José María Barrio, “La educación sexual y afectiva”, Arvo, 14.XI.04

“Se ama a alguien no sólo cuando se pasa bien con esa persona, sino cuando se está dispuesto a pasarlo mal por ella, y también a esperar”. Entrevista con el prof. Barrio Maestre, de la Universidad Complutense de Madrid.

Continuar leyendo “José María Barrio, “La educación sexual y afectiva”, Arvo, 14.XI.04″

Hermann Tertsch”, Josef Mengele. El monstruo irredento”, El País, 26.XI.04

Para atención de los que experimentan con humanos, no ya al amparo de la mezcla de ideología y ciencia, como Mengele, sino al amparo de la mezcla de dinero y ciencia.

Continuar leyendo “Hermann Tertsch”, Josef Mengele. El monstruo irredento”, El País, 26.XI.04″

Vittorio Messori, “El anticatolicismo ha sustituido al antisemitismo”, La Razón, 20.X.2004

El conocido escritor y periodista italiano Vittorio Messori ha salido al paso de la ola de anticatolicismo que impera en toda Europa en una entrevista publicada estos días por el diario italiano «Il Messagiero». Messori analiza la situación y afirma que «afortunadamente» ha terminado el antisemitismo, pero ha sido sustituido en la cultura occidental por un «anticatolicismo» férreo. El intelectual asegura que, sin embargo, esta «furia anticatólica» es «providencial». Messori es célebre, además, por ser autor de un libro de conversaciones con el Papa que se ha convertido en bestseller en todo el mundo: «Cruzando el umbral de la esperanza». Continuar leyendo “Vittorio Messori, “El anticatolicismo ha sustituido al antisemitismo”, La Razón, 20.X.2004″

Invierno frío

Era otoño, y los indios de una remota reserva preguntaron a su nuevo Jefe si el próximo invierno iba a ser frío o apacible. Dado que el jefe había sido educado en una sociedad moderna, no conocía los viejos trucos indios. Así que, cuando miró el cielo, se vio incapaz de adivinar qué iba a suceder con el tiempo… De cualquier manera, para no parecer dubitativo, respondió que el invierno iba a ser verdaderamente frío, y que los miembros de la tribu debían recoger leña para estar preparados. No obstante, como también era un dirigente práctico, a los pocos días tuvo la idea de telefonear al Servicio Nacional de Meteorología. – ¿El próximo invierno será muy frío? -preguntó. – Sí, parece que el próximo invierno será bastante frío –respondió el meteorólogo de guardia. De modo que el Jefe volvió con su gente y les dijo que se pusieran a juntar todavía más leña, para estar aún más preparados. Una semana después, el Jefe llamó otra vez al Servicio Nacional de Meteorología y preguntó: – ¿Será un invierno muy frío? – Sí – respondió el meteorólogo- va a ser un invierno muy frío. Honestamente preocupado por su gente, el Jefe volvió al campamento y ordenó a sus hermanos que recogiesen toda la leña posible, ya que parecía que el invierno iba a ser verdaderamente crudo. Dos semanas más tarde, el Jefe llamó nuevamente al Servicio Nacional de Meteorología: – ¿Están ustedes absolutamente seguros de que el próximo invierno habrá de ser muy frío? – Absolutamente, sin duda alguna -respondió el meteorólogo- va a ser uno de los inviernos más fríos que se hayan conocido. – ¿Y cómo pueden estar ustedes tan seguros? – Fíjate si va a serlo que los indios están recogiendo leña como locos.

Edith Zirer: Karol Wojtyla me salvó la vida en 1945

Edith Zirer, casada hoy y con 2 hijos, que vive en Haifa, en una colina del Monte Carmelo, quiso estar con el Papa (59 años después de lo ocurrido) en su histórico viaje a Tierra Santa para darle personalmente las gracias justamente en el Memorial del Holocausto Yad Vashem. Fue un día inolvidable para ella y para toda la población judía, así como una lección universal de humanidad.

Continuar leyendo “Edith Zirer: Karol Wojtyla me salvó la vida en 1945”

Rafael Navarro-Valls, “La nueva ley del divorcio”, Veritas, 18.IX.04

El Consejo de Ministros aprobó hoy la modificación de la actual Ley del Divorcio, desoyendo las peticiones de las asociaciones familiares que habían solicitado oficialmente la creación de una mesa de diálogo previa a cualquier modificación. Según ha trascendido a los medios, algunas “novedades” de la nueva Ley serán la anulación de las causas de divorcio, la supresión de la separación como paso previo a la solicitud del divorcio, y la rapidez con la que éste se concederá. Rafael Navarro Valls, catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid y Secretario General de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, analiza en esta entrevista concedida a Veritas, la “dialéctica tramposa” que encierra el divorcio y la auténtica naturaleza de la institución matrimonial.

Continuar leyendo “Rafael Navarro-Valls, “La nueva ley del divorcio”, Veritas, 18.IX.04″

Ignacio Sánchez Cámara, “Memoria parcial (víctimas guerra civil)”, ABC, 14.IX.04

El Gobierno aprobó el pasado viernes un Real Decreto por el que se constituye una Comisión Interministerial para el estudio de las víctimas de la Guerra Civil y del franquismo, cuyo cometido consiste en la elaboración de un informe que servirá para articular un anteproyecto de ley mediante el que se «rehabilitará moral y jurídicamente a los afectados». El anuncio previo se ha consumado, de manera que en este caso no se trataba, como en tantos otros, de una propuesta con fecha de caducidad, con freno y marcha atrás. Ninguna rehabilitación moral compete a los Gobiernos; sólo la jurídica. Sorprende, en primer lugar, la mera propuesta, pues entraña, de hecho, la pretensión de que esta rehabilitación no se ha producido desde el comienzo de la transición, ni siquiera durante la larga etapa del socialismo en el Gobierno. Acaso se trate de una autoinculpación, de una rectificación tardía. Por mi parte, sólo alcanzo a percibir una eventual justificación a la medida. Sólo estaría justificada si se tratara de conceder a las víctimas de un lado la equiparación de derechos con las del otro. Pero dudo de que esta equiparación no se haya producido. Por lo tanto, parece que se trata de algo más, de rehabilitar a unos y condenar expresa o tácitamente a los otros. Si así fuera, la decisión del Gobierno sería injusta y equivocada.

Todo parece sugerir que estamos ante una nueva revisión histórica que aspira a que la razón estaba de un lado y, por lo tanto, la sinrazón del otro. El espíritu de concordia que presidió la transición y la aprobación de la actual Constitución se pondría así en entredicho. Una cosa es igualar en derechos a las víctimas, y otra rendir homenaje y rehabilitar moralmente de modo parcial, selectivo y maniqueo. Todas las víctimas merecen el mismo trato. En ambos bandos hubo crímenes, heroísmo, defensa de las convicciones y también casualidades. Muchos combatieron en el lugar que les tocó. Por lo que a mí respecta, no me siento inclinado a elevar una contabilidad de crímenes y defunciones. Cuentan que estando Ortega y Gasset en París, huido del horror del Madrid republicano, un partidario de Franco le comentó que los republicanos mataban más. A lo que el pensador, al parecer, replicó que mala cosa es cuando hay que contar los muertos. Aunque algunos o muchos hubieran cometido errores o crímenes, todos merecen acogerse a la petición de Azaña: paz, piedad y perdón. Pero la rehabilitación moral de unos huele a condenación tácita de los otros. Y eso no se compadece con la justicia. El homenaje y la rehabilitación, de ser necesarios, deberían acoger a todas las víctimas.

Acaso estemos ante una muestra de parcialidad sesgada y de radicalismo. La Guerra Civil española, como todas, entraña uno de los peores males que pueden afectar a los pueblos: la pérdida de la concordia y la lucha entre conciudadanos. La reconciliación sólo es posible si cada parte omite la razón que tiene, que muchas veces no es sino la razón perdida de los otros, para acogerse a la concordia. Mas no faltan, por desgracia, quienes aspiran a erigirse en vencedores morales tardíos. Y no cabe olvidar que si la victoria con las armas no entraña la razón del vencedor, tampoco significa que la razón corresponda al derrotado por el solo hecho de serlo. Todo lo que no sea igualación de las víctimas, de todas ellas, puede ser imputado al resentimiento, acaso explicable, pero no a la obra de la concordia. La democracia no combatió en ningún bando o, si acaso, lo hizo parcialmente en ambos.

Ignacio Sánchez Cámara, “Cultura y mercancía”, ABC, 15.IX.04

En la polémica sobre la «excepción cultural» se mezclan principios teóricos e intereses, más o menos confesados. Acaso convenga discernir entre unos y otros. El argumento principal de los partidarios de la llamada «excepción cultural» puede resumirse así: la cultura no debe ser tratada como una mercancía y debe ser excluida de la aplicación del principio de la libre circulación de bienes. Este argumento viene apoyado por otro, complementario: los productos culturales deben ser objeto de una protección especial por parte de los Estados, ya que entrañan la expresión del alma y la identidad de los pueblos. Los dos ofrecen deficiencias y, por otra parte, es posible defender lo segundo sin adherirse necesariamente a lo primero.

Una vez más, parece que nos encontramos ante un debate nominalista: ¿es o no la cultura una mercancía? La respuesta es: depende. Omitamos, a efectos de no complicar la discusión con la introducción de la cuestión elitista, el problema de la jerarquía. No toda obra cultural lo es del mismo rango, ni expresa igualmente al espíritu. Hay obras cuyo valor no rebasa la condición de servir de entretenimiento a las masas. Obra piadosa, sin duda, pero que nada tiene que ver con el espíritu, ni universal ni local. Seamos, aunque transitoriamente, un poco injustos y hablemos de todas ellas por igual. Una obra cultural, en cuanto expresión del espíritu o del ingenio, no es, en principio, una mercancía. Aclaremos que se entiende por mercancía, según la tradición liberal y también según la marxista, todo aquello que se produce con vistas a su venta, destinado a ponerlo en el mercado. La cosa, entonces, resulta bastante clara. Un texto literario, un cuadro, una obra musical, una película, no son, de suyo, mercancías. Si su autor se limita a producirlas o a exhibirlas ante un grupo de amigos o afines, no cabe hablar de mercancía. El texto del Ulises de Joyce o la Segunda Sinfonía de Mahler u Ordet de Dreyer no son, en principio, mercancías. Son grandes creaciones del espíritu humano. Pero cuando se ponen a la venta ejemplares del libro, o se interpreta en una sala de conciertos la composición musical, o cuando se exhibe la película en salas cinematográficas comerciales, sin dejar de ser producciones del espíritu humano, se convierten en mercancías. Y ahí comienzan, al parecer, las maldiciones y los problemas. Marx habló de la existencia de un «fetichismo de la mercancía» en las sociedades capitalistas. Cabría hablar de un fetichismo de signo opuesto por parte de los herederos, sepan o no que lo son, del marxismo. En Marx, la cosa estaba bastante clara. La esencia del hombre consiste en su capacidad de transformar la naturaleza para satisfacer sus necesidades, es decir, en el trabajo. La esencia del hombre es su trabajo. Pero, en el sistema capitalista, el trabajo humano funciona como una mercancía que se compra y se vende, es decir, se cosifica. En eso consiste la alienación. La esencia humana se convierte en mercancía que se compra y se vende. Si a esto se añade la teoría de la plusvalía, que pretende que el valor que recibe el trabajador por su trabajo es inferior a su valor real, quedaría demostrado que la renta del capital es el producto de la explotación, del robo. No es extraño que quienes se adhieren al marxismo asuman una concepción negativa, peyorativa, de la mercancía. Pero no son muy coherentes con su marxismo, expreso o tácito, quienes comprenden la explotación y la reducción del trabajo humano a mercancía cuando se trata de botas o de maquinaria, pero no cuando hablamos de libros o películas. Se desliza aquí subrepticiamente un elitismo latente y no deseado que acaso olvida la dignidad inherente a todo trabajo humano. Quien produce coches produce mercancías, pero quien produce películas o canciones realiza la obra del espíritu. La mercancía es para ellos cosa mala, pero habría que recordar que para Marx lo malo consistía en reducir el trabajo a mercancía y en cosificar al hombre, arrebatándole su propia esencia. Pero abundan más los herederos, acaso no queridos, de Marx que sus atentos lectores. En suma, guste o no a los defensores de la «excepción cultural», un libro puesto a la venta, una película exhibida o una audición musical en una sala a cambio del precio de la entrada son mercancías, del más alto rango espiritual, si se quiere o, al menos, en algunos casos excepcionales, pero mercancías.

Una vez solventada la cuestión nominalista o semántica, pasemos a la económica, pues a poco más se reduce el debate. El problema no consiste entonces en determinar si la cultura es o no una mercancía, sino en decidir si las mercancías culturales merecen o no un trato discriminatorio favorable por su condición espiritual o por ser expresión de las identidades o del alma de los pueblos, o en si hay que poner trabas a la obra foránea del espíritu para defender la propia. La verdad es que todo esto tiene un tufillo reaccionario, más bien poco ilustrado. Cervantes o Velázquez honran a la cultura española, pero, si no me equivoco, no tanto por ser expresión del alma española como por albergar a la universalidad del espíritu. Casi todo, y mantengo el «casi» por pura prudencia, lo que de grande hay en la obra de la cultura es universal. Vamos, que para el espíritu es apenas relevante el lugar de nacimiento. Si el Prado habla en favor de España, lo hace por su dimensión universal. Quiero decir que, si es necesario proteger a la cultura, que no lo sé, no será por su condición de producto nacional ni por su capacidad para expresar el alma de un pueblo. El espíritu es la obra de la humanidad, no de la nacionalidad.

Admitamos, no obstante, que sea misión del Estado proteger a la industria cultural de la nación. El problema es cómo y con arreglo a qué criterios. Porque acaso acabaríamos por desarreglar aún más lo que queríamos arreglar. ¿No tenderá el Gobierno a favorecer y proteger a aquel sector del «mundo de la cultura» más afín con sus ideas e intereses, es decir, más manso y menos crítico? ¿Qué garantiza que el poder político se vaya a decantar por el valor estético y no por la rentabilidad política? ¿Qué mecanismos garantizarán que no derivará, por un camino seguro, hacia el amiguismo y el partidismo? Y si ha de proteger a todos por igual, ¿habrá recursos en los Presupuestos del Estado para financiar al artista latente que casi todo ciudadano lleva dentro de su alma? En suma, el proteccionismo tenderá inexorablemente hacia el aldeanismo, el provincianismo, el nacionalismo, cuando no hacia el sectarismo rampante. No acabo de ver cómo la decisión de la Administración pueda convertirse en criterio de calidad estética. Acaso se trate de determinar qué tipo de ayudas deba otorgar el Estado y en qué ámbitos. Por lo demás, no deja de ser paradójico el espectáculo de cierta cultura que pretende ser de masas y a la que el mercado condena al fracaso o a la condición minoritaria. Porque lo mejor suele ser minoritario, pero lo peor, a veces, también. Por eso, la condición de minoritario no puede exhibirse como criterio de calidad. En definitiva, quien tenga aversión al mercado y aborrezca las mercancías tiene un recurso muy fácil: no poner sus obras egregias en el mercado, no convertirlas en tan odiosa condición como la que ostenta toda mercancía. Pues, si el mercado se equivoca, el juicio de la posteridad es inapelable. No es fácil servir a dos señores, al espíritu y a las masas. Al final, la verdad del espíritu resplandece.

Ignacio Sánchez Cámara, “Nicotina del alma”, ABC, 1.IX.04

Éste no es un artículo en favor del tabaco. En Nueva York, ya no está permitido fumar en ningún lugar público. Las copas esperan solitarias en las barras de los bares a que sus dueños regresen de inhalar humo en la calle (por cierto, doble sesión de humo). En España, ya no es lícito fumar en el Congreso de los Diputados, salvo en un lugar especial reservado a los enfermos, que disponen de tratamiento gratuito para su mal. Nada que oponer. Salvo que, quizá, en el caso neoyorquino, cabría argumentar en favor de la posibilidad de que existieran locales públicos para fumadores. Pero el más moderado liberalismo debe ceder ante el paternalismo y los costes de la Seguridad Social. Claro que, por ese camino, habría que revisar la licitud de los deportes de alto riesgo, los encierros taurinos de las fiestas populares o el tráfico automovilístico. Su coste sanitario también lo pagamos todos. Al final, la lógica intervencionista conduce al prohibicionismo. Primero se limita, con toda razón, el derecho a fumar en beneficio de los no fumadores. Luego se apela, también con razón, a la obligación de los poderes públicos de velar por la salud de los ciudadanos. Más tarde, suprema razón, se acude al coste económico. El último paso es la prohibición total.

Bien está luchar contra la adicción al tabaco. Bien está el cuidado de la salud del cuerpo. Incluso las concepciones dualistas del hombre suelen aceptar la relación íntima entre cuerpo y alma. Pero sorprende el desprecio de la salud del alma que acompaña a tan solícita atención al cuerpo. Es verdad que los males de éste son empíricos y los del alma, como etéreos y metafísicos, pero no menos reales. El cáncer de pulmón es empíricamente verificable. Los tumores anímicos sólo son perceptibles para un observador agudo. La consecuencia es que la mayoría niega su existencia. Por supuesto que atribuir a los Gobiernos el cuidado de las almas es la vía más segura hacia el totalitarismo. Pero eso no impide que la tolerancia sea compatible con la advertencia. Además, una cosa es que los Gobiernos no se conviertan en censores, y otra que contribuyan a través de los medios de comunicación pública a difundir las enfermedades del alma y de la inteligencia. La cosa dista de ser nueva. En su Ciudad de Dios, censura san Agustín la corrupción de las costumbres de Roma y escribe estas palabras que podrían ser pronunciadas ante la contemplación, cualquier día, de la televisión. Y, por supuesto, no sólo de ella. «A lo vergonzoso se da publicidad, y a lo laudable clandestinidad. El decoro es latente, y el desdoro patente. El mal que se practica reúne a todo el mundo como espectador; el bien que se predica apenas encuentra algún auditor. ¡Como si la honradez nos diera vergüenza, y el deshonor gloria!… Así ocurre que los honrados, que son una minoría, caen en la trampa, y la gran mayoría, los corrompidos, quedan sin enmienda». Verdades limpias y antiguas, y siempre nuevas.

En suma, el tabaco proscrito, y la basura intelectual y moral, alentada y fomentada. Al menos, cabría imitar el procedimiento de las cajetillas que advierten sobre sus riesgos, y aplicarlo a algunos programas y espectáculos. Así, los telediarios podrían ir precedidos de la advertencia de que su contemplación puede confundir y manipular al espectador, y, antes de los programas que todos ustedes saben y de cuyo nombre no puedo acordarme, podrían emitirse avisos sobre su alta peligrosidad para la inteligencia y la salud de los espíritus. El lema parece ser «mentes enfermas en cuerpos sanos», y el objetivo, una estúpida salud.

Juan Cruz Cruz, “La envidia como raíz del odio”, Arvo, 5.X.04

La envidia es considerada por el Aquinate como una de las raíces del odio. Ella es, desde el punto de vista fenomenológico, una mirada fascinante. ¿Qué es la fascinación? Es simplemente, según el diccionario, la acción de «aojar», de emitir un mal a través de los ojos. ¿Hay en el acto comunicativo gentes que emiten maldad a través de sus ojos? ¿Hay personas que con su mirada maléfica influyen negativamente en el mismo acto comunicativo? Este es en síntesis el problema de la «fascinación», en el que resalta, de un lado, el «aojador» o agente fascinador y, de otro lado, el que provoca la fascinación.

Es preciso referirnos al hecho de que en nuestras sociedades aparece con frecuencia una creencia inconsciente en una fuerza dispersa que, concentrada en algunos hombres, se emite por los ojos y perjudica a otras personas en su salud o en sus propiedades, impidiendo su felicidad en esta vida. Estos hombres son los «fascinadores», pues emiten una fuerza que tendría la propiedad de dañar o consumir las cosas sobre las cuales se fija. Se estima entonces, también inconscientemente, que la pupila de este «fascinador» descarga sobre lo que mira una sustancia invisible, semejante al veneno de la serpiente. Cuenta Plutarco que Eutélidas tenía tanto poder negativo en sus pupilas que podía dañarse a sí mismo con sólo mirarse al espejo. Ese poder fue llamado por los latinos fascinum (de ahí nuestra palabra fascinación), que en castellano también se llama aojo o mal de ojo. Cuando el «aojador» encuentra una cosa viva y hermosa, buena, elevada, lanza contra ella la luz envenenada de sus pupilas y la hace languidecer paulatinamente, o incluso la mata. Al hombre sobre el que ha recaído el mal de ojo no podrá ya salirle bien ninguna tarea, ningún proyecto: lo que emprenda o realice le saltará en mil pedazos; hasta el futuro que estima queda amenazado. Los «fascinadores» suelen tener aspectos contrahechos o mostrar una fealdad física, especialmente la apariencia facial, la que se ve o que entra por los ojos.

El mal surgido del fascinador es provocado o inducido por las «cualidades» de otros hombres, estimadas como negativas: por algo aprehendido como un mal hubiera dicho Santo Tomás y, por tanto, motivo de aversión u odio. ¿Pero qué cualidades son estimadas aquí como «negativas» y provocadoras de la reacción maléfica de la «fascinación»? ¿Las buenas o las malas? Aunque parezca mentira, normalmente son las buenas.

2. Lo negativo y provocador es la inteligencia, la belleza, las cualidades, el bienestar que se ve, por ejemplo, en una persona. Este ser inteligente, capacitado o lleno de cualidades físicas, psíquicas y sociales es el provocador, el inductor: por su carácter presuntamente negativo, atrae el «mal de ojo» del «fascinador».

Salta a la vista que el fascinador está atormentado en su interior por un sentimiento de odio especial, provocado por la envidia, la cual no es otra cosa que la tristeza o el pesar del bien y de la felicidad del otro. Envidia, etimológicamente, viene del verbo latino videre que indica la acción de ver por los ojos, y de la partícula in; de modo que invidere significa mirar con malos ojos, proyectar sobre el otro el mal de ojo. En nuestro caso, decir envidioso es decir fascinador del otro. De este modo se erige la envidia en raíz o madre del odio a la persona: invidia est mater odii, primo ad proximum, decía Santo Tomás.

El mundo antiguo conocía muchos caracteres de la envidia como pasión íntima. Entre los griegos es representada como una mujer con la cabeza erizada de serpientes y la mirada torcida y sombría. Su extraña mirada, junto con su tinte cetrino, tienen una explicación fisiológica normal, pues en el acto de envidiar sufre el hombre una acción cardiovascular constrictiva, la cual produce lesiones viscerales microscópicas, dificulta la irrigación sanguínea y la asimilación normal. La cabeza coronada de serpientes era símbolo de sus perversas ideas; en cada mano llevaba un reptil: uno que inoculaba el veneno a la gente; otro que se mordía la cola, simbolizando con ello el daño que el envidioso se hace a sí mismo.

3. La filosofía clásica encontró fenomenológicamente al menos seis características en el «envidioso».

Primero, al «envidioso» le produce pesar o descontento el bienestar y la fortuna de los demás: invidia est tristitia de bono alterius, inquantum aestimatur diminuere gloriam propriam. Por ejemplo, él ve los bienes del otro, pero no las dificultades inherentes a su conducta, ni las privaciones y desventajas que ha tenido que superar para conseguirlos.

Segundo, el envidioso es una persona próxima al provocador: próxima en espacio y en fortuna. Yo no puedo envidiar a un Rockefeller, pero sí a don Próspero, el charcutero de mi barrio, que se está enriqueciendo. Y si a don Próspero se le rompiere una pierna, me consolaré pensando que ahora podría yo andar mejor por la vida. La gran desigualdad provoca admiración, mientras que la desigualdad mínima provoca envidia y ojeriza: invidia non est inter multum inaequales, sed ad illos tantum, quibus potest quis se aequare vel praeferre. El estudiante que se dirige a pie desde su barrio a la Universidad, odia solo un poquito al compañero que va montado en un modesto automóvil; pero el dueño de ese automóvil se muere de envidia cuando es adelantado por un vehículo deslumbrante y de afamada marca. A veces lo envidiado es igual o parecido a lo que el envidioso tiene; pero la imaginación inconsciente lo deforma y lo agranda. Por eso dice el refrán que el envidioso hace de los mosquitos elefantes.

Tercero, lo que al envidioso le molesta no son tanto los valores materiales del otro, sus cosas, cuanto la persona misma poseedora de esos valores. Aunque siente el bien del otro como mal propio, dirige un odio mucho más profundo a la persona que tiene el bien: su mal propiamente dicho es aquella persona colmada de tantos bienes. Y por eso dirige contra el otro una parte de su carga agresiva, queriendo anularlo: no pretende obtener sus bienes, sino destruirlos y, a ser posible, destruirlo a él también. Su envidia es sádica; viene a decir: si yo no puedo tener eso, haré que no lo tengas tú”.

Cuarto, cuanto más favores, atenciones o regalos haga el provocador al fascinador, más fuerte será en éste el deseo de eliminar a aquél, pues la dádiva le recordará siempre que él está en un grado inferior o de carencia. Y aun cuando se lograra una perfecta justicia igualitaria, siempre quedaría la desigualdad de inteligencia y de carácter, la cual sería motivo de envidia.

Quinto, como la mayoría de las veces el fascinador no puede destruir al otro y, además, no puede soportar la idea de que le sobrevivan las personas afortunadas, dirige contra sí mismo la otra parte de ese odio agresivo: no sólo quiere destruir al otro, sino destruirse a sí mismo; es autodestructivo, autodevorador, siendo su lema: «prefiero morirme antes que verte feliz!». El fascinador es también masoquista. De ahí que digamos que alguien se muere de envidia.

Sexto, el fascinador nunca descansa: ni siquiera la expropiación forzosa de la fortuna del otro, en sentido igualitario, logra apagar su envidia. Por eso, si la envidia fuese fiebre, todo el mundo habría muerto, dice el refrán.

Tomado de “Ontología del amor humano en Tomás de Aquino”, (Ed. Rialp 1999), publicado en www.arvo.net