Enrique Monasterio, “Piercing”, MC, II.01

La palabra vino de América como el ketchup y define un sistema de tortura que se impone con insólita rapidez.

Rafa, por ejemplo, un chaval de pelo engominado y espinoso, porta cuatro arandelas al norte de su oreja izquierda. Son unas argollas gruesas como llaveros. Cuando se las clavaron, vio las estrellas, pero si le preguntáis por qué lo hizo, lo más probable es que se encoja de hombros y os conteste como a mí: – Porque mola.

Sandra, una chica grande y lustrosa, además de tener los dedos blindados con diez o doce anillos, luce en el labio inferior un aro que le traspasa el belfo en sentido vertical.

Ana se hizo agujerear la lengua y se metió una especie de alfiler con una bola dorada en cada extremo.

– ¿Y cuánto te costó la faena? — Quince papeles—. ¿Te la enseño? – Ni se te ocurra.

En su casa no saben nada. Y eso que, desde la operación, no pronuncia bien las erres, y tiene que buscar sinónimos para no enredarse con las palabras más comprometidas.

– Hija mía, no sé que te pasa últimamente en la lengua; pareces francesa.

– Jo, mamá, no seas plasta.

Según me cuenta, estuvo varios días en ayunas, curándose la herida sin que se enteraran sus padres.

– También me hice otro piercing en el ombligo… ¿Te lo enseño? Sé muy bien que no hay peor tabú que el de la moda. Nunca ha estado bien visto ir contra ella. Quien se atreva a criticar “lo que hace todo el mundo” es excluido de la tribu, y no seré yo quien corra ese riesgo: me encuentro muy a gusto integrado en el planeta de los chicos danone.

Sin embargo, como las modas nunca son del todo arbitrarias, vale la pena preguntarse por qué ha surgido el piercing y qué sentido tiene. ¿Es sólo un virus masoquista que afecta a la tribu? Es evidente que los chavales de este milenio son tan blandos y asustadizos como los del pasado, pero no les importa someterse a intervenciones quirúrgicas dolorosas y nada asequibles con tal de lucir una argolla en la ceja o una perla en la nariz.

Todo el mundo sabe que el lóbulo de la oreja es un perchero del que puede colgarse sin peligro cualquier cosa. Pero el resto del organismo no tiene la misma función. De hecho, los pinchaombligos profesionales causan abundantes y peligrosas infecciones entre la chavalería.

Ortega escribió en El espectador que los adornos corporales ?los pendientes, el sombrero o la pluma del indio americano? son como el marco de un cuadro: sirven para resaltar la belleza o la dignidad de quien los porta. Por eso, cuando el guerrero siux se coloca una pluma sobre la cabeza, no pretende que nos fijemos en ella, sino en la testa que hay debajo. Esa pluma es un acento, y el acento no se acentúa a sí mismo, sino a la letra en que se apoya.

Pero el piercing nada tiene que ver con la belleza. Rafa no se perfora la oreja con tres grilletes de acero para estar más elegante. No quiere que nos fijemos en su apuesto perfil ni en la dudosa perfección de sus apéndices auriculares, que, por lo demás, suelen estar sucios. El piercing, para él, es como la pintura de guerra de los apaches: un signo belicoso de pertenencia a la tribu.

Heinz Kloster asegura además que, en algunas chicas, la profusión de metales perforantes tiene otro significado añadido: según él, cuando una adolescente no se gusta a sí misma, trata de compensar sus complejos estéticos con un disfraz agresivo que desvíe la mirada de] prójimo y le impida fijarse en lo superfea que ella se ve.

Teorías aparte, el piercing revela, sobre todo, hasta qué punto esta generación es capaz de los mayores sacrificios. ¡Quién lo diría! En vano les enseñaron sus padres que la mortificación, los cilicios y el ayuno son cosas del pasado; que ahora lo único obligatorio es la búsqueda del placer y del confort; que la cruz sirve sólo como gargantilla. La tribu ha comprendido que el dolor puede tener un sentido, que hay razones por las que sí vale pena torturarse sin piedad. Lo extraño es que esas razones sean tan pobres. El día que descubran la grandeza del amor de Dios, quién sabe lo que serán capaces de hacer. La tentación del heroísmo puede ser irresistible.

Por eso, cuando llego cada mañana a clase y contemplo el panorama de los autoperforados, casi me lleno de optimismo. ¡Si supiera hablarles de santidad; si fuésemos capaces de sacarles de ese pasotismo artificial en el que algunos vegetan … !

Enrique Monasterio, “Los niños invisibles”

En el más remoto confín de la china vive un Mandarín inmensamente rico, al que nunca hemos visto y del cual ni siquiera hemos oído hablar. Si pudiéramos heredar su fortuna, y para hacerle morir bastara con apretar un botón sin que nadie lo supiese…, ¿quién de nosotros no apretaría ese botón?”
J. J. Rousseau Continuar leyendo “Enrique Monasterio, “Los niños invisibles””

Enrique Monasterio, “La familia ligth”

La familia es un ecosistema natural para defensa de la vida humana y de la libertad. Una afirmación tan redonda merece un breve comentario: Desde que el mundo es mundo, el Poder (adjetívese como mejor parezca: (político, económico, etc.) siente la perversa tentación de influir en el modo de pensar del personal y, si le es posible, de manipularlo. Los medios de que dispone son cada día más eficaces: el Poder, como su propio nombre indica, puede una barbaridad: ¿será preciso insistir en las catástrofes encefálicas que se producen en un cerebro tipo estándar cuando se le aplica una dieta de 700 horas anuales de televisión? El adoctrinamiento a que nos someten los poderosos -jamás renuncian a tan abnegada tarea- no se debe al amor que nos profesan. En el mejor de los casos buscan sólo nuestro voto, y para hacerse con él, nada mejor que formar ciudadanos dóciles a la ideología dominante, enchufados a los electrodomisticadores que el Poder controla, para que nunca caigan en la tentación de pensar por cuenta propia.

Gracias a Dios, el Poder encuentra algunos obstáculos en su empeño domesticador. Y el primero es, precisamente, la familia.

Y es que Dios, Nuestro Señor, ha previsto que los individuos vengan al mundo en un medio natural, llamado “familia”: un ecosistema fundado en el amor del hombre y de la mujer, que crea entorno a sí un ámbito de intimidad, necesario para el nacimiento y para la formación de los hijos.

En esa intimidad familiar es, hoy más que nunca, un reducto de libertad frente al totalitarismo. Es la capa de ozono que protege de los rayos del Poder, mucho más peligrosos que los ultravioleta.

Cuando una familia cumple con su misión, transmite convicciones y valores; educa en las virtudes; enseña a pensar, a luchar, a amar, a hablar con Dios, y defenderse de las influencias y agresiones externas. En resumen: vacuna a los espíritus contra los eslóganes y los tópicos, y proporciona a los hijos las armas imprescindibles para actuar libre y responsablemente.

A un Estado con tentaciones totalitarias, la familia le molesta. Prefiere entenderse directamente con individuos emancipados, “liberados” (las comillas que sean gordas, por favor) de cualquier influencia que no la del propio Poder.

El problema es que la familia existe, y su prestigio no decrece a pesar de los años más o menos internacionales que se organizan en su contra. ¿ Qué puede hacer entonces el Poder para entrar en saco en las mentes de los ciudadanos? Su estrategia ha sido la de ir debilitando esa capa de ozono a que me refería antes, hasta conseguir que la familia quede reducida casi a una pura fachada, a una especie de residencia de individuos autónomos unidos por vagos sentimientos de afecto y por una nevera bien repleta.

Así nació la familia light: una institución propia de los países ricos, ya que los pobres no están en condiciones de permitirse tales lujos.

Describir en serio sus características nos llevaría demasiado espacio. Contémoslas, por tanto, en broma. Y, aunque no os sintáis aludidos por el retrato pensad que tal vez, alguno de estos rasgos formen parte de vuestra caricatura… o de la mía.

* La familia light suele ser pequeña. Desde luego, hay muchos matrimonios estupendos con pocos hijos; pero nada como una familia numerosa para vacunarse definitivamente contra esa enfermedad.

* La familia light gira en torno a tres electrodomésticos fundamentales: la nevera, la televisión (con vídeo) y el equipo de sonido.

* la nevera sirve para comer a la carta en cualquier momento del día o de la noche, sin someterse a horarios ni a dietas maternas. Es útil también para convivir lo menos posible con los demás y para tomarse una cerveza con alguna cosa delante de * la televisión. Se enciende al amanecer y, gracias a la función de timer, se apaga sola cuando ya todos duermen. Hay tantas en la casa como habitaciones: la tele de la cocina sirve para ver a Arguiñano. La del comedor, para no correr el riesgo de hablar si, por casualidad, un día se reúne la familia entera. La del salón es la del padre, que viene superestresado del trabajo y necesita relajarse en su sillón con una película del canal plus. La de la salita es para la madre, que también tiene derecho a su culebrón cotidiano; y las de los dormitorios, como su propio nombre indica, sirven para dormir sin tener malos ni buenos pensamientos.

* Los equipos de sonido (también llamados comecocos), o, en su defecto el walkman, produce un delicioso efecto aislante: corta toda relación con los demás y, es perfectamente compatible con la consola de videojuegos, que es el hipnótico de los más jóvenes.

* En la familia light existe una férrea autoridad para todo lo accesorio (la elección del coche, el lugar del veraneo) y una total anarquía para lo fundamental (asistencia a Misa, etc.).

* Los miembros de una familia light nunca rezan juntos, tal vez porque se verían obligados a apagar la televisión. En realidad, la vida espiritual de cada uno es una cuestión tan íntima y profunda, que, para encontrarla, habría que hacer excavaciones.

* En la familia light se habla mucho de sexo: el pudor está superado por completo, y todos tienen una exhaustiva información sexual (un buen manual de instrucciones, quiero decir). En cambio jamás se habla en serio de amor, de fecundidad, de fidelidad, de entrega… (¡Niño esas porquerías ni se nombran!) A la familia light sólo le interesa el sexo light.

* También estas familias tienen sus tragedias, sus amarguras y disgustos. He aquí cuatro significativos ejemplos: 1. El “fracaso escolar” del niño. La culpa, por supuesto, es siempre del colegio, que se complace en producir traumas, probablemente irreversibles, en la autovaloración de la criatura.

2. La niña ha engordado y no tiene nada que ponerse para la fiesta de cumpleaños de Vanessa.

3. A Manolito se le ha ocurrido decir que quiere ser misionero en Uganda. (“Nos acechan las sectas”, comenta apesadumbrado el padre). Hay que tener presente que, en una familia light, la entrega a Dios se considera como una neurosis, tolerable en las familias de los demás.

4. Al “Audi” de papá le han hecho un rascón en la popa y no se habla de otra cosa en tres días.

* ¿Y si el niño llega a casa al amanecer rezumando ginebra por las orejas? Entonces, sí; el padre de familia light tomará una decisión firme: se esconderá debajo de la mesa camilla para no enterarse. “Cualquiera día de estos -se dirá preocupado- tengo que hablar seriamente con el chico”.

* En la familia light existe una discreta biblioteca y una nutridísima videoteca. El padre se ocupa de comprar los dos o tres libros más vendidos del mes, y siempre se encuentran también otros títulos tan sugerentes y profundos como “Cómo aprobar sin dar golpe”; “Como ligar con la hija del jefe”; “Jesulín de Ubrique visto por su novia”; “Breve tratado de papiroflexia” o “Guía de Restaurantes y de Hoteles”.

* En la familia light todo es trivial salvo lo trivial. Todo es opinable, salvo el principio de la opinabilidad universal. Nadie tiene convicciones ni creencias, sino opiniones. En resumen: padecen un síndrome de inmunodeficiencia moral de difícil tratramiento y mal pronóstico, ya que se ven expuestos a todas las infecciones ideológicas de moda. A ellos no les preocupa. Lo único que les importa es la buena salud y conservar por los siglos de los siglos ese lustre sonrosado de los adolescentes de telefilme.

Postdata: El artículo que publiqué en Mundo Cristiano acababa así: en punta y hacia abajo. Mi madre, que es mi conciencia crítica más severa, me dijo que no le gustaba el final.

-No puedes terminar de esa forma… Habrá que dar soluciones. No querrás desahuciar a las familias light.

Tenía razón, pero no era fácil rematar el artículo en cuatro líneas. Una enfermedad tan grave no se cura con pomadas. Del aburguesamiento, de la tibieza no se sale poco a poco, como sin querer; es precisa una conversión, un cambio radical de actitud. Y de eso estamos hablando: de una mediocridad que igual puede afectar a las personas singulares que a las familias, a los matrimonios, a los hogares, cristianos o no.

-¿Entonces…? Entonces hay que pedir al Señor que, cuanto antes, nos haga entender la seriedad del problema.

Que nadie se acostumbre a la tristeza del amor light y del egoísmo.

Que los padres quieran reaccionar, y reaccionen.

Que se reconstruya la capa de ozono, de la que hablaba antes, para que ni la voracidad del Poder ni el peso de las ideologías alteren este ecosistema de amor y libertad.

Y, sobre todo, que los más jóvenes vayan al matrimonio con ganas de aventura, dispuestos a entregarse, a formar una familia y a llenar su vida con esta empresa colosal que Dios les encomienda.

Tomado de: “Pensar por Libre”. Ediciones Palabra 1996. Madrid

Jesús Sanz, “El desodorante de James Bond”, PUP, 23.X.03

Hace poco, José Javier Esparza definía la “corrección política” como “el límite actual de la libertad de expresión”. Y, como tantas otras veces, dio en la diana. La libertad de expresión, en efecto, igual que otras, no es ilimitada. Toda sociedad posee su censura. Si hace medio siglo se modificaba el guión de “Mogambo” para convertir en relación paternofilial un matrimonio que iba a verse manchado por el adulterio, hoy se arrebata de los labios el pitillo a Lucky Luke para convertirlo en una ramita (por cierto, me pregunto qué se hizo con las viñetas en que el suertudo vaquero liaba el cigarro, con gran estilo, por cierto).

Digo esto a propósito de la retirada del anuncio de “Axe”, ya saben, el desodorante para machos, ese que hace con las mujeres el mismo efecto que la persona de James Bond sin desodorante, que a él ni falta le hacía. He de decir que tales anuncios, personalmente, me parecían también de un mal gusto considerable (no así el producto, todo hay que decirlo). Sin embargo, creo que la razón de su retirada es ligeramente diversa: que atentaba contra la igualdad hombre-mujer, fetiche hoy inatacable. De hecho, existen “lobbies” (que son a la postre, los que siempre censuran) que se dedican a mirar con lupa los anuncios comerciales por si “aliquid obstat”. No es Axe el primero que sufre tales rigores.

Por eso, lo normal es que quien clama contra la censura lo haga, en el fondo, contra determinada censura; contra la que a él no le gusta. Cuántas veces coinciden los sectores que claman por la libertad de expresión con los que piden su restricción en cuanto cambia la materia en litigio. Si fuéramos sinceros, admitiríamos que el debate no es “censura sí o no”, sino qué valores han de primar. Mientras tanto, lo que hay es lo que hay y huelga el escándalo.

Rafael Navarro-Valls, “La referencia al cristianismo en la Constitución Europea”, Aceprensa, 22.X.03

La referencia al cristianismo en la Constitución Europea es compatible con la laicidad.
Una laicidad positiva no excluye el factor religioso.

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Ignacio Sánchez Cámara, “El Papa y sus críticos”, ABC, 18.X.03

Son muchos los católicos, acaso la inmensa mayoría de ellos, que valoran el Pontificado, felizmente inconcluso, de Juan Pablo II como uno de los más fecundos y ejemplares de la historia de la Iglesia. Creo que con ello reconocen, sobre todo, su actitud personal, ejemplaridad y coherencia. En segundo lugar, la fidelidad a la misión espiritual encomendada. Y, en tercer lugar, las consecuencias de su magisterio, especialmente su contribución a la defensa de la dignidad de la persona y de la vida humana, a la defensa de los marginados, a la causa de la paz y al hundimiento del totalitarismo comunista. Quien sigue verdaderamente la enseñanza de Cristo no puede dejar de sufrir la cruz, moral o físicamente. El valor de una persona no se mide por el grado de consenso que logra concitar. Menos, el valor de un cristiano. Si Juan Pablo II no tuviera críticos y detractores no sería un cristiano ni un gran Papa. Unos quieren lapidar a la adúltera, otros piensan que no ha hecho ningún mal. Sólo Cristo perdona pero también le pide que no peque más. Un cristiano no puede ser apreciado ni por los lapidadores ni por quienes trazan la frontera entre el bien y el mal según su conveniencia o capricho.

En general, detrás de las objeciones que se exhiben contra su pontificado no pueden dejar de apreciarse, junto a algún eventual error, una mayoría de magníficas virtudes. Su fidelidad a la tradición es tildada de intransigencia. Si niega la ordenación sacerdotal de las mujeres, también lo hicieron todos sus predecesores, incluido el sublime Juan XXIII. Su fidelidad a la doctrina moral católica, que constituye una de sus primeras obligaciones, es valorada como rigorista por quienes prefieren una moral no rigurosa, laxa, permisiva, acaso equidistante entre el bien y el mal.

Otros le reprochan que no asuma la forma de gobierno de la democracia representativa, incluida la división de poderes. Como si la Trinidad fuera un invento de Locke y Montesquieu para fragmentar el poder absoluto de Dios. Se ve que Dios tiene que gobernar según los criterios del César. ¿Acaso se sometía Jesús a las decisiones mayoritarias de los apóstoles y discípulos? Los de más allá le reprochan que impida el diálogo interreligioso al criticar las deficiencias de otras religiones. Como si la manera de favorecer el diálogo fuera negar la validez de las propias convicciones, cosa que, por cierto, tampoco hacen las demás confesiones. Y no sin razón, pues no hay religión que no aspire a ser depositaria de un mensaje verdadero. Por lo demás, cuando apenas existe institución que haya reconocido pública y oficialmente los errores cometidos en el pasado como la Iglesia católica, al parecer no basta. Es necesario hacer más. Tal vez, la autodisolución. Incluso apelan a un regreso inquisitorial quienes aspirarían a ver sus caprichos teológicos convertidos en verdades de fe. Al menos, la Iglesia tendrá el derecho de determinar quiénes enseñan en su nombre y quiénes no. Con eso no se vulnera la libertad de ningún teólogo, sino que se niega su derecho absoluto a enseñar cualquier cosa en nombre de la Iglesia. Incluso hay quien le hace responsable de la miseria en el mundo y de la explosión demográfica. Entre las muchas canonizaciones, algunas acaso han podido ser discutibles o apresuradas, mas la mayoría son inapelables, la última, Teresa de Calcuta.

En fin, la mayoría de las críticas y descalificaciones no dejan de ser la otra cara necesaria del elogio y la admiración. Que no vino Cristo para corroborar y adherirse a los desatinos del mundo, sino para oponerse a ellos. Ni la doctrina del Evangelio es la consecuencia del consenso moral ni la misión de la Iglesia consiste en halagar a la opinión dominante.

C. S. Lewis, “Cartas del diablo a su sobrino (I)”

Mi querido Orugario: Tomo nota de lo que dices acerca de orientar las lecturas de tu paciente y de ocuparte de que vea muy a menudo a su amigo materialista, pero ¿no estarás pecando de ingenuo? Parece como si creyeses que los razonamientos son el mejor medio de librarle de las garras del Enemigo. Si hubiese vivido hace unos (pocos) siglos, es posible que sí: en aquella época, los hombres todavía sabían bastante bien cuándo estaba probada una cosa y cuándo no lo estaba; y una vez demostrada, la creían de verdad; todavía unían el pensamiento a la acción, y estaban dispuestos a cambiar su modo de vida como consecuencia de una cadena de razonamientos. Pero ahora, con las revistas semanales y otras armas semejantes, hemos cambiado mucho todo eso. Tu hombre se ha acostumbrado, desde que era un muchacho, a tener dentro de su cabeza, bailoteando juntas, una docena de filosofías incompatibles. Ahora no piensa, ante todo, si las doctrinas son «ciertas» o «falsas», sino «académicas» o «prácticas», «superadas» o «actuales», «convencionales» o «implacables». La jerga, no la argumentación, es tu mejor aliado en la labor de mantenerle apartado de la Iglesia. ¡No pierdas el tiempo tratando de hacerle creer que el materialismo es la verdad! Hazle pensar que es poderoso, o sobrio, o valiente; que es la filosofía del futuro. Eso es lo que le importa.

La pega de los razonamientos consiste en que trasladan la lucha al campo propio del Enemigo: también Él puede argumentar, mientras que, en el tipo de propaganda realmente práctica que te sugiero, ha demostrado durante siglos estar muy por debajo de Nuestro Padre de las Profundidades. El mero hecho de razonar despeja la mente del paciente, y, una vez despierta su razón, ¿quién puede prever el resultado? Incluso si una determinada línea de pensamiento se puede retorcer hasta que acabe por favorecernos, te encontrarás con que has estado reforzando en tu paciente la funesta costumbre de ocuparse de cuestiones generales y de dejar de atender exclusivamente al flujo de sus experiencias sensoriales inmediatas. Tu trabajo consiste en fijar su atención en este flujo. Enséñale a llamarlo «vida real», y no le dejes preguntarse qué entiende por «real».

Recuerda que no es, como tú, un espíritu puro. Al no haber sido nunca un ser humano (¡oh, esa abominable ventaja del Enemigo!), no te puedes hacer idea de hasta qué punto son esclavos de lo ordinario. Tuve una vez un paciente, ateo convencido, que solía leer en la Biblioteca del Museo Británico. Un día, mientras estaba leyendo, vi que sus pensamientos empezaban a tomar el mal camino. EI Enemigo estuvo a su lado al instante, por supuesto, y antes de saber a ciencia cierta dónde estaba, vi que mi labor de veinte años empezaba a tambalearse. Si llego a perder la cabeza, y empiezo a tratar de defenderme con razonamientos, hubiese estado perdido, pero no fui tan necio. Dirigí mi ataque, inmediatamente, a aquella parte del hombre que había llegado a controlar mejor, y le sugerí que ya era hora de comer. Presumiblemente –¿sabes que nunca se puede oír exactamente lo que les dice?–, el Enemigo contraatacó diciendo que aquello era mucho más importante que la comida; por lo menos, creo que ésa debía ser la línea de Su argumentación, porque cuando yo dije: «Exacto: de hecho, demasiado importante como para abordarlo a última hora de la mañana», la cara del paciente se iluminó perceptiblemente, y cuando pude agregar: «Mucho mejor volver después del almuerzo, y estudiarlo a fondo, con la mente despejada», iba ya camino de la puerta. Una vez en la calle, la batalla estaba ganada: le hice ver un vendedor de periódicos que anunciaba la edición del mediodía, y un autobús número 73 que pasaba por allí, y antes de que hubiese llegado al pie de la escalinata, ya le había inculcado la convicción indestructible de que, a pesar de cualquier idea rara que pudiera pasársele por la cabeza a un hombre encerrado a solas con sus libros, una sana dosis de «vida real» (con lo que se refería al autobús y al vendedor de periódicos) era suficiente para demostrar que «ese tipo de cosas» no pueden ser verdad. Sabía que se había salvado por los pelos, y años después solía hablar de «ese confuso sentido de la realidad que es la última protección contra las aberraciones de la mera lógica». Ahora está a salvo, en la casa de Nuestro Padre.

¿Empiezas a coger la idea? Gracias a ciertos procesos que pusimos en marcha en su interior hace siglos, les resulta totalmente imposible creer en lo extraordinario mientras tienen algo conocido a la vista. No dejes de insistir acerca de la normalidad de las cosas. Sobre todo, no intentes utilizar la ciencia (quiero decir, las ciencias de verdad) como defensa contra el Cristianismo, porque, con toda seguridad, le incitarán a pensar en realidades que no puede tocar ni ver. Se han dado casos lamentables entre los físicos modernos. Y si ha de juguetear con las ciencias, que se limite a la economía y la sociología; no le dejes alejarse de la invaluable «vida real». Pero lo mejor es no dejarle leer libros científicos, sino darle la sensación general de que sabe todo, y que todo lo que haya pescado en conversaciones o lecturas es «el resultado de las últimas investigaciones». Acuérdate de que estás ahí para embarullarle; por cómo habláis algunos demonios jóvenes, cualquiera creería que nuestro trabajo consiste en enseñar.

Tu cariñoso tío, ESCRUTOPO

Beverly McMillan: Confesiones de una ginecóloga

A veces ser católico y tratar de estar a la altura de las enseñanzas morales de la Iglesia puede resultar un poco opresivo. Así es como me sentí cuando, en 1990, regresé a la Iglesia Católica. Había sido una larga ausencia para mi.

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Vicente González: Un filósofo convertido leyendo a Santa Teresa

Buscaba el placer en el estudio y el sexo hasta que leyó a Santa Teresa de Ávila. Un catedrático emérito se convierte al leer la biografía de la mística.

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Vasilyi Sirotenko: Un oficial soviético que salvó la vida a Karol Wojtyla

Juan Pablo II no hubiera llegado a ser Papa si, en el año 1945, en Cracovia, un oficial de la Armada Roja de la Unión Soviética, culto y amante de la historia, no hubiera decidido salvar la vida, a pesar de las órdenes de Stalin, a un joven seminarista llamado Karol Wojtyla, que le había ayudado a traducir libros sobre la caída del Imperio romano.

Este episodio, hasta ahora inédito de la vida del Papa, ha sido narrado al semanario italiano «Famiglia Cristiana» por el protagonista, el mayor Vasilyi Sirotenko, a quien Juan Pablo II le ha mandado una felicitación por su cumpleaños.

Cayó Cracovia Sirotenko, profesor de historia medieval, formó parte de la 59ª Armada del general Ivan Stepanovich Konev que arrebató a los alemanes Cracovia el 17 de enero de 1945. Al día siguiente el soldado se encontraba entre los hombres que ocuparon una mina de piedra de la empresa Solvay a unos cincuenta kilómetros de la ciudad. «También allí los alemanes se rindieron y escaparon casi inmediatamente –recuerda–. Los obreros polacos se habían escondido: cuando llegamos comenzamos a gritar: sois libres, salid, salid, estáis libres. Cuando los contamos, eran ochenta. Poco después descubrí que 18 de ellos eran seminaristas».

La guerra de Stalin no eran un banquete de gala. Los soldados robaban lo que podían: dinero, relojes, ropa… Los primeros rusos que entraron a Cracovia lo único que buscaban era comida. Sirotenko, sin embargo, causó en más de alguno risa: él buscaba libros en latín y alemán.

Por este motivo, al ver a los seminaristas se puso muy contento. «Llamé a uno de ellos y le pregunté si era capaz de traducir del latín y del italiano –revela Sirotenko–. Me dijo que no era muy bueno en estas materias, que había estudiado poco. Estaba aterrorizado, e inmediatamente añadió que tenía un compañero muy inteligente y capaz para los idiomas. Un cierto Karol Wojtyla».

«Entonces di la orden de encontrar a ese tal Karol», continúa diciendo el antiguo soldado. «Descubrí que era bastante bueno en ruso pues su madre era una “russinka”, es decir una “ukrainka” con raíces rusas. Por eso le hice traducir también documentos del ruso al polaco».

Vasilyj se hizo amigo de Karol y pidió que le tradujera también artículos sobre la caída del Imperio romano, que era fruto de todo tipo de interpretaciones por parte de Stalin. Fueron tan amigos que un día el comisario político Lebedev convocó al oficial soviético: «Camarada mayor, ¿qué hace usted con ese seminarista? ¿Piensa ignorar las órdenes de Stalin? ¿La disposición del 23 de agosto de 1940 sobre los oficiales, maestros y seminaristas polacos no le convence?».

Sirotenko respondió: «No puedo fusilarlo. Es demasiado útil. Sabe idiomas y conoce la ciudad». Y añade: El comisario sabía que era verdad, pero no quería correr riesgos. De modo que me dijo que la responsabilidad era mía».

Después, salieron los primeros carros de prisioneros hacia Siberia, personas que no volverían nunca más. Los seminaristas de la cantera Solvay estaban entre los primeros de la lista. Sirotenko, sin embargo, les salvó la vida. La misma excusa volvió a convencer a Lebedev.

Ahora al mayor no le gusta reconocer que sabía lo que significaba partir al destierro. «Escribí una orden en la que, por exigencias relativas a las operaciones militares que tenían lugar en Cracovia, Wojtyla y los demás no deberían ser deportados».

Cuando en 1978 fue elegido Papa un cierto Karol Wojtyla, Sirotenko era el único que conocía ese nombre en Rusia, a excepción del KGB. El 6 de marzo pasado recibió una carta del Papa en la que le felicitaba por sus 85 años. El viejo profesor de historia y antiguo oficial de la Armada Roja mira la carta y dice: «Los dos hemos tenido una vida muy intensa».

Tomado de ZENIT.org, 3.V.01