Beverly McMillan: Confesiones de una ginecóloga

A veces ser católico y tratar de estar a la altura de las enseñanzas morales de la Iglesia puede resultar un poco opresivo. Así es como me sentí cuando, en 1990, regresé a la Iglesia Católica. Había sido una larga ausencia para mi.

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Mehmet Alí Agca: Así intenté matar al Papa

13 de mayo de 1981. Espléndida tarde de primavera en Roma. Veinte mil peregrinos de los cinco continentes asisten en la Plaza de San Pedro a la audiencia general de los miércoles. Un joven, mal afeitado, de tez oscura, traje gris y camisa blanca se abre paso entre la muchedumbre. Busca situarse cerca de la trayectoria que seguirá el «Toyota» blanco con el escudo pontificio que hace unos segundos salió a la plaza por el Arco de las Campanas. El Papa viaja de pie en la parte trasera del descapotable. Le acompañan su secretario, Stanislav Dziwisz, y su ayudante personal, Angelo Gugel. El coche avanza muy despacio. Los fieles se abalanzan para estrechar la mano al Santo Padre. Una mujer le tiende una niña rubia, Juan Pablo II la coge en brazos, la da un beso y la devuelve a su madre. El hombre del traje gris ha conseguido situarse a sólo cinco metros de la barrera. Ha visto la escena. Sus ojos oscuros apenas parpadean, no dejan de seguir la figura del Papa. En su bolsillo empuña una «Browning» de mortífera eficacia. Juan Pablo II acaricia a otro niño, hace la señal de la cruz en su frente, y vuelve a incorporarse. Ha llegado el momento. Pasan 19 minutos de las cinco de la tarde. Suenan dos disparos. Todas las palomas del Vaticano alzan el vuelo. Juan Pablo II cae sobre su secretario. En su rostro se refleja un intenso dolor. El desconcierto es total. Guardias suizos de paisano suben al coche. El conductor acelera para regresar al interior del Vaticano lo antes posible, de nuevo por el Arco de las Campanas. La faja del Papa se tiñe de rojo. El autor de los disparos huye abriéndose paso a codazos. Una ambulancia traslada al herido a la clínica Gemelli. Juan Pablo II no deja de rezar un solo instante. Ingresa en el quirófano en estado muy grave.

«Yo sé que disparé bien, miré perfectamente. Sé que el proyectil era devastador y mortal… ¿Por qué entonces usted no ha muerto?». Dos años después, cuando el Papa acudió a la cárcel para perdonar a Alí Agca, éste le reconocería que aquella tarde nunca dudó de que había conseguido su objetivo.

«Aquel 13 de mayo de 1981 lo recuerdo siempre porque fue el punto de partida de mi vida; representa la tragedia y a la vez el renacimiento en mi existencia. Es una fecha que está absolutamente ligada al 13 de mayo de 1917, primera aparición de la Virgen de Fátima. Todo forma parte de un milagro, un misterio que se dilata en el tiempo y que no ha sido todavía perfectamente entendido. Aquel día en la plaza de San Pedro tuve mis dudas en los últimos instantes. ¿Hacerlo o no hacerlo? El vehículo del Papa hace un giro en ese instante y me quedo a espaldas de Juan Pablo II. Yo no podría disparar jamás a un hombre que me da la espalda, y me digo: «Déjalo, abandona tus planes. A las ocho y media de la tarde sale un tren para Zurich. Déjalo, no tienes nada contra el Papa. Mañana, 14 de mayo, empezará una nueva vida para ti». Y me alejé. Había recorrido cuarenta o cincuenta metros cuando los aplausos y las aclamaciones me hicieron volver la cabeza, como si fueran un reclamo. El Papa había regresado hacia donde yo estaba y venía directamente hacia mí. Yo tenía desde hacía tiempo una idea precisa: o moríamos los dos o nos salvábamos los dos juntos. Fue un gesto desesperado. Pensaba que sería el último día de mi vida. Quería dejar una huella en la Historia a través de un acto terrorista, aunque ahora pienso que ésta era una idea primitiva, con la que hoy no comulgo en ningún sentido. En aquel momento sucedió algo que no puede explicarse desde el punto de vista humano. Yo era como un autómata. Cuando disparé, tres veces seguidas, exclamé: «¿Dios!». Algo me paralizó depués. Fue como si hubiese regresado a mí mismo, y entonces escuché el ruido del pánico de la gente en la plaza. Nunca me he reprochado haber fracasado en mi plan de asesinar al Papa. Hay algo inexplicable en todo esto. Es un proyecto de la Providencia. Jamás se encontrará una explicación humana a este hecho. Sinceramente, me alegro mucho de que el Papa haya sobrevivido. Cuando vino a visitarme a la cárcel fue como un sueño, algo increíble. Fue un gran gesto y un hecho extraordinario estar con él después de todo lo que pasó. Pero para mí lo más importante fue el abrazo que el Papa dio a mi madre en una de las tres audiencias que tuvo con ella en el Vaticano. Admiro al Papa porque es el último baluarte, la última fortaleza moral para la defensa de este Occidente que va camino de convertirse en un desierto. ¿Qué alternativa hay al Papa y al Vaticano? Juan Pablo II es también un punto de referencia para todos los demás creyentes, para los musulmanes, para los judíos.» Tomado de “La Razón”, 16.X.03

Madre Teresa de Calcuta: Una vida volcada en los demás

La Madre Teresa de Calcuta ha sido beatificada el 19 de octubre de 2003 por Juan Pablo II. Ha sido el proceso de beatificación más rápido de la historia de la Iglesia, un dato que testimonia su fama mundial de santidad.

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Enrique Monasterio, “Música en la niebla”, MC, II.99

Regresaba a Madrid envuelto en una niebla cada vez más espesa. A medida que transcurrían los kilómetros, el cansancio y el miedo me hacían reducir la velocidad. Heinz Kloster, a mi derecha, encendió la radio. Cantaba una chica de voz adolescente entre espasmos y susurros. La música era mediocre, pero la intérprete tenía una virtud: vocalizaba bien y se le entendía todo. Mejor hubiese sido no entenderla, ya que jamás hasta entonces (subráyese jamás) había oído tal cantidad de procacidades, irreverencias y salvajadas pornofónicas en tan breve espacio de tiempo. Uno ya está habituado al hedor del lenguaje de las alcantarillas. Sin embargo aquello superaba cualquier marca conocida.

Traté de apagar la radio, pero Kloster me lo impidió. Se conoce que quería tragarse el bodrio por completo. Al terminar rezamos el rosario. Luego, en otra emisora, sonaron los primeros acordes de una sonata de Mozart. Antes de hablar, mi amigo hizo una larga pausa: —Dicen los expertos que la música nació en el Paraíso tres días antes del penoso incidente de la manzana. Eva dormitaba a la sombra de un ciruelo cuando se vio sorprendida por el trino del ruiseñor, que, como sabes, es el único pájaro que improvisa cuando canta. Entonces —por amor a la belleza— trató de imitar al ave con un silbido… —¿Y…? —No le salió gran cosa: apenas un prrrui, pi, pi, purrup. Pero ella y su esposo comprendieron que acababan de crear un nuevo y misterioso idioma; un lenguaje capaz de alborotar o de sosegar los sentidos, el corazón y la inteligencia, sin necesidad de palabras ni de traductores… Aquello —era evidente— sólo podía venir de Yavé.

En el coche se hizo un silencio denso como la niebla que nos rodeaba. Al fin, Kloster prosiguió: —Luego nacieron los instrumentos: los de viento se inspiraron en el canto de la brisa cuando peina las ramas de los pinos. Los timbales copiaron al trueno, y los tambores, al martilleo del pájaro carpintero… El golpear de la lluvia sobre el agua creó el arpa. Luego llegó el violín, la guitarra… Y así sucesivamente.

Un día la poesía y la música se encontraron; comprendieron que habían nacido la una para la otra, y se unieron en un feliz y fecundo matrimonio. La música parecía capaz de transfigurar las palabras, de dotarlas de fuerza y color completamente nuevos. Las palabras, por su parte, prestaban racionalidad a la música, le daban sentido. Y la unión fue tan perfecta que nadie se atrevió a enfrentarlas: bastaba que el poema —lírico o épico, infantil o adulto— fuese digno de la melodía, y que la música no envileciera las palabras.

—Pero, ahora… —Ahora me temo que asistimos a la apoteosis de la música como envoltorio. Alguien descubrió un mal año que la fuerza de una melodía no sólo podía emplearse para crear belleza o para comunicar sentimientos nobles y elevados —para cantar a Dios, al amor o a la persona amada—; también era útil para transmitir todo tipo de mensajes: para destruir, para corromper conciencias, para vender detergentes, para llamar a la guerra o al odio, para mentir o para escupir sandeces y guarradas.

—¿No exageras un poco? Kloster pareció no oírme.

—Un día, en la tele, trataron de vendernos el AVE (me refiero al tren) con el Ave María de Schubert. Hubo varios terremotos: era el genial compositor que se revolvía en su tumba. Me quejé amargamente; pero un experto en publicidad me dijo que habían puesto esa melodía porque Schubert ya no cobra derechos de emisión.

Mi amigo hizo un gesto como para quitar hierro a sus palabras.

—Tienes razón: exagero; pero aquí está la raíz del problema. Hemos descubierto que la música vale como embalaje de cualquier cosa. Todo, hasta lo más cutre, parece maquillarse cuando se envuelve en el prestigioso celofán de una melodía, aunque sea elemental y embrutecedora. Lo malo es que, como el contagio es mutuo, las palabras también envilecen a la música. ¿Crees que esa pobre chica que cantaba antes es tan puerca como parece? Desde luego que no. Si tuviese que decir a palo seco la mitad de lo que ha dicho cantando, se pondría morada de vergüenza y sus padres la mandarían a la cama sin cenar. Pero la música todo lo justifica. Seguro que tus alumnas de tercero de bup, de las que tanto presumes, mueven el esqueleto con ese bodrio.

—¿Mis alumnas…? ¡Estás loco! Se había disipado la niebla y el coche volaba camino de casa. Kloster guardaba silencio. No sé si dormía o se había disuelto con la bruma.

Julio de la Vega-Hazas, “Nacionalismo y doctrina cristiana”

A primera vista, podría parecer que la cuestión del nacionalismo como un asunto a tratar desde la óptica cristiana es algo reciente. En realidad, aparece desde el primer momento. El nacionalismo judío era muy fuerte en el tiempo en que Jesucristo vivió en Palestina, y su doctrina del Reino de los Cielos contrastaba mucho con esa visión nacionalista, lo que supuso un factor de resistencia a su doctrina. Más adelante, en los primeros pasos de la naciente Iglesia, se vislumbra que esa mentalidad hebrea es fuente de problemas. El episodio de la desatención de las viudas que suscitó una queja de los “helenistas” contra los “hebreos” (Hechos, 6, 1), aunque se resuelve con facilidad, ya deja entrever que no es difícil que el nacionalismo caiga en un exclusivismo para con los miembros de su nación que es fuente de injusticias.

San Pablo, en sus epístolas, no trata directamente la cuestión, aunque incluye algunas frases que ayudan a resolverla. Quizás la más interesante se encuentra en la Carta a los Filipenses: nosotros somos ciudadanos del cielo (3, 20). No se niega, claro está, la ciudadanía terrenal, pero se descarta cualquier intento de asumirla como un valor absoluto. Un poco más tarde, la Epístola a Diogneto –redactada a finales del siglo II o comienzos del siglo III-, aclara un poco más esta afirmación, al afirmar que los cristianos “viven en sus respectivas patrias pero como forasteros; participan en todo como ciudadanos pero lo soportan todo como extranjeros. Toda tierra extraña es su patria; y toda patria les resulta extraña” (V, 5). En la Edad Media, cuando Santo Tomás de Aquino se refiere a la patria –así, a secas- está hablando del cielo, en contraposición a la via, el camino, con que se refiere a esta vida.

Se podrá pensar que todo esto se refiere a problemas del pasado, distintos de los de hoy en día. Es verdad, pero sólo en parte y, en cualquier caso, sirve para distinguir unos principios que es necesario tener en cuenta para enfocar las cuestiones actuales con una mentalidad cristiana.

Los problemas más serios llegaron con el inicio de la Edad Moderna. Un factor de primer orden en la expansión y consolidación del protestantismo fue el afán de los soberanos de crear unas naciones homogéneas e independientes en todos los sentidos, incluido el religioso, lo que dio origen al establecimiento de iglesias nacionales; la Inglaterra de Enrique VIII es el ejemplo mejor conocido, pero no el único. Más tarde, en el siglo XIX, los principales nacionalismos emergentes, el alemán y el italiano, fueron hostiles a la Iglesia. En el siglo XX, lo fue también la funesta mezcla de socialismo y nacionalismo exacerbado que dio lugar a los nazis (mezcla que conviene no olvidar), pero a la vez ha habido nacionalismos que han contribuido a preservar la fe en momentos muy difíciles, como el polaco y el lituano. Éstos no han estado exentos de algunas expresiones exaltadas inconvenientes, pero en conjunto han sido más bien positivos. Por último, los recientes acontecimientos de los Balcanes, en el territorio de la antigua Yugoslavia, han puesto de manifiesto una vez más en qué barbaridades puede desembocar un nacionalismo sin freno. Todo este panorama pone de manifiesto que, si bien proporciona indicios de que puede existir un nacionalismo dentro de unos límites razonables, nos hallamos ante un fenómeno peligroso, que con facilidad puede desembocar en particularismos exacerbados que rechazan o tienden a rechazar todo lo que no es propiamente suyo. Y entre esto último está siempre la Iglesia Católica, precisamente por ser católica, universal, no sujeta ni circunscrita a una nación determinada. De ahí que tiendan bien a rechazarla, bien a desfigurarla convirtiéndola en una iglesia nacional.

La cuestión principal consiste, por tanto, en determinar qué es razonable y qué no en esta actitud de exaltación nacional llamada “nacionalismo”. O, si se prefiere, cuando repetidas veces el Papa ha rechazado el “nacionalismo extremista” y el reciente documento de los obispos españoles hace lo mismo con el “nacionalismo totalitario”, hay que intentar delimitar la línea a partir de la cual empieza lo extremista o lo totalitario.

El mencionado documento del episcopado español tiene por objeto el terrorismo, pero, aunque afirme que “no pretende ofrecer un juicio de valor sobre el nacionalismo en general” (n. 26), lo cierto es que posiblemente los párrafos más interesantes son los dedicados al mismo. Entre ellos destaca el criterio de legitimidad que da: la opción nacionalista, “para ser legítima debe mantenerse en los límites de la moral y de la justicia, y debe evitar un doble peligro: el primero, considerarse a sí misma como la única forma coherente de proponer el amor a la nación; el segundo, defender los propios valores nacionales excluyendo y menospreciando los de otras realidades nacionales o estatales” (n. 31). Se sale así al paso de un equívoco bastante difundido en la actualidad, que utiliza como criterio moral el de la violencia: admisible si no predica o favorece la violencia, inadmisible en caso contrario. Y no es la violencia el criterio: es la justicia.

Cada nacionalismo es peculiar, pero a la vez suele haber unas señas de identidad comunes. Con cierta frecuencia, surge ante una situación injusta, o al menos que se piensa como injusta. Alrededor de esa situación se va creando un ideal de nación independiente –en un sentido amplio: soberanía si no se tiene, soberanía plena si se piensa que la que se tiene está limitada desde fuera-. Ese ideal va acaparando las aspiraciones políticas, de forma que se convierte prácticamente en el único objetivo: todo lo demás se resolverá una vez alcanzado. Antes de alcanzar el poder, se busca aglutinar a todos los que comparten el ideal en la idea de conquistarlo, siendo por el momento secundarias cuestiones tan importantes como la política social de la futura nación soberana emergente. Si se logra conseguir el poder, entonces la tarea fundamental es la implantación del ideal, afianzar la nueva entidad dándole una cohesión todo lo homogénea que se pueda.

En realidad, las dos posibles situaciones –nacionalismo con poder o sin él-, dan lugar a problemas distintos, aunque conectados entre sí y con posibilidad de cierta mezcla. Sin el poder, la tentación es la de la violencia (aquí se emplea el término en el sentido físico), casi siempre con dos excusas: la represión sufrida, y el que no quede otra salida para conseguir la meta. Esta violencia, más pronto o más tarde, degenera en terrorismo, o al menos tiende a ello. La justificación que se le da viene a querer decir que es la guerra de los pobres, de quienes no tienen otros medios a su alcance. Es injustificable, pero no debe olvidarse que, bastante antes de llegar a ese extremo, ya había quedado en la cuneta el principio moral elemental según el cual el fin no justifica los medios.

En el poder, la cuestión gira alrededor de la proporción de población que no comparte el ideal nacionalista. Cuando es mínima, como en Polonia o Eslovenia, no hay grandes problemas. Pero no siempre es así: por mencionar dos países vecinos de los anteriores, en Lituania hay una fuerte minoría rusa, y en Bosnia… Aquí lo que se presenta como tentador para la joven nación independiente es imponer lo que piensa que son los rasgos culturales de la nación a todos. Lo habitual es no querer de entrada utilizar la violencia, sino la presión social, que se hace progresivamente más fuerte conforme más resistencia encuentra. En el peor de los casos, el grupo no integrado se siente oprimido, con lo que puede generar una reacción de signo contrario; si llega a emplear medios violentos, proporciona la excusa para responder con contundencia e incluso con medidas de violencia generalizadas.

¿Dónde se sitúa aquí el límite que no se debe traspasar? Pues sencillamente en la adopción de la primera medida en favor de esa pretendida construcción nacional que se sabe injusta –lesiva de derechos- para con individuos concretos. A partir de ese momento, se da paso a una espiral de injusticias difícil de parar. Si algún gobernante quiere limitarlas, se verá arrastrado por una corriente que ha contribuido a crear, y probablemente si no se deja llevar por ella se verá sustituido por otros sin tantos escrúpulos. Hay unos derechos subjetivos y un ámbito personal de libertad que es injusto lesionar aunque se haga en nombre del bien común, que aquí se transforma en “bien nacional”. En una palabra, la barrera moral se traspasa en el momento en que se acepta una discriminación injusta, por pequeña que sea o que parezca.

No es muy difícil, con una cabeza fría, llegar a esta conclusión. Pero el problema radica en que el nacionalismo suele tener una mayor carga emotiva que racional. No en vano su mayor impulso contemporáneo se lo proporcionó el romanticismo. Ese clima emocional, dado a la exaltación, propicia que se idealice la nación y se sueñe con una especie de Arcadia nacional que viene a coincidir con un paraíso nacionalista. Lo cual tarde o temprano acaba por chocar con la realidad. Y ésta incluye el hecho de que hay gente ajena a ese sueño. Para conseguir ese mundo feliz resulta que sobra gente. Gente que echa a perder el sueño. Quien se aferre a él, enseguida concluirá que esa gente debe acoplarse o irse. Si no puede o no quiere lo primero, que se vaya. Pero resulta que tampoco suele querer irse, de modo que ese “irse” se transforma en ser expulsado. Es la odiosa “limpieza étnica” (que no siempre, ni mucho menos, es propiamente étnica). Como no se desea llegar a ese extremo por la vía directa, o trae malas consecuencias en el ámbito internacional, el medio es una presión social discriminatoria que invite a marcharse a los indeseados. No hay expulsión, sencillamente se les va dejando sin sitio en la sociedad, con el mensaje implícito –a veces explícito- de que no se les quiere; al menos, no se les quiere “así”. Y el gran peligro que tiene el nacionalismo es que genera un clima de exaltación colectiva –mejor dicho, victimismo si no consigue la meta, exaltación si la logra- en el que sus exponentes se van deslizando poco a poco hasta dejarse absorber por el ideal, de forma que casi no perciben el momento en que han podido traspasar esa barrera ética que les sitúa dentro de lo injusto, aunque no carezcan de sensibilidad para rechazar lo propiamente violento.

¿Es pues aceptable un nacionalismo moderado que sea admisible para un cristiano? Por supuesto que sí, pero sin que en ningún caso signifique que sea “moderadamente injusto”. Lo aceptable pasa por la ordenación al bien común, y por entender éste como algo al servicio de las personas, en vez de entenderlo como el bien de una colectividad abstracta –y en este caso parcial- sin referencia al individuo, una encarnación ideal –por no decir idealista- de un pueblo constituido en ara donde se acaba sacrificando todo para alimentarla.

Se llega por este camino a identificar lo que para un cristiano constituye el principal antídoto contra el veneno de cualquier tipo de exaltación colectiva absolutista, de cualquier emocionalismo desmesurado, de cualquier justificación de un orden social injusto. Consiste en que no cree en utopías. No existe espacio, en la fe católica, para el fetiche de un paraíso en este mundo, sea comunista, sea nacionalista o sea del tipo que sea. La sociedad perfecta no se puede conseguir en este mundo: tiene que esperar a la vida eterna. Por eso la principal ciudadanía a la que aspira el cristiano es la celeste, y su patria definitiva está en el más allá. Por supuesto, esto no significa que renuncie a aspirar a una sociedad más justa y contribuya a ello. Sí que significa, en cambio, que al no poder conseguirse una sociedad terrena perfecta o ideal, no puede poder tomarla como un fin último ni como un absoluto. Si lo hace, ese paraíso terrenal sustituirá al cielo, y su consecución requerirá una fe y una esperanza incondicionales, logradas sólo a costa de la fe y esperanza teologales. Y la caridad queda sustituida por la dedicación sin reservas a la causa terrena. En resumidas cuentas, si se coloca a la nación como un absoluto, ocupa el lugar de Dios. Ya se vio que sucedía en el comunismo, convertido en una pseudo-religión, y ocurre también con el nacionalismo extremista. De hecho, este tipo de nacionalismo ha sido el refugio de muchos comunistas tras la caída del telón de acero en Europa oriental y el desplome de su ideología.

Con el nacionalismo, como con otras posturas, hay que tener siempre presentes los principios fundamentales para, llegado el caso, mirarse en ellos y saber dónde se está. Así se evita perderse en una maraña de matices políticos, y que un clima político más o menos exaltado y más o menos enfrentado con otras posturas acabe siendo un campo de arenas movedizas por el que uno puede hundirse, perdiendo de vista poco a poco lo que lleva consigo la fe cristiana en todos los ámbitos, incluido el de la política.

Ignacio Sánchez Cámara, “El deber es el mensaje”, ABC, 12.IX.03

El desvanecimiento de Juan Pablo II en el primer acto de su visita a Eslovaquia confirma el grave deterioro de su salud y ha reabierto el debate sobre la conveniencia de una retirada ante las dificultades de llevar a cabo su misión. El Papa se disponía a reiterar, entre otras cuestiones, la afirmación de las raíces cristianas de la civilización europea. No se trata de un dogma de fe sino de una cuestión de hecho, de una realidad histórica. Pero por encima de este recordatorio y de otros, su tarea no es posible sin el apoyo de la ejemplaridad. En cuestiones vitales, el ejemplo prueba más que las más prolijas argumentaciones.

Un funcionario debe ser relevado de sus funciones cuando su edad o su salud lo aconsejan. A todos los trabajadores les llega la edad de la jubilación. Pero existen misiones que sólo la muerte o la incapacidad absoluta pueden cancelar. El Papado es una de ellas. Por eso nació y se conserva con carácter vitalicio. El Papa no es un funcionario más. Entre sus funciones, la primera de ellas es la fidelidad a su misión de conservar y propagar el patrimonio de la fe cristiana. Y para ello no existe otro camino que el de la ejemplaridad. Sin obras, la fe es cosa muerta. El desvanecimiento del Papa, la exhibición pública de su vitalidad quebrantada, puede ser la mejor manera de ser fiel a su misión evangélica. No es infrecuente que las más profundas verdades las proclamen los niños y los ancianos. El cumplimiento del deber hasta el final es el mejor mensaje.

Joseph Ratzinger, “Fe, verdad, toleracia”, Alfa y Omega, 11.IX.03

Nuevo libro del cardenal Ratzinger Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe Continuar leyendo “Joseph Ratzinger, “Fe, verdad, toleracia”, Alfa y Omega, 11.IX.03″

Manuel Guerra, “La invasión de las sectas en el mundo hispánico”, Zenit, 14.IX.03

«La raíz principal de la difusión de las sectas radica en cada cristiano», alerta el especialista en historia de las religiones y sectas Manuel Guerra, autor de un nuevo libro en el que explica cuáles son las sectas y corrientes sectarias que acechan el mundo hispano. Guerra está convencido de que «sin una formación doctrinal, vibración interior y oración y dinamismo apostólico, el terreno puede quedar abonado para la penetración de las sectas». Manuel Guerra Gómez, experto en sectas, es el autor de un libro-guía para orientarse en este complejo mundo: «Las sectas y su invasión del mundo hispano: una guía», publicado por las Ediciones Universidad de Navarra (http://www.eunsa.es). Manuel Guerra es sacerdote de la diócesis de Burgos, profesor emérito en la Facultad de Teología del Norte de España, sede de Burgos, en la que sigue impartiendo Historia de las Religiones.

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Jaime Nubiola, “La marea negra de la pornografía”, Aceprensa, 11.IX.2003

La pornografía es uno de esos temas de los que se habla poco, pero influye mucho. En la sociedad occidental solo se considera verdaderamente reprobable la denominada “pornografía infantil”, y, a juzgar por las reacciones que suscita cualquier intento de contener otras modalidades, hay más adicción de la que parece. También la “pornografía de lujo”, que pretende ser aceptada bajo el término de “erotismo”, se abre paso en los medios de comunicación, la publicidad o las modas. Por eso es interesante clarificar términos y deslindar campos, como lo hace el filósofo Jaime Nubiola en este texto, síntesis de una conferencia. Continuar leyendo “Jaime Nubiola, “La marea negra de la pornografía”, Aceprensa, 11.IX.2003″

Preocupación ante las enfermedades de transmisión sexual, PUP, 30.VII.03

El “sexo libre” está desatando una crisis de salud Continuar leyendo “Preocupación ante las enfermedades de transmisión sexual, PUP, 30.VII.03”