Joseph Ratzinger, “El hombre necesita a Cristo porque tiene deseo del infinito”, Zenit, 16.XII.03

En su último libro «Fe, verdad, tolerancia – El cristianismo y las religiones del mundo» («Fede, verità, tolleranza – Il cristianesimo e le religioni del mondo», editorial Cantagalli), el cardenal Joseph Ratzinger interviene en los principales temas del momento: la relación entre las religiones, los riesgos del relativismo y el papel que el cristianismo puede jugar. Son cuestiones que abordó también en esta entrevista concedida a Antonio Socci, publicada íntegramente en «Il Giornale» el pasado 26 de noviembre.

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Rafael González-Villalobos, “Me lo han robado” (vocación de los hijos), MC

Las páginas que tienes entre las manos no persiguen pasar a la historia por su calidad literaria –y mejor así, porque en caso contrario la frustración del autor sí que sería histórica–. Tampoco pretenden ser recordadas por su aportación al pensamiento filosófico o teológico –en este caso el desencanto sería de grado superlativo–. Ni siquiera se busca que constituyan un medio para el sustento de la numerosa prole del autor –no tengo intención de que mis hijos pasen hambre, mientras Dios me de los medios para mantenerlos dignamente, y desde luego no parece que estas líneas sean candidatas a figurar en ningún ranking de best sellers–.

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Juan Velarde Fuertes, “La Iglesia y el dinero”, Alfa y Omega, 13.IX.2001

Cada época necesita un orden socioeconómico diferente. Al abrirse y enlazarse el mundo económico en los siglos XV y XVI gracias a los descubrimientos lusitanos y españoles, se hundió para siempre la Edad Media como idea directriz de lo económico. Schumpeter, en su Historia del Análisis Económico, nos señala cómo así, entre otras cosas, se hizo añicos todo un planteamiento que ascendía hasta Aristóteles, al escribir que «nada más fácil que mostrar que lo que primariamente interesaba a Aristóteles era lo natural y lo justo, vistos desde la posición de su ideal de la vida buena y virtuosa, y que los hechos económicos y las relaciones entre hechos económicos por él considerados y estimados se presentan a la luz de los prejuicios ideológicos que se podían suponer en un hombre que ha vivido en, y ha escrito para una clase culta y ociosa que despreciaba el trabajo y los negocios, amaba, naturalmente, al agricultor que le alimentaba y odiaba al prestamista que explotaba al agricultor». Pero todo se altera cuando, al concluir el Medioevo -agrega Schumpeter en esta obra fundamental-, «los escolásticos tardíos analizaron la actividad económica en sí misma -la industria decía san Antonio de Florencia-, y particularmente la actividad comercial y de especulación, desde un punto de vista contrapuesto diametralmente al de Aristóteles. El hombre económico de épocas posteriores asomó ya en la concepción de la razón económica prudente, frase tomista que adquirió una connotación nada tomista por la interpretación de Juan de Lugo: la prudente razón implica en efecto, según Lugo, la intención de conseguir ganancias por cualquier medio legítimo».

El capitalismo naciente, que ha puesto así a su favor a la escolástica tardía, logrará pronto el apoyo de la Escuela de Salamanca. Con Domingo de Soto o Tomás de Mercado, y, por supuesto, con toda esa pléyade de discípulos de Francisco de Vitoria que encabeza Martín de Azpilcueta, al justificar el pago de intereses, se abre una comprensión nueva del fenómeno económico desde el punto de vista de la Iglesia católica. El que con esta ayuda se pudieron conseguir progresos, en el ámbito católico, tan importantes como sucedió en la Europa nórdica con el auxilio de las tesis de los teólogos puritanos estudiados por Max Weber, es algo crecientemente admitido. Sin ir más lejos, basta consultar a Amintore Fanfani.

Es más, este sistema crecientemente globalizado, con una complejidad grande en sus estructuras financieras, basadas, entre otras cosas, en una especulación creciente, nunca vista, crea un punto de apoyo tal, como he señalado en mi contestación al discurso de recepción en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas del cardenal Rouco el 29 de marzo de 2001, que hoy, prácticamente, todos los pueblos podrían tener una vida decente si sus gobernantes dejasen de ser, simultáneamente, incapaces y corruptos. Esto es, el juego de los mercados -lo que exige especulaciones-, su acción en lo financiero y en lo productivo, no es nada malo ni condenable. Es más, se puede demostrar que así es como el hombre dejó de ser aquel ser degradado, maloliente, de escasa esperanza de vida, al que aludió Hobbes.

Después de la Revolución Industrial existió en la Iglesia de Francia -recordemos los célebres sermones del padre Félix S.J. en Notre Dame- una admisión de los planteamientos de la ortodoxia de los grandes clásicos. Una serie de excelentes economistas, desde Paul Leroy-Beaulieu a Thery y los componentes de la Escuela de Angers, sostuvieron estos puntos de vista hasta ser sumergidos por la corriente doctrinal católica alemana, que se vinculó a la heterodoxia económica del historicismo y del socialismo de cátedra. En Francia también, a comienzos del siglo XX, la Iglesia defendió sus activos, trasladándolos a España, al huir de la campaña anticlerical del Gran Oriente Francés, cuando éste lanzó el llamado asunto de los mil millones. También esta Iglesia tuvo equivocaciones tan espectaculares como el célebre asunto Bontoux, que provocó una ejemplar reacción entre la Jerarquía gala. El primer impulso a nuestra industria hidroeléctrica, en parte, partió de ahí, de esta llegada de fondos católicos galos. Y mucho nos benefició, así como a las necesidades de la Iglesia en el país vecino.

Sin embargo, en el siglo XX, un grupo importante de católicos, y dentro de él algunos teólogos, comenzó a dejarse influir por asertos que, de algún modo, se enmarcan en la marcha hasta el socialismo de la que habló también Schumpeter en su postrer ensayo. Procuraron crear una mala conciencia en los empresarios, en los financieros, en los grandes dirigentes de la vida económica. Sólo el Estado, con su intervencionismo, o extraños y utópicos movimientos contra el capitalismo, podían justificarse moralmente. Su presión fue colosal, al menos hasta que la encíclica Centesimus annus, de Juan Pablo II, comenzó a levantar esta losa, tras haber escuchado Su Santidad a un importante grupo de maestros de la economía.

El reflujo ha comenzado, pero los rescoldos de esta reacción contra el mercado, contra la especulación, contra la búsqueda de beneficios, aún permanecen. Por eso se considera incluso impropio que la Iglesia se dedique a actuar en el mundo financiero. Pues bien, hay que decirlo alto y claro. La Iglesia tiene obligación de, con los fondos que administra, obtener las mayores rentas posibles, para dedicarlas a sus fines pastorales: tareas caritativas, acciones misioneras, atención pecuniaria de los servidores del culto, desarrollo de los centros de enseñanza. Por tanto, nada de desagarrarse las vestiduras porque estos fondos se inviertan en los mercados financieros. Otra cosa sería estúpido.

Dicho esto, es también evidente que se trata de dinero sagrado, esto es, que no es tolerable cometer con él imprudencias, como se ha puesto, por ejemplo, en evidencia más de una vez, y no sólo en el caso de Gescartera, en el que la acumulación de estupideces y de estúpidos asombra. Por ello creo que ha llegado el momento, para la Iglesia española, de crear un Consejo, Comisión, o cosa así, de notables expertos en cuestiones financieras a los que se convoque -y que tendrían, a mi juicio, responsabilidad moral grave si no acuden a esa convocatoria-, para aconsejar a la Jerarquía en estas cuestiones. Con este Consejo o Comisión, no hubiera sida posible que se cayese en el garlito de los pingües beneficios que anuncian, más de una vez, los aventureros y desaprensivos. Simultáneamente la Iglesia debe señalar que la lucha para eliminar la pobreza es su labor, y que centrar la vida en el dinero es reprobable, y que no tiene sentido, como ya sostuvo Aristóteles, identificar el comportamiento racional del hombre con la búsqueda incansable de la riqueza. También que debe apoyar la búsqueda del orden del mercado, como ha sostenido la Escuela de Friburgo tan ligada a esa Universidad Católica alemana, para impedir monopolios. Igualmente, que se debe luchar contra la masificación y que el mercado no debe afectar a nada que suponga restringir la dignidad de la persona humana, o lo que es igual, que el mercado laboral no puede ser libre.

Nada de eso quiere decir que se pueda descuidar el que de los activos económicos eclesiásticos sean administrados de modo tal que sean capaces de rendir los mejores resultados materiales posibles. Hay que recordar, con la ciencia económica en la mano aquello de los Hechos de los Apóstoles: «Oí una voz que me decía: Anda, Pedro: mata y come. Yo respondí: Ni pensarlo, Señor; jamás ha entrado en mi boca nada profano o impuro». Ayunos de conocimientos de economía -no fue este el caso, por cierto, de la Escuela de Salamanca-, a lo largo del siglo XX se han declarado impuras demasiadas tomas de posición en economía, que han impedido matar y comer cosas que Dios había declarado puras no sólo a los miembros individuales del pueblo de Dios, sino a la propia Iglesia.

Antonio Fontán, “Europa y el cristianismo”, ABC, 2.X.2003

Europa, «la más hermosa de las tierras», como dijo Plinio (23-79 d.C.), era para griegos y romanos y para la Edad Media una de las tres partes del mundo. Las otras dos de entonces se llamaban como ahora, Asia y África. Los más antiguos testimonios de esta tripartición del orbe que se conservan son de Heródoto (480-424 a. C.), el «padre de la historia» y el primer escritor occidental que enriqueció con su elocuencia este género literario. Pero no fue él quien puso el nombre a Europa. Lo empleaba como algo conocido y declaraba ignorar el origen de esta denominación. «No existen datos que especifiquen de dónde ha tomado ese nombre, ni quién fue el que se lo impuso».

Según una leyenda procedía del de una princesa fenicia de la que se prendó Zeus cuando la vio jugando con otras muchachas en una playa y la raptó, montándola sobre los lomos del manso toro blanco en que se había transformado para esta aventura. Pero Heródoto no lo creía, porque la bella princesa era de Asia y ni el toro ni ella pisaron el continente europeo.

Antes de Heródoto, Europa, como nombre geográfico, había sido mencionada en el relato de un viaje del dios Apolo por la Hélade. Allí se llamaba Europa a la Grecia continental, pero sólo a ella. ¿Sería que entre el tiempo de ese himno y el de Heródoto el nombre se extendió hasta designar toda una parte del mundo? ¿O es que el vate lo aplicó a ese espacio más reducido para distinguirlo de las islas y del Peloponeso? En todo caso, la división del mundo en esas tres partes, separadas entre ellas por el río Don, el mar Mediterráneo o la cuenca del Nilo, fue doctrina común entre los griegos desde el siglo V a. C. De ellos la tomaron los romanos y de estos los europeos de los «siglos oscuros» y los de la Edad Media.

Ya en el 700 a. C. había establecimientos helénicos en las costas de Anatolia y en las del Mar Negro. Pero aquello no era Europa sino Asia. Después de Alejandro (356-323 a. C.) los griegos y su cultura se adueñaron de los dominios del «Gran Rey» y de Egipto. Pero esos reinos pertenecían a Asia o a África. Por el contrario, la península itálica, sus islas y las colonias y centros comerciales griegos del Mediterráneo occidental (Marsella, Ampurias, etc.) estaban en Europa.

La primera Europa que conoció la Antigüedad fue la griega que, desde la Hélade en oriente, llegaba a Italia, a la gran colonia de Marsella y a las más modestas de Iberia. Después, Europa fue la de la Roma republicana de la cultura grecorromana de expresión latina. Con centro en Italia abarcaba desde Tracia a los Alpes, el sur de la actual Francia y las provincias hispanas, y se coronó con la conquista de las Galias por César y su desembarco en Britania. En los primeros reinados del Imperio sus límites fueron el Rin y el Danubio, hasta sus desembocaduras en las provincias de la «Germania inferior» y de Dacia. Finalmente, a partir del siglo IV, se entiende por Europa, la Europa cristiana, que en seiscientos años alcanzaría a cubrir todo el continente. Esa es la Europa que tiene su continuación en el resto de la Edad Media y en la Moderna hasta hoy, por muy secularizados que estén en la actualidad los pueblos y los estados.

Un ilustre y acreditado historiador británico, recientemente fallecido, John Morris Roberts, es autor, entre otras monografías y obras generales, de una de las mejores historias de Europa que yo conozco. Se publicó en Oxford en 1996 y no ha sido traducida al español. Con el estilo sobrio y directo de los buenos escritores anglosajones de ahora el profesor Roberts gusta de salpicar su prosa con frases rotundas y expresivas.

Así, en uno de los primeros capítulos de su libro, al enunciar las herencias que han dado vida y significación al continente, escribe que en los últimos años del reinado de Augusto ocurrió un acontecimiento del que se puede afirmar que no ha habido ningún otro de tanta repercusión en la existencia de la humanidad. «Fue, prosigue, el nacimiento en Palestina de un judío que ha pasado a la historia con el nombre de Jesús». Para sus seguidores, que pronto se llamaron cristianos, la trascendencia de este hecho se basa en que entendieron que era un ser divino. «Pero no hay que decir tanto para encarecer la importancia de ese Jesús. Toda la historia lo pone de relieve». «Sus discípulos iban a cambiar el mundo. En lo que concierne a Europa, ningún otro grupo de hombres o mujeres ha hecho más para conformar su historia».

«No ha dejado de haber, reconoce el profesor inglés, violentos desacuerdos sobre quién era Jesús y lo que hizo y se propuso hacer. Pero es innegable que su enseñanza ha tenido mayor influencia que la de ningún otro «santo» de cualquier época, porque sus seguidores lo vieron crucificado y después creyeron que resucitó de entre los muertos». «Somos lo que somos, concluye Roberts, y Europa es lo que es, porque un puñado de judíos palestinos dieron testimonio de estas cosas».

Los discípulos y continuadores de esos palestinos, en menos de diez generaciones -o sea, unos tres siglos-, cristianizaron en griego y en latín el mundo romano, integrando en su mensaje religioso los valores, principios e historias del judaísmo, cuyos libros sagrados pasaron a formar parte de su patrimonio espiritual y cultural, junto con los que referían la vida y las enseñanzas de Jesús -los Evangelios- y los escritos doctrinales de los primeros y más inmediatos seguidores del «Maestro».

Ambas series de obras, conocidas como el Antiguo y el Nuevo Testamento, constituyen la Biblia de los cristianos.

Desde el siglo V el cristianismo se propagó por tierras y pueblos no romanizados (los celtas irlandeses, los godos, francos y otros germanos invasores), gracias a la acción misionera de los monjes y a la obra política de los reyes. Hacia el año mil o poco después había llegado por el lado latino a Escandinavia y al centro del continente hasta Polonia. Por el lado bizantino, con la escritura cirílica y la vieja lengua eslava, se asentó en Bulgaria, en lo que hoy es Ucrania («ukraina» es frontera) y en la Rusia de Kiev.

Pero al nivel de la época el cristianismo había asimilado la filosofía y la ciencia de los griegos y los conceptos y principios romanos de la persona, la igualdad y universalidad del género humano y la organización política de la sociedad, el derecho y el poder. Todos esos contenidos y doctrinas los recibe la Modernidad por la «intermediación cristiana». Hasta el siglo XX, el de los totalitarismos nazi y comunista, todo -lo bueno y lo malo, las guerras y las paces- ha quedado entre cristianos: ortodoxos o heterodoxos, de una u otra confesión o iglesia, como ya venía ocurriendo desde la Edad Media: Dante y Bonifacio, Loyola y Lutero, Trento y Calvino, Descartes y Kant, Galileo y Newton, Maquiavelo y Erasmo Pero tratando de cristianismo y Europa no todo es historia. También hay sociología. La mayoría de los ciudadanos de la actual Unión son cristianos. Asiduos o no a la práctica de sus respectivas confesiones, los cristianos superan los dos tercios de la población de los «quince». Con las diez nuevas incorporaciones su número y proporción aumentarán. Son herencia viva de la cultura cristiana en Europa hasta el calendario, las fiestas, el descanso semanal y el domingo, así como la influencia ideológica y moral de las iglesias. Las familias europeas suelen bautizar, por lo menos en su mayor parte, a sus hijos y quieren que en su país y entre los suyos se conozcan los hábitos y tradiciones del cristianismo. El anticristianismo de marxistas y de nazis, vencido por la historia, ha arriado sus banderas o ha limado sus uñas. La libertad religiosa -que implica la de no tener religión- es un principio compartido por creyentes e increyentes. Política y religión son entidades separadas. En una palabra, ha acabado siendo de general aceptación el principio enunciado por Jesús de Nazaret cuando mandó «dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios».

No obstante, parece existir en algunos doctrinarismos oficiales de ciertos estados y políticos un nuevo laicismo militante que conduce al absurdo de negar la historia de los pueblos y la realidad social.

Por el contrario, recoger en el pórtico de la Constitución europea la herencia del cristianismo no es un confesionalismo anacrónico. Será el reconocimiento, a la altura del siglo XXI, del propio ser de Europa, de su cultura y la de las naciones que la integran.

También los hombres lloran los abortos

La conocí en mi oficina, era una muchacha con unos años menos que yo; y sin ser una belleza, no era fea; y además con una bonita figura, simpática, y muy atractiva. También goza de gran inteligencia. Yo la admiraba porque también era muy eficiente en su trabajo. Nunca pasó por mi mente el tener algo que ver con ella. Además, nunca había sido infiel a mi esposa, quizá porque siempre he sido muy hogareño.

Sin embargo las circunstancias se dieron cuando las cosas del trabajo cambiaron, y lo que pareció un resbalón accidental de ella –que ahora pienso no fue tan accidental–, nos obligó a afianzarnos uno al otro. De ahí en adelante surgieron ciertas ideas en mi mente que poco a poco se fueron haciendo realidad, hasta que un día, cegados por la locura, ni yo ni ella nos detuvimos.

Un par de semanas más tarde me informó del posible embarazo, y poco después lo confirmábamos con los contundentes análisis clínicos. Empezó la zozobra para determinar qué hacer. Finalmente llegamos a la decisión del aborto.

Me atreví a consultar solamente con dos personas, un amigo, y un sacerdote; el amigo no apoyó esa decisión pero me informó donde había un consultorio que con menos riesgos podría efectuarse. El sacerdote me advirtió de las consecuencias morales de tal medida, sin embargo, nos dimos prisa y la decisión se llevó a la práctica.

Desconozco si anteriormente ella ya había hecho lo mismo, pero lo dudo porque vi y sentí lo tremendamente traumático que le resultó; tardó en reponerse y yo contribuí en lo que pude en su recuperación psíquica. Cuando acudí a confesarme el sacerdote estaba bastante triste por lo sucedido, y me aconsejó que no la siguiera viendo.

De veras que lo intenté, incluso hice trámites para que ser trasladado profesionalmente. En lugar de cambiarnos, por las nuevas condiciones de trabajo, se nos dieron mayores facilidades de estar juntos. Por entonces investigué un poco, y supe que ella se veía también con otra persona. Hablé con ella para decirle que no nos veríamos más. Para mi sorpresa, no lo aceptó; al contrario, prometió dejar al otro y expuso muchas razones; me dejé convencer. No estaba enamorado de ella, ni siquiera sé cómo llamarlo, creo que estaba enredado. De manera que verla y tratarla, era formidablemente disfrutado por mí, pero en mi interior se desgarraba mi mente y mi espíritu. Después de ella hubo otras mujeres: el tabú se había roto, y me di cuenta de que era un vicio, igual que otros difíciles de dejar.

Ahora no sé qué decirme ni a mí mismo en mis propias tribulaciones, que no son pocas. Estoy bastante seguro si digo que no pasa un día sin que me acuerde de esa decisión y me lamente, y me lo recrimine, y pida perdón a Nuestro Señor. La relación actual con mi esposa nunca fue peor; y aunque mis hijos me siguen respetando y escuchando, sé que ahora lo hacen por lo que les enseñamos antes. Son escasas las personas que disfrutan de una conversación conmigo, sólo lo ordinario. Y me pregunto ¿Por qué habrá quienes, incluso siendo médicos, ven el engaño como algo perfectamente normal? Cómo lamento que ya no tenga yo la capacidad de dar consejos. Cómo añoro esa tranquilidad interior que me hacía sentir tan bien aun en las situaciones más difíciles. Cómo me duele haber tenido y perdido esa paz interior que me hacía sentir y gozar la intensidad de la vida y del amor. ¡Creo que estoy describiendo la pérdida de la gracia! Esto equivale a perder una parte del corazón y de la existencia. Y lo peor ¡aún no encuentro como reparar ese daño! Todo tiene su precio, ¡lo sabía! Y ahora ya lo estoy comprobando. Tenía el Cielo en la tierra y lo perdí.

Autor anónimo Publicado en PUP 13.VI.01

Ricardo Yepes, “La elegancia, algo más que buenas maneras”

Me imagino que el lector esta dispuesto a admitir que la dignidad humana es para nosotros una cuestión importante, pues hoy ocupa páginas y conversaciones innumerables. Casi siempre se habla de ella como un tema político, el del reconocimiento de todos, el de los derechos humanos como fundamento del ordenamiento jurídico, o como una exigencia moral básica e inalienable que debe ser enérgicamente defendida para que la sociedad no se deshumanice.

Sin embargo, pocas veces se habla de la dignidad desde un planteamiento intimista y estético. Pero es muy instructivo hacerlo. El paciente y sufrido lector que esté dispuesto a acompañarme podrá ver, espero, cómo la dignidad humana envuelve también a aquellos asuntos que ennoblecen o degradan a la persona ante sí misma, y en consecuencia ante los demás, por ejemplo la autoestima que uno tenga de sí y la consideración que los demás le otorguen. Comportarse dignamente es algo que se aprende y que tiene que ver con un hecho escueto y principal: lo feo es indigno y vergonzoso, y debe ser ocultado o sustituido por lo bello y elegante. La presencia de lo bello y de lo feo en nosotros mismos es una parte decisiva de nuestra dignidad.

Esta cuestión nos preocupa más de lo que en principio estaríamos dispuestos a reconocer. ¿Qué piensan de mí? ¿Qué tal aspecto tengo? ¿No estoy realmente horrible? ¿Pensarán que soy tonto, o viejo, o palurdo? ¿Alguien se habrá dado cuenta de que la culpa fue mía? ¿Qué dirá mi jefe? ¿Quedaré como un imbécil? La familia de actitudes humanas que se ponen en juego para preservar nuestra dignidad es sumamente rica. Quizá las más importantes son la vergüenza, el pudor y la elegancia. Otras muchas tienen con ellas una íntima y natural conexión, y por eso nuestro comportamiento las envuelve en expresiones y reacciones que muestran toda la inagotable riqueza de lo humano. Sin embargo, las tres mencionadas son las encargadas de efectuar el recorrido desde lo más bajo -la fealdad- hasta lo más alto -la belleza-, a través de todos sus intermedios. Son actitudes inseparables y entremezcladas, que aquí no tenemos más remedio que diferenciar para lograr así una cierta comprensión de ellas.

La vergüenza “Tener vergüenza es sentirse intrínsecamente malo, fundamentalmente feo como persona” (G. Kaufman). La vergüenza es un sentimiento espontáneo que la persona tiene ante sí misma o ante los demás cuando algo en ella, y por tanto ella misma, aparecen como feos, y por tanto indignos y vituperables.

El sentimiento de vergüenza afecta así a lo más íntimo del hombre. Por eso es tan importante, porque el afectado es él mismo, como tal hombre. Por ejemplo, la vergüenza juega un papel decisivo en la formación de una recta conciencia moral, que nos hace sentirnos buenos o malos, inocentes o culpables. También es decisiva a lo largo del proceso psicológico y social en el que tomamos pacífica posesión de nuestra identidad y somos reconocidos y aceptados por los demás. Pero además, la vergüenza es un factor central en los desarreglos del funcionamiento del yo. Por eso, como todo sentimiento, necesita ser bien educada, pues, como añade Kaufman, es “la fuente de la insuficiente autoestima, del pobre concepto de uno mismo o de la mala imagen corporal, de la duda de sí y de la inseguridad y de la disminución de la autoconfianza”. Por eso “es la fuente de los sentimientos de inferioridad. La experiencia interior de la vergüenza es como una enfermedad dentro del yo, una dolencia del alma”, un tormento interior o una herida que nos separa de nosotros mismos y de los demás, aislándonos en nuestro sonrojo.

La presencia de lo feo y vergonzoso en nosotros arruina la estimación ajena: “caérsele a uno la cara de vergüenza es perder el honor”, añade el mismo autor. Si lo vergonzoso es lo feo presente en la persona, se entiende que los clásicos griegos dijeran que lo contrario de lo bello (kalón) era precisamente lo vergonzoso o torpe (aischrón). Cuando vemos en los demás, o incluso en nosotros mismos, acciones, gestos o palabras ofensivos para su dignidad o la nuestra decimos que eso es vergonzoso. Lo indigno es siempre vergonzoso, e incluso ofensivo, en lo que tiene de irrespetuoso hacia alguien o hacia uno mismo. Por eso quien comete acciones feas e indecentes no merece nuestra estimación. La vergüenza se relaciona así con los sentimientos de inferioridad y con la pérdida de la estimación.

El pudor Las pocas reflexiones que anteceden bastan para confirmar que la vergüenza se suscita por la presencia en nosotros de algo que consideramos indecoroso, y en definitiva malo. Sin embargo, aparece ya en este sentimiento un elemento más positivo: “sentir vergüenza es sentirse visto de un modo dolorosamente disminuido. La vergüenza revela el yo interior, y lo expone a la vista”. Este “sentirse visto” produce una reacción espontánea por “la elevada visibilidad del yo”: la “urgencia de esconderse, de desaparecer”. “La experiencia de parecer transparente se crea precisamente por la sensación de estar expuesto que es inherente a la vergüenza”, continúa Kaufman.

Cuando uno se siente desposeído sin su permiso de algo íntimo que pasa a ser públicamente enseñado, siente vergüenza, e incluso rabia. Sin embargo, en el sentirnos sin quererlo indebidamente “transparentes” ante los demás está operando ya ese segundo sentimiento que insinuábamos: el pudor, la inclinación a poner la intimidad a cubierto de miradas extrañas. El pudor es el gesto y la reacción espontánea de protección de lo íntimo que precede a la vergüenza y le da a ésta un sentido positivo de preservación. Tiene por eso una fuerte relación con la dignidad, pues acentúa la reserva de la intimidad, nos hace poseerla más intensamente, ser más dueños de nosotros mismos. E1 pudor es una manifestación de la libertad humana aplicada al propio cuerpo. Autodominio significa dignidad porque implica libertad, y ésta significa ante todo ser dueño de uno mismo. El pudor es algo así como la expresión corporal espontánea del conocido derecho jurídico a la intimidad y a la propia dignidad.

Por todo ello, la manera quizá más grave de desposeer a las personas de su dignidad intrínseca es violar su intimidad, es decir, horadarla y forzarles a manifestarla contra su voluntad, aún por medio de la coacción física o psicológica: exponerlas a la vergüenza pública y privarlas de seguir siendo dueñas y señoras de aquello que es sólo suyo: lo íntimo. Una persona violada queda reducida a la esclavitud y a una gravísima vergüenza ante sí misma: tiene dentro de sí la presencia invasora y violenta de lo extraño.

E1 pudor, al proteger y mantener latente nuestra intimidad (éste es su objeto), aumenta el carácter libre de la manifestación hacia fuera de lo que somos y tenemos. Lo íntimo es libremente donado porque es previamente poseído. El pudoroso es más dueño de sí, valora más el don posible de su interioridad. Incluso más la cela cuanto más rica es. El pudor es entonces el amor a la propia intimidad, la inclinación a mantener latente lo que no debe ser mostrado, a callar lo que no debe ser dicho, a reservar a su verdadero dueño el don y el secreto que no deben ser comunicados más que a aquel a quien uno ama. Amar, no se olvide, es donar la propia intimidad. Por eso ante el amado somos, deberíamos ser, transparentes y auténticos siempre.

Es bien sabido que la intimidad define radicalmente a la persona y que ésta es una peculiarísima y fascinante dualidad de habla y silencio, de opacidad y transparencia, de interioridad y exterioridad. La transparencia pública y total significaría, en este caso, perder toda interioridad. Esto no sólo es ofensivo para la persona, sino también imposible. La interioridad es tal porque en ella algo queda latente y silenciado para la exterioridad. El ser íntimo e irrepetible de la persona puede iluminar con su presencia unos ojos o un rostro que se vuelven transparentes y dejan ver ese fondo interior y único que a ellos se asoma. Pero ese ser siempre queda más allá, nunca es del todo exteriorizable, siempre se reserva a sí mismo para seguir iluminando ese rostro, para seguir amando a través de la mirada. El pudor es el cerrojo que abre y cierra desde dentro el umbral por el que accedemos a la persona: no somos dueños del abrir y del cerrar del otro. Es algo que se nos da, si está justificado que se nos dé, y no podemos forzarlo; si lo hacemos estamos horadando un territorio que no nos pertenece. Si él nos invita desde el umbral, hemos de suponer que es una llamada verdadera, y que su salir pudoroso a buscarnos franquea verdaderamente la entrada a esa intimidad en la que somos invitados a habitar por vez primera.

Sin embargo, cabe preguntar: ¿hasta dónde llegan las puertas de lo íntimo? El pudor se extiende tanto como se extienden éstas. Apenas es preciso decir que el pudor incluye no sólo la interioridad espiritual o psíquica, sino también el cuerpo, pues él y cuanto a él se refiere forma parte de nuestra intimidad: el vestido, las acciones, los gestos y movimientos corporales (comer, limpiarse, etcétera). El pudor se extiende también a la casa y en general al lenguaje manifestativo, pues ambos son ámbitos de expresión de lo íntimo, siendo éste el lugar donde la persona habita consigo misma.

Por ser el cuerpo parte de la intimidad, el pudor se muestra entonces como resistencia a la desnudez, como una invitación a buscar a la persona más allá de su cuerpo (Campanini). Mediante el acto y el gesto pudoroso, tan cercano aquí a la vergüenza, la persona expresa una negativa a que su cuerpo sea tomado, por así decir, sin la persona que lo posee, como una simple cosa, como un instrumento u objeto de deseo para el que mira impúdica o curiosamente. El acto de pudor es, en el fondo, una petición de reconocimiento, como si quien es así mirado o deseado dijera: “No me tomes por lo que de mí ves descubierto; tómame a mí, como persona”.

La desnudez anónima El pudor se nos aparece entonces como el acto por el cual la persona se hace presente en su cuerpo desnudo. Una desnudez es impúdica cuando, por decirlo así, no es de nadie y al mismo tiempo es de todos: es anónima, disponible para quien la quiera. Si a la persona le es indiferente desvestirse y mostrar su desnudez, ella no está en su cuerpo, y éste se convierte en una mera imagen de sí mismo, que no remite a nadie. El cuerpo está entonces sin dueño, abandonado o incluso ofrecido, es objeto decorativo o producto en venta. Cuando la persona desaparece de su cuerpo, éste se prostituye, se vende a bajo precio, se convierte en mercancía. El pudor permite ver a la persona con perspectiva, más allá de la pura epidermis en que parecen convertirse quienes se instalan en un escueto atavío, sin recatarse por la transparencia de sus telas o la firme adherencia de las prendas.

Desnudarse obedece casi siempre a razones térmicas, de comodidad. Sin embargo, el carácter sexuado del cuerpo da a la desnudez, de modo natural, cierto carácter erótico, variable según las circunstancias. Querer ignorar esta realidad natural supone reducir la sexualidad a mecanismo, a función fisiológica susceptible de “técnicas”. En las relaciones humanas el carácter sexuado del cuerpo juega un papel que no es necesario explicar aquí, y que despierta la atracción entre el varón y la mujer, dando origen a tipos de conducta, entre ellas la seducción, que miran hacia el otro en tanto es varón o mujer. E1 modo de mostrar el carácter sexuado del cuerpo, y también estas pautas de comportamiento, están reguladas por una clase especial de pudor: el sexual.

El lector se preguntará entonces conmigo: ¿por qué los órganos sexuales son objeto de especial pudor? La pregunta es completamente pertinente, pero completamente imposible de responder aquí de modo cabal. Lo único que me atrevo a decir es que eso es así por una razón muy honda, y muy mal comprendida hoy en día: la sexualidad es algo especialmente íntimo. El lector me excusará de explicar qué quiero decir con ese “especialmente”, pero si me otorga la confianza de aceptarlo, entonces la cuestión se simplifica: si la sexualidad es algo tan íntimo, debe tener muy estrechamente que ver con el don de la intimidad llamado amor. En tanto el amor y la sexualidad están unidos, lo sexual es profundamente íntimo y objeto de ese pudor especial recién mencionado. Parece una afirmación inocente, pero no lo es tanto, pues contiene muchos implícitos resumibles en esta idea intuitiva: el varón y la mujer se relacionan sexualmente entre sí de modo amoroso y donal, y no apareándose.

Así pues, el pudor es la regla que preside la manifestación propia o impropia de la interioridad. En cierto sentido cabe afirmar sin dificultad que es una virtud. El impúdico suele ser un sinvergüenza, pues no conoce el límite entre lo decente y lo indecente, entre lo que es oportuno y conveniente mostrar y lo que no. Para entendernos: lo indecente es intolerable, e incluso ofensivo. La idea de que la decencia es un valor antiguo, hoy ya por fortuna desaparecido, no se corresponde con la vigencia real de lo intolerable que por todas partes se detecta en nuevas costumbres y reglamentaciones. Lo que ocurre es que éstas versan sobre asuntos y valores distintos, quizá, desde luego, más triviales y exteriores que los antiguos.

La pérdida del sentido de la decencia, la incapacidad de percibir el límite de lo vergonzoso como algo que protege los valores comunes de nuestra sociedad, y que por eso debe ser a su vez protegido, no puede responder más que a una debilitación de la interioridad, a una pérdida del valor de lo íntimo, y por tanto, a un aumento de lo superficial, de lo exterior. Estrictamente esto significa pobreza, y por tanto aburrimiento. Quien no siente necesidad de ser pudoroso carece de intimidad, y así vive en la superficie y para la superficie, esperando a los demás en la epidermis, sin posibilidad de descender hacia sí mismo. Los frívolos no necesitan del pudor porque no tienen nada que reservarse. Por eso son tan chismosos; hablan mucho, pero no dicen nada. Viven hacia fuera. Están desnudos.

La regla que enseña a ocultar y desocultar lo íntimo embellece a la persona, porque la hace dueña de sí, la muestra a los demás reservada para ella misma, orientada hacia su “dentro”, y por tanto digna. El pudor manifestado en la actitudes, vestimentas y palabras permite vislumbrar lo que aún queda oculto y silenciado: la persona misma. Por eso el pudor está en el umbral: porque desde él se llama al otro, se le muestra lo que pueda atraerle y admirarle, lo que aún podría avergonzar, lo que nunca se ha dicho todavía. El pudoroso no se ofrece todo entero, sino que invita a un después donde acontece un desvelamiento, donde puede darse un diálogo de miradas y palabras que abra una intimidad compartida. En tanto somos personas con interioridad el pudor regula necesariamente nuestras relaciones.

La compostura Una vez que el pudor y la vergüenza han enseñado el límite entre lo decente y lo indecente, podemos preguntarnos de qué modo acontece la presencia de lo bello en la persona. La respuesta es la que da título a estas páginas: compostura y elegancia. Ya se dijo que el objeto de la elegancia es la presencia de lo bello en la figura, en los actos y movimientos, o mejor dicho, el mantenimiento activo de esa presencia, aquella obra de arreglo y compostura que hace a la persona, no sólo digna y decente, sino bella y hermosa ante sí y ante los demás.

Para explicar esta idea voy a proponer al lector una cierta novedad, para la que solicito su aprobación. Consiste en introducir una distinción entre dos “elegancias”: una tiene un sentido más bien negativo, como para sólo preservar de lo vergonzoso. Es la que llamaré compostura. La otra es la elegancia “de verdad”, plena de sentido positivo, que incluso podría definirse como la belleza personal.

La compostura es el sentido negativo de la elegancia en cuanto designa ausencia de fealdad en la figura y conducta personales. En realidad esta actitud humana fue considerada por los clásicos como una virtud, para ellos algo menor, que denominaron “modestia”. El Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua dice que modestia es “cualidad de humilde, falta de engreimiento; pobreza, escasez de medios”, y este es ciertamente el sentido actual de esa palabra en el lenguaje ordinario.

Pero ese mismo Diccionario antepone otra acepción distinta, tomada directamente de la filosofía clásica, que dice así: Virtud que modera, templa y regla las acciones externas, conteniendo al hombre en los límites de su estado, según lo conveniente a él”. Nadie entiende hoy así la modestia. A esto hay que llamarlo más bien “compostura”, y así me parece que habría de hacerse, rectificando el Diccionario si es preciso.

Para Andrónico de Rodas, primer editor de las obras de Aristóteles, la compostura era “la ciencia de lo que dice bien (lo decente) en el movimiento y las costumbres”, “el buen orden que se ocupa de lo conveniente en los diversos negocios y circunstancias”, “espíritu de discernimiento, es decir, de distinción, en las acciones”. Su maestro Aristóteles, en cambio, decía que la compostura (por supuesto, él la llamó de otra manera: afabilidad) versa sobre lo que resulta agradable o desagradable en los dichos y hechos respecto de los hombres con quienes se convive. Esto no es otra cosa que las buenas maneras de las que hoy tanto se habla. Tomás de Aquino, por su parte, afirma que la compostura o decoro es una virtud que regula los movimientos externos del cuerpo.

Un autor de moda que escribe sobre las virtudes, el francés A. Comte-Sponville, insiste en que la cortesía no es una virtud, sino una especie de cualidad necesaria para la convivencia humana. En este caso parece obligado disentir, pues la compostura engloba algo más profundo que la simple cortesía externa, aunque ambas apuntan hacia la buena educación, los buenos modales y palabras en la vida social. Ser cortés no es sólo tratar correcta y educadamente a las personas, lo cual implica ya reconocerlas dignas de buen trato, sino todavía más: omitir decididamente todo detalle que resulte molesto o vergonzoso, e incluso buscar la compostura, la finura y el donaire en el decir y actuar, de modo que se merezca por ello la estimación, el aprecio, y aún la admiración.

La compostura incluye en primer lugar limpieza, ausencia de lo sucio y manchado que podrían afear a la persona. En segundo lugar contiene pulcritud, que es un aseo cuidadoso, el cuidado de la propia presencia, un estar la persona “compuesta” y preparada, en disposición de aparecer públicamente ante quien en cada caso corresponda. En tercer lugar compostura es orden, un saber estar que no se refiere sólo a la disposición material de objetos y vestidos, sino al moverse del modo conveniente, en el momento adecuado y, sobre todo, con los gestos adecuados. Esto es el decoro, algo así como el orden de los gestos y de las palabras, su oportunidad y mesura, su adecuación con lo que quieren expresar y con el destinatario de esa expresión: decoro son, por lo tanto, las buenas maneras.

La educación en la elegancia comienza por la enseñanza de estos aspectos básicos incluidos en la compostura. Los niños difícilmente valoran su importancia, pero sin ella no se hacen aptos para ingresar en la vida social. Es un error corriente, que se pone de moda en épocas y personas románticas, juzgar que todo esto es convención y artificio hipócrita, cuando en realidad constituye algo así como la civilización del instinto y de la espontaneidad por medio del rito y la costumbre, algo que constituye la base de toda educación y aprendizaje humanos. E1 “naturalismo”, en forma nudista, robinsoniana o “hippie”, suele terminar en lo cutre, ese “Teísmo” sin elegancia que no es consciente de su vulgaridad. Las buenas maneras son, en palabras de Kant, lo que “transforma la animalidad en humanidad”.

Mantener la compostura exige cuidado, tiempo, arreglo en definitiva. Esto obliga a dedicarse atención, a ocuparse de uno mismo y de la propia apariencia. Si uno no quiere mostrarse desaliñado debe cuidar su exterioridad, cortarse las uñas, cambiarse de ropa, prestar atención, evitar las manchas y los malos olores. Perder la compostura es una forma de perder la dignidad: ¿quién no se ha visto en la disyuntiva de tener que elegir entre correr para subir al autobús o no quedarse sin ellas? La persona descompuesta y descuidada se desperdiga, tiene un déficit del recto amor a sí misma que precisa para remediar los defectos y deterioros de su condición corpórea y temporal, que irremediablemente se van introduciendo en ella en forma de desgaste y estropicio. Por el contrario, la persona compuesta tiene un centro que reúne lo disperso, una regla que mide y ordena, un sosiego nacido del estar dueña de sí.

La elegancia La compostura, sin embargo, se limita más bien a “no desentonar”. Aunque sin compostura no es posible la elegancia (esto conviene no olvidarlo), para alcanzar esta última se requiere algo más: ser atractivos, o al menos estarlo, desarrollar el gusto y el estilo, alcanzar la distinción.

Con el fin de comprender un poco qué significa ser elegantes, lo más práctico es analizar los requisitos o contenidos de esta rara cualidad que a todos nos gustaría tener. Lo más inmediato y obvio es que ser elegante significa tener buen gesto. Pero ¿qué es el buen gusto? Ante todo, como nos enseñan Baltasar Gracián y H. Gadamer, es una capacidad de discernimiento espiritual que nos lleva no sólo a “reconocer como bella tal o cual cosa que es efectivamente bella, sino también a tener puesta la mirada en un todo con el que debe concordar cuanto sea bello”. Se trata por tanto de una capacidad que permite afirmar las realidades “gustadas” como “bonitas” o “feas”. Pero decir “esto es bonito” o “esto es feo” sólo puede hacerse si “esto”, particular y concreto (un vestido, un peinado o un jardín) se refiere a un todo frente al cual el objeto juzgado queda “iluminado” y descubierto como “adecuado” o “inadecuado”. El buen gusto es pues “un modo de conocer”, un cierto sentido de la belleza o fealdad de las cosas. No se aplica sólo a la naturaleza o al arte, sino a todo el ámbito de las costumbres, conveniencias, conductas y obras humanas, e incluso a las personas mismas. Y desde luego no es algo innato, sino que depende del cultivo espiritual de la educación y la sensibilidad que cada uno haya adquirido. Las cosas de “mal gusto” no pueden ser de ninguna manera elegantes, sino más bien torpes y vergonzosas.

Lógica y afortunadamente, no existe una regla fija que determine qué es de buen y mal gusto. Lo que sabemos es que el buen gusto mantiene la mesura, el orden, incluso dentro de la moda, a la que lleva a su mejor excelencia, sin seguir a ciegas sus exigencias cambiantes, sino más bien encontrando en ella la manera de mantener el estilo personal.

La idea del buen gusto nos lleva a la segunda nota de la elegancia: la distinción. Lo distinguido se opone a lo vulgar, a lo zafio, que tiene ya connotaciones de cierto desaliño y suciedad. Distinguido es lo que sobresale, lo elevado, lo señorial. La persona humana tiende de por sí a moverse hacia lo alto: le gusta volar, soñar, subir, despegarse del peso de la materia y sentirse ingrávida y espiritual, despegada, libre en definitiva. La distinción es aquello que sitúa a la persona humana por encima de la vulgaridad y dentro del señorío. En el caso de la elegancia, la distinción proviene del buen gusto, puesto que éste permite hacer presente la belleza en aquello que el mantenimiento de la compostura nos obliga a realizar.

Cuando la persona dispone su apariencia exterior con arreglo al buen gusto, entonces está bella: guapa, se dice en castellano. Y es esencial entender, como decisiva nota de la elegancia, la presencia de la belleza en la persona. Es ésta la que le da ese aire distinguido y espiritual que, por decirlo así, la desmaterializa y eleva. Claro está que algunas personas tienen una belleza natural, física, que apenas necesita aliños para ser elegante: su porte, su andar, tienen ya una forma naturalmente distinguida y bien proporcionada, hermosa. Estas personas, si tienen buen gusto y son elegantes, pueden llegar a enriquecer su ya natural belleza hasta un esplendor que a las demás les suele estar vedado por su inferior disposición natural.

Es esencial recordar que la belleza significa en primer lugar armonía y proporción de las partes dentro del todo, sean las partes del cuerpo, de los vestidos, del lenguaje o de la conducta. Pero además, como dice Aristóteles, “a las obras bien hechas no se les puede quitar ni añadir, porque tanto el exceso como el defecto destruyen la perfección”. “La fealdad -dice Tomás de Aquino comentando este pasaje- es el defecto de la forma corporal, y acaece cuando un miembro se muestra con una forma inadecuada (indecente). Pues la belleza (la elegancia) no se consigue si todos los miembros no están bien proporcionados y adornados”. Esto quiere decir que un sólo defecto estropea el conjunto, pues para que la belleza se haga presente en el aspecto exterior de la persona todo en él debe ser íntegro, acabado y bien proporcionado.

Lo íntegro Lo íntegro es precisamente lo bien hecho, aquello a lo que no le sobra ni le falta nada, lo que está completo y perfecto dentro de sus límites. A los griegos siempre les fascinó esta idea de perfección: lo íntegro es perfecto porque, circunscrito y limitado, dentro de sí tiene su télos, su finalidad, aquello que le da la plenitud. La elegancia envuelve todo el ser de la persona en cuanto ésta es íntegra, poseedora de su plenitud. Por eso, si ser elegante significa ser íntegramente bello, esto no puede limitarse sólo al aspecto del vestido o al arreglo externo. Por fuerza ha de incluir lo que la persona misma es y lo que de ella se manifiesta.

Esta es la idea griega, hoy tan perdida, de que las acciones hermosas, elegantes, son aquellas que uno realiza abandonando su propio interés para emprender la búsqueda de lo en sí mismo valioso, aquello que merece la pena por sí mismo, lo que tiene carácter de fin, lo que una vez alcanzado da la felicidad y la perfección. Este tipo de bienes no son ya los propios del bien decir, o del bien parecer, el arte o la belleza corporal, sino los bienes auténticos, los que realmente nos importan porque no sólo nos hacen felices, sino también buenos. Para los clásicos lo bello, pulchrum, es lo bueno, aquello que conviene al hombre y le perfecciona. Por eso, quien vive en armonía consigo mismo, quien se autodomina, quien emprende esa búsqueda del bien más alto y arduo, ese bien que constituye un ideal de vida, de esa persona se dice no sólo que es buena, sino que tiene kalokagathía, una bondad bella, o una belleza buena, una conducta íntegramente poseída desde sí: ésta es la verdadera elegancia, la que radica en el alma y la embellece porque pone en ella el amor, la virtud y el saber verdaderos.

La elegancia muestra así su dimensión moral, algo que constituye el fondo y sustrato de la otra dimensión, corporal y externa: quien no vive en armonía con sus sentimientos y sus tendencias, quien no sabe lo que quiere y no obra como debe, quien vive en discordia consigo mismo y con los demás, quien no conoce la serenidad y la mesura en sus deseos y acciones, quien es desconsiderado con la realidad que le rodea, quien no reproduce dentro de sí, en su voluntad, afectos e inteligencia, el orden general del universo y del ser mismo, ése no puede ser elegante porque no es bueno, ni dueño de sí mismo. Hasta aquí se extiende la idea de que la elegancia es la presencia de lo bello en la persona.

Reproducir en uno mismo la belleza general del universo es la suprema elegancia. Y esto despierta en los demás el entusiasmo, la admiración. La actitud humana que encamina hacia lograrlo se llama respeto, benevolencia, prestar asentimiento a lo real y ayudar a que cada cosa sea del todo lo que es y lo que puede llegar a ser. Lo indecente, por el contrario, es la prepotencia, atropellar la realidad para someterla a nuestros intereses, pisotear la dignidad de los otros.

La belleza humana no es sólo física, sino también moral. Pero la belleza física, incluida desde luego en la elegancia, no es sin embargo algo simplemente natural. Estaría incompleta si el vestido, el adorno y la proporción no la completaran. El escenario principal de la elegancia, su materia por así decir, es el embellecimiento de la compostura. Y ese embellecimiento puede lograrse al cumplir la inevitable tarea de cuidar de uno mismo: la disposición del atuendo, la ornamentación corporal, los modales distinguidos, la “forma bella de expresar los pensamientos”, como define la elegancia el Diccionario antes citado, el modo de moverse, la figura y expresión de cada gesto, etc. La elegancia está en la bella factura de todos ellos. Y ahí es donde se aprende y desarrolla.

Esta bella factura es el escenario donde puede mostrarse otro componente de la elegancia: el arte y el estilo personales, que son la expresión exterior de la propia personalidad y gusto. Un hombre elegante tiene “estilo” propio sabe disponer las cosas con distinción, crea a su alrededor un ámbito cuidadoso y agradable, embellecido por el adorno, pero al mismo tiempo deja traducir un buen gusto característico a través de lo que hace. Por eso el estilo personal es la singularización de la apariencia, el distintivo de la propia figura que la hace inconfundible y en cierto modo irrepetible. La “distinción” radica hoy más en este sello personal que ponemos en nuestra imagen que en el carácter aristocrático de superioridad que en otros tiempos imponía una clase social (D. Innerarity). La elegancia se convierte entonces en cauce de expresión de la personalidad y creatividad de cada uno, en un desafío a la monotonía y a la uniformidad.

Hay que añadir aquí una observación que podría llevarnos muy lejos: por qué el ornato, el adorno, y no sólo el arreglo y la compostura? Adornar es una necesidad y una costumbre humana que no responde a la manía, o a la simple conveniencia de cubrir lo desnudo o lo vacío. Tiene que ver más bien con la idea de festejar. Todo adorno tiene, en efecto, una doble función: es a la vez representativo y acompañante. Acompaña la representación festiva, y ayuda a ésta. Un traje de boda puede servir de ejemplo. Se trata de un traje extraordinario, superabundante, lujoso incluso, de color simbólico. Realiza una transformación de la novia, y la acompaña, la reviste de atmósfera solemne y festiva al tiempo que significa y realiza su condición nupcial. Se advierte aquí cómo el adorno, el aderezo externo, cumple todo él esta doble función de acompañar y significar lo que la situación exige. Cada ocasión de este tipo tiene unas exigencias y unas conveniencias que el ornato y la figura de la persona deben reflejar, preceder y acompañar. Pues bien: la elegancia preside ese “estar a la altura” que acontece en las ocasiones festivas como adorno y compostura de la persona.

Toda la inmensa capacidad humana de adornar (brazaletes, anillos, collares, pinturas, telas, trajes y utensilios de fiesta) está al servicio de la representación que hace visible y presente lo no inmediatamente presente: el júbilo, la dignidad, la veneración, la gratitud, el recuerdo y la conmemoración… La elegancia encuentra su ámbito más pleno en la fiesta y en las acciones representativas y simbólicas que en ella se dan de modo natural. Las personas en las fiestas parecen distintas, se transforman, se vuelven bellas y elegantes, se ponen a la altura del acontecimiento, y su capacidad creadora tiene entonces ocasión de brillar y de redundar en su torno. Así se transforma un ambiente en festivo.

Aquí surge el peligro de confundir elegancia con simple apariencia. Hay que advertir, como última característica, que no hay elegancia verdadera si no es con ausencia de afectación y fingimiento, con espontaneidad y autenticidad en la expresión. Esto se llama naturalidad, mostrarse tino como es, de modo que lo que aparece responda al fondo y a la interioridad verdaderas. Naturalidad no es pura espontaneidad, sino también mesura, moderación, ausencia de demasía, pues el exceso destruye la elegancia, descoyunta las cosas y los gestos. La verdadera belleza es siempre portadora de naturalidad. Actuar espontánea y moderadamente, con un gusto y estilo personales que muestran en la persona una belleza poseída desde el fondo de ella misma: esto es en resumen ser elegante.

En todo ello los demás son importantes. Mirarnos al espejo, ese dueño de nuestra estima, o sentirnos mirados, es una llamada a embellecernos, a ser elegantes y atractivos como modo de merecer la estimación y el reconocimiento propio y ajeno. Quien ama su dignidad cuida su elegancia. Y así, el cuidado de la propia apariencia añade a la persona la pizca de belleza que le hace amable y atractiva. Es una preparación para el encuentro con los otros, una búsqueda de la nobleza humana del convivir, la creación de un ámbito que está más allá de la pura utilidad: la presentación alegre y festiva de la persona. Ser elegantes consiste en saber encontrar siempre motivos para expresar la alegría por medio del adorno.

Nada se ha dicho todavía de la creación de elegancia. Suele hacerse por medio de modelos (aquí en sentido estricto) que encarnan visiblemente el canon de belleza corporal en cada momento vigente, y el estilo que se hace moda y referencia. Todo ello es socialmente necesario y hoy, como todo, se realiza de modo profesional y empresarial. La imagen del modelo o la modelo es muchas veces multiplicada en los medios de telecomunicación. Pero después, como a los actores y actrices, se le pide que hable, que muestre algo más que una cara o un vestido, que no se convierta en fetiche, que posea de verdad su propia imagen, que no sea sólo lo que parece.

Quien adora el fetiche querrá repetir en sí una elegancia mecánica e imitada, carente de respeto por lo que uno o una es de modo propio y original. Lo importante de la elegancia es que no sea sólo imitación exterior, sino expresión de un mundo auténticamente personal. Esto es lo que he querido decir, amigo lector. Si el hombre habla, no sólo con sus palabras, sino también con su expresión, con su gesto, con su figura, con su vestido y apariencia, decir las cosas bellamente se torna no sólo bueno, sino deseable, pues al ejercerse nos dignifica como personas y eleva al nivel de lo verdaderamente humano la comunidad de vida que tenemos con los demás.

Tomado de www.arvo.net

Angel García Prieto, “Depresión en la adolescencia”, Arvo, 15.XI.03

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César Vidal, “Isabel ¿santa o villana?”, Calibán, 1.X.2002

Acusada de intolerante, racista e incluso sucia, Isabel la Católica vuelve a ser noticia una vez más en virtud de la publicación de varios libros relacionados con ella y el relanzamiento de su causa de beatificación. Sin embargo, ¿cómo fue realmente Isabel la Católica? La utilización que el régimen de Franco hizo de los Reyes Católicos facilitó la tarea de todos aquellos que sentían por otras razones una especial repulsión hacia su legado y deseaban denigrarlo. Los enemigos de la memoria relacionada con los Reyes Católicos han ido históricamente de los republicanos a los islamistas pasando por los separatistas vascos y catalanes que siempre han lamentado la tarea de reunificación nacional consumada – que no iniciada – por Isabel y Fernando. Sobre estas razones políticamente correctas, se ha ido labrando un cúmulo de leyendas especialmente contrarias a la reina de Castilla tachándola de sucia, intolerante, fanática y racista. Sin embargo, la realidad es que ninguno de esos mitos resiste la más elemental confrontación con las fuentes históricas. Empecemos por la leyenda relativa a una Isabel que no se cambiaba nunca de camisa aunque ésta apestara. Lo que nos enseñan las fuentes es que precisamente Isabel era una mujer de pulcritud sorprendente para su época; que se esforzó por hacer extensivas al conjunto de la población sus normas de conducta acentuadamente higiénica; que los informes de los médicos de la corte señalan su especial preocupación “por la higiene o los alimentos”. No menos difícil de sostener es la acusación de racista lanzada sobre Isabel. No sólo fue ella la principal inspiradora de las Leyes de Indias que convertían a los indios americanos en súbditos de pleno derecho frente a las codicias de no pocos sino que además el número de judíos que trabajaron para ella antes y después del Edicto de Expulsión fue muy numeroso. Nombres de gente de estirpe judía como Pablo de Santa María, Alonso de Cartagena, el inquisidor Torquemada, fray Hernando de Talavera, Hernando del Pulgar, Francisco Alvarez de Toledo o el padre Mariana entre otros muchos son muestra de hasta qué punto Isabel no fue nunca racista. Este tipo de ataques ha intentado sostenerse sobre todo en episodios como la Expulsión de los judíos y el final de la Reconquista. La expulsión de los judíos significó un conjunto de dolorosísimos dramas humanos pero en su época la acción distó mucho de tener esa connotación tan negativa. Las fuentes históricas nos muestran no sólo que la medida fue precedida por otras similares en naciones como Inglaterra, Francia o Alemania sino que incluso fue saludada con aprecio en Europa porque, a diferencia de lo ocurrido en otras naciones, los Reyes Católicos no actuaron movidos por el ánimo de lucro. En su momento, la decisión estuvo además relacionada con el proceso de Yuçé Franco y otros judíos que confesaron haber matado a un niño en la localidad de la Guardia en un remedo blasfemo de la Pasión de Jesús y, muy especialmente, con los intentos de ciertos sectores del judaísmo hispano por traer de vuelta a la fe de sus padres a algunos conversos. Actualmente, los historiadores tienden a considerar el caso del niño de la Guardia como un fraude judicial pero lo cierto es que en aquella época las formalidades legales se respetaron escrupulosamente y este hecho, unido a la gravedad del crimen, provocó una animadversión en la población que, en apariencia, sólo podía calmarse con la expulsión de un colectivo odiado. Por otro lado, Isabel se preocupó personalmente de que no se cometieran abusos en las personas y haciendas de los judíos expulsados como se puso de manifiesto en la Real de provisión de 18 de julio de 1492 que velaba por evitar y castigar los maltratos que ocasionalmente habían sucedido en algunas poblaciones como la actual Fresno el Viejo. Por si fuera poco, durante los ciento cincuenta años siguientes, la innegable hegemonía española en el mundo no llevó a nadie a pensar que la expulsión de los judíos hubiera sido un desastre – habría que esperar a la Edad contemporánea para escuchar esa teoría – y, desde luego, difícilmente se hubiera podido sostener que el episodio había sido más grave que otros similares realizados en otras naciones europeas. Aún más fácil de comprender resulta el final de la Reconquista. Que los Reyes Católicos, tras reunir los territorios de Castilla y Aragón, ambicionaran concluir el proceso reconquistador era lógico y, desde luego, no chocaba con las trayectorias de otros monarcas anteriores. Con todo, la lucha contra el reino nazarí de Granada no fue provocada por ellos sino por la ruptura de los pactos previos por parte del rey moro y por las incursiones de agresión que los musulmanes desencadenaron contra las poblaciones fronterizas. No se trataba, desde luego, de una lucha meramente religiosa sino también nacional y no deja de ser significativo que cuando se supo que Granada había capitulado, los judíos danzaran para celebrarlo ya que también ellos habían sido víctimas de la intolerancia musulmana. Sin embargo, la grandeza – grandeza difícilmente negable – de Isabel de Castilla descansa no en el hecho de que los ataques contra ella sean de escasa consistencia sino en que fue una reina verdaderamente excepcional en lo político, en lo humano y en lo espiritual. Por ejemplo, supo comprender el efecto pernicioso que sobre la economía ejercía la subida de impuestos y prefirió la austeridad presupuestaria al incremento de la presión fiscal. Asimismo fue enemiga resuelta de las conversiones a la fuerza y así lo dejó expresado en la Real cédula de 27 de enero de 1500. Además, en agudo contraste con la figura de su hermanastro y antecesor Enrique IV el Impotente, Isabel fue partidaria de una adjudicación de funciones públicas que no derivara del favor real sino de los méritos del aspirante. Esa circunstancia basta por sí sola para explicar buena parte de los méritos de gestión del reinado y, especialmente, el deseo que Isabel tenía de que las mujeres pudieran recibir una educación académica similar a la de los hombres. Como ella misma diría “no es regla que todos los niños son de juicio claro y todas las niñas de entendimiento obscuro”. Aún más notable es el aspecto humanitario de la personalidad de la reina. Por ejemplo, cuando en 1495 tuvo noticia de que Colón había traido de América indígenas a los que había vendido, dispuso que se procediera a su búsqueda y se les pusiera en libertad con cargo a las arcas del reino. Aunque fue una excelente mujer de estado, Isabel no dejó jamás de mostrar una profunda preocupación por la suerte de los más débiles y desfavorecidos. A ella hay que atribuirle el establecimiento de las primeras indemnizaciones y pensiones para viudas y huérfanos de guerra – una disposición tomada después de la guerra civil de Castilla cuando las arcas del tesoro estaban exhaustas – o la creación de los primeros hospitales de campaña durante la guerra de Granada. A todo lo anterior hay que añadir su ejemplaridad de vida o, de manera muy especial, su celo por la expansión del Evangelio por encima de cualquier otra consideración. Desde luego, el descubrimiento y la posterior colonización de América son incomprensibles sin una mención cualificada a las causas espirituales expresadas desde el primer momento por Isabel la Católica y recogidas en diferentes documentos de la época. Todo ello explica que su figura fuera muy estimada en su época y abundan los testimonios de españoles y extranjeros que la tuvieron por una mujer no sólo excepcional sino tocada por la gracia de la santidad. De hecho, los ataques contra su persona procedieron exclusivamente de enemigos que temían lo que representaba e históricamente se han caracterizado por su falacia. Poco ha cambiado al respecto. En la actualidad, los ataques contra Isabel arrancan o bien de una clara ignorancia histórica – como muestra la leyenda de su camisa sucia – o de una repugnancia ante sus logros excepcionales. En contra de esa visión marcada profundamente por el sectarismo se hallan los testimonios de la época y las opiniones favorables de personajes de la talla de Washington Irving, W. T. Walsh, William Prescott, Ludwig Pfandl, Marcel Bataillon, Gregorio Marañón, Salvador de Madariaga, Ortega y Gasset o incluso Johnson y Eisenhower, ambos presidentes de Estados Unidos, entre muchos otros. Al final, como sucede con tantas otras cuestiones, sobre el frío y documentado análisis histórico prevalece la lucha política.

César Vidal, “Los residuos de la leyenda negra”, El Mundo, 2.III.00

La leyenda negra constituye uno de los fenómenos propagandísticos que ha contado con un mayor éxito a lo largo de los siglos. La misma -en sus diversas versiones- consiste en pintar en tonos siniestros el pasado español como una cadena inacabable de muestras de intolerancia y oscurantismo, algunos de cuyos eslabones más destacados serían la expulsión de los judíos y de los musulmanes, la persecución de los disidentes o la opresión de los indígenas americanos. Para no pocos autores -generalmente de origen anglosajón- tales baldones definen supuestamente una manera de ser muy española y apuntan incluso a una vena racista que nos caracteriza de manera lúgubre como pueblo.

Comprensible políticamente en una época en que los piratas ingleses y holandeses asaltaban los galeones españoles que venían de las Indias o en que Gran Bretaña y EEUU deseaban acabar con el imperio español de ultramar, hoy en día la leyenda negra resulta inaceptable no sólo porque determinadas rivalidades nacionales deberían ser cosa del pasado sino, fundamentalmente, porque se asienta sobre una acumulación interesada de tergiversaciones históricas. Permítaseme detenerme al respecto en algunos aspectos concretos.

El primero es el del antisemitismo español. Que la expulsión de los judíos en 1492 -instada por el judío converso Torquemada en contra de la opinión original de los Reyes Católicos- fue un drama de enormes dimensiones es innegable. Sin embargo, jamás puede utilizarse como argumento para cargar sobre España el antisemitismo de toda Europa. Las matanzas de judíos acontecidas en Francia y Alemania en 1096 con ocasión de la primera cruzada carecieron de parangón español y no son pocos los casos, como en vísperas de las Navas de Tolosa, en que los caballeros españoles protegieron a sus compatriotas judíos del antisemitismo de los franceses y demás extranjeros que acudían a España a combatir contra el islam. Tampoco comenzaron en España las disputas antitalmúdicas, sino en Francia en 1240, impulsadas por un judío converso llamado Nicolás Donín. Cuando en 1263 el judío Najmánides se vio inmerso en Barcelona en una controversia semejante gozó de una libertad de argumentación absolutamente impensable para un correligionario suyo al norte de los Pirineos. La acusación vergonzosa de crimen ritual contra los judíos tampoco surgió en España, sino en la inglesa Lincoln, con ocasión de un episodio absolutamente bochornoso, y el primer cargo contra los judíos por profanar una hostia consagrada tampoco se dio en nuestro suelo sino en una localidad cercana a Berlín en 1243. Ni siquiera fue España la primera en expulsar a los judíos. En 1290 se decretó su expulsión total de Inglaterra, en 1306 de Francia aunque había sido precedida por otras parciales, durante el siglo XIII de diversas zonas de Alemania y todavía en 1519 se produjo la expulsión de Ratisbona. Sí hubo empero una diferencia entre estos episodios y el español, la de que los judíos -procedentes en no pocos casos de otros países europeos- la sintieron más porque precisamente en Sefarad habían vivido una edad dorada que no tuvo equivalencia en ningún otro lugar del mundo.

Si es cierto que la política de expulsiones fue terrible, no lo es menos que España no fue la única nación que la llevó a cabo, ni la primera ni tampoco la más cruel. Sí es, hasta donde yo sé, la única que públicamente ha pedido perdón a varios siglos de distancia por esos hechos. Algo muy similar puede decirse en relación con sus tratos con el islam. En una Europa que recibe pacífica y anualmente centenares de miles de musulmanes puede parecer políticamente correcto condenar a la España de la Reconquista, pero semejante conducta constituye un error histórico de bulto. Ha sido precisamente Paul Fregosi, un autor no español, el que ha señalado recientemente en su libro Jihad el peligro que el avance musulmán supuso para Occidente durante siglos. Basta leer las fuentes cristianas y musulmanas del periodo de la Reconquista para percatarse de que la supuesta convivencia entre las tres religiones no pasa de ser un mito y que la situación de las poblaciones sometidas al islam fue extraordinariamente dura. Como ha indicado Fregosi muy acertadamente, sin el papel de naciones como España y, en menor medida, Rusia, Occidente se habría visto anegado ante el impulso de las oleadas de los fundamentalistas islámicos de origen norteafricano o de los turcos. Para los que vivieron esos episodios, los españoles que combatieron defendiendo Viena contra los otomanos, que frenaron a los hombres de la Sublime Puerta en Lepanto o que sofocaron la sublevación de los moriscos de las Alpujarras en connivencia con el avance turco en el Mediterráneo y la conquista de Chipre no eran bárbaros racistas e intolerantes, sino protectores de una cultura que se veía a punto de ser aplastada por la violencia de la media luna.

Sin duda, en la lucha contra el islam se cometieron abusos pero, con todo, no se registraron ni las escenas de barbarie que los cruzados franceses, alemanes o ingleses cometieron en Tierra Santa ni se debieron a un racismo supuestamente característico de los hispanos. Este comportamiento español -desde luego no peor que el de otras naciones europeas de la época- quedó también de manifiesto durante la conquista de América. El 27 de diciembre de 1512, por ejemplo, se promulgaron las Leyes de Burgos, también conocidas como Ordenanzas dadas para el buen regimiento y tratamiento de los indios. A estas normas se añadieron otras cuatro leyes más, dictadas el 28 de julio de 1513 en Valladolid. Con ellas, se intentaba defender a los indígenas de los abusos siguiendo la línea de una pléyade de personajes como Fray Bartolomé de las Casas y se disponía el descanso de 40 días después de cinco meses de trabajo; su alimentación con carne; la prohibición del trabajo de las embarazadas; etc. Estas normas -al igual que otras- se cumplieron mejor o peor según las circunstancias, pero la intención de la Corona española no podía resultar más evidente. Por otro lado, una vez más, se trató de una conducta sin paralelo en otras naciones europeas. William Bradford, uno de los ingleses pertenecientes a los Padres Peregrinos de EEUU, describió, por ejemplo, de manera bastante realista los sentimientos de entusiasmo que el exterminio de los indios que los habían ayudado a sobrevivir a su llegada a América despertó en los colonos diciendo: «Fue una terrible visión contemplarlos friéndose en el fuego y los ríos de sangre que apagaban éste, y lo horrible que eran la peste y el olor que salían; pero la victoria pareció un dulce sacrificio, y dieron la alabanza por ello a Dios, que había actuado de una manera tan maravillosa en su favor, encerrando a sus enemigos en sus manos y dándoles una victoria tan rápida sobre un pueblo tan orgulloso e insolente».

En los siglos siguientes, los anglosajones llevarían a cabo una política consciente de exterminio de las etnias indígenas americanas, política defendida por personajes tan diversos como el autor de El mago de Oz o Theodore Roosevelt. En el curso de ese proceso incluso se realizó el primer ensayo de guerra química al entregar a los indios mantas contaminadas con viruela para que murieran con más rapidez. No debería extrañar, por ello, que, según su propia confesión, Hitler encontrara inspiración para parte de la política nazi contra los judíos en el ejemplo de la mantenida por los norteamericanos contra los indios. En ambos casos se perseguía el exterminio de una raza con fines de expansión territorial y económica y se tenía la convicción de obedecer a un destino providencial y racialmente superior.

Podríamos ampliar los ejemplos para dejar de manifiesto el carácter ahistórico, tendencioso y parcial de la leyenda negra recordando, por ejemplo, que Enrique VIII, padre del cisma anglicano, y su hija María ejecutaron a más protestantes que la Inquisición española o haciendo referencia a regímenes totalitarios de este siglo que ni nacieron ni arraigaron en España. Sin embargo, creo que los casos citados bastan para ilustrar lo afirmado ya. No se trata de ocultar dramas del pasado que no deberíamos olvidar jamás ni tampoco de cerrar los ojos a realidades que resultan incipientemente inquietantes en España y más cuando se observa como se desarrollan en otros países de nuestro entorno. Se trata más bien de ser equilibrados y veraces en los juicios históricos, y de no caer en etnicismos condenadores forjados en el pasado. Sólo esa conducta nos permitirá de manera sensata y democrática abordar las tareas del presente y los retos del futuro.

Rafael Navarro-Valls, “Tengamos la boda en paz”, El Mundo, 5.XI.03

Un colega noruego, alta personalidad de la política y la vida cultural escandinava, me felicita por el compromiso nupcial del Príncipe Felipe y de Letizia Ortiz. Al tiempo, manifiesta cierta perplejidad por el hecho de que el futuro enlace sea por el rito católico, estando la próxima Reina divorciada de un previo matrimonio civil. Aprovecho la hospitalidad de EL MUNDO para intentar aclarar a sus lectores y a mi colega una cuestión jurídico-canónica de cierta entidad. Si me lo permiten, para entender el tratamiento jurídico que la Iglesia otorga al matrimonio civil contraído por la futura Reina de España, deberé remontarme varios siglos en la Historia. La aparición del matrimonio civil en Europa (ley de 1580 en los Países Bajos) es fruto de un fenómeno más religioso que civil: la Reforma protestante. Hasta entonces, la única forma de matrimonio existente en Europa era la religiosa: católica, judía o islámica. La tesis básica de los reformadores (Lutero, Calvino y otros) partía de la negación de la índole sacramental del matrimonio. De ahí concluyeron el carácter de «cuestión profana» , de «negocio puramente civil», cuya regulación correspondía al Estado. Naturalmente, en las esferas geográficas en que triunfaron los reformadores, el poder civil se apresuró a llenar el vacío legal que postulaba la Reforma, creando la forma civil del matrimonio. A este inicial impulso, posteriormente se sumaría el ambiente doctrinal de la Ilustración, cuyo desenlace sería la Revolución Francesa. Para sus protagonistas, la Iglesia carecía de competencia jurídica sobre el matrimonio y la única forma válida para celebrarlo sería la civil (artículo 7 de la Constitución de 1791). El resto de Europa ajeno a la Reforma o a la Revolución francesa creó una fórmula de compromiso: la existencia simultánea de dos clases de matrimonio, el civil y el canónico. El primero lo celebrarían los no católicos, el segundo los que profesaran la religión católica.

Prescindiendo de multitud de matices que haría farragosa esta explicación, diré que, en España, triunfó este sistema dualista, salvo alguna breve etapa de su historia (leyes de 1870 y 1932 de matrimonio civil obligatorio). De modo que, siempre prescindiendo de matices, cada matrimonio sería regulado por la correspondiente potestad: la Iglesia, en el caso del matrimonio canónico; el Estado, en el supuesto del matrimonio civil. Por otra parte, la suma de la tradición civil española y la existencia de acuerdos internacionales entre la Iglesia y el Estado haría que el matrimonio canónico -ahora también el judío, el protestante y el islámico- tuviera efectos civiles. Es decir, que si el matrimonio se celebra en forma religiosa, no es necesario celebrarlo, además, en forma civil.

Y así como el Estado establece unas normas propias para el matrimonio civil, que pueden contradecir las normas canónicas (por ejemplo, desde el lado estatal, un sacerdote puede contraer matrimonio civil, aunque lo tenga prohibido por la Iglesia), también la Iglesia establece las suyas propias. Así, para el Derecho canónico los católicos que no se han apartado por acto formal de la Iglesia, han de celebrar el matrimonio en forma religiosa católica, si quieren estar casados religiosamente. Si celebran solamente matrimonio civil, su unión no es válida. Lo cual no quiere decir que no sea respetable sino que no produce efectos religiosos, que es una simple unión de hecho. En este contexto, Iglesia y Estado tienden a que se eviten los conflictos jurídicos, aunque no pueden -por coherencia- adaptar sus normas en su totalidad a las leyes ajenas.

Letizia Ortiz, por las razones que fuera, contrajo matrimonio sólo civil con su primer esposo. Ante el Estado este matrimonio era perfectamente válido (eficaz), pero no ante la Iglesia, por las razones explicadas. Al contradecir sus normas, la Iglesia no lo acepta como válido, es decir, productor de efectos jurídicos.

Esto no puede extrañar si tenemos en cuenta que cada ordenamiento jurídico (ya sea estatal, ya sea religioso) dispone la eficacia de los actos jurídicos siempre que se observen, en su realización, sus normas. Y al igual que, por ejemplo, ningún derecho civil occidental concede efectos plenos al matrimonio polígamo de un ciudadano musulmán (aunque su religión se lo permita), o el derecho civil español tampoco entiende válido (salvo dispensa particular) el matrimonio contraído por un menor de 18 años (aunque existan Derechos religiosos que establezcan edades menores, como el canónico), tampoco el Derecho de la Iglesia católica reconoce, generalmente, el matrimonio de un católico cuando lo contrae civilmente. Es decir, contraviniendo la norma jurídica que le obliga, jurídicamente y en conciencia, a celebrarlo por la Iglesia.

Antes he dicho que, en España, el Estado y la Iglesia procuran evitar choques jurídicos, por su diversa conceptuación del matrimonio. Y hemos visto que, al ser el matrimonio civil de Letizia Ortiz inválido (inexistente) ante la Iglesia, nada le impediría celebrar matrimonio canónico con una tercera persona, incluso aunque no lo hubiera disuelto civilmente. Pero, en este último caso, nos encontraríamos con un caso de lo que los juristas llamamos «bigamia permitida»: es decir, habría dos matrimonios válidos en el contexto social y jurídico: uno ante la Iglesia y otro ante el Estado. Para evitar esta anomalía, la Iglesia, en estos supuestos, impide la celebración de un segundo matrimonio hasta que el primero no esté disuelto. Es el único supuesto que admite el divorcio civil, pero como un expediente puramente formal para lograr la igualdad de situaciones jurídicas en Derecho civil y en Derecho canónico. De este modo, el divorcio de Letizia Ortiz de su primer matrimonio no sería tal divorcio desde el punto de vista del Derecho canónico. Más bien sería un simple instrumento legal para permitir que Letizia acceda, en el futuro, a un matrimonio ante la Iglesia. Así que, en síntesis y siempre desde el punto de vista jurídico, el inicial matrimonio no sería tal para la Iglesia católica y el subsiguiente divorcio tampoco tendría la carga jurídica que le otorga el Estado.

Ya sé que estas elucubraciones jurídicas a más de uno pueden sonarle a chino. Pero no por eso dejan de ser verdaderas. A los agnósticos me figuro que la situación jurídico-matrimonial de Doña Letizia no debería preocuparles. A los católicos, siempre desde el punto de vista jurídico y por lo dicho, tampoco. Tengamos, pues, la fiesta -o mejor la boda- en paz.

Rafael Navarro Valls es catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid y secretario general de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.