Robert Spaemann, ¿Libertad de investigación o protección del embrión?

La ministra federal de Justicia, Brigitte Zypries desearía suavizar las restricciones en la investigación con células-madre [embrionarias]. Afirma que el embrión fecundado in vitro no posee la dignidad humana. Sin embargo, su argumentación no convence.

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Robert Spaemann, “Ninguna ciencia puede dar razón última del mundo”

¿Qué dice el filósofo sobre la felicidad, el sufrimiento, la verdad, la sabiduría? Robert Spaemann conversa con Susanne Kummer, periodista del diario austríaco Die Presse Continuar leyendo “Robert Spaemann, “Ninguna ciencia puede dar razón última del mundo””

José Antonio Marina, “El gran tabú”, Cuadernos de Pedagogía, IV.06

En todas las culturas hay palabras que no se pueden decir. En la nuestra, por ejemplo, la palabra “disciplina”. Hace años, un conspicuo personaje, dándoselas de progre, dijo: “La perfección es fascista”. Barthes había dicho antes: “La verdad es fascista”. Y ahora casi todo el mundo está dispuesto a rebuznar: “ La disciplina es fascista”. Padres y docentes somos rehenes de esta afirmación. Mal asunto. Cada palabra es un herramienta para hacer transitable le realidad, y cuando una palabra se pervierte, el camino se torna laberinto sin salida. A las faltas de disciplina las llamamos “conductas disruptivas”, para no ofender. Estamos todos contaminados por una pedagogía confitada, que al final provoca serias disfunciones sociales. El énfasis en la autoestima acaba produciendo una generación de narcisos. El énfasis en la motivación da paso a una generación que no puede hacer nada si no está motivada, es decir, si no tiene ganas de hacerlo. El énfasis en los derechos vuelve ofensivo hablar de los deberes. EL énfasis en la libertad impide hablar de ningún valor –por ejemplo, la justicia- que limite la libertad. Estamos atrapados en un red de equívocos y necesitamos comenzar una vigorosa deconstrucción de dogmas estúpidos.

La disciplina nos salva de las intermitencias del corazón. Nos permite alcanzar metas lejanas, que acaso sean contradictorias con las ganas presentes. La libertad propia puede chocar con la libertad ajena, por lo que es necesario promulgar un código de circulación. Necesitamos una poderosa pedagogía de la libertad. Nadie es libre si primero no se ha sometido a alguna disciplina, de la misma manera que nadie puede ser un gran escritor si antes no ha aprendido las reglas del idioma.

Recuperar la sensatez educativa es tarea que excede a cualquiera. Por eso necesitamos una movilización educativa de la sociedad. El discurso políticamente correcto nos mata. Padres, docentes, niños, adolescentes, la sociedad entera está sufriendo las consecuencias.

A mí se me ocurre empezar por ser honesto con los alumnos, dejar de hacernos pasar por los buenos a fuerza de hacer la vista gorda, decirles claramente cuándo se están equivocando y cuándo están haciendo el tonto, y desmontarles los argumentos de bebé con los que muchos van por la vida.

Enrique Monasterio, “Torturas políticamente correctas”, MC, 1.IV.06

-Se os acusa de practicar la autotortura física…

-No me digas…

Uno ya no se asombra de nada. Ni siquiera de que te acusen de extravagancias ni de que te lancen a la cara palabras-tabú, como “tortura”.

-que se nos acusa… ¿de qué? -Ya sabes. La llaman “mortificación corporal”.

-Ya, ¿y en qué consiste el delito? -Bueno…. está claro. Uno no puede obligar a nadie a torturarse. Eso es de sectas.

-Ya. O sea que además obligamos. Sí, realmente es grave…

Sirva este inicio de diálogo, surrealista pero real, para introducir unas melancólicas consideraciones, ahora que termina la Cuaresma y entramos en la Semana de Pasión.

Lo reconozco: torturar está feo: seguro que es anticonstitucional. Y si encima es “auto”, mucho peor. Pero lo que resulta definitivamente irritante es que quienes se sacrifican, aleguen motivos religiosos para tan tenebrosas prácticas.

Con lo fácil que sería sufrir lo mismo o incluso más, pero sin dar la nota. Bastaría con que los “autotorturados” se aplicaran alguno de los suplicios físicos y psíquicos admitidos, recomendados y aplaudidos por la moral dominante. Y es que hay torturas hedonistas, estéticas, políticas, deportivas y económicas la mar de correctas y urbanas, como las que paso a enumerar a continuación sin ánimo de ser exhaustivo.

1. Mortificaciones por razones de imagen: a) la depilación a la cera; b) la liposucción;, c) las perforaciones umbilicales, auriculares, labiales, nasales y linguales, o sea, el piercing. d) La automutilación de las partes adiposas del organismo y otras prácticas quirúrgicas salvajes: forjarse unos morritos-guardabarro a la silicona como los que lucen varias famosas requiere un espíritu de sacrificio cercano al heroísmo. e) Los tatuajes. f) La dietas de la alcachofa y de la sopa de apio. g) El footing mañanero con chándal de penitente. h) Los tacones de aguja. i) El ombligo y los riñones congelados. j) Y, por supuesto, el corsé, ya en desuso, que fue el cilicio de nuestras abuelas.

2. Mortificaciones políticas. a) La laringitis electoral, que nuestros amados líderes padecen después de cada campaña. b) Los insufribles viajes en autobús por el suelo patrio. El tormento se acentúa por el hecho de que muchos líderes no han tomado jamás un autobús. e) La llamada “sonrisa fósil” o rictus metálico: supongo que algunos se operan para aguantar la tirantez muscular del rostro sin desfallecimientos.

3. Mortificaciones hedonistas: a) El zurriagazo masoca y otras prácticas sexuales dolorosas. Antes se llamaban “perversiones” porque lo son; pero si a uno le gustan, se ofertan a buen precio en los periódicos más progres. b) Los atascos vacacionales de ida; e) los de vuelta. d) El tueste al sol con crema bronceadora a la zanahoria. e) El menú creativo de la cuñada. f) Las hormigas fritas. g) La nouvelle cousine. h) La cuenta.

4. Renuncio a enumerar por falta de espacio las mortificaciones olímpicas o deportivas, que están en la mente de todos. Y no digamos nada de las torturas económicas. Por un puñado de dólares, Clint Eastwood se hinchó a matar forajidos en el Oeste para cobrar la recompensa. Por un puñado de euros, nos sacrificamos hasta dejar chiquito al bueno de San Simón el Estilita, supuesto inventor del cilicio.

-Entonces, ¿por qué se escandalizan tanto de las mortificaciones corporales? -Elemental, mi querido Kloster. No se escandalizan del dolor sino de los motivos. Por ganar una pasta estarían dispuestos a dejarse apalear hasta perder el sentido, pero por amor de Dios les parece excesivo mover un dedo.

Cuentan que en cierta ocasión, alguien dijo a la Madre Teresa de Calcuta: “lo que ustedes hacen, yo no lo haría ni por un millón de dólares”. La monja sonrió antes de responder: -Nosotras tampoco, hijo mío.

José Luis Martín Descalzo, “Curas felices”

La semana pasada me ha ocurrido algo muy desconcertante: en uno de mis artículos decía yo, de paso, sin dar a la cosa la menor importancia, que me sentía feliz y satisfecho de ser sacerdote y que esperaba que esta alegría me durase siempre. Lo decía con la misma naturalidad con que pude escribir que me gusta la música o que prefiero el sol a la tormenta.

Y he aquí que he comenzado a recibir cartas felicitándome por haber dicho algo que, por lo visto, es sorprendente; algo que, según dicen mis comunicantes, sólo se atreve a afirmarlo en público quien tenga mucho valor. Y yo he leído estas cartas sin dar crédito a mis ojos, estupefacto, sin acabar de entender que alguien crea que implica valor el decir cosas que a mí me resultan simplemente elementales. En rigor, yo no necesito coraje ninguno para decir mi nombre, los años que tengo o lo que soy. Continuar leyendo “José Luis Martín Descalzo, “Curas felices””

Enrique Monasterio, “Sufrir, ¿para qué?”

¿Y cuál es el sentido del dolor? Yolanda hizo la pregunta justo en el momento en el que sonaba el timbre que ponía punto final a la clase. La cuestión era demasiado grande para resolverla mientras recogíamos los bártulos y también para estos dos folios. Pero, en el fondo, ¿añadiríamos algo si, en lugar de dos, fueran cuatrocientos? Al que sufre no se le consuela con un artículo ni con un analgésico.

No vale la pena intentar siquiera una definición. El dolor encarcela al hombre dentro de su cuerpo; bloquea las compuertas del alma y le impide mirar hacia afuera; empequeñece el espíritu y repliega a la persona sobre sí misma.

El dolor, como el gas, tiende a ocupar todo el espacio disponible. Penetra en cada célula, en cada rincón: impide el trabajo y el descanso; agría el carácter, y amenaza con destruir cuanto de bueno hay en nosotros.

También los animales sienten el dolor; pero sólo el hombre, que es espíritu, sabe que lo siente aunque no lo entienda; reflexiona sobre su dolor, y se angustia. Es el espíritu, no la carne, quien de veras sufre y se rebela.

El dolor pone ante los ojos del alma la evidencia de su corporeidad: nos hace entender que somos corruptibles y, por tanto, mortales. Todo dolor es un anuncio de la muerte. Por eso el alma, que es inmortal, se desconcierta, se descubre cogida en una trampa, prisionera más que nunca de la carne.

El dolor angustia aun antes de padecerlo: cuando sólo se presiente. Peor que el sufrimiento actual es el miedo al dolor futuro, que llena el alma de sombras e impele a una huida imposible.

Por evitarlo, hay quien traiciona a los amigos, a las propias ideas, a Dios. Muchas veces es más temido que la propia muerte. Por eso algunos eligen el suicidio con tal de no pagar el necesario peaje del dolor.

Sabéis que no hago literatura. También a los quince o a los veinte años es posible haber tenido la experiencia del sufrimiento. Y, en todo caso, tarde o temprano llega.

Al parecer María temía que cargarse demasiado las tintas. Por eso me interrumpió para hacer notar que, gracias al dolor estamos vivos. Lo digo así, rotundamente, y tenía razón: cuando en nuestro organismo aparece una enfermedad, una herida o una infección, se dispara el dolor como un mecanismo de alarma, tan molesto y estridente como los que avisan en caso de incendio. Ahí radica su eficacia. El dolor nos grita que algo va mal y que hay que arreglarlo. En este sentido, podemos dar gracias a Dios por habérnoslo enviado: un buen ataque de apendicitis, con chillidos incluidos, puede salvarnos la vida.

Creo, pues, que coincidimos en que algunos dolores pueden servirnos, y mucho: hasta el punto de sernos imprescindibles. Siguen siendo males, pero vale la pena sufrirlos si no hay otra forma de alcanzar un bien mayor o de evitar un daño más grave.

Así, quien permite que le rajen con un bisturí para quitarse un apéndice averiado, no sólo quiere ese dolor, sino que encima lo paga.

La oronda señora que se somete a un planchado de arrugas, con estiramientos incluidos, y se deja chupar la grasa con sofisticados aparatos de tortura, ama ese sacrificio con la misma lógica que el mártir, aunque sus razones sean sensiblemente menos ambiciosas: el mártir trata de conquistar el Cielo, y, para lograrlo, resiste los mayores tormentos. Ella sólo desea recuperar el Paraíso perdido de la esbelta juventud, enfundándose el vaquero, que es la vestidura del Edén.

Y lo mismo cabe decir del paciente que, en pleno uso de sus facultades mentales, visita al terrible dentista; del que se deja el pellejo por ganar un maratón, o por quedar el último…, y así sucesivamente. En resumen, que el dolor es menos cuando es útil, cuando tiene un sentido.

Los ejemplos anteriores ilustran cómo puede ponerse el dolor al servicio incluso del propio egoísmo. Pero también es posible y, por cierto, bien frecuente, sufrir en beneficio de los demás: una madre me contaba que ella por nada del mundo renunciaría al dolor del parto. Intuía que ese dolor es una forma de entrega al hijo que nace. Entendedme; no estoy diciendo que el parto sin dolor sea menos generoso. Me limito a transmitir una experiencia ajena, que me parece respetable e incluso razonable.

En todo caso, todos podríamos poner ejemplos cotidianos de personas que se sacrifican generosamente, quizá es lo que da sentido a su vida: para ellos no es un mal, sino un tesoro. ¿Hay alguien que no lo entienda? Edurne era una vieja sirvienta vasca que conocí hace meses. La atendí en sus últimos días de vida, y estoy seguro de que está en el Cielo. Cuando la vi por primera vez estaba sentada en un sillón, con una manta sobre las rodillas y temblando como una hoja. La señora de la casa me puso al corriente de la situación: -El médico dice que se muere… Y no sabemos de qué. Hasta hace unos meses seguía cuidando a los niños día y noche. Se desvivía. «No sé cómo les aguantas, Edurne, le decía yo… Déjalos estar. No los mimes tanto». Pero ella se quitaba hasta dormir… Con decirle que, cuando mi hija tuvo lo del riñón…: nada, una tontería… Pero quería ofrecer los suyos por si hacían falta para un transplante… Figúrese: para transplantes estaba la pobre… Bueno, pues hace dos meses le tuvimos que pedir que no trabajase más: apenas veía…, teníamos miedo… Siguió viviendo con nosotros, pero se fue apagando. El médico dice que se muere… ¿Usted lo entiende? -¿Y si el dolor no sirve para nada…? Yolanda tiene la habilidad de hacer la pregunta oportuna en el momento justo.

-¿A quien le sirve, por ejemplo, que yo tenga una enfermedad grave, un cáncer…? -¿Y a quién servía -le contesté- todo ese desvivirse de Edurne, cuando ya estaba casi ciega y más que una ayuda era un estorbo, incluso un peligro? -Supongo que a ella misma… Era su manera de estar viva, ¿no? Sí. Y, sobre todo, era la única forma de amar que le quedaba.

Jesucristo nos descubrió este misterio. Él nos enseñó que amar es, ante todo, donación de uno mismo. No ama más el que más goza, sino el que vive hasta sus últimas consecuencias ese “Le doy mi vida”, que tan alegremente decimos como si fuera una pura imagen lírica.

Dar la vida es, desde luego, una locura. Sólo los seres espirituales podemos hacerlo. Y la entrega en cada gesto, en cada renuncia, cada minuto; pero siempre, necesariamente, con dolor; porque nuestro ser se resiste a ese enorme “desperdicio” de vida que es el amor. Por eso todos los enamorados del mundo sueñan con sufrir. Jesús hizo realidad su sueño y “nos amó hasta el extremo” con su Pasión y su Cruz.

Dios no quiere nuestro dolor… ¿Para qué serviría? Pero nosotros sí lo necesitamos, porque es nuestra forma de amar, de estar vivos, de entregar el alma. ¿Cómo podríamos darla si no existiera el sacrificio?

Rafael Navarro-Valls, “Globalizar la justicia y el amor”, El Mundo, 5.II.06

Frente al abuso de la religión hasta llegar a la «apoteosis del odio», la primera encíclica de Benedicto XVI («Deus caritas est») contrapone un Dios que crea por amor al ser humano y se inclina hacia él.

Esto explica que, recién elegido Papa, Ratzinger planteara como primer desafío de la humanidad la solidaridad entre las generaciones, la solidaridad entre los países y entre los continentes, «para una distribución cada vez más equitativa de las riquezas del planeta entre todos los hombres». Lo cual no es simple filantropía, sino un «impulso divino» que empuja a aliviar la miseria. Esta es la clave de la encíclica «Deus caritas est». Pocos comentarios han destacado que esta encíclica es claramente una encíclica «social». Un documento que se mueve en la estela de las grandes encíclicas sociales, iniciadas por la «Rerum Novarum» de León XIII.

Desde mediados del siglo XVIII, concretamente desde Benedicto XIV (1740), las encíclicas son cartas circulares impresas, dirigidas por el Papa a todo (o a parte) del episcopado, y a su través, a los fieles e incluso a todos los hombres de buena voluntad. Por lo común, suelen responder a cuestiones particulares de una época, y es una de las fuentes principales de la predicación de la Iglesia católica. La que acaba de publicar el Papa Ratzinger será la número 294 desde Benedicto XIV.

En el siglo XX, el Papa que más encíclicas publicó fue Pío XI (41) y el que menos, Juan XXIII (7). Catorce publicó Juan Pablo II. No parece que Benedicto XVI vaya a ser de los más prolíficos. Y no sólo por su edad. Piensa que los problemas de la Iglesia no se arreglan desde un escritorio. Insiste en que la Iglesia «habla demasiado de sí misma. No tenemos necesidad de una Iglesia más humana, sino de una Iglesia más divina». La primera encíclica de los papas del siglo XX tiende a ser programática. Marca el rumbo de fondo por el que desean conducir a la Iglesia. Así, Juan XXIII unió su primera encíclica («Ad Petri cathedram») a la finalidad que se había propuesto al anunciar la celebración del Concilio Vaticano II: promover el conocimiento de la verdad como camino para las restauración de la unidad y de la paz. Pablo VI igualmente conectó su primera encíclica («Ecclesiam suam») con el mismo Concilio, ya que su publicación coincidió con el final de su segunda sesión. En ella planteaba los tres caminos por los que se proponía conducir la Iglesia: conciencia, renovación y diálogo. En fin, Juan Pablo II en la «Redemptor hominis», también su primera encíclica, entiende que la cuestión del hombre no se puede separar de la cuestión de Dios. Por eso su objetivo -evidente en todo su largo pontificado- fue unir antropocentrismo con cristocentrismo. Es decir, resaltar que sólo es posible la comprensión del hombre mirando aquel de quien es imagen: Dios.

En sintonía con el programa de su antecesor, esta primera encíclica de Benedicto XVI comienza apuntando a la esencia de Dios: la caridad, el amor. Y, contra lo que viene afirmándose en los primeros comentarios que he leído, es también programática. Tan programática que, contra toda praxis, el propio Papa quiso explicar, dos días antes de su publicación, la finalidad que con ella se proponía. Y lo hizo tomando como punto de partida la «Divina Comedia». Al igual que Dante en su gira cósmica lleva al lector ante el rostro de Dios, que es «el amor que mueve a las estrellas», Ratzinger quiere enfrentar al hombre con un Dios que «asumió un rostro y un corazón humanos».

Cuando inició su pontificado, Benedicto XVI insistió en que su verdadero programa de gobierno no se centraría en seguir sus propias ideas, «sino en dejarme conducir por el Señor, de modo que sea él mismo quien guíe a la Iglesia en esta hora de nuestra historia». Leyendo su primera encíclica se confirma ese propósito.No es una exposición de alguno de los temas favoritos del cardenal Ratzinger, por ejemplo el relativismo. Es, más bien, un texto en que el autor pasa a segundo plano concentrando su atención en la primera palabra con la que empieza la encíclica : «Dios».Su programa parece como si viniera impuesto por una fuerza externa al propio Benedicto XVI, una fuerza que le impulsa a gravitar sobre los grandes temas de la justicia y la caridad.

Ratzinger en sus escritos intenta, de uno u otro modo, reivindicar la razón en el cristianismo. Lo que él mismo ha llamado «la victoria de la inteligencia» en el mundo de las religiones. En esta encíclica parece dejarse llevar por un impulso diferente: la reivindicación de la justicia y el amor como signo distintivo de su programa de acción. No se olvide que desde que Ratzinger publicara en 1954 su primer libro, su producción científica ha sido abrumadora: miles de trabajos y más de 50 libros. La inteligencia y claridad de lo que escribe le hace ser uno de los autores más leídos del siglo XX. «Me siento menos sola cuando leo los libros de Ratzinger», decía Oriana Fallaci a «The Wall Street Journal». «Soy una atea, añadía, y si una atea y un Papa creen las mismas cosas, hay mucho de verdad allí». Efectivamente, nadie -creyente o no- puede discutir el mensaje de Benedicto XVI en «Deus caritas est».

Resumiendo, yo diría que su encíclica pretender «globalizar la justicia y el amor». De modo que en la gran familia humana -y también en esa familia que es la Iglesia- no haya ningún miembro «que sufra por falta de lo necesario». Naturalmente, antes de hablar de amor hay que reivindicar la justicia en las relaciones humanas. Por eso Benedicto XVI utiliza una dura frase de San Agustín para calificar «de gran banda de ladrones» a un Estado que no se rigiera por la justicia. Con ello está diciendo que la justicia es el objeto y la medida de toda política. La política no es simplemente «una técnica» es, antes, una forma de ética. Naturalmente, eso es misión del Estado, pero no sólo de él. Es, ante todo, una gran tarea humana. Por eso Benedicto XVI reivindica para la Iglesia el deber de ofrecer, «mediante la purificación de la razón y de la ética», una contribución específica que haga a la justicia comprensible y políticamente realizable. De ahí, por ejemplo, la absoluta necesidad de la libertad religiosa.

Pero si la justicia es imprescindible, Benedicto XVI reivindica para la caridad (el amor) un puesto importante. El sufrimiento no sólo reclama justicia. Reclama, además, la amorosa atención personal. Y aquí, las fuerzas sociales -incluida la Iglesia- son insustituibles en su cercanía a la indigencia, material o espiritual. Sorprende el vigoroso aliento que de toda la encíclica se desprende hacia las nuevas formas de voluntariado social, que unen la espontaneidad con la cercanía a los hombres y mujeres necesitados de auxilio. La contraposición que el Papa hace del deterioro que entre los jóvenes produce la «anticultura de la muerte» (por ejemplo la droga) y, por contraste, la dignidad que en ellos mismos se trasluce en la «cultura de la vida», que se entrega a los demás en el voluntariado, es ciertamente uno de los pasajes más entrañables de la encíclica. No se crea, sin embargo, que el mensaje de Benedicto XVI es una simple exhortación «al activismo social». Es mucho más que eso, pues al fijarse en Teresa de Calcuta (probablemente la activista social más destacada de todo el siglo XX) hace notar que su fecundidad fue debida a su vida interior, a su unión con Dios en la atención a los más abandonados de todos. De ahí que el Papa Ratzinger siente como conclusión: «Ha llegado el momento de reafirmar la importancia de la oración ante el activismo y el secularismo de muchos cristianos comprometidos en el servicio caritativo».

El centro de gravedad de la Iglesia pasó durante el siglo XX y XXI de Europa al Tercer Mundo, con un 62% de los católicos viviendo actualmente en Iberoamérica, África y Asia. Es en estas zonas donde la miseria tiende sus tentáculos con más fuerza. Benedicto XVI parece querer apuntar hacia esos lugares como uno de los desafíos de su pontificado. Por eso he dicho que «Deus caritas est» es , primordialmente, una encíclica social.

Jaime Nubiola, “¿Todas las opiniones igual respeto?”, La Gaceta, 26.III.06

No, por supuesto que no. Todas las opiniones no merecen el mismo respeto. Algunas no merecen ninguno, mientras que otras —las de los expertos en la materia— merecen de ordinario un respeto enorme. Veámoslo un poco más despacio, pues la tesis en boga en la cultura dominante viene a ser la de que en un sistema realmente democrático todas las opiniones son igualmente respetables.

El respeto tiene una gran importancia en la vida de cada uno y de la sociedad. Tal como describe Robin Dillon en la voz “respeto” de la valiosa Stanford Encyclopedia of Philosophy, desde niños se nos enseña —o al menos es lo que se espera— a respetar a nuestros padres, profesores y mayores en general, a respetar las normas escolares, las reglas de la circulación, las tradiciones culturales y familiares, los derechos y sentimientos de las demás personas, a los gobernantes y a la bandera (esto en Estados Unidos, pero mucho menos en España), y por supuesto a respetar la verdad y las diferentes opiniones de la gente. De hecho llegamos a adquirir un cierto respeto a todas estas cosas hasta el punto de que, ya de mayores, meneamos la cabeza con indignación cuando nos topamos con personas que parecen no haber aprendido a respetarlas. Sin embargo, en un sentido estricto, sólo la persona humana es realmente merecedora de respeto. Fue el filósofo alemán Immanuel Kant quien en el siglo XVIII puso el respeto a las personas, a todas y cada una, en el centro de la teoría moral. Desde entonces la clave del liberalismo político y del humanismo democrático ha sido la tesis de que las personas son fines en sí mismos con una dignidad absoluta que debe ser siempre respetada.

¡Cuántas veces al ver los rostros desencajados de los inmigrantes de las pateras nos asalta la duda de que en este mundo nuestro siga vigente aquel ideal kantiano! Quienes merecen absoluto respeto son las personas, cada una de ellas, independientemente de su nacionalidad, del color de su piel, su estatus social, el nivel de sus estudios, su edad y condición: desde el feto en las entrañas de su madre hasta el enfermo terminal en una UCI o en las calles de Calcuta. Cada una de esas personas, sea pobre o rica, sabia o ignorante, es acreedora de un respeto absoluto por parte de todos los demás. Esta convicción tiene enormes consecuencias en la vida de cada uno y en la organización misma de la sociedad. Pero tratar con un profundo respeto a todas y cada una de las personas no significa en ningún caso que las opiniones de todas y cada una de ellas merezcan respeto y menos aún que lo merezcan en igual medida.

Cuando hablamos de opiniones nos referimos de ordinario a los diferentes pareceres en materias discutibles y discutidas. Abarca desde la mejor manera de organizar la sociedad política, de resolver los problemas de la convivencia humana hasta las preferencias en materias deportivas, artísticas o culturales. No son materias opinables aquellas ya resueltas por la ciencia o por la experiencia acumulada de la humanidad. No es materia opinable ni el teorema de Pitágoras, la ley de la gravedad, la composición química del oro o que el fuego quema. Tampoco es materia opinable que la estricnina es un veneno: los venenos matan independientemente de nuestra opinión acerca de ellos. En cambio, en muchas otras áreas hay diversas maneras legítimas de pensar acerca de las cuestiones que están planteadas. En muchos campos no hay un consenso, o quizás aun cuando haya un consenso mayoritario no se excluye que las opiniones minoritarias divergentes tengan algún valor, esto es, que podamos aprender algo de ellas. En todos estos casos, esas opiniones merecen atención y consideración, pues de ordinario si están formuladas con seriedad, incluso aquellas que parezcan inicialmente más estrambóticas, encierran probablemente algo valioso.

Por el contrario, todos tenemos bien comprobado que no compensa invertir tiempo en tratar de aprender de una persona ignorante en una materia, que no tenga una especial cualificación o un conocimiento de primera mano. Lo peor es cuando el ignorante —tal como pasa a veces con los políticos— argumenta ideológicamente, esto es, defiende una opinión desde una posición preconcebida sin atenerse a los hechos ni a las opiniones opuestas. En este sentido muy a menudo los debates parlamentarios son la forma más contraria posible a un genuino diálogo, pues son una mera confrontación dialéctica resuelta finalmente por la mecánica de los votos. Para un diálogo racional, para un examen constructivo de las diversas opiniones sobre un asunto opinable, hace falta estar al menos de acuerdo sobre la naturaleza del desacuerdo y eso implica que si el oponente presenta mejores razones que las nuestras, cambiaremos de opinión, nos pasaremos de todo corazón a sostener, ahora con más fuerza, la posición que antes atacábamos.

Considerar una opinión, tratar de comprender las razones y los datos que la avalan significa abrirse a lo que de verdadero pueda ofrecer. Entre los medievales una opinión tenía título suficiente para ser considerada en una disputatio por su autoridad. Tal como mostró el filósofo oxoniense Christopher Martin, si un autor, considerado por su experiencia como una autoridad en un campo, formulaba una opinión sobre esa materia que sonaba novedosa, el argumento de autoridad sugería que valía la pena someter a examen a ese parecer. El New York Times on line ha aprendido esto mismo, pues desde hace unos meses distribuye gratuitamente la información, pero en cambio comienza a cobrar por sus artículos de opinión. Si uno desea leer a Krugman, Friedman o las demás luminarias de la prensa norteamericana, debe pagar una cantidad modesta, pero que vendrá a suponer al final una sustanciosa suma para el periódico y para los autores.

Para los españoles casi siempre es verdad lo contrario: pagamos por los datos, pero despreciamos las opiniones, quizá porque estamos acostumbrados a que en cada barbería o en cada tertulia los asistentes resuelvan los mayores problemas que tenemos mediante cuatro declaraciones grandilocuentes y —como suele decirse— se queden después tan panchos. Incluso a menudo se invita en los medios de comunicación a deportistas, artistas o diversos famosos a que opinen sobre cuestiones para las que no tienen ninguna especial preparación. Los lógicos medievales llamaban a este modo de proceder la falacia ad verecundiam: consiste en apelar al sentimiento favorable que se tiene hacia una persona famosa para mover a la audiencia en favor de una conclusión.

Hacer caso a un famoso para formarse una opinión en una cuestión debatida —para la que el famoso no tenga particular competencia— equivaldría a renunciar a pensar por nuestra cuenta; sería en ultima instancia una falta de respeto a nosotros mismos. Todas las personas merecen respeto, pero no merecen un mismo respeto todas las opiniones: hay, por supuesto, opiniones mejores y peores.

El crucifijo en la escuela no viola la laicidad, Aceprensa, 8.III.06

El Consejo de Estado italiano, tribunal supremo en la jurisdicción administrativa, afirma en una sentencia publicada el 13 de febrero pasado que la presencia del crucifijo en las aulas de una escuela pública no es contraria a la laicidad. Resumimos la parte de la sentencia relativa al fondo del asunto.

El caso tiene su origen en el recurso de una madre finlandesa que invocaba el principio de la laicidad del Estado para que la escuela de Padua donde estudiaban dos hijos suyos retirara todos los símbolos religiosos. La sentencia del Consejo de Estado señala que, como ha definido el Tribunal Constitucional, la laicidad es un principio supremo del ordenamiento constitucional italiano. No figura expresamente en la Constitución, pero está implícito en varios de los preceptos que establecen los principios fundamentales de la República. Estas normas, por tanto, contienen las condiciones de aplicación de la laicidad, que de otro modo sería un principio abstracto sin virtualidad jurídica.

En concreto, la laicidad está implícita en los artículos que garantizan la inviolabilidad de los derechos fundamentales (art. 2); la igualdad de todos, con independencia de la religión y demás condiciones personales (art. 3); la autonomía recíproca del Estado y la Iglesia (art. 7); la igualdad de todas las confesiones religiosas ante la ley, y su derecho a organizarse libremente (art. 8); la libertad de culto (art. 19 y 20).

Por otro lado, las condiciones de aplicación de la laicidad se definen también con arreglo a la tradición cultural y a las costumbres de cada pueblo, como muestra la diversidad de determinaciones en distintos países. La sentencia menciona los casos de Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos.

Así pues, la cuestión es “si la exposición del crucifijo en las aulas (…) es contraria a las normas fundamentales de nuestros ordenamiento constitucional que dan forma y sustancia al principio de laicidad”. Para responder, el Consejo examina la función y el significado que tiene el crucifijo en la escuela, según la tradición italiana.

“En un lugar de culto, el crucifijo es propia y exclusivamente un símbolo religioso”, dice la sentencia. En cambio, “en una sede no religiosa, como la escuela, destinada a la educación de los jóvenes, el crucifijo podrá seguir revistiendo para los creyentes los antedichos valores religiosos, pero tanto para creyentes como para no creyentes, exponerlo estará justificado y tomará un significado no discriminatorio en el plano religioso, si es apto para representar y recordar de modo sintético, inmediatamente perceptible e intuitivo (como todo símbolo), valores civilmente relevantes, sobre todo los que sustentan e inspiran nuestro orden constitucional”. En tal caso, “el crucifijo podrá cumplir, aun en un contexto ‘laico’, distinto del religioso que le es propio, una función simbólica altamente educativa, con independencia de la religión que profese cada alumno”.

Pues bien, prosigue la sentencia, “en Italia, el crucifijo es apto para expresar –en clave simbólica, desde luego, pero de modo adecuado– el origen religioso de los valores de tolerancia, respeto mutuo, estima por la persona y afirmación de sus derechos y su libertad, autonomía de la conciencia moral ante la autoridad, solidaridad humana, rechazo de toda discriminación; valores característicos de la civilización italiana”.

“Recordar, por medio del crucifijo, el origen religioso de tales valores y su plena y radical conformidad con las enseñanzas cristianas sirve pues para poner de manifiesto su fundamento trascendente, sin poner en cuestión, más bien subrayando la autonomía del orden temporal con respecto al orden espiritual (no su contraposición basada en una interpretación ideológica de la laicidad que no encuentra confirmación alguna en nuestra Carta fundamental)”. Esos valores de origen cristiano “son vividos en la sociedad civil de modo autónomo (…) con respecto a la sociedad religiosa, de suerte que pueden ser aprobados ‘laicamente’ por todos, con independencia de que pertenezcan a la religión que los ha inspirado y propugnado”.

Si, por tanto, el crucifijo en la escuela tiene la función de expresar el fundamento de los citados valores civiles, “en el contexto cultural italiano parece en verdad difícil encontrar otro símbolo que se preste mejor a hacerlo”.

Tomado de Aceprensa 028/06, 08-03-2006

Gonzalo Herranz, “El mito del preembrión”, Diario Médico, 8.II.06

El preembrión, conviene decirlo así de claro, es una ficción, un mito, un desfiguramiento de la realidad. Y es también un anacronismo. Y, sin embargo, parece que pronto lo vamos a ver embutido por segunda vez en nuestra legislación. Nuestros diputados lo harán por decreto y credulidad, no por ciencia. En este breve artículo trataré de hacer un esbozo de la compleja historia del mito. Me gustaría que sirviera para iniciar, en las páginas de DM, un diálogo clarificador con quienes piensan de otro modo.

El lugar de nacimiento de un concepto La expresión pre-embrión fue acuñada por Penelope Leach, psicóloga y autora de deliciosos cuentos infantiles, en una sesión de la Voluntary Licensing Authority británica, en 1985. Pero, antes de creada la palabra, existía ya el concepto. Se hablaba tiempo atrás de que, en el curso del desarrollo del ser humano, los primeros catorce días son un tiempo especial, pues en ellos el embrión carece de los caracteres ontológicos o biológicos que titulan para el trato que se da y los derechos que se asignan a los otros seres humanos.

No fueron médicos, biólogos, juristas o filósofos los inventores del concepto, sino ciertos moralistas católicos desengañados por la doctrina de la Encíclica Humanae vitae, de Pablo VI (1968). En ella, el Papa no habla ni de píldora ni de embriones. Pero estaba claro ya entonces que la píldora y los dius podían impedir la anidación. Para declarar inocentes esos procedimientos de contracepción era necesario implantar la idea de que malograr embriones humanos de menos de dos semanas era acción moralmente irreprochable.

Y, así como ciertos organismos médicos (el ACOG, la FIGO y la OMS) recurrieron a redefinir la gestación para que nadie pudiera hablar de abortos contraceptivos, los moralistas echaron mano de la gemelación monocigótica como argumento irrefutable para mostrar que el embrión de menos de 14 días carece de consistencia metafísica, biológica y ética. Razonaban así: todo hombre es un ser individual, uno y único; es así que el embrión puede, hasta los 14 días, dividirse en dos o más individuos; ergo, el embrión de menos de 14 días no es todavía un ser humano individual de pleno derecho. De ese modo, y en contra de la doctrina de Humanae vitae, el uso de la píldora podría tenerse por lícito.

El salto al mundo secular En 1979 el Comité Asesor de Ética del Departamento de Salud, Educación y Bienestar de los Estados Unidos recibió el encargo de determinar si y en qué condiciones se podía subvencionar con dinero federal la investigación sobre fecundación in vitro. El año anterior, 1978, había nacido en Inglaterra la primera niña probeta. Formaba parte del Comité el padre Richard McCormick. Él ha contado cómo, apoyándose en un extenso informe encargado por el comité al teólogo moral Charles E. Curran, propuso introducir en las recomendaciones finales del comité que la investigación sobre embriones humanos de menos de 14 días fuera tenida como norma pública aceptable. De este modo, el concepto de los moralistas entró en la bioética secular, donde triunfó de modo arrollador.

Del trampolín del Comité Asesor norteamericano, la idea de los 14 días saltó al Estado de Vitoria, en Australia (Comité Waller, 1982) y al Reino Unido (Comité Warnock, 1984). Sobre la marcha, al argumento de la gemelación monocigótica se sumaron otros. Los australianos distinguen el día 14 como momento en que “se forma la línea primitiva y entonces es claramente evidente la diferenciación del embrión”. Eclécticamente, el Informe Warnock acumula razones en el día 14: es el comienzo del desarrollo individual porque ya no cabe gemelación después de él, porque la línea primitiva es el resello de esa individualidad, porque ese día marca la terminación del estadio implantatorio.

Después de Warnock, el concepto de preembrión y la divisoria de los 14 días obtuvieron un crédito muy amplio, casi universal: se han convertido en artículo de fe de normas éticas y reglamentos legales.

Un concepto que amenaza ruina Impera en los libros de texto de Embriología y Obstetricia una doctrina sobre la cronología de la gemelación en 14 días, basada en la correlación entre momento supuesto de fisión del embrión y estructura de las envolturas fetales. Se trata de una mera hipótesis, cierto que sumamente racional, pero jamás demostrada. Es uno de esos idola tribus médicos, que duran y se transmiten, pero que nadie comprueba. Por lo que dan a entender las recientes investigaciones sobre la compleja arquitectura del embrión inicial, es, muy probablemente, falsa.

La línea primitiva no marca el comienzo de la diferenciación. Ésta viene de mucho antes. La embriología reciente (ver, p. ej., Smith A. The Battlefield of Pluripotency. Cell 2005;123:757-760) está haciendo polvo muchas ideas viejas: la del cigoto como una esfera amorfa, la de la mórula como un colectivo de blastómeros idénticos entre sí, la del blastocisto como yuxtaposición de dos poblaciones. En éste están definidos ya el trofectodermo, el endodermo primitivo, el epiblasto. La línea primitiva marca simplemente el lugar de migración de esas células, pero no es, como se pretende, una especie de artilugio que induce la primera diferenciación celular en el embrión.

Y ¿qué decir del final de la implantación? Datarlo hasta el día 14 es una exageración. Con una mirada libre de prejuicios, los cortes histológicos de embriones muy jóvenes muestran que eso ocurrió unos cuantos días antes. Es poético, no científico, decir que sólo el día 14 la anidación se constituye en símbolo de la aceptación materna.

Poder legislativo y razón científica En 2006, un parlamento que diga que “a efectos de esta Ley, podrán usarse embriones humanos de menos de 14 días en proyectos de investigación aprobados por los organismos competentes” estará ejerciendo su potestad, políticamente correcta, aunque censurable éticamente. Incurriría, en cambio, en un abuso si sostuviera que la norma se basa en el concepto científico de preembrión. No vale hoy ese concepto. No son válidos los argumentos que ligan día 14 con la gemelación monocigótica como marcador de la individualidad, con la formación de la línea primitiva como marcador de la diferenciación del embrión, con el término de la anidación como símbolo de aceptación.

En una tribuna de DM el espacio disponible es siempre poco; hay que hablar esquemáticamente. Lo que he querido decir es sencillo: la noción de preembrión es una idea política con pies científicos de barro. El progreso de la embriología es la piedra que rodó monte abajo y rompió el pedestal de barro. El constructo se ha derrumbado. ¿Por qué mantener un muerto en la legislación? Gonzalo Herranz. Profesor honorario. Departamento de Humanidades Biomédicas. Universidad de Navarra.