Ignacio Sánchez Cámara, “La era de la inocencia”, ABC, 11.VIII.01

La máxima exaltación de la autonomía personal coincide paradójicamente con el ínfimo estado de la responsabilidad individual. Sólo aceptamos una responsabilidad colectiva, genérica o social, pero sobre los individuos, más que la presunción de inocencia, pesa la absolución definitiva y total. La culpa es siempre del Gobierno, de las estructuras sociales, del neoliberalismo, del capitalismo internacional o del comunismo. Los individuos son inocentes como recién nacidos.

El pecado original se ha transformado en la inocencia original. Una inocencia que además es perpetua, irreversible. Atribuirle a alguien su responsabilidad sería hacerle reo de culpa. Su autoestima podría quedar gravemente deteriorada y, ya se sabe, vivimos en una sociedad terapéutica, obsesionada por la salud. Corporal, se entiende. Repartida anónima e impersonalmente, la culpa queda transferida y la conciencia personal liberada. Concebimos la libertad como el derecho a seguir las propias inclinaciones sin más límite que no hacer daño a otro. Y las inclinaciones son siempre buenas. Pero libertad y responsabilidad son indisociables. Negar una es negar la otra. Con la responsabilidad, se nos escapa la libertad.

Si alguien arremete contra el Código Penal en pleno, la culpa será del ambiente social, nunca suya. Si uno quebranta su salud con el tabaco o el alcohol, la responsabilidad atañe a las empresas tabaqueras o a las destilerías. Un reciente dibujo de Antonio Mingote nos presentaba a un individuo que quería reclamar al Vaticano por su fracaso matrimonial. Es conocido el chiste del izquierdista que, al sorprender a su mujer cometiendo adulterio, acude a protestar ante el Pentágono.

Por eso nunca fueron tan necesarios los chivos expiatorios impersonales y colectivos. Pagan la culpa y nos liberan de la nuestra. Es quizá la última manifestación de la psicología del niño mimado con la que Ortega y Gasset caracterizó al hombre-masa en rebeldía. Un hombre que, ayuno de nobleza, que es siempre privilegio de deber y exigencia, sólo tiene derechos y ninguna obligación, y siente indiferencia, incluso hostilidad, hacia todo cuanto hace posible el bienestar de su existencia.

Y si fallan todos estos mecanismos, no faltan quienes están dispuestos hasta a negar la libertad de la voluntad y a adherirse al determinismo universal. Todo antes que abrir la puerta a la impertinente visita de la responsabilidad personal. Lo mismo cabe decir del fracaso escolar. El mismo calificativo parece sugerir que la que fracasa es la escuela, la sociedad, los planes de estudio, pero nunca el alumno o el profesor. Éstos, como individuos que son y por el solo hecho de serlo, son inocentes, inimputables, jamás fracasan. Es curioso cómo una sociedad de seres perfectos puede llegar a ser tan imperfecta.

De la misma manera y por la misma razón también tiende a socializarse el mérito, ya sea deportivo, artístico o científico. Siempre gana el equipo, la nación o el grupo, nunca el individuo. Al menos en esto reina, ya que no el buen sentido, al menos la coherencia. Incluso en los deportes individuales, el éxito es siempre colectivo. El artista es el portavoz de su tribu. Y, por supuesto, en nuestras Universidades sólo se puede investigar en equipo.

El individuo está condenado a un limbo en el que están ausentes el infierno y la gloria, la responsabilidad y el mérito, la culpa y el castigo, el triunfo y el fracaso. Buscamos el confortable cobijo del rebaño, la colmena y la termitera. Pero no deberíamos ignorar que con la responsabilidad desaparece la realidad personal. Herida por la culpa y el resentimiento, la era de la inocencia a la vez que sacraliza la autonomía elimina la responsabilidad.

Ignacio Sánchez Cámara, “Sobre un tópico democrático”, ABC, 17.XI.01

Se sostiene con frecuencia la opinión de que en una democracia se puede defender cualquier idea o pretensión, siempre que se excluya la violencia. (…) La idea puede resultar, sin embargo, algo confusa y, de cualquier manera, muchos de sus partidarios tal vez no apliquen la misma tesis a otros casos. El «puede» ya resulta sospechoso por ambiguo. Parece entrañar la idea de licitud o de legitimidad o de que algo debe ser admitido o tolerado. No pretendo tanto mostrar su falsedad como su falta de claridad y la posible incongruencia en que incurren muchos de sus partidarios. Se trata de una extensión, tal vez injustificada, de una tesis irreprochable, al menos desde la perspectiva liberal. Las opiniones no delinquen. Es verdad. Pero eso no impide que existan delitos que se consuman por el solo ejercicio de la palabra. Por ejemplo, la injuria, la calumnia y la inducción a la comisión de un delito. También son ilícitos los atentados verbales contra el honor de las personas. Las opiniones no delinquen, pero las palabras pueden ser delictivas.

Las democracias deben tolerar las opiniones que se oponen a ella. Lo que ya no está tan claro es que deban tolerar también a las organizaciones o grupos que atenten contra sus principios y valores fundamentales. Y el límite no se encuentra quizá en el ejercicio de la violencia. Pensemos en el caso de una asociación que promueva pacíficamente la legalización de la tortura, o la supresión del sufragio femenino, o la exclusión de los derechos civiles a una minoría racial, o su expulsión del territorio de la nación. En este caso, no nos encontramos ante una mera opinión sino ante una organización que aspira a subvertir los principios y valores fundamentales de una sociedad democrática. En este supuesto, la permisividad resulta, al menos, discutible. Si es obligado tolerar cualquier pretensión que no aspire a imponerse violentamente, no resulta entonces fácil justificar que, por ejemplo, la apología del racismo pueda ser tipificada como delito. No digamos ya expedientar a un profesor por proferir opiniones sexistas. No me pronuncio ahora sobre el fondo del problema. Sólo dudo de que sea coherente asentar el principio de que toda reivindicación no violenta es aceptable, para después negarlo ante ciertas pretensiones concretas. (…)

Ignacio Sánchez Cámara, “Errores y mentiras”, ABC, 24.XI.01

El «progresismo talibán» -existe otro progresismo también descarriado pero simpático e inocuo- no pierde ocasión de emprender su particular cruzada contra la religión. La barbarie del islamismo radical es imputada en el debe de la cuenta general de la religión. Olvidando que el terrorismo disfraza su infamia bajo el ropaje de la defensa de algún valor, como la nación, la liberación, la justicia o la religión, hace sólo a esta última responsable del terror. Según tan sutiles razonadores, toda religión encierra en sí misma el germen del fanatismo. Si acaso, limitan su condena a las religiones monoteístas. Y rememoran todas las guerras de religión que en el mundo han sido, omitiendo el pequeño detalle de que ninguna hubiera existido sin la acción de los poderes civiles de los Estados. Repudiar la religiosidad porque existe el fanatismo religioso es tan sutil y convincente como repudiar el matrimonio porque existen los malos tratos y los parricidios. Así, la patología se convierte en la consecuencia natural del fenómeno sano. Para que la falacia resulte completa, conviene además cubrir con un poderoso manto de silencio todo lo que las religiones, y, muy especialmente, el cristianismo, han hecho para construir y defender el edificio de la dignidad del hombre.

La Modernidad, entre un puñado de conquistas indiscutibles, ha conducido a muchos hombres a abrazar el absurdo prejuicio de que la religión es hija de la ignorancia y madre de la barbarie. Recordemos algunos hitos en esta senda extraviada. «La ciencia destruye la religión», confundiendo a la religiosidad con su enemiga, la superstición, e ignorando los límites de la ciencia. «La religión es el opio del pueblo», identificando un efecto, la producción de esperanza o consuelo, con toda la causa. Es como si redujéramos la esencia de la amistad al logro de ayuda en la adversidad. «La religión es una ilusión», tomando una explicación psicológica válida en algunos casos, no en todos, por una explicación general del fenómeno. «La religión reduce al hombre a la minoría de edad», escamoteando el hecho de que muchos de los más grandes hombres han sido profundamente religiosos. A todos estos elementales errores, se añade, en ocasiones, un mecanismo mental que conduce a algunos hombres a aborrecer la religión: el resentimiento contra todo lo noble y excelente por parte de quienes son incapaces de elevarse sobre el nivel del suelo.

Todo esto, y algunas cosas más, explica la radical incapacidad de muchos intelectuales de nuestro tiempo para comprender la religión, y la anómala situación que ésta padece en las sociedades occidentales. A esto se añade la conspiración de silencio sobre todo lo valioso que entraña y realiza. Muchos medios de comunicación incurren, en este sentido, en grave irresponsabilidad, al contribuir a la deformación de la opinión pública. Si un Obispado aparece en el caso Gescartera, poco importa que en calidad de fraudulento aprovechado o de víctima inocente, el hecho tiene asegurada la portada y el análisis exhaustivo. Pero a casi nadie le interesa la acción social de la Iglesia, o la celebración de un Congreso sobre la familia, o la condena de la creciente degradación moral realizada por el presidente de la Conferencia Episcopal española. Eso no es noticia. Resaltar los errores, propios, por otra parte, de la condición humana, y minimizar los aciertos, también, sin duda, propios de la condición humana, es una manera de tergiversar la verdad e incumplir el imperativo de veracidad que debe presidir la actividad periodística. El error puede ser disculpable; la mentira, no.

Ignacio Sánchez Cámara, “Ni estético ni oportuno (sobre el chador)”, ABC, 18.II.02

El mismo día, anteayer, en el que publicaba ABC un editorial sobre la polémica del uso del chador en los centros docentes (o, como se trataba en el caso de la niña marroquí de San Lorenzo del Escorial, del hiyab, un pañuelo o velo que sólo cubre la cabeza) aparecía otro, cuyo título me parece que viene al caso del velo musulmán: «Ni estético ni oportuno». Bajo el prisma relativista dominante, no aspiro a que esta opinión rebase la condición de puro juicio subjetivo de valor estético y social. A mí, el dichoso velo me parece feo y un poco deprimente, y su uso en una escuela pública, tan inoportuno como vestir un gorro de astrakán en la playa o lucir el terno de nazareno en las noches de Puerto Banús. Mas, a la vista de algunas indumentarias cuya contemplación tenemos que padecer, tampoco me atrevería a condenar el uso del citado aditamento. Aquí lo más transgresor empieza a ser el buen gusto. Vista cada cual como le plazca, mas no se eche en saco roto la posibilidad y la advertencia de que el exceso de tolerancia pueda acabar con la tolerancia y con otros valores y principios por los que han dado la vida millares de personas. A veces no conviene jugar ni con las cosas de vestir.

La Consejería de Educación de la Comunidad de Madrid ha dictado la escolarización obligatoria de la alumna con su velo. Más tarde, puede ser el chador y, tal vez, el burka. Quizá algún día una alumna desee acudir a clase vestida de esclava tracia o con bola y grilletes. Los caminos de la sumisión son infinitos. Mas no faltarán apóstoles multiculturales dispuestos a coincidir con los fundamentalistas (de fundamentalismo tampoco andan ellos mal) y a abominar de los valores imperialistas occidentales. Los mismos que se escandalizan ante cualquier declaración episcopal o del contenido de un libro de texto políticamente incorrecto, y tocan a rebato de censura, toleran cualquier extravío multicultural. Su incoherencia es el reflejo de su caos intelectual y moral. Los feministas frenéticos, exculpando la marginación y el sometimiento de la mujer. Vivir para ver. Y encima, pretenden hacerlo en nombre de los valores ilustrados. Aborrecen los crucifijos como si fueran vampiros y adoran extasiados velos y chadores. Y, sin embargo, no atienden demasiado a otros aspectos del problema. Mencionaré dos. El primero se refiere al interés de los menores. A la humillación, que no deja de serlo por ser inducida y consentida, quizá vayamos a añadir la derivada del rechazo social, tanto si procede de la prohibición de acudir a la escuela con velo como si se trata de la derivada del sentimiento de ser diferentes o rechazadas. El segundo consiste en el ocultamiento de nuestro propio fracaso y el de nuestros valores, o quizá el de la falta de ellos. Algunas adolescentes marroquíes han declarado que en los institutos españoles se aprenden cosas malas, como el consumo de alcohol o la promiscuidad sexual. Perciben una España de condones y litronas. Ante esta acusación, el uso del velo parece una inocente extravagancia. Si nuestra sociedad no padeciera graves patologías morales, tal vez prescindirían de su uso al segundo día de clase. Y entonces no sería necesario imponerles la adhesión a unos valores a los que se adherirían libremente. Pero reconozco que semejante argumento es muy poco progresista.

Ignacio Sánchez Cámara, “Sequía de inteligencia”, ABC, 23.II.02

Parece que vuelve la sequía y el agua se convierte en bien escaso. Pero existe otra sequía que afecta a la inteligencia y al buen sentido, y que es mucho más perniciosa y menos perceptible. Decía, no sin ironía, Descartes que el buen sentido es la cosa mejor repartida del mundo, pues no hay nadie que no esté conforme con la porción que le ha tocado en suerte. Quizá por eso nadie reivindique el derecho a la clarividencia. Es casi el único que falta por reconocer. Basta asomarse a la actualidad para resultar asediado por el espectáculo de grandes y pequeñas incongruencias y por los desvaríos de algunas mentes angostas y menguantes. Unos son graves; otros, casi simpáticos y divertidos.

Un inmigrante se empeña en que su hija (la madre, por cierto, brilla por su islámica ausencia) acuda a la escuela con el velo. Otro, impide que sus hijos vayan a un colegio católico porque hay poca libertad y los símbolos religiosos les dan miedo. Ciertamente, no se puede pedir congruencia a dos padres distintos, mas sí a los poderes públicos. Pues, si fuera intolerancia, que no lo es, impedir el uso del velo en la escuela, también lo sería oponerse a los símbolos de la religión dominante en la sociedad de acogida. Y además, en este caso, el padre incumple el deber de escolarizar a sus hijos. El lema parece ser: con velo, pero sin crucifijo. Es la tolerancia unidireccional. Lo progresista es transigir con lo retrógrado en pro de la tolerancia y el pluralismo, y lo reaccionario oponerse a la caverna foránea.

Un partido político de vocación igualitaria y amor por lo público se opone a medidas educativas del tipo de las que defendió la tradición a la que pertenece, y que precisamente entrañan la mejor garantía para que los que tienen menos recursos puedan aprovechar su único patrimonio: el esfuerzo y el talento. La mediocridad universal beneficia a los hijos de los ricos. Por otra parte, medidas como la reválida eran garantías públicas y controles sobre la enseñanza privada, en su mayoría en manos eclesiásticas. Y los socialistas se oponen a la reválida.

(…) Las prostitutas se manifiestan en la calle. Es decir, como todos los días, sólo que juntas. Y los vecinos, a soportar el botellón y la mancebía junto a sus portales. Son sólo unos ejemplos heterogéneos. Siglo XXI, el cambalache continúa. Ojalá que pronto llueva agua y, si fuera posible, también un poco de inteligencia y buen sentido. Lo agradecerán los campos y las mentes. El nivel de los embalses de la inteligencia no rebasa ya ni el 50 por ciento de su capacidad.

Ignacio Sánchez Cámara, “El espejo en las letrinas (sobre la telebasura)”, ABC, 25.II.02

La «telebasura» es una realidad abominada por todos pero que triunfa en todas partes. «Telebasura» es una de esas palabras tan rotundas y perfectas que sirven para que todos nos pongamos de acuerdo siempre que no nos preguntemos por su naturaleza y contenido. Me temo que hay más «telebasura» de la que parece, que no es poca, pues existe una que se camufla de respetabilidad, y consigue engañar. Es la basura con rostro humano. Pero también es cierto que no todo es basura y que la televisión tampoco merece el dictamen incondicional y condenatorio que han emitido algunos intelectuales. El ensayo de Gustavo Bueno Telebasura y democracia, que analizó anteayer ABC Cultural, va presidido por una afirmación de perfiles inquietantes: «Cada pueblo tiene la televisión que se merece». Ella sería espejo que nos devuelve nuestro propio rostro, la efigie veraz de nuestra miseria cultural. El espejo sería inocente; la sociedad, culpable. Ya habrá tiempo y ocasión para comentar el ensayo de Bueno. Me limitaré hoy a una mínima reflexión sobre este dictamen, que parece presuponer la soberanía de la demanda y, por lo tanto, la culpabilidad del pueblo soberano.

Ciertamente la telebasura se extinguiría si el público le diera la espalda. El espectador no es inocente, a menos que se trate de un sujeto inimputable, privado de libertad y exento de responsabilidad. No habría basura en la pantalla sin la culpable complicidad del dedo que pulsa, o no pulsa, la tecla y del ojo inerte que mira. Los programadores de muladar arguyen que ellos se limitan a dar al público la dosis de basura que implora. Ofrecen un servicio público, masivamente reclamado, que convierte la televisión en una letrina intelectual y moral. Pero esta estrategia, que exhala el aroma de la culpabilidad, omite que la demanda de estiércol audiovisual resulta, en gran parte, inducida por la oferta. De este modo los programadores, las empresas, el Gobierno y las Comunidades Autónomas se convierten en corresponsables de la pestilencia por acción u omisión. Ciertamente, no he visto manifestaciones masivas que reclamen debates sobre la épica griega, ni más conciertos de Debussy en las pantallas, pero tampoco se implora la basura, sino que ésta sale con naturalidad de mentes flacas de escrúpulos. La televisión no es el espejo que refleja el rostro intelectual y moral de la sociedad. Es, si acaso, una perspectiva más, no la más favorable. Si es un espejo, cosa que el concepto de «telebasura fabricada» de Bueno, en gran parte negaría, no refleja toda la realidad, sino sólo la más miserable y deforme y, en muchos casos, una basura fabricada expresamente para su pública exhibición. El ojo no es inocente, pero tampoco es el único ni el principal culpable. Si colocamos un espejo en un muladar, sólo reflejará basura.

Ignacio Sánchez Cámara, “Multiculturalismo e integración”, ABC, 5.III.02

La inmigración es una riqueza, un derecho y un problema. Y los dos primeros hechos no eliminan los riesgos y amenazas del tercero. Ante cualquier debate intelectual y moral, nunca sobra la claridad. Con ella, se puede no tener razón, pero sin ella no es posible tenerla. La claridad, que no está reñida con la profundidad, es la fisonomía y la condición de la verdad. Es, como afirmó Ortega y Gasset, la cortesía del filósofo, pero también es algo más. Quien bucea en las aguas de la confusión contribuye a la causa del error. Hacer distinciones es una de las más altas funciones de la inteligencia. Y una vez hechas las distinciones, es obra del buen sentido la elección de lo mejor.

Ante el hecho de la inmigración, uno de los grandes temas de nuestro tiempo, caben, si no me equivoco, al menos cinco actitudes típicas: el rechazo y la expulsión de los inmigrantes o el impedimento de su entrada, incluida la controlada; su exclusión de la ciudadanía y la condena a la marginación y a la vida fuera de los muros de la ciudad; la asimilación forzosa; la integración en la sociedad de acogida, conservando sus costumbres y creencias en la medida en que no atenten contra los principios y valores fundamentales de aquella; y la solución multiculturalista. Las tres primeras atentan, por diferentes razones, contra la dignidad del hombre y deben ser, por ello, rechazadas, a menos que la dignidad sea concebida como un atributo reservado a algunos seres humanos y no a todos ellos. Por cierto, que la idea de la dignidad del hombre como cualidad o atributo universal y no particular de una raza, clase, grupo, tipo o casta, debe mucho, si no todo, a la concepción cristiana de la persona y, por ello, a la civilización europea o, si se prefiere, occidental. Quedarían, por lo tanto, dos posibilidades: la integración y el multiculturalismo. La tesis que me propongo defender es, como proclama el título de este artículo, que el multiculturalismo es enemigo, quizá no declarado e involuntario en algunos casos, de la integración.

No deben confundirse asimilación e integración. La primera entraña la aculturación de los inmigrantes y la consiguiente pérdida de las pautas y valores de su propia cultura, que quedarían, de una u otra forma, proscritos. El ideal de la asimilación es la unificación cultural a través de la imposición de la cultura de la sociedad de acogida. Por eso, me parece opuesta a la idea de dignidad humana. Por otra parte, esta posición omite el valor del mestizaje cultural como factor de enriquecimiento y el hecho de que sin este entrecruzarse y fecundarse entre culturas, no habría sido posible la propia civilización occidental, que ha nacido de la fusión de elementos procedentes de culturas diversas y cuyo carácter abierto es uno de los principales pilares en los que se fundamenta su superioridad. Dicho sea de paso, va de suyo que la idea de comparación entre pautas culturales me parece legítima y necesaria, y la única forma de eludir un insulso y falso relativismo cultural. El respeto a las culturas diferentes no entraña la igualación entre sus pautas y valores ni, por lo tanto, entre ellas. Valorar, preferir y desdeñar son atributos esenciales del hombre. Y valorar todo por igual, además de injusto, es renunciar a valorar.

La integración respeta el pluralismo entre las culturas, pero bajo el imperio de los principios y valores fundamentales en los que se sustenta la sociedad de acogida, a cuya pertenencia no han sido, por otra parte, constreñidos los inmigrantes. Si no se produce la integración, al menos a ciertos niveles básicos, una sociedad se condena a la anomia y a su destrucción como sociedad. En cualquier caso, y sin ánimo de sacralizar la Constitución, el respeto a las normas y principios constitucionales y, en general, al Derecho constituye un deber que todos los inmigrantes deben cumplir. Todo esto es lo que amenaza la solución multiculturalista. El multiculturalismo entraña la concesión de un derecho ilimitado a toda comunidad cultural que vive en el seno de una sociedad democrática, a conservar sus creencias y costumbres con independencia de su conformidad u hostilidad con los valores democráticos y liberales. Por eso conduce, tarde o temprano, por un camino, tal vez largo, pero seguro e irreversible, hacia la anomia y la disolución sociales. El multiculturalismo produce la segregación entre culturas, convertidas en compartimentos estancos, y la marginación y la constitución de guetos. Es enemigo de la integración, pues termina por identificarla o confundirla con la indeseable asimilación. La integración sería, si acaso, una asimilación limitada y legítima. Son improcedentes los argumentos que se esgrimen contra los críticos del multiculturalismo en el sentido, equivocado, de que vulneran el principio de la tolerancia, faltan al respeto debido a las culturas diferentes y fomentan la xenofobia o incluso el racismo. Estas críticas bordean el delirio y el desconocimiento de la realidad. Conviene guardarse de la intolerancia de los hipertolerantes frenéticos.

Pasemos al tupido velo. Si se tratara de un mero recurso indumentario u ornamental, no cabría oponerle mayores reparos que los derivados de la estética. Y conste que la estética no es trivial. Si se concibe como una exhibición pública de las propias creencias religiosas, sólo podría ser censurado desde la perspectiva de un laicismo radical ajeno al espíritu de la Constitución, que establece un Estado aconfesional mas no laicista. Pero si se interpreta, como parece correcto, como una exhibición simbólica de la marginación de la mujer y de su sometimiento a alguna autoridad varonil o de su naturaleza pecaminosa o nociva, habría que repudiarlo como atentatorio contra la dignidad humana y al principio de igualdad y, por lo tanto, impedir su uso público. Ni los más fanáticos defensores de una tolerancia ilimitada y extraviada se atreven con la permisión de los sacrificios humanos, la ablación de clítoris o los malos tratos domésticos. Hacerlo con el velo, aunque se trate de un hecho sustancialmente diferente, es tanto como omitir la realidad que se oculta detrás de él: la condición de la mujer marginada. Por eso sorprende la tibieza y la índole taciturna y silente del feminismo usualmente vociferante, dispuesto a denunciar con entusiasmo la paja en el ojo occidental mientras vela, con un manto de silencio, la viga en el ojo islámico.

Hay en el actual afán multiculturalista mucho de odio y resentimiento antioccidental. En contra de los valores europeos de raíz cristiana vale tanto la apología de la degradación moral y de la anomia social como la desenfadada tolerancia hacia el fundamentalismo. Extraña y sospechosa armonía entre contrarios, al menos aparentes. Es una tolerancia exacerbada y unidireccional para la que el crucifijo ofende al islamista mientras el católico tiene que tolerar no sólo la media luna sino también el velo y, si es preciso, el burka. Bien es cierto que tampoco podemos alardear de la firmeza de nuestras convicciones ni de la buena forma moral de nuestras sociedades. Algunos de los reproches que nos hacen los inmigrantes los tenemos bien merecidos, aunque no sean precisamente los que pregona el progresismo filofundamentalista. En cualquier caso, opte cada cual en conciencia, pero desde la claridad y no desde la confusión. Debatamos y optemos, pero sin engañarnos. El multiculturalismo, que no debe confundirse con el pluralismo, bajo el que pueden convivir distintas culturas pero dentro de un marco común de convivencia basado en la dignidad de toda persona, es el fruto podrido de la tolerancia desnortada, conduce a la quiebra de la sociedad abierta y es enemigo de los valores liberales y de la genuina integración cultural.

Ignacio Sánchez Cámara, “Prohibido prohibir”, ABC, 9.III.02

Vientos del sesentaiocho se han desatado contra las medidas prohibicionistas contra el alcohol aprobadas por la Comunidad de Madrid. Es natural, ya que vivimos duros tiempos neofascistas, la permisividad quedó atrás y en las Cortes de España resuena el nombre de Goebbels para referirse a la política informativa del Gobierno. Por estas tierras todo lo que no es izquierda es fascismo. Pero lo que no podía esperar es que el viejo lema resucitado me transportara de repente a los dorados tiempos de mi adolescencia, hasta el punto de que, turbado por el anacronismo, casi creía que tenía que volver al colegio. Lo mejor del progresismo es la nostalgia de los viejos tiempos. En el fondo, no hay mejor reaccionario que un perfecto progresista. Como aquí nadie hace lo que le viene en gana y existe una despiadada autoridad opresora y un Estado policial, no ha quedado más remedio que volver a los clásicos: «Prohibido prohibir». La verdad es que de los lemas de mayo del 68 no fue este precisamente el más afortunado. A algunos la fácil frasecita, simplona variante de una vieja paradoja lógica, les parecía la cima del ingenio y de la sutileza, pero, desde luego, su autor no era Groucho Marx. ¿Cumple o no la norma quien la emite? Para ese viaje a las riberas del Sena me quedo con este otro lema, carpetovetónico y castizo que pudo leerse en una tapia hispana: «Los impuestos, que los pague el Estado». Esto sí que es rebeldía y paradoja.

Pero lo peor no es lo exiguo del ingenio que revela sino su falsedad, pues no se lo creen ni sus defensores, y su falta absoluta de oportunidad. Los ardorosos abolicionistas de las prohibiciones tal vez podrían aclararnos si incluyen en su generosa permisividad a la prohibición del racismo, o de los malos tratos domésticos, del terrorismo, de la exhibición de símbolos nazis, o de la explotación. Prohibido prohibir. ¿Seguro? Tal vez repliquen que se trata de hacer lo que a cada cual le venga en gana siempre que no se dañe a nadie. Mas entonces el lema pierde su carácter agresivo y revolucionario, y, como poco, se remonta a John Stuart Mill. Estos ácratas reaccionarios se niegan a comprender que detrás de la mayoría de las prohibiciones se esconde la defensa de algún derecho o libertad ajenos o de un bien jurídico que merece protección. Donde sólo ven limitación de su libertad, no alcanzan a percibir la libertad y el derecho ajenos.

Pero es que tan tenaces libertarios aman sólo su libertad, no la ajena, y previamente despojada de deberes y responsabilidades. Es una libertad sin cargas ni obligaciones. Uno posee, sin duda, autonomía para fumar, beber alcohol o consumir drogas. Es libre. Pero si enferma de cáncer, cirrosis o muere por sobredosis, la autonomía se desvanece en favor de la heteronomía, el paternalismo y el victimismo. La juerga depende del propio albedrío y, si es posible, se celebra con cargo a los presupuestos; la responsabilidad incumbe a las empresas tabacaleras, a los organizadores de macrofiestas o a los «camellos». Pero la responsabilidad de estos no elimina la de los ácratas autónomos. Siempre queda a salvo la inocencia e irresponsabilidad del buen libertario. Prohibido prohibir, y, si la cosa falla, siempre cabe recurrir a la culpa ajena y a la indemnización. Es la infancia perpetua, la irresponsabilidad permanente. Todos somos libres, todos irresponsables, inocentes, niños, sin deberes ni ideales. «Prohibido prohibir»: más que un torpe lema revolucionario, es la perfecta fantasía del niño mimado. Cuanto más reivindican su libertad, menos la ejercen. No estima la libertad quien no estima en la misma medida su otra cara: el deber y la responsabilidad.

Ignacio Sánchez Cámara, “Pobreza y liberalización”, ABC, 6.IV.02

La miseria y el hambre en el mundo es una tragedia que tiene solución y que testimonia contra la decencia humana. Pero esa solución depende, al menos, de dos factores: uno de naturaleza moral, relacionado con la solidaridad y la ayuda de los países ricos a los pobres; otro, de naturaleza intelectual, relativo a la idoneidad de las políticas para contribuir al desarrollo. El estado actual de ambos es deficiente. Ni el limitado altruismo de los ricos ni las terapias intervencionistas y antiliberales dominantes contribuyen a la solución del mal.

En la década anterior, las instituciones financieras internacionales recomendaron a los países en desarrollo medidas para fomentar el crecimiento que insistían en la liberalización y la privatización y en la austeridad presupuestaria. Su terapia fue criticada por no tener en cuenta la necesidad de reducir la desigualdad entre los países ni atender a los efectos negativos de esas políticas para algunos sectores de la población. Por estas razones, la Declaración del Milenio, firmada en 2000 por 150 estados, se comprometía a reducir la pobreza a la mitad en 2015. Desde este punto de vista, los resultados de la Cumbre de Monterrey pueden resultar decepcionantes, aunque sea más difícil alcanzar un acuerdo sobre sus causas. Se enfrentan, al menos, dos posiciones inconciliables, la de quienes cargan todo el problema en la cuenta del egoísmo de los ricos y quienes no ven razonable conceder ayudas sin condiciones a países gobernados por tiranías corruptas o que practican políticas económicas perversas o que constituyen una amenaza para la seguridad de aquellos a quienes solicitan la ayuda. No tener en cuenta este segundo aspecto del problema es injusto y demagógico. Tan cierto como que la ayuda debe aumentar lo es que no debe darse sin el cumplimiento de estrictas condiciones. Otra cosa es alimentar al enemigo y destinar fondos al beneficio de las oligarquías que nunca llegan a los necesitados.

Y en este ámbito es donde aparece la sinrazón de la ideología que culpa precisamente al remedio, las terapias liberalizadoras, de los males que causan las tiranías, la corrupción y las medidas colectivistas. Curiosa prueba de lucidez intelectual es esta consistente en denigrar lo que es condición inexcusable para salir del subdesarrollo. Es verdad que la llamada globalización ha aumentado las desigualdades, pero también lo es que ha favorecido a algunos países subdesarrollados y ha perjudicado a otros. Y tal vez convendría indagar las razones por las que unos países han crecido, reduciendo sus distancias con los países más desarrollados, mientras otros han sucumbido al caos y a la miseria, aumentando las distancias. Y al hacerlo tal vez comprobaríamos que la pobreza no tiene su única causa, ni, probablemente, la principal, en el egoísmo de los países ricos, sino también en los errores de la ideología económica y social dominante. Mientras abunden quienes piensan que la causa de la miseria debe imputarse al capitalismo internacional y al liberalismo, no se contribuirá a solucionar los dos aspectos del problema, pues muchos países subdesarrollados seguirán inmersos en la corrupción y en la tiranía, y otros desarrollados se negarán a financiar regímenes corruptos y políticas erradas. Del mismo modo que la mejor terapia para el crecimiento y la justicia social es la combinación de liberalización y políticas sociales para favorecer a los más necesitados, el mejor modo de luchar contra la miseria en el mundo es el aumento de la ayuda de los ricos combinada con la imposición de políticas liberalizadoras en los países pobres. La demagogia puede nacer de las buenas intenciones, pero nunca los errores pueden contribuir a mejorar un mundo tan necesitado de mejora.

Juan Manuel de Prada, “Pasarelas”, Reserva natural, p. 251

Nos están dando muchísimo la brasa con la Pasarela Cibeles, siguiendo una receta informativa que ya repite en los estómagos y cuyo exceso de levadura acabará por hacernos estallar. ¿No les parece que tanto desfile de alta costura ya se nos sale por las orejas? Yo estaría dispuesto a soportar este coñazo de la Pasarela Cibeles, incluso el coñazo homólogo de la Pasarela Gaudí, como manifestaciones del esnobismo autóctono, si no me atormentasen con desfiles foráneos, pero vivimos en la aldea global, y eso impone que el empacho tenga su prolongación cosmopolita. Como la moda no es una preocupación espontánea de la gente (del común de la gente) se han inventado esa patraña alevosa según la cual cualquier mamarrachada incubada por un modisto atufado de megalomanía es una creación artística. Hemos visto desfilar por las pasarelas muchas creaciones artísticas cuyo destino natural era el vertedero o la chatarrería que han sido saludadas como el advenimiento de una nueva vanguardia estética.

Con los engendros de la alta costura ocurre lo mismo que con las eyaculaciones mentales de los poetastros en el ámbito literario: no interesan a casi nadie, pero quienes los perpetran consiguen convocar una atención mediática que sólo se explica como una manifestación de mala conciencia colectiva. Han logrado convencernos de que cuatro trapos mal cosidos constituyen una emanación del espíritu y no una mera frivolidad para ociosos, y de este modo nos han hecho sentir inferiores o subalternos, por no seguir su dictadura bobalicona. Yo espero que algún día se desmonte esta impostura y dejen de darnos la tabarra con la moda, que lleva camino de convertirse en religión, con su martirologio presidido por Armani y su harén de diosecillas repetidas y prisioneras de la báscula.

Como la moda que padecemos es gregaria e imitativa, resulta que sus adeptos terminan también prisioneros de la báscula y combatiendo patéticamente su decadencia con potingues y cirugías. Está causando en estas fechas mucho revuelo la violencia física que se ejerce sobre las mujeres, pero un feminismo más sutil se opondría también a esta violencia espiritual que se impone desde las pasarelas y territorios limítrofes. ¿Alguien se ha parado a contar los casos de anorexia que se evitarían, si cesase esta tiranía de la moda? ¿Alguien se ha detenido a pensar por qué en las revistas de moda, que tantas chicas esgrimen como si fuesen un devocionario, nunca aparecen mujeres maduras, mancilladas por la edad o la celulitis? ¿Qué sibilinos mecanismos de sometimiento nos están inoculando? Los hombres, aunque no tardaremos en sucumbir a la epidemia, parecemos algo más reticentes a esta esclavitud. Yo, a las chicas que me recomiendan que jubile mis desfasadísimas gafas de carey, las excomulgo de mi corazón.