Antonio Fontán, “Humanismo cristiano y liberal”, ABC, 1.X.04

La palabra «humanismo» nació en alemán a principios del siglo XIX. Apareció impresa por primera vez en el título de un libro de 1808, publicado en Jena (Turingia), la ciudad por cuya universidad pasaron grandes ingenios germanos del «ochocientos» (Hegel, Fichte, los Schlegel, Schiller y más tarde Marx). El autor definía con ese término una filosofía de la educación y un sistema pedagógico que se proponían la enseñanza y promoción de los saberes que se consideraban más propiamente humanos: las lenguas y literaturas antiguas, la filosofía, la historia, etc.

El invento de la voz «humanismo» era fácil. «Humanista» existía en las lenguas cultas de Europa desde el siglo XVI para designar a los estudiosos y cultivadores de las letras latinas y griegas y a acreditados escritores de lenguas modernas. Cervantes la emplea por lo menos en tres ocasiones. Una para elogiar a un poeta amigo suyo al que quiso honrar con ese título, otra en la novela del Licenciado Vidriera, y una tercera en un contexto magistralmente irónico en que se burla de las pedanterías de los que querían pasar por cultos. En uno de los más divertidos episodios de la segunda parte del Quijote aparece un personaje al que el autor no quiso poner nombre, y al que llama simplemente «el primo», que sería el guía que llevó a caballero y escudero a través de Sierra Morena hasta la boca de la cueva de Montesinos.

Don Quijote, siempre curioso escudriñador de vidas ajenas que gustaba de saber quiénes eran y qué hacían los hombres y mujeres que se encontraba en el camino, le preguntó por su profesión y «ejercicios». El «primo» respondió que él era «humanista», y su oficio «componer libros para dar a la imprenta de gran provecho y no menos entretenimiento para la república». A continuación enumeró una pretensiosa y ridícula retahíla de los títulos y de los asuntos que trataban los tales libros, que constituye una chispeante burla cervantina de las falsas erudiciones más frecuentes quizá en aquella época que en la nuestra, donde tampoco faltan.

En la misma Alemania, medio siglo después de acuñada la palabra «humanismo» empezaron a emplearla los historiadores de la cultura para referirse a las letras y a la época del Renacimiento, y a las artes de aquellos siglos. Pronto se extendió su uso en este sentido por las otras lenguas europeas. En el último tramo del siglo XIX el término «humanismo» está ya plenamente instalado en castellano con el mismo sentido que poseía en la cultura europea y norteamericana. El año 1878, en su primera lección de cátedra, Menéndez y Pelayo escribe que «una reseña de la literatura hispano latina , o sea, del «humanismo» en el siglo XVI, es preliminar indispensable para el estudio de la literatura en las lenguas vulgares».

El paso siguiente en la historia de la palabra humanismo en la cultura moderna es el de su transferencia a los campos de la filosofía social y política y de la sociología general. Humanismo es una marca de prestigio a la que desde todas partes le llueven adeptos.

Curiosamente, en las dos guerras mundiales de la pasada centuria, y en los años inmediatamente siguientes a ellas, el humanismo, o más bien los humanismos, aparece unas veces como solución y otras como problema. Maeztu, desde Londres, al final de la primera contienda vio en crisis una cierta versión filosófica y política del humanismo. Después de la segunda, en 1947, un escritor francés planteaba a Heidegger la cuestión de ¿cómo se podría volver a dar un sentido a la palabra Humanismo? El maestro alemán contestaba preguntando a su vez si es que era preciso hacerlo. Porque, añadía, «el humanismo se divide según el concepto que se tenga de la libertad y de la naturaleza del hombre». Para Marx y para los marxistas, incluso para los más modernos, «el hombre humano es el hombre social, que es también el hombre natural», una pura y simple naturaleza en el sentido común y final de la palabra, mientras que «el cristiano ve la humanidad del hombre en su delimitación con respecto a la divinidad», dice literalmente el filósofo alemán, que había sido católico y sabía de lo que estaba hablando.

Esa visión del hombre, que sería, según Heidegger, la del humanismo cristiano no significa una confesionalidad política y social, que en nuestro siglo no postula el catolicismo, ni en la práctica casi ninguna de las demás confesiones cristianas. Hay estados confesionales, o más bien de «iglesia establecida» en algunas monarquías protestantes, pero eso es otra cosa o más bien una herencia del pasado sin mucho contenido ni verdadera vigencia social. Eso no es el humanismo cristiano y liberal que inspira ciertas ideologías políticas y al que cuadran, sin incompatibilidad alguna, dos definiciones que se hallan en una obra tan neutral y objetiva como la actual versión del famoso diccionario Webster. El nuevo humanismo, se lee allí, es una doctrina filosófica del siglo XX que se distingue por su fe en la moderación, en la dignidad de la voluntad humana y en un sentido de los valores permanentes. Dentro de ese amplio espacio un cristiano puede encontrarse en su propio terreno, porque el humanismo cristiano es «una filosofía que defiende una plena realización del hombre y de lo humano dentro de un marco de principios cristianos».

Además de nuevo y cristiano, que en este caso son conceptos convergentes, suelen acompañar al término humanismo en el siglo pasado, y quizá también en este, otros adjetivos que quieren ser definitorios. Uno es el que se opone polarmente a cristiano y es toda una filosofía: el humanismo ateo que clasificó y estudió cumplidamente el jesuita Henri Lubac, uno de los padres de la «nouvelle théologie» y uno de los precursores del Concilio Vaticano, al que se vio pasar en pocos lustros de autor de doctrina sospechosa a cardenal de la Iglesia. Es el humanismo de Feuerbach, de Comte, de Nietzsche, del que daría cuenta con su experiencia religiosa de buscar a Dios el ruso Dostoievski.

Hay otros humanismos sectoriales, como el científico que, en cuanto filosofía general del hombre y de la vida, llega hasta donde llega y se queda ahí. Hay humanismos políticos como el antes mencionado de los marxistas, que ha sido arrumbado por la historia con la simple caída de un muro. Hay el fundamentalismo laicista, que algunos quieren extender desde Francia a toda Europa en la que podría ser la ley fundamental de la Unión. Incluso algunos apuntan a un humanismo de tradiciones occidentales, que implicaría consagrar una división del género humano según los puntos cardinales.

En medio de este desorden terminológico y lingüístico, la filosofía cristiana, que cree en la moderación como método, en la dignidad de la voluntad humana y su derecho a ejercerse libremente y en los valores permanentes de una concepción cristiana del hombre y de la vida, sin confesionalidades ni coacciones religiosas o laicistas, estaría llamada a asegurar la continuidad abierta y liberal de la historia de la actual Unión y de todo el continente, del que forma parte también la «santa Rusia» de la «tercera Roma».

Hace pocos meses, en los borradores de la que se pretende que sea una constitución -o más propiamente una ley marco- para la Unión Europea, se reconocía que la cultura social, literaria y política de este conjunto de naciones tenía sus raíces en las tradiciones cristianas del continente que, además de historia, son vida. Después, el fundamentalismo laicista del gobierno francés y de algunos de sus asociados han conseguido barrer esas líneas para sustituirlas por una corta serie de adjetivos que vienen a ser, como se dice en América, un «empty suit», un «traje vacío» sin nadie ni nada dentro.

El anterior gobierno español, con la mayoría política nacional que lo respaldaba, defendió hasta el final el mantenimiento de esa verdad histórica de que Europa, igual que España, y el cristianismo son realidades históricas, culturales y políticas que tienen mucho que ver entre sí.

Míchel Esparza, “La autoestima del cristiano”, Zenit, 2.IX.04

Entrevista a Míchel Esparza, filósofo y teólogo, autor de «La autoestima del cristiano», de la Editorial Belacqva, una obra que se dirige a cristianos corrientes que se afanan por mejorar la calidad de su amor. Michel Esparza es sacerdote y ejerce su ministerio pastoral en Logroño, y es autor de «El pensamiento de Edith Stein» (Eunsa).

Continuar leyendo “Míchel Esparza, “La autoestima del cristiano”, Zenit, 2.IX.04″

Luis de Moya, “La visita que hice a Ramón Sampedro”, Zenit, 9.IX.2004

Entrevista con Luis de Moya, un sacerdote tetrapléjico que tuvo oportunidad de visitar a Ramón Sanpedro año y medio antes de que éste –también tetrapléjico por un accidente– se quitara la vida en 1998, una decisión que ha inspirado la película que pretende reavivar el debate sobre la eutanasia, «Mar adentro». Presentada en el Festival de Venecia, la película –dirigida por el cineasta español Alejandro Amenábar– en una secuencia ridiculiza «la intervención y las palabras de un sacerdote, también él tetrapléjico, metiéndole en los esquemas teóricos, siempre exigentes, de la moral católica, olvidando que ésta pide ser vivida con fe y amor», según constató «Radio Vaticana» el sábado pasado. En esta entrevista concedida a Zenit, Luis de Moya (Ciudad Real, 1953) recuerda el encuentro que tuvo con Ramón Sampedro y se sumerge en la cuestión de la eutanasia desde su condición de tetrapléjico a raíz de un accidente que sufrió hace más de 13 años. Médico y sacerdote, Luis de Moya se ha encargado de distintas capellanías universitarias en la Universidad de Navarra, una labor a la que sigue dedicándose con las limitaciones propias de su estado.

Continuar leyendo “Luis de Moya, “La visita que hice a Ramón Sampedro”, Zenit, 9.IX.2004″

Damián Muñoz, “Mar adentro”, ABC, 10.IX.2004

Hay hechos históricos que conviene recordar porque aportan luz para analizar la actualidad.

En 1920, Alfred Hoch y Karl Binding publicaron un libro titulado «Autorización para la destrucción de vidas indignas de vivir». En ese libro acuñaron una expresión que ahora volvemos a oír -«vidas indignas de ser vividas»- y reclamaron la autorización de la eutanasia para unos seres humanos a los que describían como «cáscaras humanas vacías».

En 1942, Joseph Goebbels, ministro de propaganda de Hitler, preparó minuciosamente la estrategia de la eutanasia nazi con la ayuda de una película titulada «Yo acuso». Contaba la historia de una mujer gravemente enferma que suplicaba a su marido que la matara. El esposo secundaba esta petición, sufriendo por ello una dura condena. La finalidad de la película era desencadenar reacciones emotivas del público en contra de los fiscales y jueces, y difundir una opinión favorable hacia este tipo de «muerte por compasión».

No sé si la película «Yo acuso» tuvo una campaña publicitaria tan sonada como la que nos inunda en estos días, ni si a su estreno asistió la mitad del Gobierno, pero, desde luego, logró su objetivo.

Linda Watson: De la prostitución a la conversión y ayuda a salir a otras mujeres del mercado sexual

ROMA, jueves, 23 septiembre 2004 (ZENIT.org).- Una ex prostituta, Linda Watson, que se ha convertido, se encontró hace dos semanas personalmente con Juan Pablo II para pedirle que rece por ella y por su trabajo a favor de otras mujeres que quieren abandonar el «comercio» sexual.

Cuando Linda Watson se encontró con el Santo Padre se acordó del relato del Evangelio sobre la mujer de mala reputación que encontró a Cristo. «No podía creer que estuviera realmente frente a él», reconoció Watson a Zenit tras la audiencia con el Papa.

«Ha sido verdaderamente extraordinario», declaró. «Empecé a decir en polaco, mi segunda lengua, “¡Padre Santo mío!”. ¡La experiencia ha sido entusiasmante, pero a la vez de gran humildad!» Linda Watson pudo dejar las calles –tras más de 20 años en el comercio sexual– para convertirse y, con ayuda de su arzobispo, levantar casas para prostitutas deseosas de salir de ese tipo de vida.

Se cuenta entre las principales promotoras de la campaña contra la legalización de la prostitución en su país, Australia, y fue elegida en 2003 en la nación como «la mujer más inspiradora del año».

La propia Watson relata su implicación en las redes de la prostitución: «Tuve una vida difícil como madre soltera con tres hijos, cada uno de los cuales no tenía más que el suelo para dormir. Así que, cuando una mujer de apariencia pudiente me tocó en el hombro en el salón de té de mi humilde oficina y me dijo que podía ganar 2.000 dólares a la semana simplemente dando masajes, me vi muy tentada».

La mujer en cuestión intentaba convencerla haciéndole ver la posibilidad de limitarse a una prueba de dos meses. «Nadie lo sabría y después podría dejarlo», le aseguró.

En poco tiempo Watson se dio cuenta de la verdad, pero ya era demasiado tarde: «Tan pronto como empiezas, pierdes tu dignidad. Estás vendida» –recordó–. «Mi primer cliente era directivo de alto nivel de los medios e inmediatamente fue como si hubiera sido vendida como un trozo de carne a todos sus millonarios».

También describió cómo la situación llegó a estar «fuera de control». El dinero y la manipulación «eran un tipo de red de seguridad que te pones alrededor» y si «intentas dejarlo para empezar una nueva vida no tienes dónde ir para recuperar el respeto y reconstruir una vida».

Abandonar el comercio del sexo parecía imposible hasta que «invitó a Dios en su corazón por pura desesperación». Fue el día en que murió la princesa Diana de Gales. «Por primera vez me di cuenta verdaderamente de que la riqueza y el poder no eran la respuesta a todo –relata–. Ciertamente no le habían salvado la vida».

Linda decidió buscar trabajo, pero nadie la contrataba. Entonces sintió que Dios le había dado la misión de salvar a otras mujeres atrapadas en la prostitución, pero una vez más nadie se mostró dispuesto a ayudarla.

«No sé cuántos cientos de iglesias me rechazaron, hasta que llegué a la puerta de la oficina del arzobispo católico –reconoce–. Él percibió mi visión de futuro».

Para monseñor Barry Hickey, arzobispo de Perth (Australia), aquel día obtuvo una respuesta a sus oraciones. El prelado relató a Zenit que antes de encontrar a Linda Watson no lograba hallar el modo de desbaratar la industria del comercio sexual.

«Sabía que enviar a un asistente social normal en el terreno no llevaría casi a nada –admite–. Necesitaba a alguien que conociera la actividad desde dentro. Y ella fue mi ángel de la esperanza».

Así comenzó el ministerio de este equipo: establecer casas de recuperación para prostitutas –«Linda’s Houses of Hope» (Las casas de la esperanza de Linda)– para proporcionar refugio, asesoramiento y protección, entre otros medios. Según el arzobispo Hickey, Linda Watson frecuentemente tiene que trabajar con las víctimas partiendo de cero.

«Algunas de las jóvenes vienen a mi puerta sin sus prendas, hasta sin dientes –revela Linda–. Algunos hombres les hacen saltar los dientes a golpes, así que debemos ocuparnos de atender todos estos aspectos».

A la vista de la difusión de la violencia y de las drogas y con chicas que «atienden» «de ocho a quince clientes al día», Watson se irrita al oír a políticos que tratan de sacar adelante proyectos de ley para legalizar la prostitución.

«La prostitución te destruye –alerta–. No te estimas y te parece que nadie podría amarte jamás». Admite que preguntaría a los políticos: «¿Les gustaría que esto le ocurriera a sus hijas o hermanas?».

«Estoy profundamente impactada, y creía que nada podría afectarme», reconoce Linda refiriéndose a las víctimas. «Están tan destruidas que están como muertas, a modo de “muertos vivientes”. Si la gente viera esto nunca querría la legalización [de la prostitución]».

En su labor, Watson se ha inspirado en la Madre Teresa de Calcuta –a cuya beatificación acudió– y en Juan Pablo II. «Sé que tenemos un pasado muy distinto –dice entre risas–, pero también sé que nosotros amamos amar».

Su vida actual no está exenta de peligros. Su éxito en derribar las propuestas de ley de legalización y en exponer los abusos contra las mujeres le han ganado muchos enemigos. Con todo, Watson lo considera como una pequeña cruz que hay que ofrecer a lo largo del camino, lo que se podría definir como un martirio moderno.

«Estoy casi acostumbrada a recibir ataques, disparos y amenazas de muerte», apunta Linda Watson. «Camino con Dios e intento esquivar las balas», concluye.

Tomado de Zenit, ZS04092320

Ignacio Sánchez Cámara, “Los términos del problema (clonación)”, ABC, 14.VIII.04

La admisión de la clonación terapéutica entraña un grave problema moral. Lo primero ha de ser atenerse a los hechos y plantear con claridad los términos del problema. El lector atento y con buen criterio extraerá la solución, que no debe confundirse con «su» solución, pues el relativismo cuela ya de tapadillo la suya errónea: todo es relativo; luego, haga cada cual lo que mejor le parezca. El análisis de todo problema moral debe partir del respeto a los hechos. ¿Qué es lo que se debate? En este caso, se trata de determinar si es lícito crear un embrión clónico para utilizarlo en investigación de terapias contra enfermedades hoy incurables, y destruirlo después. Dejemos de lado las serias dudas que existen sobre la eficacia de estas terapias y la posibilidad de la existencia de tratamientos alternativos. ¿Es o no lícito moralmente hacerlo? ¿Deben autorizarlo los Estados? ¿Es compatible con la dignidad que conferimos a la vida humana, o con la que ésta posee de suyo? El siguiente paso bien podría ser rechazar lo que no está en discusión, los falsos planteamientos y las eventuales falacias. No se trata de una cuestión religiosa que afecte al ámbito de la fe y enfrente a creyentes y no creyentes. Tampoco se puede saldar el debate apelando al oscurantismo de quienes se oponen al avance de la ciencia, entre otras razones porque quienes argumentan así sí rechazan, muchas veces sin argumentos, la clonación reproductiva. Quienes se opusieron a la eugenesia nazi no fueron oscurantistas. Ni cabe zanjar el debate esgrimiendo la insensibilidad hacia el dolor de quienes oponen reparos morales. No hay debate auténtico cuando falta la buena fe. Ni tampoco cuando ningún interlocutor está dispuesto a atender los argumentos ajenos y descarta toda posibilidad de ser convencido.

LO que verdaderamente se dirime es si es lícito fabricar un embrión clónico para curar y ser destruido. Argumentarán a favor quienes antepongan la salud y la vida del adulto frente a la dignidad de la vida embrionaria o quienes nieguen que la clonación atente contra ella. Se enfrentan aquí, como en tantos otros casos, distintas concepciones sobre la realidad, la moral y el valor de la vida humana, distintos planteamientos sobre la relevancia de la autonomía de la voluntad, la dignidad del hombre, la valoración exclusiva de las consecuencias de la acción, la justificación de los medios por el fin, la idea del deber o la afirmación de la existencia de acciones intrínsecamente buenas o malas. En suma, se enfrentan diferentes concepciones filosóficas con distintos órdenes de jerarquía de valores. Aunque no sea fácil, no debemos resignarnos a la inexistencia de un debate genuino. No valen ni la descalificación previa, ni el mero recurso al consenso, tan socorrido para políticos con convicciones anémicas. Ni tampoco la superficialidad antifilosófica.

LAS disquisiciones sobre cuándo el embrión llega a ser persona me parecen alambicadas y, a veces, desembocan en meras disputas sobre palabras. La diferencia entre una célula madre y un adulto de, por ejemplo, sesenta años es patente. Pero también lo es que el embrión clonado es idéntico a lo que un día fue la persona cuya vida se intenta salvar mediante su fabricación. En cualquier caso, no se trata de un debate que enfrente a ilustrados y oscurantistas, sino a quienes sustentan diferentes concepciones acerca del valor de la vida embrionaria, una más laxa y otra más estricta, o, si se prefiere, una que defiende el valor intrínseco de la vida y otra que lo niega.

Ignacio Sánchez Cámara, “La excepción religiosa”, ABC, 10.VIII.04

No comparto ese empeño en pedir disculpas por los errores de los compatriotas pretéritos. Y menos cuando se seleccionan caprichosa e interesadamente. No faltan estalinistas confesos obstinados en que se arroje a la hoguera, histórica y virtual, a, por ejemplo, Cortés o Pizarro, nunca a Tarik o Almanzor, y a que todo español renuncie a sus maldades reales o presuntas y pida disculpas aun por el bien que pudieran haber hecho. Por lo demás, quienes más disculpas ajenas exigen son los menos dados a disculparse por sus errores propios que, por cierto, suelen ser bien actuales.

La autocrítica es buena cosa siempre que no lleve, ebria de celo, a arrojar al fuego tanto el grano como la paja. Europa asemeja a veces una civilización arrepentida. Y no le faltan razones, pero acaso quepa ser un poco más selectivo y equitativo en el arrepentimiento. Y aquí es donde cabe percibir los efectos del capricho y de la incuria intelectual. Pues se diría que, dejando de lado las barbaries y los crímenes, por cierto siempre con culpables personales y no colectivos e impersonales, Europa puede, según parece, exhibir sin vergüenza casi todos sus principios y valores, menos los que encarna el cristianismo. La excepción no es aquí cultural sino estrictamente religiosa. Sólo acompañada, si acaso, por el pecado del comercio y del surgimiento del capitalismo. Todo honra a Europa, menos su religión y su sistema económico. Nada cabe oponer a la filosofía griega (la medieval es otra cosa), nada al Derecho romano (siempre que no se entre demasiado en su contenido), mucho menos a la ciencia natural y la técnica, la democracia y los derechos humanos. Y lo más curioso es que este ocultamiento de su religión se exige en el nombre de la tolerancia y del respeto. Cuando en realidad, la tolerancia frenética debería conducirles a tolerar, entre otras cosas, el fundamentalismo para no herir la susceptibilidad del «otro». Tampoco les importa que si suprimimos la religión propia, la tolerancia religiosa carecerá de sentido.

Como su conocimiento de la historia no va más atrás del siglo XVII, desprecian lo que ignoran, a saber, que el fundamento de los principios políticos y morales que dicen asumir se encuentra en el cristianismo que denigran. No se han parado a pensar que la democracia posee unos fundamentos religiosos que se encuentran precisamente en él. Son dignas de verse las contorsiones mentales que tienen que hacer para fundamentar la dignidad humana y la igualdad política en algo que no sea el cristianismo.

En realidad, el debate sobre la inclusión de la referencia al cristianismo en la Constitución europea empieza a fatigar un poco. Por supuesto, que estoy a favor de la mención. Pero la realidad no depende de lo que diga una norma. La expresión «Europa cristiana» se me antoja tautológica y redundante. Algo así como «hombre mortal» o «pájaro volador». Que Europa sea o no cristiana no depende de la Constitución. Novalis escribió un ensayo, por cierto excelente, titulado «Europa, o la Cristiandad». Así, decir «Europa» es decir «la Cristiandad». Una Europa no cristiana es algo tan imposible como una teología sin Dios o un mar sin agua. Pura ficción. Y si no es necesario que las Constituciones proclamen lo obvio, tampoco es conveniente que se deslicen por los terrenos de la fantasía y del delirio. Decía Fichte que toda verdadera política consiste en declarar lo que es. Pues bien, no se trata sólo de que Europa haya sido cristiana, o de que deba o no serlo, sino, simplemente, de que lo es.

Ignacio Sánchez Cámara, “Cristianismo y Europa”, ABC, 5.VI.04

Una visita a la maravillosa Exposición «Las Edades del Hombre», en la catedral de Ávila, y el recuerdo de un momento del reciente debate entre Mayor Oreja y Borrell, me incitan a dar otra vuelta al asunto de las raíces cristianas de Europa. El candidato socialista rechazó la conveniencia de la inclusión de una referencia al cristianismo en la Constitución europea, afirmando que ni siquiera se mencionaba en la española. Por una parte, sí se incluye una referencia a la Iglesia católica, si bien en el contexto de la defensa de la libertad religiosa y de la aconfesionalidad del Estado. Por otra, la analogía no sirve, ya que la Carta Magna española no contiene un comentario sobre las raíces culturales de España. No creo que deba encomendársele al Estado la asunción y defensa de ningún sistema de valores. Basta con que no haga imposible su existencia. Pero si se trata de exponer las raíces culturales de Europa, la cosa no ofrece dudas. O se omite toda referencia o hay que incluir, y en primer lugar, al cristianismo. No es una cuestión de opinión, sino de hecho. Puede gustar o no, complacer o irritar, pero, lo diga o no el Preámbulo de la Constitución, la realidad es como es. No consiste la misión de los textos legales en interpretar la historia o en resolver controversias teóricas, sino en organizar la convivencia. Podría extinguirse la civilización europea, podría incluso suicidarse, mas, mientras exista, sus raíces son cristianas.

Y no se trata sólo de una cuestión cultural o sociológica. En la expresión «arte cristiano», el adjetivo es sustantivo. Me explico. No se trata de que el artista elabore su obra a partir de cualquier material preexistente. Así, que tanto da que se inspire en una naturaleza muerta como en la Crucifixión. La sustancia del arte religioso no es puramente estética sino religiosa. Suprimida la fe, queda amputado lo esencial del arte religioso. Queda éste reducido a pura forma. Y el arte es fusión de materia y forma. Naturalmente que sin información acerca del cristianismo es imposible entender el arte y la cultura europeos. Pero no se trata sólo de eso. Es que no se entiende la profundidad de Bach o del gregoriano, de Fra Angelico o de Berruguete sino desde la fe. Lo cristiano no es entonces el pretexto del arte, uno más, sino su esencia y finalidad. Por eso no basta con garantizar la enseñanza de la historia de las religiones como productos culturales, sino también el ejercicio del derecho a ser educados en la fe que, al menos, cimentó nuestra civilización. Y que lo seguirá haciendo mientras no terminen de irrumpir y dominar los bárbaros. Nada de esto significa que la mención del cristianismo o la enseñanza de la Religión cristiana entrañen la confesionalidad de la Unión Europea y de sus Estados. Se trata sólo de entender nuestra propia realidad espiritual. Y ¿qué pasa con los errores de la Iglesia? Nadie, que yo sepa, pretende renunciar a la herencia jurídica romana por sus errores y aberraciones, ni a la herencia ilustrada y democrática por el terror y la guillotina. No veo que haya que alterar la actitud en el caso del cristianismo. Por lo demás, muchos son culturalmente cristianos, como el burgués hablaba en prosa, sin saberlo.

IGNORAN que la mayoría de los principios a los que se adhieren no existirían de no haberles precedido el cristianismo. La democracia y el socialismo son, en cierto sentido, ideas cristianas que han olvidado o traicionado sus orígenes. Así, no es extraño que haya tantos «progresistas» que defienden ideas y principios incompatibles con sus convicciones, y que, en el caso de que se impusieran, terminarían por destruirlas.

Carlo Climati, “Los jóvenes y el rock satánico”, Zenit, 10.VI.04

Ciertos grupos de rock, así como la curiosidad y el relativismo moral, son actualmente puertas de acceso de los adolescentes al satanismo. Lo explica en esta entrevista Carlo Climati, periodista italiano y escritor, especializado en este tipo de fenómenos. Italia está conmocionada por el reciente hallazgo de los cuerpos sin vida de Chiara Marino y de Fabio Tollis, de 16 y 19 años respectivamente, pertenecientes a la banda de rock «Las Bestias de Satán». Los investigadores aseguran que han sido víctimas de un homicidio «ritual». Climati —autor del libro «Los jóvenes y el esoterismo: Magia, satanismo y ocultismo: la patraña del fuego que no quema» (Editorial Ciudad Nueva)— describe los pasos de acercamiento de los adolescentes al satanismo y propone las formas de detectarlo y prevenirlo.

Continuar leyendo “Carlo Climati, “Los jóvenes y el rock satánico”, Zenit, 10.VI.04″

Jaime Nubiola, “Torturas y pornografía: la degradación de la humanidad”, La Gaceta, 19.VI.04

Como a todos, las imágenes que han ido apareciendo a lo largo del mes de mayo de las torturas en la cárcel de Abu Ghraib, me han impresionado muchísimo. En un primer momento, me impactó la degradación de la humanidad que entrañaba el sometimiento de los presos iraquíes a vejaciones sexuales y de todo tipo por parte de sus carceleros: trataban a los iraquíes como objetos de diversión y al hacer esto se ponían a sí mismos en el nivel de los animales que torturan a sus víctimas antes de devorarlas. Quizá la imagen más gráfica -que muchos conservaremos en nuestra memoria- es la de Lynndie England, la soldado de 21 años, que mira con desprecio a un iraquí desnudo, tirado en el suelo como un animal abatido, al que lleva en su mano izquierda atado por el cuello con una correa de perro. En los ojos de Lynndie England no hay odio, solo un desprecio infinito.

En un segundo momento, lo que llamó mi atención no fueron tanto las horribles imágenes en sí mismas, sino el lamentable aspecto de carnaval pornográfico que tenía toda la serie de fotografías distribuidas. El periódico británico The Guardian llamó particularmente la atención sobre este punto. El festival de violencia que mostraban las imágenes tenía un carácter típicamente pornográfico: muchas de las víctimas habían sido reducidas a objetos de exhibición, llevaban capuchas o no mostraban sus caras; los hombres y mujeres autores de los abusos aparecían posando con aire triunfal delante de sus “proezas”; a su vez, quienes tomaban las fotos concentraban su atención en los genitales de sus víctimas y en aquellos aspectos que más pudieran llamar la atención del espectador. Como advirtió Luc Sante, aquellas fotos eran como los trofeos de un safari fotográfico.

Tal como escribía la historiadora Joanna Bourke el 7 de mayo, “no hay aquí perplejidad moral ninguna: los fotógrafos ni siquiera parecen advertir que están registrando un crimen de guerra. No hay el menor indicio de que estén documentando algo moralmente equivocado. Para la persona de detrás de la cámara, la estética de la pornografía le protege de cualquier culpa”. Esas fotos no son sobre “los horrores de la guerra”, sino que en su mayoría son una glorificación de la violencia y el abuso sexual. Da la impresión de que muchas de esas fotos fueron tomadas por gentes a quienes agradaba lo que estaban viendo, que disfrutaban con esas “hazañas” de humillación sadomasoquista. “La pornografía del sufrimiento que muestran estas imágenes -concluye Bourke- es de naturaleza voyeurística. El abuso se lleva a cabo para la cámara”.

De los debates que han seguido durante las semanas siguientes, quiero destacar la explicación de Donald Rumsfeld acerca de la distribución de esas imágenes. Se quejaba el Secretario de Estado norteamericano de que ya no era posible censurar las cartas de los soldados como en los viejos tiempos tachando las líneas inadecuadas, pues hoy en día los soldados no escriben cartas, sino que “funcionan como turistas que viajan con sus cámaras digitales, toman esas increíbles fotografías y las pasan a los medios de comunicación para sorpresa nuestra y en contra de la ley”. Las cámaras digitales, los ficheros JPEG y el correo electrónico diseminan de inmediato por todo el mundo las “gestas” de estos turistas tan especiales que, imbuidos de la “cultura de la pornografía”, se dedican a la tortura y al abuso sexual de ciudadanos de aquel país al que supuestamente iban a liberar.

En los últimos días -daba la noticia Katharine Vine- ha aparecido un nuevo elemento que da indicios del enorme poder de la industria pornográfica: la producción y distribución de películas que muestran la violación de mujeres vestidas de iraquíes por hombres vestidos de soldados estadounidenses. El problema de fondo es -me parece- la enorme expansión de la pornografía en la última década a través de internet. Si se busca “sex” en Google proporciona en 0,11 segundos la friolera de 204 millones de resultados que contienen las escenas más horripilantes de sexo y degradación que hasta el momento los seres humanos han logrado imaginar. Las penosas escenas de la cárcel de Abu Ghraib ponen delante de nuestros ojos el estrecho vínculo que hay entre tortura y pornografía. Susan Sontag se preguntaba hace unos pocos días en el New York Times cuántas de las torturas sexuales infligidas a los presos en Abu Ghraib habían sido inspiradas por el enorme repertorio de imágenes pornográficas disponibles en internet que los soldados trataban de emular ante las cámaras de sus compañeros.

¿Cómo influye la pornografía en la vida real de sus consumidores? Así como sabemos que el tabaco daña gravemente a la salud, ¿cómo afecta el consumo de pornografía a los seres humanos? Los estudios científicos disponibles no llegan todavía a un consenso total, pero las escenas de Abu Ghraib me parece que muestran de manera bien patente la capacidad que la pornografía tiene no solo de herir la sensibilidad del espectador, sino de dañar su conducta, de degradar su humanidad. Como decía el título de un libro francés sobre esta materia: La marea negra de la pornografía. Una plaga de orígenes y de consecuencias mal conocidos. El efecto más negativo de la pornografía es, muy probablemente, que afecta a la imaginación de sus consumidores hasta el punto de llegar a transformar reductivamente -esto es, a reducir a mera satisfacción sexual- las relaciones entre los seres humanos. Como las relaciones entre las personas están mediadas por su imaginación, la sistemática reducción de las relaciones entre mujeres y varones a su excitación sexual implica una degradación violenta de nuestra humana condición.

Las imágenes de la cárcel de Abu Ghraib han traído a mi memoria una anotación en su diario del reciente premio Nobel de Literatura Imre Kerstész, superviviente de Auschwitz y Buchenwald: “Las dos grandes metáforas del siglo XX: el campo de concentración y la pornografía -ambas bajo el punto de vista de la servidumbre total, de la esclavitud-. Como si la naturaleza mostrara ahora su lado funesto al hombre, a su nacimiento, desvelando radicalmente la naturaleza humana”. La tortura y la pornografía son aspectos complementarios de la degradación de la naturaleza humana que ha caracterizado a nuestro tiempo. El NO rotundo a la tortura que atraviesa nuestra sociedad ha de ir acompañado de un NO igualmente rotundo a la pornografía que es su cara oculta o quizá más bien la forma mediáticamente correcta de su presentación.

En la medida en que aspiramos a forjar una sociedad democrática, plural y respetuosa de la igual dignidad y de las diferencias entre varones y mujeres, ha de afrontarse decididamente la eliminación de la excitación sexual en los medios de comunicación. La tolerancia ingenua de la pornografía en los medios de comunicación, incluido internet, so capa de libertad de expresión, conduce a la degradación de la condición humana que muestran las penosas imágenes de Abu Ghraib.

La Gaceta de los Negocios (Madrid), 19 de junio de 2004 Jaime Nubiola es Profesor de Filosofía de la Universidad de Navarra