José Luis Martín Descalzo, “El arte de dar lo que no se tiene”

A Gerard Bessiere le ha preguntado alguien cómo se las arregla para estar siempre contento. Y Gerard ha confesado cándidamente que eso no es cierto, que también él tiene sus horas de tristeza, de cansancio, de inquietud, de malestar. Y entonces, insisten sus amigos, ¿cómo es que sonríe siempre, que sube y baja las escaleras silbando infallablemente, que su cara y su vida parecen estar siempre iluminadas?. Y Gerard ha confesado humildemente que es que, frente a los problemas que a veces tiene dentro, él “conoce el remedio, aunque no siempre sepa utilizarlo: salir de uno mismo”, buscar la alegría donde está (en la mirada de un niño, en un pájaro, en una flor) y, sobre todo, interesarse por los demás, comprender que ellos tienen derecho a verle alegre y entonces entregarles ese fondo sereno que hay en su alma, por debajo de las propias amarguras y dolores. Para descubrir, al hacerlo, que cuando uno quiere dar felicidad a los demás la da, aunque él no la tenga, y que, al darla, también a él le crece, de rebote, en su interior.

Me gustaría que el lector sacara de este párrafo todo el sabroso jugo que tiene. Y que empezara por descubrir algo que muchos olvidan: que ser feliz no es carecer de problemas, sino conseguir que estos problemas, fracasos y dolores no anulen la alegría y serenidad de base del alma. Es decir: la felicidad está en la “base del alma”, en esa piedra sólida en la que uno está reconciliado consigo mismo, pleno de la seguridad de que su vida sabe adónde va y para qué sirve, sabiéndose y sintiéndose nacido del amor. Cuando alguien tiene bien construida esa base del alma, todos los dolores y amarguras quedan en la superficie, sin conseguir minar ni resquebrajar la alegría primordial e interior.

Luego está también la alegría exterior y esa depende, sobre todo, del “salir de uno mismo”. No puede estar alegre quien se pasa la vida enroscado en sí mismo, dando vueltas y vueltas a las propias heridas y miserias, autocomplaciéndose. Lo está, en cambio, quien vive con los ojos bien abiertos a las maravillas del mundo que le rodea: la Naturaleza, los rostros de sus vecinos, el gozo de trabajar.

Y, sobre todo, interesarse sinceramente por los demás. Descubrir que los que nos rodean “tienen derecho” a vernos sonrientes cuando se acercan a nosotros mendigando comprensión y amor.

¿Y cuando no se tiene la menor gana de sonreír? Entonces hay que hacerlo doblemente: porque lo necesitan los demás y lo necesita la pobre criatura que nosotros somos. Porque no hay nada más autocurativo que la sonrisa. “La felicidad -ha escrito alguien- es lo único que se puede dar sin tenerlo”. La frase parece disparatada, pero es cierta: cuando uno lucha por dar a los demás la felicidad, ésta empieza a crecernos dentro, vuelve a nosotros de rebote, es una de esas extrañas realidades a las que sólo podemos acercarnos cuando las damos. Y éste puede ser uno de los significados de la frase de Jesús: “Quien pierde su vida, la gana”, que traducido a nuestro tema podría expresarse así: “Quien renuncia a chupetear su propia felicidad y se dedica a fabricar la de los demás, terminará encontrando la propia”. Por eso sonriendo cuando no se tienen ganas, termina uno siempre con muchísimas ganas de sonreír.

José Luis Martín Descalzo, “Los que no servimos para nada”

Yo estoy seguro de que los hombres no servimos para nada, para casi nada. Cuanto más avanza mi vida, más descubro qué pobres somos y cómo todas las cosas verdaderamente importantes se nos escapan. En realidad es Dios quien lo hace todo, quien puede hacerlo todo. Tal vez nosotros ya haríamos bastante con no enturbiar demasiado el mundo.

Por eso, cada vez me propongo metas menores. Ya no sueño con cambiar el mundo, y a veces me parece bastante con cambiar un tiesto de sitio. Y, sin embargo, otras veces pienso que, pequeñas y todo, esas cosillas que logramos hacer podrían llegar a ser hasta bastante importantes. Y entonces, en los momentos de desaliento, me acuerdo de una oración de cristianos brasileños que una vez escuché y que no he olvidado del todo, pero que, reconstruida ahora por mí, podría decir algo parecido a esto: Sí, ya sé que sólo Dios puede dar la vida; pero tú puedes ayudarle a transmitirla.

Sólo Dios puede dar la fe, pero tú puedes dar tu testimonio.

Sólo Dios es el autor de toda esperanza, pero tú puedes ayudar a tu amigo a encontrarla.

Sólo Dios es el camino, pero tú eres el dedo que señala cómo se va a él.

Sólo Dios puede dar el amor, pero tú puedes enseñar a otros como se ama.

Dios es el único que tiene fuerza, la crea, la da; pero nosotros podemos animar al desanimado.

Sólo Dios puede hacer que se conserve o se prolongue una vida, pero tú puedes hacer que esté llena o vacía.

Sólo Dios puede hacer lo imposible; sólo tú puedes hacer lo posible.

Sólo Dios puede hacer un sol que caliente a todos los hombres; sólo tú puedes hacer una silla en la que se siente un viejo cansado.

Sólo Dios es capaz de fabricar el milagro de la carne de un niño, pero tú puedes hacerle sonreír.

Sólo Dios hace que bajo el sol crezcan los trigales, pero tú puedes triturar ese grano y repartir ese pan.

Sólo Dios puede impedir las guerras, pero tú pues no reñir con tu mujer o tu hermano.

Sólo a Dios se le ocurrió el invento del fuego, pero tú puedes prestar una caja de cerillas.

Sólo Dios da la completa y verdadera libertad, pero nosotros podríamos, al menos, pintar de azul las rejas y poner unas flores frescas en la ventana de la prisión.

Sólo Dios podría devolverle la vida del esposo a la joven viuda; tú puedes sentarte en silencio a su lado para que se sienta menos sola.

Sólo Dios puede inventar una pureza como la de la Virgen; pero tú puedes conseguir que alguien, que ya las había olvidado, vuelva a rezar las tres avemarías.

Sólo Dios puede salvar al mundo porque sólo Él salva, pero tú puedes hacer un poco más pequeñita la injusticia de la que tiene que salvarnos.

Sólo Dios puede hacer que le toque la Primitiva a ese pobre mendigo que tanto la necesita; pero tú puedes irle conservando esa esperanza con una pequeña sonrisa y un “mañana será”.

Sólo Dios puede conseguir que reciba esa carta la vecina del quinto, porque Dios sabe que aquel antiguo novio hace muchos años que la olvidó; pero tú podrías suplir hoy un poco esa carta con un piropo y una palabra cariñosa.

En realidad, ya ves que Dios se basta a sí mismo, pero parece que prefiere seguir contando contigo, con tus nadas, con tus casi -nadas.

José Luis Martín Descalzo, “Razones desde la otra orilla”.

José Luis Martín Descalzo, “El año en que Cristo murió entre las llamas”

Nunca he creído que Jesús terminara de morir hace dos mil años. Nunca he aceptado que su muerte quedara circunscrita a un rincón de la Historia, clavada —como una mariposa disecada— en sólo una fecha, de un mes, de un año pasadísimo. Él, dicen los teólogos, sigue muriendo no sólo por nosotros, sino en nosotros, encargados —según las palabras paulinas— de concluir en nuestra carne lo que le falta a la pasión de Cristo.

Por eso este año, para mí, será ya siempre el año en que Cristo murió entre llamas a través de la carne de este muchacho que se llama (no quiero decir que se llamaba) Álvaro Iglesias y que el martes dio en Madrid su vida por salvar a tres desconocidos. Una nota de este periódico decía ayer que, con esa muerte, Alvaro «ha honrado a la ciudad de Madrid”. Yo creo que mucho más: ha honrado a la condición humana, ha honrado a la juventud entera.

Quiero confesar que —aun sin haberle conocido— se me han llenado de lágrimas los ojos viendo su fotografía, contemplando su pelo largo e imaginando la cazadora de cuero que se quitó antes de entrar valientemente en las llamas y la moto que dejó sobre la acera pensando que las vidas de quienes estaban en peligro valían infinitamente más que una motocicleta. He llorado porque siento vergüenza: ¡Cuántas veces habré mirado yo con desdén a muchachos como él, que atravesaban tal vez las calles estruendosamente con sus motos ruidosas y sus veinte años exultantes de vida! ¡Cuántas veces les habré juzgado vacíos y me habré sentido agredido por su vitalidad! ¿Cómo iría yo sospechar que tras sus melenas y sus ruidos había un corazón tan limpio y tan entero como para jugarse la vida por tres desconocidos? ¡Juro ante Dios que no volveré a hablar mal de los jóvenes! Una generación capaz de producir un solo acto como ése no puede estar corrompida; no está, sin duda, vacía.

Y espero que nadie se escandalice si en este Viernes Santo me atrevo a hablar de él casi con las mismas palabras con que hablo de Cristo. No sé siquiera si Álvaro tenía viva su fe. Pero quien ama tanto, ¿cómo pensar que no estaba —consciente o inconscientemente— muy cerca de Cristo?. Álvaro Iglesias celebró el martes pasado la mejor Semana Santa de España, tal vez del mundo.

Me impresiona pensar que ha habido en la muerte de este muchacho el reflejo de las tres grandes características de la muerte de Cristo: libertad, gratuidad, salvación. La libertad de quien asume un riesgo sin que nadie le obligue o le empuje a ello. La gratuidad de quien lo hace no para salvar a amigos o a conocidos, sino a perfectos y totales desconocidos. La salvación de quien recibe la muerte a la misma hora en que tres personas han huido, gracias a él, de las llamas. Si un hombre es capaz de realizar este triple milagro, es que no era cierta aquella afirmación de Nietzsche que veía en el hombre al “animal más descastado”.

En verdad que desde aquel primer Viernes Santo el mundo es mucho más caliente de lo que nos imaginábamos. No es cierto que esté sembrado sólo de violencias, de ambición de poder. También de amor. Y de amor en libertad.

Me pregunto si tantos españoles corno buscan y gritan «Libertad» se darán cuenta que es precisamente el Viernes Santo la gran fiesta de la libertad, siempre que se entienda por ella no tanto el que nadie me maniate, sino el que yo no tenga maniatado mi corazón.

La libertad es Jesús: ningún otro ser humano la practicó y vivió tan hasta el extremo. Fue, en vida, libre frente a las costumbres y prejuicios de su tiempo. Fue libre ante su familia, ante los poderosos, ante sus enemigos y ante sus amigos. Libre frente a los grupos políticos y libre en la dignidad de su trato a las mujeres. Su sermón de la montaña fue el más alto canto a la libertad interior. Vino a librar a los enfermos de sus enfermedades y a los pecadores de sus pecados. Expuso su mensaje dejando en libertad a sus oyentes. Nos enseñó a librarnos de los falsos dioses y de las falsas visiones de Dios. Era tan libre —ha escrito Duquoc—, que hasta en sus gestos y actos parecía un creador.

Pero fue libre, sobre todo, en su muerte. ¡Qué tremendo error si creemos que murió por casualidad! ¡Qué cortedad de visión si pensamos que “le mataron” sus enemigos o que cayó bajo un cruce de circunstancias históricas hostiles! “Jamás hubo en la Tierra un acto más libre que esa muerte”, afirma Karl Adam. Y basta asomarnos a los documentos que nos hablan de él para descubrir cómo se encaminó, consciente y voluntariamente, a la muerte, con más decisión y consciencia de la que veinte siglos después, este muchacho, imitador suyo, se quitaba la cazadora y penetraba en las llamas asesinas.

Jesús penetró en la muerte “como se adentra un suicida en el mar”, ha escrito un poeta. Como un suicida que no quisiera quitarse la vida, sino darla a los demás.

Por eso su vida fue toda ella un largo Viernes Santo. Por eso el vía crucis, el camino hacia el calvario, empezó desde el día de su nacimiento. “Nadie me quita la vida —dijo un día—, sino que yo la doy por voluntad propia y soy dueño de darla y de recobrarla” (Jn 10,18). ¡Y cuánta impaciencia porque llegase “su hora”! “Con un baño tengo que ser bañado, ¡y cómo me apremia el que se cumpla!”, exclamaría otra vez (Le 12,50).

¿Es que no le gustaba la vida? ¿Es que a Álvaro no le hubiera gustado más estar haciendo hoy esquí o pesca submarina cerca de su casa de Marbella? Afortunadamente, el hombre —todo hombre entero— es más largo y más ancho que sus deseos personales. Afortunadamente existe ese misterio que llamamos amor y que sólo terminamos de entender cuando alguien da su vida por él, aquel viernes lejano, este martes pasado.

En verdad que hoy me siento, a la vez, orgulloso y avergonzado de ser hombre: orgulloso porque redescubro que el corazón humano es más ancho que la más ancha playa; avergonzado porque los más nos pasamos la vida achicándolo para que pueda cabemos en una caja de caudales, no vayan a robárnoslo.

¡Qué maravilla, en cambio, cuando —imitando a Cristo— alguien muere voluntariamente y por los demás! Recuerdo ahora aquellos dos versos —milagrosos en su sencillez— con que Gonzalo de Berceo describía la muerte de Jesús: “Y sabiendo llegada la hora de partir, 1 inclinó la cabeza y se dejó morir.” No murió, se dejó morir, él, que era rey y dueño de la vida y la muerte.

Trato de imaginar ahora la muerte de este muchacho cuando, después de salvar a tres personas, se sintió acorralado por las llamas que prendían ya en su carne. Seguramente le dominó el terror. Pero también seguramente comprendió que su vida estaba ya más que llena, que él seguiría viviendo en los tres salvados que respiraban ya en la calle. Tal vez pensó un momento en la moto que había dejado abandonada en la acera, en la calla que habla quedado a medio beber en la barra de un bar. Tal vez descubrió que aquel espanto de las llamas era como un reclinar la cabeza. Sin duda, supo entonces que no moría solo. Supo que su amor al prójimo le había conducido hasta la misma muerte que aquel Hombre-Dios que, dos mil años antes y llevado por la misma locura de amor a los demás, “inclinó la cabeza y se dejó morir”.

José Luis Martín Descalzo, “Razones para la esperanza”.

José Luis Martín Descalzo, “Sólo semillas”

Cuentan que un joven paseaba una vez por una ciudad desconocida, cuando, de pronto, se encontró con un comercio sobre cuya marquesina se leía un extraño rótulo: «La Felicidad». Al entrar descubrió que, tras los mostradores, quienes despachaban eran ángeles. Y, medio asustado, se acercó a uno de ellos y le preguntó: «Por favor, ¿ qué venden aquí ustedes?» «¿Aquí? —respondió en ángel—. Aquí vendemos absolutamente de todo». «¡Ah! — dijo asombrado el joven—. Sírvanme entonces el fin de todas las guerras del mundo; muchas toneladas de amor entre los hombres; un gran bidón de comprensión entre las familias; más tiempo de los padres para jugar con sus hijos…» Y así prosiguió hasta que el ángel, muy respetuoso, le cortó la palabra y le dijo: «Perdone usted, señor. Creo que no me he explicado bien. Aquí no vendemos frutos, sino semillas.» En los mercados de Dios (y en los del alma) siempre es así. Nunca te venden amor ya fabricado; te ofrecen una semillita que tú debes plantar en tu corazón; que tienes luego que regar y cultivar mimosa-mente; que has de preservar de las heladas y defender de los fríos, y que, al fin, tarde, muy tarde, quién sabe en qué primavera, acabará floreciéndote e iluminándote el alma.

Y con la paz ocurre lo mismo. Hay quienes gustarían de acudir a un comercio, pagar unas cuantas pesetas o unos cuantos millones y llevarse ya bien empaquetaditos unos kilos de paz para su casa o para el mundo.

Claro que a la gente este negocio no le gusta nada. Sería mucho más cómodo y sencillo que te lo dieran ya todo hecho y empaquetado. Que uno sólo tuviera que arrodillarse ante Dios y decirle: «Quiero paz» y la paz viniera volando como una paloma. Pero resulta que Dios tiene más corazón que manos.

Bueno, voy a explicarme, no vayan ustedes a entender esta última frase como una herejía. Sucedió en la última guerra mundial: en una gran ciudad alemana, los bombardeos destruyeron la más hermosa de sus iglesias, la catedral. Y una de las «victimas» fue el Cristo que presidía el altar mayor, que quedó literalmente destrozado. Al concluir la guerra, los habitantes de aquella ciudad reconstruyeron con paciencia de mosaicistas su Cristo bombardeado, y, pegando trozo a trozo, llegaron a formarlo de nuevo en todo su cuerpo… menos en los brazos. De éstos no había quedado ni rastro. ¿Y qué hacer? ¿Fabricarle unos nuevos? ¿Guardarlo para siempre, mutilado como estaba, en una sacristía? Decidieron devolverlo al altar mayor, tal y como había quedado, pero en el lugar de los brazos perdidos escribieron un gran letrero que decía: «Desde ahora, Dios no tiene más brazos que los nuestros.» Y allí está, invitando a colaborar con Él, ese Cristo de los brazos inexistentes.

Bueno, en realidad, siempre ha sido así. Desde el día de la creación Dios no tiene más brazos que los nuestros. Nos los dio precisamente para suplir los suyos, para que fuéramos nosotros quienes multiplicáramos su creación con las semillas que Él había sembrado.

José Luis Martín Descalzo, “Razones para la esperanza”

Rafael Navarro-Valls, “Lo que se pide a un político”, Diario 16, 8.IV.96

Cuando Kennedy concurrió a la Presidencia de EE.UU. contra Nixon no temía demasiado que su condición de católico se convirtiera en un problema intelectualmente relevante. Lo que temía -y en parte se confirmó- es que las manipulaciones de sus adversarios políticos lo transformaran en una ominosa corriente de rencor subterráneo, haciéndole aparecer como un hooligan de la política. Lo que alguien de su entorno llamó la ofensiva del “maccartismo religioso”, que tiende a convertir en un leproso político al hombre con determinadas convicciones.

La experiencia de Occidente demuestra, por el contrario, que las convicciones religiosas han sido muchas veces un estímulo poderoso para mantener en política posiciones de alto nivel ético. La Unión Europea probablemente continuaría siendo un sueño si en su origen no hubiera habido un puñado de hombres, entre ellos católicos como Schuman, Adenauer y De Gasperi, que creían posible la unidad y la solidaridad entre europeos por encima de los enfrentamientos pasados. Nadie ha echado en cara a Martin Luther King o a Desmond Tutu sus convicciones religiosas, impulsoras en gran medida de su cruzada por los derechos civiles.

(…) Según una encuesta Gallup en EE.UU., un 83% de los americanos coinciden en señalar que la firmeza de las convicciones, entre ellas las religiosas, lejos de excluir el respeto a los demás, lo favorece. Y es natural, si se piensa -como no hace mucho manifestaba Václav Havel- que hay algo pérfido en las tentaciones del poder. Algo que a él mismo le llevaba a confesar: “Desde que lo tengo, sospecho permanentemente de mí”. Por una parte, el poder político ofrece estupendas posibilidades de autorrealización y de servicio a los demás. Por otra parte, su titular se convierte en un preso del cargo, de sus exigencias y… de sus ventajas materiales. Solamente una escala de valores clara, un auténtico sentido moral, permiten que el primer aspecto prime sobre la tentación del segundo. Si sepultamos en el Pantheon todo lo que implique valores, marcando con la sospecha a las personas que mantienen convicciones profundamente arraigadas, condenamos a un nuevo exilio a un sector de la clase política.

A un político no hay que pedirle que carezca de convicciones -religiosas, ideológicas, etcétera-, pues eso sería instaurar como pauta de acción el cinismo político, que es una forma de abuso de poder. Lo que se le pide es que al desempeñar un cargo público no anteponga sus ideas personales al respeto de las leyes ni los intereses propios a la búsqueda del bien común. Sería suicida poner en duda la aptitud de un creyente para ejercer una función pública por el simple hecho de que tenga unas convicciones sobre cuestiones que directa o indirectamente tengan que ver con su cargo. Si se admite esa sospecha, habría entonces que generalizarla. ¿Por qué aplicarla sólo a los que mantengan una determinada postura religiosa? Todos los candidatos a un puesto político tienen opiniones o creencias; muchos habrá que pertenezcan a grupos u organizaciones de diversos tipos. Si un creyente fuera por eso sospechoso de parcialidad, también todos los demás serían quintacolumnistas.

Rafael Navarro Valls es Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.

Rafael Navarro-Valls, “En el estanque dorado”, El Mundo, 10.I.97

Para Jefferson, la Presidencia era «una espléndida miseria». Taff llamaba a la Casa Blanca «el lugar más solitario del mundo»; para Harding, era «una prisión». Clinton, que comienza ahora un nuevo mandato, no parece estar de acuerdo. Durante semanas se concentraron sobre su exultante figura los focos de los media, lanzando a las tinieblas exteriores al candidato derrotado. Es el momento de preguntarnos: ¿Cómo se sienten los perdedores en su estanque dorado? Me refiero a los que como Dole nunca se sentarán en el Despacho Oval, y a los presidentes prematuramente desalojados de la Casa Blanca. Los que nunca llegaron, es frecuente que entren en un estado cercano a la confusión cataléptica. La depresión ya rondaba a Bob Dole unos días antes de su derrota, aunque para ahuyentarla dijera: «No me arrojaré desde un rascacielos». Mondale, barrido por Reagan, sí que confesó sentirse como si lo hubieran lanzado desde un acantilado: «Mientras caía tuve el derecho de gritar, pero me estrellé contra el fondo».

Dewey, al día siguiente de perder frente a Truman, comparó su posición psicológica a la de un borracho aparentemente muerto: «Al despertarme dentro de un ataúd me dije: si estoy vivo, ¿qué demonios hago aquí? Si estoy muerto, ¿por qué tengo necesidad de ir al WC?». Stevenson, cuando Eisenhower lo derrotó en 1952, manifestó: «Soy demasiado viejo para llorar, pero reír cuesta mucho». Y Dukakis -«ese abogado de Harvard que hablaba como un predicador»- luchó durante meses contra una sombría depresión.

La situación es distinta para los que fueron presidentes. Limitándonos a los que sobrevivieron al cargo después de la posguerra, unos se presentaron a la reelección y no la lograron (Bush, Ford y Carter); otros renunciaron a un segundo mandato (Johnson); uno fue defenestrado (Nixon). Todos tuvieron algo en común: de pronto se encontraron en la situación de reyes exiliados a los que obsesionó el juicio de la Historia.

Johnson no resistió la presión y acabó derrumbándose. Retirado en su rancho de Texas, azotado por el insomnio y los fantasmas del Vietnam, trepaba a su cama de madrugada, se tapaba con la manta hasta el cuello y se acurrucaba como un niño asustado.

Otros perdieron transitoriamente el juicio político, como le sucedió a Ford al pensar seriamente en volver a la arena formando parte de la lista de candidatos de Reagan a la vicepresidencia en 1980. Nixon optó por «hacer historia», escribiéndola él mismo. Todos hicieron notar que les había faltado tiempo para hacer lo que querían. En eso aciertan. Según Richard Neustad, de los ocho años de mandato de un presidente, los dos primeros sirven de aprendizaje; el cuarto se emplea en la preparación de las elecciones para un nuevo mandato; los años séptimo y octavo dejan al presidente saliente con escaso poder y pocas iniciativas.

Quedan los años tercero, quinto y sexto. De los últimos presidentes, Kennedy, Bush y Carter sólo tuvieron el tercero y quinto. Sólo Reagan -y ahora Clinton, si llega al final de su mandato- dispuso de los tres años mágicos. Pero incluso él, cuando sus colaboradores le despidieron el último día en la Casa Blanca con un cordial «misión cumplida, señor presidente», Reagan contestó con tristeza: «Aún no, aún no».

Los que nunca llegaron a la presidencia y los que se fueron prematuramente, quedan como simples espectadores en la galería del tiempo. Todavía mantienen una cierta autoridad moral que les permite ser escuchados. Pero sólo ocupando la concha del apuntador en el gran teatro de la política americana.

Rafael Navarro Valls es Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.

Rafael Navarro-Valls, “El «macarthysmo» religioso”, El Mundo, 28.V.97

Acabo de participar en un congreso internacional sobre justicia constitucional y libertad religiosa. Entre los asistentes se encontraban seis presidentes de Tribunales Constitucionales europeos y americanos, incluido el del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Paralelamente a los trabajos del Congreso, se desarrollaba en España el affaire de Jesús Cardenal y su nombramiento como fiscal general del Estado. Sus vicisitudes -me refiero no a la vertiente política, sino a la religiosa- recordaban alguno de los cases law debatidos en las sesiones científicas.

Efectivamente, partiendo de la base de que una ola de intolerancia recorre el mundo, comienzan a detectarse los primeros síntomas de una guerra fría religiosa.

La quieren imponer los extremistas de la moralidad sin contemplaciones y los fanáticos del macarthysmo religioso.

Los intolerantes de la primera facción son ayatolás que necesitan lapidar un Salman Rushdie cada día. Los exaltados de la segunda, representan al clero de las nuevas ideocracias, especie de cuasi-religiones que convierten en leprosos políticos a los hombres con determinadas convicciones. Unos pervierten la verdadera religión; los otros corrompen la verdadera laicidad.

Para aquéllos, la religión es una realidad dominada por los conflictos de poder y decidida, en todo caso, a imponerse a las fuerzas políticas. Para los segundos -representantes de lo que viene llamándose una «laicidad beata»-, el laicismo se convierte en puro nerviosismo ante velos islámicos de alumnas magrebíes, pacíficos objetores de conciencia, o declaraciones en la vida pública, cuya gran herejía ideológica consiste en alinearse en categorías morales insertas en el código genético de Occidente.

En uno y otro caso, ya sabemos a qué errores pueden conducir regímenes -autoritarios o no- que, afirmando en la Constitución la libertad religiosa, sin embargo la restringen con incriminaciones destinadas a reprimir lo subversivo o, simplemente, lo que no se inserte con claridad en lo políticamente correcto. Ambas formas de intolerancia han puesto en circulación una suerte de policía mental, cuyos agentes se dedican a una nueva caza de brujas, en la que la primera baja suele ser la libertad.

Esas formas recuerdan la definición que el escritor y pensador norteamericano Oliver Wendell Holmes hacía del fanático: «Su mente es como la pupila de los ojos; cuando más luz recibe, más se contrae».

Como se ha dicho con acierto, el fanático ve las cosas con tanta claridad, que su visión arrasa cualquier otro planteamiento. No se explica para qué vale la libertad. De ahí su temor frente a ella.

No es extraño que el Derecho esté tomando cartas en el asunto. Baste el ejemplo del Tribunal Europeo de Derechos Humanos.

En rápida sucesión -y después de décadas de silencio en la materia- ha comenzado a dictar sentencias directamente conectadas con la defensa de la libertad religiosa.

Primero fue la sentencia Kokkinakis, que protege el proselitismo religioso frente a las leyes griegas restrictivas.

Luego dictó Otto Preminger Institut contra Austria, en la que declaraba tutelables los sentimientos religiosos de un sector de la población del Tirol frente a manifestaciones ofensivas.

Antes, en Hoffman, prohibió que la atribución de los hijos en un proceso de divorcio se haga discriminando a un cónyuge por sus convicciones religiosas.

En fin, hace solamente unos días, la sentencia Wingrove contra Reino Unido reiteraba la legitimidad, en una sociedad democrática, de la protección de contenidos culturales de trasfondo sagrado frente agresiones de alto voltaje. Otras cinco cuestiones, conectadas con problemas de discriminación ideológica y religiosa, esperan turno en el mismo Tribunal.

Habría que buscar la causa de tantos litigios en materia de libertad religiosa, en que los problemas de libertad y no discriminación no suelen plantearse -por lo menos en Occidente- en términos de agresiones directas a las propias convicciones, sino en forma de agresiones indirectas.

Se trata de aislar al adversario con acusaciones que lo pongan en cuarentena; exiliarlo del campo de lo políticamente correcto, impidiéndole cualquier matización de las reglas del juego. Frente a estas muestras de intolerancia, la sociedad debe crear anticuerpos que garanticen el fair play.

Es preciso un juego limpio que rescate los derechos humanos -incluido el de libertad religiosa- de las presiones de las minorías y de las imposiciones de las mayorías políticas.

Hace unos meses, centenares de millones de personas en todo el mundo fuimos testigos de cómo el presidente del Tribunal Supremo de los Estados Unidos pedía al reelegido presidente Bill Clinton que pusiera su mano sobre la Biblia familiar, y jurara fidelidad a la Constitución de los Estados Unidos. Así lo hizo, acabando con su «ayúdame Señor». Luego invitó al pastor Graham -allí presente- a que guiara a la nación con sus oraciones.

En algún momento de su discurso, como la gran mayoría de sus predecesores, mencionó a Dios, y antes de la inauguración comenzó su día en una iglesia metodista. Con esos antecedentes, Clinton lo hubiera tenido crudo en España para ser nombrado fiscal general del Estado. Su condición de ostentoso creyente lo habría puesto bajo sospecha por los representantes de la sociedad posmoralista.

No conozco al nuevo fiscal general. No tengo ni idea de cómo llevará los asuntos de su nuevo departamento. Probablemente se estrellará contra un muro, en una misión que, en España, comienza a ser imposible.

Me figuro también que Jesús Cardenal será más ponderado en sus expresiones. En todo caso no creo que la democracia se resquebraje por sus convicciones personales.

Rafael Navarro Valls es Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.

Rafael Navarro-Valls, “Matrimonios a la carta”, El Mundo, 27.IX.97

Acaba de entrar en vigor el sistema de matrimonio a la carta, que hace unas semanas aprobó el Congreso del Estado de Luisiana. La ley americana permite elegir, antes de casarse, entre el matrimonio estándar, que admite el divorcio a petición, y un matrimonio-pactado. En este segundo caso, las parejas deben realizar una seria deliberación antes de contraer matrimonio, y ser plenamente conscientes de las características de la unión pactada que contraen. Además, por escrito, acuerdan intentar resolver los potenciales conflictos matrimoniales con ayuda de consejeros, y divorciarse sólo tras dos años de separación (en vez de los seis meses del matrimonio común), o bajo una limitada serie de circunstancias como el adulterio, malos tratos, sanción penal con cárcel o abandono del hogar. Como los ya unidos en matrimonio no tuvieron la posibilidad de elegir este matrimonio blindado, la nueva ley prevé que los casados antes de la fecha de su entrada en vigor, si lo desean, pueden acogerse a esta modalidad matrimonial (New Louisiana Covenant Marriage Law), haciendo la correspondiente declaración.

Probablemente, en la elección de este modelo legal, han influido recientes estudios norteamericanos que muestran que alrededor del 20% de las personas que reciben asesoramiento prematrimonial deciden no casarse, con lo que quizás se ahorran un mal matrimonio y un confuso divorcio. Al tiempo, se ha demostrado que son más sólidos los matrimonios precedidos de una seria deliberación y consejo. La nueva fórmula de Luisiana supone un giro legal de 180 grados. Hasta ahora, el Derecho europeo y norteamericano parecía entender que quienes por sus convicciones -religiosas o no- se ligaran jurídicamente (no simplemente en el plano de una idea moral, sino de una realidad legal) incurrirían en un error, frente al cual -por su falta de previsión- han de ser defendidos. Pero esta visión paternalista, comienza a ponerse en cuestión. Para los defensores del matrimonio opcional, la creación de un vínculo electivo y más sólido, sería una fuente de incentivos para que cada persona pondere con atención su decisión inicial de contraer matrimonio. Además, sería un estímulo para que los contrayentes realicen el máximo esfuerzo para lograr que su matrimonio funcione. Esta estrategia, que maximiza la probabilidad de éxito en el matrimonio, suele ilustrarse con la imagen clásica del pasaje griego de Ulises y las sirenas. Ulises conocía los riesgos de naufragio que podría sufrir si su tripulación se dejaba seducir por los cantos de las sirenas. Por eso optó por taponar los oídos de sus marineros. Ulises, sin embargo, manteniendo expedita la audición, ad cautelam, se ligó al mástil del barco. Del mismo modo, a sabiendas de que la llamada de las sirenas es algo que no siempre todos pueden resistirse a escuchar, el Derecho puede optar por establecer modalidades jurídicas que prevengan la posibilidad de consecuencias negativas. Es decir, estas personas eligirían libremente no tanto comprometerse con su cónyuge, cuanto atarse o vincularse a sí mismos lo más sólidamente posible con su cónyuge. ¿Por qué impedirles esta estrategia? La idea no es descabellada, sobre todo si se piensa que las legislaciones modernas -en otras esferas distintas al matrimonio- suelen ser contrarias al paternalismo. En esos sectores la argumentación es clara: «Debe dejarse libertad total a las personas a la hora de hacer sus elecciones». Si las consecuencias no son estrictamente positivas, será lamentable, pero esto no es decisivo -se afirma- para abandonar esa política y prohibir esas elecciones. Lo que es paternalista sería justamente la negativa legal a tolerar matrimonios jurídicamente estables.

Estas libres limitaciones al divorcio y la posibilidad de que la voluntad humana asuma una concepción jurídica y no sólo moralmente cercana a la indisolubilidad, no parece lesiva del juego de la libertad en el seno del matrimonio. En Europa, por ejemplo, el Tribunal de Derechos Humanos, en el caso Johnston, ha declarado no contraria a la Convención de Roma las legislaciones que mantengan el matrimonio como indisoluble o establezcan restricciones al divorcio. Si la propia ley civil puede establecerlo en todo caso, es evidente que la voluntad humana puede autodeterminarse caso a caso. Es decir, limitar los márgenes de autonomía en un contexto de divorcio al vapor o sin restricciones. Sobre todo si se piensa que en el Derecho moderno -por lo menos en vía de principio- se parte de la permanencia del vínculo matrimonial, para luego aceptar, en los casos establecidos por la ley, que las partes puedan disolverlo. De ahí que las limitaciones al divorcio no aparecen en el Derecho como limitaciones a la voluntad de las partes, sino como posibilidades que la ley abre a la voluntad de las partes.

En realidad, la fórmula matrimonial de Luisiana se alinea con la tendencia del Derecho de la familia de acuñar nuevas soluciones jurídicas a las continuas demandas sociales. Si, por ejemplo, el Derecho matrimonial tiende a reconocer la fórmula del divorcio por mutuo consentimiento, es lógico que, a través de pactos jurídicamente operativos, la voluntad pueda diseñar un matrimonio lo más estable posible. En definitiva, la cuestión es ésta: ¿hay que ofrecer a las parejas solamente un matrimonio de usar y tirar, o cabe también ofrecer una opción a la carta que les estimule a esforzarse más en mantener sus matrimonios? La respuesta es -como acaba de escribirse en el Herald Tribune- que permitir una elección es lo contrario a la coacción. En todo caso, no se penaliza a quien no elija el camino más difícil.

Rafael Navarro Valls es Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.

Rafael Navarro-Valls, “Tambores de guerra”, El Mundo, 5.II.98

La incesante actividad de la secretaria norteamericana de Estado, un 77% de americanos a favor de una acción militar contra Irak, y la necesidad de un definitivo asentamiento de Clinton, hacen resonar cada vez más cerca los tambores de guerra. En medio de este frenesí bélico, una de las voces más sensatas que se han dejado oír ha sido la del ministro francés Jean-Pierre Chevènement. Para él, la estrategia norteamericana es fruto de una «imbécil diabolización», iniciada hace siete años.

Efectivamente, la Guerra del Golfo alcanzó por entonces cotas de inaudita publicidad. Aquello fue una especie de matanza bajo los focos. Un espectáculo de luz y color, filmado desde todos los ángulos.

Pocos saben, sin embargo, que, antes de que el Congreso de Estados Unidos aprobase la intervención militar, el testimonio televisado que conmovió las conciencias americanas (una joven madre contando las atrocidades iraquíes y describiendo la destrucción de incubadoras, con el resultado de bebés agonizando por los suelos), fue trucado por una de las principales agencias de comunicación estadounidenses.

Quien pagó fue Kuwait. Objetivo: encender a la opinión pública americana contra el monstruo iraquí.

La joven testigo era la propia hija del embajador de Kuwait en Estados Unidos, que interpretó con talento su papel ante las cámaras. El Congreso, dudoso hasta entonces de la necesidad de una intervención bélica, finalmente, lamentando «la sangre de los inocentes», aprobó por una mayoría de cinco votos la operación Tormenta del Desierto.

Pocas voces se elevaron entonces contra la guerra. En España EL MUNDO, a través de una serie de inteligentes editoriales, se opuso a la intervención americana, distinguiendo lo que es guerra «legítima» de guerra «conveniente» o «imprescindible». Lo cual sólo sucede cuando las demás vías de solución del problema han sido agotadas.

Que la guerra no es la solución para casi nada la han visto clara, con el paso de los años, buena parte de sus protagonistas. Para De Gaulle, en la II Guerra Mundial, «todas las naciones de Europa perdieron y dos fueron derrotadas». Para Wilson, el objetivo de la I Guerra Mundial fue erradicar los absolutismos. Pero lo que en realidad engendró Versalles fueron las dictaduras de Hitler, Mussolini y Stalin. Las dos guerras mundiales ciertamente terminaron con las monarquías absolutas y con el colonialismo, pero no lograron extender la democracia en el mundo.

La verdad es que hasta 1989 sólo el 15% de la población mundial vivía bajo regímenes democráticos estables. Y cuando Truman se planteó un plan de recuperación económica para Europa, sus asesores económicos fijaron la suma de 17.000 millones de dólares. Al principio se asombró de la suma fabulosa que implicaba. Con tacto, le recordaron que comparada con el coste de la II Guerra Mundial era pequeña: sólo el 6% del capital que gastó Estados Unidos en derrotar al Eje bastaría para el restablecimiento de un nivel de vida decente en Europa. Algo similar podría decirse respecto a los gastos militares de la Guerra del Golfo.

Ciertamente la Historia humana, si estamos de acuerdo con Gibbon, es «una suma de crímenes, locuras y desdichas», pero probablemente ninguna supere a la guerra misma.

El siglo XX ha sido el más brutalmente cruento de la Humanidad. Cálculos fiables cifran en unos 125 millones el número de muertos en 135 guerras; dos de ellas mundiales. La suma supera al total de víctimas habidas en todas las contiendas bélicas hasta principios del siglo que ahora declina. Parece como si un refinado activismo humano hubiera desencadenado implacables resultados inhumanos.

Sadam Husein es, sin duda, un dictador sin escrúpulos. Pero el pueblo iraquí no. Una reedición de la Guerra del Golfo sumaría más cadáveres al millón de muertos que ha causado el embargo salvaje decretado hace años.

Tiene razón el ministro francés cuando observa que la amenaza militar alimentará las brasas del integrismo. Irán -el viejo enemigo de Irak- se ha apresurado a solidarizarse con Sadam Husein: el fundamentalismo vuelve por sus fueros. ¿Una guerra imprescindible? Aún no.

Rafael Navarro Valls es Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.

Rafael Navarro-Valls, “El chantaje de la duda”, El Mundo, 17.X.98

Cuando Lech Walesa terminó su discurso en el aula magna de la Universidad de Lublin, aplaudí por cortesía. En realidad, estuve distraído durante la intervención del presidente polaco. Mientras hablaba, recordé que, desde 1954, el profesor Karol Wojtyla había impartido clases de Etica en esa misma Universidad y, probablemente, en esa misma aula. Al concluir el acto, quise cerciorarme de si efectivamente -como había leído en algún sitio- el ambiente intelectual de los años 50 estuvo marcado en los claustros de Lublin por la insistencia en los derechos humanos y las relaciones entre fe y razón. Al salir, un colega polaco, asistente a la misma reunión científica, me lo confirmó.

La última encíclica de Juan Pablo II (Fides et Ratio), cuya publicación coincide con el XX aniversario de su elección, demuestra que las preocupaciones académicas del entonces profesor de Lublin siguen influyendo en las convicciones del Papa de hoy. Si La Repubblica lo ha denominado «portavoz planetario de los derechos humanos», Fides et Ratio es una llamada a liberar el entendimiento de las imágenes que lo idiotizan. El siglo XX ha convertido al sujeto racional en sujeto económico. La encíclica del Papa polaco intenta para el XXI recuperar la visión del hombre como sujeto pensante y moral. Frente al intento de ensalzar la debilidad de la razón, Juan Pablo II defiende su grandeza. Y lo hace con audacia. Incluso apoyando alguna de sus argumentaciones en citas de Galileo Galilei, la bestia negra de los pulsilánimes.

El relativismo está lanzando su larga sombra también sobre los derechos humanos. No hace mucho Le Monde se lo recordaba a Chirac cuando adoptaba, ante la visita de Li Peng a Francia, un cierto «relativismo cultural» en el respeto a los derechos humanos en China. El rotativo francés le advertía que, en esta materia, ni hay relativismo cultural ni cabe la transigencia: «La tortura sigue siendo tortura», sea cual sea la forma histórica o geográfica que adopte. Juan Pablo II entiende en Fides et Ratio que tampoco es intolerancia defender -frente al relativismo- la posibilidad de la razón de llegar a verdades absolutas.

El objetivo de Fides et Ratio es devolver al hombre de hoy la esperanza en la posibilidad de encontrar una respuesta segura a sus grandes inquietudes («¿quién soy?, ¿de dónde vengo y adónde voy?, ¿qué sentido tiene la presencia del mal, del sufrimiento, de la muerte?»). En medio de esas interrogantes, la fuerza para continuar su camino hacia la verdad radica, para Juan Pablo II, en la certeza «de que Dios lo ha creado como un explorador, cuya misión es no dejar nada sin probar a pesar del continuo chantaje de la duda». Lo que hace el Papa es intentar recomponer los componentes de la religión, después de su «estallido al entrar en la modernidad» (A. Touraine). De ahí que, en realidad, Fides et Ratio no plantea tanto un problema de santidad cuanto de sensatez, saliendo al paso de esa forma de cinismo que intenta convencernos de que, como se ha dicho, cualquier creencia lleva en sí las raíces del fanatismo.

Tiene razón el cardenal Ratzinger cuando al presentar ayer la encíclica destacaba su actualidad. Precisamente porque demuestra que la fe no es una amenaza ni para la razón ni para la libertad.

Rafael Navarro Valls es Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.