las cosas, la mala conducta se debía en último extremo a que la razón se engañaba al perseguir bienes aparentes, de forma que el conocimiento de los verdaderos bienes enderezaría cualquier mal obrar. La filosofía -literalmente, el amor a la sabiduría- se convertía en el garante de la moral. La educación moral se reducía a la enseñanza del bien.

Pronto fue contestado. Lo hizo su propio discípulo, Aristóteles, esgrimiendo un arma fácil de encontrar: la evidencia. Aristóteles constataba que sin duda la ignorancia es un obstáculo de primer orden para el buen obrar, pero a la vez se podían observar claras inmoralidades cometidas por personas conscientes de que obraban mal, y personas con una óptima formación, también en lo concerniente a la moral. De ahí que no bastara con la razón, y había que recurrir a un segundo factor: la voluntad. El buen obrar se conseguía con esfuerzo; era necesario el hábito conseguido por el arduo camino de la repetición de actos hasta reforzar la voluntad y acostumbrar a las pasiones y sentimientos a obedecerla: la virtud moral. La conclusión es que, a diferencia de Platón, para educar moralmente no basta la enseñanza del bien: hay que formar también la voluntad, lo que resulta más arduo que lo anterior.

No puede dudarse de la sinceridad y la buena intención de Platón. Pero, a la vez, tenía razón el renacentista Rafael cuando, al pintar su célebre cuadro que representaba la sabiduría antigua, situaba en el centro a un Platón apuntando hacia arriba junto a un Aristóteles señalando hacia el suelo. Era una manera de decir que el primero vivía un poco en las nubes, mientras el segundo pisaba terreno firme. No se debe negar mérito a la obra de Platón, pero su propia vida demostró que era un tanto ingenuo. En todo, caso, su visión ética en este aspecto quedó confinada a la vitrina de las antigüedades valiosas pero inútiles durante muchos siglos. Hasta hoy.

«Educadores» o «enseñantes» En nuestra actual sociedad se puede observar una progresiva tendencia a identificar «educar» con «enseñar». Hace unos años, incluso, se intentó -por fortuna, sin éxito de momento- sustituir de la terminología legal la palabra “educador” por “enseñante”. Pero, sea cual sea el vocablo, lo cierto es que el fenómeno se va consolidando. Lo más llamativo, por el objeto tratado, es la educación sexual. Aquí, un afán de información como único contenido se puede transformar fácilmente en una exhibición pornográfica. Pero, aunque no se quiera llegar a ese extremo, para quien quiera verlo es bastante obvio que los resultados de informar sin pretender educar la voluntad en este terreno son desastrosos: con una voluntad debilitada, no es la razón sino los impulsos irracionales los que se adueñan de la persona -especialmente en esa persona todavía sin consolidar que es el adolescente-, de forma que la información, en vez de servir como elemento de juicio, acaba sirviendo sólo para alimentar el instinto.

De todas formas, e independientemente del valor que le puedan dar a la sexualidad los promotores de ese tipo de “educación”, el fenómeno está generalizado. Cuando se detecta algún tipo de realidad alarmante en la juventud, sean drogas, alcohol, o incluso el llamado “fracaso escolar”, la reacción de las autoridades no suele ser la de abordar el problema en sus raíces, sino más bien la de desencadenar una campaña informativa. Pongamos como ejemplo la droga. Indudablemente, la información ayuda. Pero se demuestra bastante ineficaz frente a ciertos ambientes y amistades: casi todos los que se “enganchan” confiesan que se vieron empujados por la conducta del grupo en que se integraban. Para evitarlo, las medidas lógicas son cuidar las amistades y los lugares que se frecuentan. En la práctica, esto significa una vida más ordenada, recortando la vida nocturna y juntándose con amistades más responsables. Esto supone un esfuerzo, porque suele contradecir las apetencias, y hace por tanto necesario un apoyo que inculque unos valores -que permitan al joven comprender que vale la pena el esfuerzo- y ayude a tener un dominio de sí mismo que necesariamente conlleva un esfuerzo sostenido. En resumen, que se hace necesaria una educación. ¿Quién puede llevarla a cabo? Se pueden movilizar al efecto varias instancias, pero una de ellas es central, de forma que sin ella raramente fructifican los trabajos de las demás: la familia. Pero resulta que la familia no está en sus mejores tiempos: acusa una creciente inestabilidad, y las condiciones de vida actuales -unidas a la carencia de una adecuada política familiar- dificultan a los padres atender convenientemente a los hijos. Así, se llega pronto a una conclusión elemental, a la que puede llegarse con sólo un poco de sentido común: que cualquier remedio tiene necesariamente que fundarse en un refuerzo de los vínculos familiares y un estímulo a las familias para una correcta educación de los hijos.

Violencia doméstica y droga Pero ésa es precisamente la solución que nunca aparece. Ni siquiera ante problemas como el de la violencia doméstica, tan directamente vinculado con la institución familiar. Bastaría que aparecieran dos encuestas para abrir los ojos: la relación entre casos de violencia y la estabilidad -o sea, el porcentaje de casos en matrimonios y en parejas de hecho-; y, en casos de matrimonio, la proporción de casos de violencia cuyo detonante es la ruptura del mismo -o sea, el anuncio del abandono del hogar por una de las partes-. Pero nadie aparece muy interesado en publicar ese tipo de estudios, que señalarían por dónde tendría que ir una solución preventiva en vez de centrarse en castigar los hechos consumados. También aquí se quiere buscar la solución en una campaña informativa, que recuerda el mal de la violencia e intenta asustar recordando el castigo que el sistema legal depara al infractor.

Con todo, a primera vista puede parecer que esas campañas informativas por sí solas deben tener efectos significativos, pues a fin de cuentas es publicidad, y la publicidad consigue sus objetivos, al menos cuando está inteligentemente planteada. Si un buen anuncio de coches consigue aumentar sus ventas, ¿por qué un buen anuncio contra la droga no puede producir una significativa reducción de su consumo? Antes que nada, hay que constatar el hecho: no lo consigue. No deja de ser significativo que el balance de la última campaña anti-tabaco con visibles anuncios en las cajetillas, dé como resultado una insignificante variación en las ventas de tabaco, mientras que ha disparado las ventas de envoltorios para cajetillas. Dar una explicación es un poco más complejo que constatar los resultados. Pero pueden señalarse dos diferencias fundamentales con la publicidad comercial habitual.

La primera es que no es lo mismo una campaña a favor de algo que una campaña en contra de algo. Adquirir algo puede tener en sí mismo un atractivo, pero dejar algo no suele tenerlo. Está bastante comprobado, por ejemplo, que una campaña electoral centrada en descalificar al adversario en vez de promocionar el propio partido, fracasa siempre -salvo que ya preexistiera una fuerte indignación popular en contra del rival-, aunque en un primer momento la impresión sea la contraria. Los publicistas profesionales saben esto, e intentan “vender” una campaña dirigida contra algo convirtiéndola en una campaña a favor de algo que pueda ser atractivo. Pero resulta que esos mensajes suelen ser un tanto indeterminados o ambiguos. Siguiendo con el ejemplo anterior -el de la droga-, “engánchate a la vida” puede ser un slogan logrado, pero cada quien lo interpreta a su modo, y bien podría figurar en la puerta de una discoteca animando a entrar. Y más cuando se acompaña de unas imágenes de unos jóvenes en una actitud que los destinatarios del mensaje asocian fácilmente a la que tienen cuando se “animan” con un par de copas y quizás una pastilla. Todo esto significa que el mensaje positivo sólo puede consistir, si de verdad se quiere que penetre, en valores morales, y esto es algo que sólo en algunos aspectos se quiere hacer.

La segunda razón está emparentada con la primera. Consiste en que, por lo general, los anuncios encauzan una cierta apetencia o deseo preexistente hacia un producto concreto. Cuando eso no es tan claro, la publicidad intenta soslayar la parte ardua; así, por ejemplo, se anuncian cursos de idiomas en los que se aprende “sin esfuerzo” o “sin estudiar”, lo cual, así expresado, es un timo. Pero esto no sucede con un anuncio que invita a un no hacer, en donde la apetencia más bien conduce a lo opuesto de lo anunciado. Naturalmente, se puede anunciar cosas poco apetecibles, apelando a sentimientos o valores. Pero en ese caso estos últimos deben estar en las personas previamente, pues el anuncio por sí sólo no los suele suscitar. Pensar que la publicidad o la propaganda son todopoderosas si son bien manejadas es uno de tantos tópicos falsos en circulación.

¿Por qué la confianza en las campañas informativas? ¿Por qué, entonces, ante unos resultados tan limitados, esa confianza en las campañas informativas? Pues, básicamente, porque reduciendo educación a información se elude lo arduo. Por querer evitarlo, más que por fe en el progreso, nos hemos forjado la ilusión de que siempre se podrá encontrar una solución técnica para cualquier problema, con una ingeniería que permite evitar el esfuerzo. Y por eso, consciente o inconscientemente -de todo hay- se quita de la escena todo lo que no encaja en ese cuadro, por más que la realidad misma sea terca y se empeñe una y otra vez en poner de manifiesto que las cosas no son como se sueñan. O, por decirlo más concretamente, que todo lo que es humanamente valioso se consigue con esfuerzo sostenido; o sea, con la virtud. Hay por tanto una resistencia a aceptar la naturaleza misma de la persona y de la familia. Sobre esta última, esa tozuda realidad que no se somete al diseño señala que los sucedáneos de la familia no funcionan bien, y que para cumplir con su misión hay que entregarse a la ingrata tarea de educar a los hijos, en la que tiene un papel preponderante la formación de la voluntad. Guste o no, esto es lo que da resultados positivos.

La antropología cristiana confirma este diagnóstico. Evidentemente, no dice nada sobre campañas informativas, pero el Catecismo de la Iglesia Católica, hablando del pecado, alerta en el nº 387 sobre “la tentación de explicarlo únicamente como un defecto de crecimiento, como una debilidad psicológica, un error, la consecuencia necesaria de una estructura social inadecuada, etc.”. Para el tema aquí tratado, podemos fijarnos en el término “únicamente”. Por supuesto que hay errores e ignorancias. Pero no se pueden explicar satisfactoriamente los vicios sociales con sólo esas categorías. Y, correlativamente, por supuesto que una campaña informativa puede ayudar, pero si sólo se cuenta con ella tampoco el resultado es satisfactorio. Se responde con información donde lo que hacía falta era educación.

la cuestión problemática no está en aceptar la utilidad de la información para lograr una buena conducta. Está en considerar si con eso basta.

Rafael Navarro-Valls, “El islam no está contra el Papa”, El Mundo, 22.IX.06

Acaba de concluir en Kazajastán el II Congreso de líderes de las religiones tradicionales del mundo. A la cita han asistido altos cargos de todas las grandes religiones, incluidos dos cardenales de la Iglesia católica y varios líderes musulmanes -entre estos últimos, el secretario general de la Liga Mundial de Muslim (Arabia Saudí), el gran muftí de Kazajastán, el rector de la Universidad Internacional Islámica de Pakistán y el ministro de Asuntos Religiosos de Egipto-. Como conclusiones de la Declaración Final que fue aprobada por el conjunto de participantes destacan las que apoyan el diálogo interreligioso e intercultural, el esfuerzo colectivo por una cultura de la paz y la utilización de la autoridad espiritual de los líderes para rechazar toda violencia y terrorismo.

El discurso que el Papa pronunció recientemente en el paraninfo de la Universidad de Ratisbona -y que ha despertado tan grande polémica- se movía en esos parámetros. ¿Dónde está, pues, el problema? Es decir, ¿cuál es la causa de esa marejada levantada en algunas zonas islámicas? Los que trabajamos habitualmente en medios académicos sabemos que un texto, sacado de su contexto, pronto se convierte en pretexto. Pretexto para laminar al adversario científico, político o teológico. Descalificar un mensaje haciendo una relectura inexacta supone una falta de fidelidad a las fuentes, lo que produce -los universitarios lo sabemos bien- un caos dialéctico cuando se introduce un elemento ideológico extraño.

Como ha dicho Umberto Eco refiriéndose al incidente de Ratisbona, un pequeño episodio es deformado «para desencadenar movimientos de protesta por los radicales de turno». Según el propio Eco, «habría podido el Pontífice enunciar el teorema de Pitágoras y hubieran sido capaces de demostrar que era un ataque racista». De ahí la insistencia de la Santa Sede -de su portavoz, del Secretario de Estado y del propio Papa- en recomendar «una lectura atenta de todo el discuso pontificio». Y de ahí también que la Comisión Europea haya manifestado que hay que tener en cuenta el discurso del Papa «en su conjunto» y no reaccionar a «frases fuera de contexto y menos aún a frases sacadas deliberadamente de contexto». Las recientes intervenciones del presidente iraní y de Rodríguez Zapatero haciendo una llamada al diálogo inciden positivamente en un panorama en que los radicales comienzan a ser desplazados.

Es sintomático que los académicos de origen musulmán presentes en el paraninfo de Ratisbona no encontraran nada especialmente estridente en el discurso de Benedicto XVI. Sin embargo, la primera televisión que dio noticia de la famosa cita del Papa en esa universidad fue Al Jazira. (En ámbitos en los que suele leerse poco, esta cadena qatarí -de gran difusión en todos los países islámicos- llena el vacío.) Pero no hubo una exégesis, una aclaración del contexto, una citación completa. Esta falta de ética periodística rebotó a Occidente, a través de la BBC, y con la actual sensibilidad hacia el islam los ecos se amplificaron. Se abrió paso la idea de la existencia de una acerba confrontación. Es sorprendente que las manifestaciones comenzaran incluso antes de que el discurso fuera traducido a un idioma comprensible por las personas que salieron de manifestación.

Vistas las cosas con más calma, la realidad es que no son estrictamente correctos titulares de prensa como éste: «El islam contra el Papa». Todas las Televisiones del mundo han buscado -en vano- imágenes de grandes masas islámicas en marchas contra el Papa. Pero, ¿qué han podido reflejar? Dos docenas de manifestantes en Estambul; una manifestación ordenada y silenciosa en Teherán; poca cosa en Indonesia, primer país del mundo en demografía musulmana… No ha habido ninguna manifestación en Sudán -país duro del islam-. Tampoco en Senegal, con mayoría islámica, ni en Nigeria -con una región integrista como Kaduna-. Nada en Malasia. Dos botellas de gasolina contra los muros exteriores de dos iglesias cristianas no católicas en Palestina. Ciertamente, ha sido asesinada una religiosa con su guardaespaldas, pero eso es más bien un acto del radicalismo yidahista que algo conectado con el sentir popular. Aunque éste puede encenderse en el futuro, desde luego, si se le manipula adecuadamente.

En cuanto a las manifestaciones verbales, las más llamativas han sido las del presidente Erdogan en Turquía, el rey Mohamed VI en Marruecos, el ministro de Exteriores de Pakistán y algún otro dirigente político. Según los analistas, se trata de líderes con problemas internos que han aprovechado para intentar incorporar o recuperar a sus posiciones movimientos integristas nacionales. Lo mismo se puede decir de algunos líderes religiosos musulmanes: daba la impresión de que competían por el liderazgo en una religión sin clara jerarquía.

En contraste, el gran muftí de Damasco, Ahmad Al-Din Hasoun, ha manifestado noblemente: «Después de lo que el Papa dijo el domingo pasado en el Angelus, no necesito otra clarificación. Lo que es necesario es hablar para evitar que los extremistas aticen el odio. He leído la totalidad de su discurso y no he encontrado la voluntad de levantar el odio religioso». Igualmente, el gran imán de al Azhar, el jeque Mohamed Sayed Tantaui, acaba de hacer un llamamiento a favor del diálogo y en contra de los conflictos. Estas intervenciones avalan la tesis de que no es el islam quien se opone al Papa sino sólo los extremistas, que son un peligro también -y quizás, sobre todo- contra el islam mismo.

Dejando al margen el incidente de Ratisbona, ¿qué hay en el fondo de estas incomprensiones? Probablemente más que una confrontación de culturas, como diría Hutchison, lo que existe es un choque de epistelmologías. Es decir, del modo de concebir el propio sentido de la razón. En Occidente se cree -y esto se debe a sus raíces cristianas- que la razón puede plantear cualquier cuestión, también de exégesis histórica. La teología cristiana -tanto la católica como la protestante- hace radicar su fuerza en el juego combinado de fe y razón. Ésta puede responder a preguntas sobre Dios en su relación con los hombres. La parte más integrista del islam -no la moderada- renuncia (cuando no prohibe) a plantearse cuestiones que tengan que ver con la literalidad del Corán o con el Profeta. La simple mención de esos temas en una cita académica -aunque sea para argumentar en contra- se transmuta en una ofensa o en una blasfemia. De ahí el malentendido con el discurso del Papa.

Quedaría un último punto para la reflexión: ¿cuál es en realidad el pensamiento de Benedicto XVI sobre el islam y su relación con el cristianismo? Sobre eso sí que no hay ninguna duda: basta leer cuanto ha escrito en los últimos 30 años el cardenal Josef Ratzinger para obtener una respuesta. Naturalmente, el estudioso, el periodista o el teólogo pueden renunciar a la lectura de esas páginas. Pero en este caso, se pierde la autoridad para entrar en el debate de estos días.