Joseph Ratzinger, “Cristianismo e Islam”, La Repubblica, 1.X.01

El cardenal Joseph Ratzinger, prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe, ha intervenido sobre el debate que provocó el primer ministro italiano Silvio Berlusconi, quien habría asegurado que la cultura cristiana es superior a la islámica.

Publicamos a continuación el texto de la entrevista que el cardenal Ratzinger concedió sobre el argumento el pasado 1 de octubre al diario italiano «La Repubblica».

–Eminencia, ¿comparte la afirmación del primer ministro italiano? –Cardenal Ratzinger: No me meto en las polémicas políticas. El tema es muy complejo. No debe ser afrontado en términos de superioridad de éste o del otro, pues el valor sociocultural de las sociedades a nivel empírico varía en el curso del camino de la historia».

–La evolución de las culturas, ¿se aplica también para el Islam? –Cardenal Ratzinger: Es un valor variable para todos, para el cristianismo, para el Islam, para el judaísmo o para cualquier otra religión. Dado que en estos días se habla tanto del Islam, lamentablemente con ocasión de los atentados de Nueva York, digamos que a nivel empírico la cultura islámica hizo sentir su influencia incluso en gran parte de Occidente, hasta aproximadamente el año mil después de Cristo.

–¿Qué sectores culturales en Occidente han sido plasmados por la cultura musulmana en los siglos de mayor influencia islámica? –Cardenal Ratzinger: Ciertamente, hasta todo el primer milenio, la civilización islámica fue superior en muchos campos: en la matemática, en la medicina, en las ciencias, en la arquitectura, en las artes. Formas culturales que todavía hoy tienen una gran presencia en Occidente.

–En los siglos siguientes se verificó una especie de decadencia de la cultura islámica. ¿Quizá por esto se dice que la cristiana es superior? –Cardenal Ratzinger: En estos análisis socioculturales es mejor tener cuidado cuando se habla de superioridad. Aunque es verdad que, desde el punto de vista histórico, en el segundo milenio, la cultura islámica experimentó formas de decadencia, mientras que la cultura occidental creció hasta conquistar niveles superiores. A nivel empírico, a través de los siglos, las formas culturales cambian y se transforman: es la historia.

–Y hoy, ¿a quién pertenece el primado entre Islam y Cristianismo? –Cardenal Ratzinger: Hoy, es difícil hablar de primado entre formas socioculturales diferentes. No es tan fácil. Es un tema delicado, profundo, complejo, que hay que afrontar con prudencia y con respeto recíproco.

–En su último libro «Dios y el mundo», usted sostiene que cristianos y musulmanes tienen un modo diverso de afrontar el destino del hombre decidido por Dios. ¿Por qué? –Cardenal Ratzinger: Sí, sobre el destino divino hay una divergencia real, o digamos una diferencia, entre el Islam y el cristianismo. Para los musulmanes, el destino está predeterminado por Dios y el hombre vive en una especie de red que limita en gran manera sus movimientos. La fe cristiana, por el contrario, cuenta con el factor de la libertad. Esto significa que, para el cristiano, Dios, por una parte abraza todo, sabe todo, guía el curso de la historia, pero ha predispuesto las cosas de tal modo que la libertad encuentra su lugar. En síntesis, para mí, cristiano, Dios tiene la historia en sus manos, pero me da la libertad de entregarme completamente a su amor o de rechazarlo.

–Libertad que puede llevar también a equivocarse, como lo prueban los vientos de guerra de estos días. ¿Serán escuchados los llamamientos del Papa? –Cardenal Ratzinger: Esperemos. El Papa ha sido clarísimo, ha dicho todo lo que debía decir, o sea que, si se quiere respetar a las víctimas inocentes estadounidenses, con la guerra todo está perdido, con la paz todo es posible. Roguemos a Dios para que se le escuche.

Tomado de Zenit, ZS01100201

Joseph Ratzinger, “Católicos, ¿futuro de minoría?”, Alfa y Omega, 27.IX.01

Peter Seewald ha mantenido una entrevista con el cardenal Joseph Ratzinger, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, plasmado en el libro “Dios y el mundo”, que acaba de editar en Italia Ediciones San Pablo. El diario católico Avvenire lo ha presentado en una página, de la que ofrecemos lo esencial La faja publicitaria de la cubierta habla de un nuevo Informe sobre la fe. Como en el precedente Informe-entrevista realizada al cardenal por Vittorio Messori, también en el nuevo libro-entrevista el Prefecto de la Doctrina de la Fe no se sustrae a las provocaciones del periodista y escritor alemán Peter Seewald. El cardenal Ratzinger afronta, con su habitual franqueza, las cuestiones espinosas de siempre: la crisis de la fe, los milagros, Dios y la razón, existencia y naturaleza de Cristo, la unidad de los cristianos… Para dar una idea, la primera pregunta de la entrevista -grabada en tan sólo 4 días en la abadía de Montecasino- dice: “Eminencia, ¿usted también, a veces, tiene miedo de Dios?” Y Ratzinger responde: “No hablaría de miedo. Gracias a Cristo sabemos cómo es Dios, sabemos que nos ama… Sin embargo, advierto siempre el sentido fulminante de mi inadecuación a la idea que Dios tiene de mí”. Éstas son algunas de sus respuestas: –Hace mucho años, usted hablaba en términos proféticos sobre la Iglesia del futuro: la Iglesia -decía entonces- “se reducirá en sus dimensiones, hará falta recomenzar de nuevo. Pero de esta prueba saldrá una Iglesia que habrá sacado una gran fuerza del proceso de simplificación que habrá atravesado, de la renovada capacidad para mirar dentro de sí misma. ¿Cuál es la perspectiva que nos espera en Europa? Para empezar, la Iglesia “se reducirá numéricamente”. Cuando hice esta afirmación, me llovieron de todas las partes reproches de pesimismo. Y hoy que todas las prohibiciones parecen caídas en desuso, entre ellas las que se refieren a lo que se viene llamado pesimismo y que, a menudo, no es otra cosa que sano realismo, cada vez son más los que admiten la disminución del porcentaje de los cristianos bautizados en la Europa actual: en una ciudad como Magdeburgo el porcentaje de los cristianos es tan sólo del 8% de la población total, incluyendo todas las confesiones cristianas. Los datos estadísticos muestran tendencias irrefutables. En este sentido se reduce la posibilidad de identificación entre pueblo e Iglesia en determinadas áreas culturales. Debemos tomar nota con sencillez y realismo.

La Iglesia de masa puede ser algo muy bonito, pero no es necesariamente la única modalidad de ser de la Iglesia. La Iglesia de los primeros tres siglos era pequeña, sin por esto ser una comunidad sectaria. Por el contrario, no estaba cerrada en sí misma, sino que sentía una gran responsabilidad respecto a los pobres, los enfermos, respecto a todos. En su seno encontraban sitio todos aquellos que se nutrían de una fe monoteísta, en búsqueda de una promesa. Esta conciencia de no ser un club cerrado, sino de estar abiertos a la comunidad en su conjunto, siempre ha sido un componente no eliminable en la Iglesia. Al proceso de reducción numérica que estamos viviendo hoy, tendremos que hacerle frente también precisamente explorando nuevas formas de apertura al exterior, nuevas modalidades de participación de aquellos que están fuera de la comunidad de los creyentes. No tengo nada en contra de que personas que durante el año no han pisado la iglesia vayan a la misa la noche de Navidad, o con ocasión de otra festividad, porque también ésta es una forma de acercarse a la luz. Debe, por tanto, haber formas diversas de implicación y participación.

–Pero la Iglesia ¿puede de verdad renunciar a su aspiración de ser una Iglesia de la mayoría? Debemos tomar nota de la disminución de nuestras filas, pero debemos seguir siendo igualmente una Iglesia abierta. La Iglesia no puede ser un grupo cerrado, autosuficiente. Debemos ser, sobre todo, misioneros, en el sentido de volver a proponer a la sociedad aquellos valores que son los fundamentos de la forma constitutiva que la sociedad misma se ha dado, y que están en la base de la posibilidad de construir una comunidad social verdaderamente humana. La Iglesia continuará proponiendo los grandes valores humanos universales. Porque, si el Derecho ha dejado de tener cimientos morales compartidos, se viene abajo también en cuanto Derecho. Desde este punto de vista la Iglesia tiene una responsabilidad universal. Responsabilidad misionera significa precisamente, como dice el Papa, intentar verdaderamente una nueva evangelización. No podemos aceptar tranquilamente que el resto de la Humanidad vuelva a precipitarse en el paganismo, debemos encontrar el camino para llevar el Evangelio también a los no creyentes. La Iglesia debe recurrir a toda su creatividad para hacer que no se apague la fuerza viva del Evangelio.

–¿Qué cambios sufrirá la Iglesia? Creo que tendremos que ser muy cautos a la hora de arriesgar previsiones, porque el desarrollo histórico siempre ha dado muchas sorpresas. La futurología se estrella frecuentemente. Nadie, por ejemplo, se arriesgó a prever la caída de los regímenes comunistas. La sociedad mundial cambiará profundamente, pero todavía no estamos en grado de prever qué implicará la disminución numérica del mundo occidental, que todavía es el dominante, cuál será la nueva cara de Europa transformada por los flujos migratorios, qué civilización y qué formas sociales se impondrán. Lo que de todos modos sí es claro es la diversa composición del potencial sobre el cual se sostendrá la Iglesia occidental. Lo que más cuenta es en mi opinión es el esencializar, por usar una expresión de Romano Guardini. Es necesario evitar elaborar preconstrucciones fantásticas de algo que podrá revelarse muy diverso y que no podemos prefabricar en los meandros de nuestro cerebro, para concentrarse, sin embargo, sobre lo esencial, que podrá después encontrar nuevos modos de encarnarse. Es importante un proceso de simplificación que nos consienta distinguir lo que constituye la viga maestra de nuestra doctrina, de nuestra fe, lo que en ella tiene un valor perenne. Es importante volver a proponer en sus componente fundamentales las grandes constantes de fondo, los interrogantes sobre Dios, la salvación, la esperanza, la vida, sobre todo lo que éticamente tiene un valor básico.

Biografía de C. S. Lewis

Tomada de la primera “Crónica de Narnia”, en la edición de Andrés Bello: Clive Staples Lewis es considerado como una de las figuras más interesantes del pensamiento inglés de nuestro siglo. Nació en 1898 y falleció en 1963. Estudió literatura y destacó como crítico y novelista y también por sus escritos morales. Entre 1925 y 1954 se desempeñó como ‘fellow y tutor” en Magdalen College, Oxford, y en 1954 fue nombrado profesor en la Universidad de Cambridge, en la cual, hasta su muerte, enseñó literatura inglesa medieval y del Renacimiento.

Su cultura literaria, filosófica y teológico fue impresionante, al igual que lo fueron su imaginación y talento de escritor. A estas condiciones une una profunda religiosidad cristiana actual y, como sostienen algunos comentaristas, “de vuelta” de todas las tentaciones contemporáneas.

Entre sus textos de crítica están “The Allegory of love” y la “Literatura Inglesa del siglo XVI”.Sus obras más conocidas son sus escritos religiosos y morales, como su estudio sobre el problema del dolor (“The problem of pain”).”Cartas del diablo a su sobrino” (“The screwtape Letters”) y otras.

Algunos de sus libros abordan temas de ciencia ficción: “Out of the Silent Planet” es la primera de tres novelas que además destacan por su fuerte sentido cristiano.

Con “El León, la Bruja y el Ropero” Lewis inició una serie de siete libros para niños que reunió bajo el título “Las crónicas de Narnia”. Es una obra en la que resaltan el brillo y talento del autor, junto a una imaginación desbordante y a un lenguaje de riqueza extraordinaria.

Tomada de la enciclopedia Microsoft Encarta 97: Lewis, Clive Staples (1898-1963), crítico, académico y novelista inglés, nació en Belfast (Irlanda). Estudió en escuelas privadas y completó su formación en la Universidad de Oxford. Fue tutor y miembro del consejo de Gobierno de Oxford entre 1925 y 1954. Posteriormente dio clases de literatura medieval inglesa en la Universidad de Cambridge.

Su principal obra crítica es Alegoría del amor (1936), donde estudia las relaciones entre la literatura medieval y el amor cortesano. Esta obra consolidó su prestigio académico. Sin embargo, Lewis es más conocido por sus análisis de problemas morales y religiosos resultado de sus vivencias: se educó en el protestantismo del Ulster, se hizo agnóstico por la influencia pagana de la lectura de los clásicos y abrazó la fe cristiana tras largas discusiones con su amigo Tolkien. Su trilogía Perelandra, que comenzó con El planeta silencioso (1938), resultó ser una fusión sin precedentes de ciencia ficción, fantasía y alegoría. Entre sus estudios sobre las creencias del cristianismo tradicional, basadas en parte en sus conferencias radiofónicas para la BBC durante la II Guerra Mundial, figuran Más allá de la personalidad (1940), Milagros (1947), y La cristiandad (1952). Una de sus obras más populares es Cartas del diablo a su sobrino (1942), en las que un diablo anciano instruye sardónicamente a su aprendiz en los métodos de la tentación moral. Lewis describió su propia conversión al cristianismo en Sorprendido por la alegría (1955). Escribió asimismo una serie muy popular de libros infantiles titulada Crónicas de Narnia, que comenzó en 1950 con El león, la bruja y el armario, una obra alegórica y fantástica sobre la eterna lucha del bien y el mal bajo una concepción católica, en la que al final el creador del país de Narnia se inmola para salvar el mundo; aunque la obra rebosa optimismo y humor. Un género que también cultivó su amigo J. R. Tolkien en El señor de los anillos.

Tomada de Miguel Casas Ruiz (www.menteabierta.org): Clive Staples Lewis fue bautizado el 29 de Junio de 1899 en la iglesia de San Marcos Dundela de Belfast, Irlanda.

Su padre, Albert era notario y provenía de una familia de granjeros de Gales que habían inmigrado a Irlanda. Había empezado como obrero y terminó como socio de una importante firma de ingeniería y armadores de buques. De talante sentimental, era apasionado y melodramático; tan tierno como lleno de ira, muy al contrario de su madre, Flerence Augusta Hamilton que hacía gala de una mente crítica e irónica. Ella provenía de una familia de clérigos y abogados y era la hija de un pastor protestante. Esta diferencia tan notable de caracteres en las familias, marcó parte del temperamento y carácter de C. S. Lewis.

Desde su más tierna infancia estuvo rodeado de libros de todas clases, algunos poco recomendables para un niño de su edad. Lejos de ser criado en un puritanismo estricto, Lewis fue enseñado en la rutina de ir a la iglesia y de rezar a su debido tiempo que él, por su parte, aceptó sin un interés especial.

Cuando sólo contaba 9 años de edad, su madre enfermó de cáncer murió. Esta muerte marcó su vida. No sólo le dejó huérfano sino que también le separó de su padre quien, bajo la presión de la enfermedad de su esposa, se había convertido en un hombre hosco con un temperamento imprevisible. A tierna edad Lewis ya había empezado a escribir narraciones fantásticas que ocurrían en un mundo donde los personajes eran animales.

A los 14 años, entró en el Malvern College de Inglaterra, después de haber recibido una educación preliminar en diferentes colegios. En su etapa final de preparación tuvo la importante influencia de su tutor, un profesor ateo y racionalista. Bajo su influencia fue desarrollándose en C. S. Lewis una conversión gradual hacia la increencia. Un extraño pensamiento ateo combinado con creencias ocultistas fue el resultado.

La imaginación, de un tipo o de otro, jugó siempre un papel preponderante en su vida. La lectura de la obra “Sigfrido y el ocaso de los dioses” lo envolvió en la pasión más pura por lo nórdico, llegando a ser un verdadero erudito en la materia. Durante su época de universitario sus sentimientos hacia la naturaleza se ensalzaron al más puro sentido de lo romántico, desplazando su primitiva pasión por la mitología nórdica que imperceptiblemente terminó por convertirse en un interés puramente “científico”.

A finales de 1916 se presentó en Oxford para el examen a una beca. Entró en la Residencia en el trimestre del verano de 1917. Corrían los tiempos de la Primera Guerra Mundial y tuvo que alistarse en el ejército. Fue destinado a Francia y allí, convaleciente de una enfermedad, tuvo su primer encuentro con la obra de G. K. Chesterton. Podría pensarse que debido a su ateísmo, a su carácter pesimista y al rechazo que sentía por todo sentimentalismo, fuera el autor con quien menos congeniase. La realidad, en cambio, fue que lo conquistó inmediatamente. Aceptó y disfrutó de lo que decía en sus obras y sentía el encanto de la bondad que transmitían.

La lectura de las obras de George McDonald, le abrió la frontera a un nuevo mundo, un mundo de beatitud, en donde Dios estaba más cerca de la realidad de lo que nunca antes había vivido. Leer a Chesterton y a McDonald no es lo más recomendable a uno que se dice ser ateo.

La guerra terminó para él cuando fue herido por un obús inglés. Durante su convalecencia tuvo otra experiencia trascendental en la lectura de Bergson. Fue una experiencia que revolucionó su vida emocional y le abrió las puertas a la comprensión hacia autores apasionados a los que hasta ese momento había rechazado.

En enero de 1919 regresó a Oxford y vivió situaciones y momentos que tuvieron una influencia esencial en su forma de ver la vida. Tuvo la ocasión de poder ver que los valores más difíciles actúan en nuestras vidas y cambian nuestro pensamiento. Y esto debido a distintas circunstancias como fue las conversaciones con un cura católico apóstata, la experiencia de ver a un ser querido que había experimentado con toda clase de experiencias “espirituales” volverse loco y la conversión de sus mejores amigos a la corriente antroposofista de Steniner que invadía el mundo intelectual de la época. Todo esto le llevó a plantearse cuestiones que hasta entonces creía tener resueltas.

El 1922 terminó su carrera y estuvo un año más dedicado al estudio de la literatura inglesa. En la obra de los autores cristianos que por su pensamiento deberían estar distantes de su ateísmo, encontró una plenitud de vida que faltaba en el racionalismo laico.

Durante parte de su existencia Lewis buscó la felicidad a través de la belleza, en la creatividad humana, en la mitología nórdica, en los clásicos Platón, Aristóteles, Lucrecio, Cátulo, Tácito y Herodoto. Encontró belleza en Shelley y en Morris e inteligencia en Yeats. Aprendió francés para poder leer a Maeterlinck. Le sorprendió el lado salvaje del romanticismo Wilde y le interesaba la obra de Beardley. Toda su vida estuvo leyendo: Kant, Shopenhauer, Morris, Yeats, Tennyson, Goethe, Voltaire. En su búsqueda de la felicidad se topó con George McDonald y con Dante, con Milton , con Chesterton, Spinoza, Bergson y Spenser, autores cuyas obras le llevaron a un reflexión sobre Dios que cambió radicalmente su vida. Pasó de un tiempo agriamente descreído, viviendo una ausencia de todo, a percibir la verdad del Evangelio que anteriormente había considerado otra fábula más. Finalmente se convirtió al cristianismo. Su racionalismo fue vencido por la razón de Dios. Se encontró con la fe que le abrió los ojos. Su inteligencia y su mente lógica, su preparación y su sensibilidad se rindieron a la evidencia de Jesucristo como Señor y Redentor y desde entonces su vida ya no fue la misma. Era un hombre nuevo. De Antítesis plena pasó a ser llamado a predicar la Gloria de Vida eterna que hay en el seguimiento de Jesucristo.

Fue contratado como profesor por la Universidad y en 1925 fue nombrado miembro del Magdalen College. Por esa época ya había abandonado su actitud racionalista y allí conoció a dos nuevos amigos, ambos cristianos, Dysson y J.R.R. Tolkien. La amistad con este último marcó la caída de los viejos prejuicios.

En 1925 fue elegido Miembro del Magdalen College de Oxford y estuvo 29 años enseñando Literatura y Lengua Inglesa. En 1937 recibió el Premio Gollancz Memorial de literatura en reconocimiento a su estudio de la tradición medieval en “The Allegory of Love”. Fue nombrado Doctor of Divinity por la Universidad de St. Andrews en 1946 y más tarde en 1948 Miembro de la Royal Society of Literature. Se le concedió el Doctorado en Letras por la Universidad de Laval en Quebec en 1951. Y en 1954 aceptó la cátedra de Literatura Medieval y del Renacimiento de la Universidad de Cambridge. Miembro de la Academia Británica, rehusó la Orden del Imperio Británico. En 1957 recibió la Carnegie Medal en reconocimiento por su obra “The Last Battle.” En 1958 Lewis fue elegido Miembro Honorario de la University College, Oxford y un año más tarde fue nombrado Doctor Honorario de Literatura por la Universidad de Manchester.En 1956 se casó con la poetisa americana Joey Davidman. Su matrimonio duró sólo 4 años a causa de la enfermedad de ella, que murió en el 1960 cuando tenía 45 años de edad. En ella Lewis no sólo encontró el amor de una mujer, sino también a una amiga y a una interlocutora activa, inteligente y dispar. Sus caracteres tan distintos les llevaban a controversias bizantinas que podían durar días. Fue un tiempo de serenidad y plenitud.

La obra de C.S. Lewis es ingente y diversa. Su fertilidad creativa le llevó a mezclar estilos tan dispares como son narraciones de ficción, ensayos y poesía. En todos ellas, sin embargo, se encuentran ese sello personalísimo de su autor, su frescura, su bondad, su inteligencia y sensibilidad. Pero donde verdaderamente puso todo su empeño fue en la difusión de la fe cristiana. Ahí se destacó como el apologista más importante de este siglo.

El pensamiento de C.S. Lewis se puede identificar con cualquier rama del saber, debido a la importancia que reviste el ser humano en su pensamiento. Temas como, el lugar del hombre en el universo, la unidad sustancial de cuerpo y alma, el amor y el dolor, alcanzar a Dios partiendo de experiencias fundamentales.

A partir de ahí Lewis muestra la verdad de la revelación como la clave de la inteligibilidad del misterio del hombre. Su pensamiento gira alrededor de estas tres realidades: la existencia de un Dios personal, la centralidad de Cristo en la creación y la historia de la salvación del hombre.

Sus obras más célebres son (traducidas al castellano): Los Cuatro amores, Mientras no tengamos rostro, El diablo propone un brindis, Cartas del diablo a su sobrino, El problema del dolor, Mero Cristianismo, Dios en el banquillo, El gran divorcio, Lo eterno sin disimulo, Las Crónicas de Narnia y la Trilogía de Ransom.

Siempre vigilante a la actualidad, sensible a los problemas del hombre, no perdía ocasión para dar un testimonio de verdad intemporal. Cualquier oportunidad era propicia para hablar, escribir, impugnar, rebatir, contradecir y pelear con argumentos lógicos, como ecuaciones precisas de la geometría divina.

Lewis explicó y defendió la fe cristiana al hombre de hoy y lo hizo poniendo su talento y sus conocimientos al servicio de Dios. Murió el 22 de noviembre de 1963, el mismo día que asesinaron al presidente Kennedy. Contaba 65 años de edad.

C. S. Lewis, “La abolición de la educación”

Fragmentos de “El diablo propone un brindis”.

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C. S. Lewis, “La obra bien hecha y las buenas obras”

“El diablo propone un brindis”, Ed. Rialp.

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C. S. Lewis, “La abolición del hombre”

“La conquista de la Naturaleza por parte del hombre” es una expresión utilizada habitualmente para describir el progreso de las ciencias aplicadas. “El Hombre ha derrotado a la Naturaleza”, le dijo alguien a un amigo mío hace poco tiempo. En su contexto, estas palabras tenían una cierta trágica belleza, pues quien las pronunciaba se estaba muriendo de tuberculosis. “No importa”, siguió diciendo: “Sé que soy uno de las pérdidas. Está claro que hay pérdidas tanto en la parte ganadora como en la parte perdedora. Pero no altera el hecho de que sea ganadora”. He elegido esta historia como punto de partida con el fin de poner en claro que no deseo menospreciar lo que de verdaderamente beneficioso existe en el proceso descrito como “La conquista humana”, y mucho menos toda la verdadera pasión y el sacrificio personal que lo han hecho posible. Pero una vez dicho esto, debo proceder a analizar esta concepción un poco más de cerca. ¿En qué sentido es el Hombre el poseedor de un poder creciente sobre la naturaleza? Consideremos tres ejemplos típicos: el avión, la radio y los anticonceptivos. En una comunidad civilizada y en tiempo de paz, cualquiera que se lo pueda permitir puede hacer uso de estas tres cosas. Pero no se puede decir estrictamente que quien lo hace esté ejerciendo su poder personal o individual sobre la Naturaleza. Si te pago para que me lleves no se puede decir que yo sea un hombre con poderío. Todas y cada una de las tres cosas que he mencionado les pueden ser negadas a algunos hombres por parte de otros hombres: los que las venden, o por los que permiten la venta, o por los que poseen los medios de producción o por quienes los producen. Lo que llamamos el poder del Hombre es, en realidad un poder que poseen algunos hombres, que pueden permitir o no que el resto de los hombres se beneficien de él. De nuevo, en lo que se refiere al poder del avión o de la radio, el Hombre es tanto el paciente u objeto como el poseedor de tal poder, puesto que es blanco tanto de las bombas como de la propaganda. En lo que respecta a los anticonceptivos, existe paradójicamente un sentido negativo por el que todas las posibles generaciones futuras son pacientes u objetos de un poder que ejercen sobre ellas los que aún viven. A través de la contracepción, simplemente se les niega la existencia; a través de la contracepción, se les obliga a ser, sin que les pida opinión, lo que una generación, por sus propias razones, pueda elegir. Bajo este punto de vista, lo que llamamos el poder del Hombre sobre la Naturaleza se revela como un poder ejercido por algunos hombres sobre otros con la Naturaleza como instrumento.

Por supuesto que es un tópico lamentarse de que, hasta ahora, los hombres han usado equivocadamente y contra sus propios congéneres el poder que la ciencia les ha otorgado. Ni siquiera es éste el punto sobre el que quiero reflexionar. No me estoy refiriendo a abusos o corrupciones particulares que una mayor moralidad pudiera subsanar; estoy considerando lo que debe ser siempre y esencialmente lo que llamamos “el poder del Hombre sobre la Naturaleza”. Sin duda, este cuadro se podría modificar con la estatización de las materias primas y las empresas y mediante el control público de la investigación científica. Pero, a menos que existiera un único Estado mundial, esto todavía significaría la preponderancia de unas naciones sobre otras. E incluso esta única Nación o Estado mundial, significaría (en general) el poder de las mayorías sobre las minorías y (en particular) el poder del gobierno sobre el pueblo. Y todas las acciones de poder a largo plazo, especialmente en lo que respecta a la natalidad, significan el poder de las generaciones previas sobre las posteriores.

Este último punto no siempre se enfatiza lo suficiente, pues los estudiosos de los asuntos sociales aún no han aprendido a imitar a los físicos en la consideración del tiempo como dimensión. A fin de comprender totalmente lo que significa realmente el poder del Hombre sobre la Naturaleza y, por tanto, el poder de algunos hombres sobre otros, debemos considerar en el tiempo la raza humana, desde la fecha de su aparición hasta la de su extinción. Cada generación ejercita un poder sobre sus sucesores y cada una, en la medida que modifica el medio ambiente que hereda y en la medida que se rebela contra la tradición, limita y se resiste al poder de sus predecesores. Esto modifica el cuadro que, a veces, se nos presenta: una progresiva emancipación frente a la tradición y un control progresivo de los procesos naturales resultantes del continuo incremento del poder humano. En realidad, por supuesto, si cada generación realmente alcanzara, mediante una educación eugenésica y científica, el poder de realizar en sus descendientes lo que ella deseara, cualquier hombre que viviera tras dicha generación sería objeto de tal poder. Y no sería más fuerte, sino más débil: aunque hayamos podido poner útil maquinaria en sus manos, habremos prefijado cómo se debe usar. Y si, como suele suceder, la generación que hubiera logrado el máximo poder sobre la posteridad fuera también la generación más emancipada de la tradición, se vería comprometida en reducir el poder de sus predecesores tan drásticamente como el de sus sucesores. También tenemos que recordar que, aparte de esto, cuanto más reciente es una generación, tanto más cercana está de la fecha en que las especies se hayan de extinguir, y tanto menos poder tendrá para avanzar, pues sus sujetos serán cada vez menos en número. Por consiguiente, no se puede plantear la cuestión del poder conferido a la raza como algo que se asienta con firmeza en la medida en que la raza progresa. Los últimos hombres, lejos de ser herederos del poder, serán sobre todo los más sujetos a la mano mortal de los grandes planificadores y manipuladores, y serán menos capaces de ejercer un poder sobre el futuro.

El cuadro resultante es el de una época dominante -pongamos por caso el siglo X d.C.- que resiste con éxito a las generaciones precedentes y domina de forma irresistible a las posteriores y, por tanto, es la auténtica guía de la especie humana. Y centrándonos en esta generación, (que es en sí una minoría infinitesimal de la especie) el poder lo ejercerá una minoría aún más reducida. La conquista de la Naturaleza, si se cumple el sueño de ciertos científicos planificadores, resultará ser el proyecto de algunos cientos de hombres sobre miles de millones. Ni hay ni puede haber incremento alguno del poder por parte del Hombre. Todo poder conquistado por el hombre es también un poder ejercido sobre el hombre. Todo avance debilita al tiempo que fortalece. En toda victoria, el general, además de triunfar, es también el esclavo que sigue el coche triunfal.

Aún no estoy considerando si el resultado de tales victorias ambivalentes es algo bueno o malo. Sólo pretendo clarificar lo que significa la conquista de la Naturaleza verdaderamente y, en especial, cuál es el peldaño final de tal conquista (peldaño que, por otra parte, no parece estar lejano). El peldaño final se alcanza cuando mediante la eugenesia, mediante la manipulación prenatal y mediante una educación y una propaganda basadas en una perfecta psicología aplicada, el Hombre logra un completo control sobre sí mismo. La naturaleza humana será el último eslabón de la Naturaleza que capitulará ante el Hombre. En ese momento se habrá ganado la batalla. Habremos “arrancado el hilo de la vida de las manos de Cloto” y, en adelante, seremos libres para hacer de nuestra especie aquello que deseemos. La batalla estará, ciertamente ganada. Pero ¿quién, en concreto, la habrá ganado? El poder del Hombre para hacer de sí mismo lo que le plazca significa, como hemos visto, el poder de algunos hombres para hacer de otros lo que les place. No cabe duda de que siempre, a lo largo de la historia, la educación y la cultura, de algún modo, han pretendido ejercer dicho poder. Pero la situación que tenemos en ciernes es novedosa en dos aspectos. En primer lugar, el poder estará magnificado. Hasta ahora, los planes educativos han logrado poco de lo que pretendían y de hecho, cuando los repasamos (cómo Platón considera a cada niño “un bastardo que se refugia tras un pupitre”, y cómo Elyot desearía que el niño no viese hombre alguno hasta los siete años, y cumplida esa edad, no viese a ninguna mujer, y cómo Locke quiere a los niños con zapatos rotos y sin aptitudes para la poesía) podemos agradecer la beneficiosa obstinación de las madres reales, de las niñeras reales, y sobre todo, de los niños reales por mantener la raza humana en el grado de salud que todavía tiene. Pero los que moldeen al hombre de esta nueva era estarán armados con los poderes de un estado omnicompetente y una irresistible tecnología científica: se obtendrá finalmente una raza de manipuladores que podrán, verdaderamente, moldear la prosperidad a su antojo.

La segunda diferencia es, si cabe, más importante aún. En los antiguos sistemas, tanto el tipo de hombre que los educadores han pretendido producir como sus motivos para hacerlo estaban prescritos por una Norma moral; una Norma a la que estaban sujetos los propios maestros y frente a la que no pretendían tener la libertad de desviarse. No aquilataban a los hombres según el esquema por ellos preestablecido. Manejaban lo que habían recibido: iniciaban al joven neófito en el misterio de la humanidad que a ambos concernía; es decir: los pájaros adultos enseñando a volar a los jóvenes. Pero esto se modificará. Los valores no son simplemente fenómenos naturales. Se pretende generar juicios de valor en el alumno como resultado de una manipulación. Sea cual fuere la Norma, será el resultado y no el motivo de la educación. Los Manipuladores se han emancipado de todo esto. Han conquistado una parcela más de la Naturaleza. El origen último de toda acción humana ya no es, para ellos, algo dado. Es algo que manejan, como hace con la electricidad: es misión de los Manipuladores controlar dicho origen y no someterse a él. Saben cómo concienciar y qué tipo de conciencia suscitar. Ellos se sitúan aparte, por encima. Estamos considerando el último eslabón de la lucha del Hombre ante la Naturaleza. La última victoria se ha producido. La naturaleza humana ha sido conquistada, sea cual fuere el sentido de dichas palabras.

Los Manipuladores, en ese punto, estarán en condiciones de elegir el tipo de Norma artificial que quieran imponer, según sus propias razones adecuadas, sobre la raza humana. Son los motivadores, los creadores de motivos. Pero ¿de dónde sacarán ellos esos motivos? En principio, quizás tengan reminiscencias en sus propias mentes de la antigua Norma “natural”. Por tanto, se considerarán a sí mismos como servidores y guardianes de la humanidad y creerán tener el “deber” de hacerlo “bien”. Pero sólo la confusión les permitirá permanecer en esa situación. Consideran el concepto de deber como el resultado de ciertos procesos que ahora pueden gobernar. Su victoria ha consistido, precisamente, en pasar del estado en que eran objetos de dichos procesos al estado en que los utilizan como herramientas. Una de las cosas que deben decidir ahora es si condicionarnos al resto de tal modo que podamos seguir teniendo la vieja idea del deber y las antiguas reacciones ante él. ¿De qué manera les puede ayudar el deber a decidir una cosa así? Someten a juicio el propio deber: pero en dicho juicio el deber no puede ser al mismo tiempo juez. Y así, lo intrínsecamente “bueno” se queda estancado, no mejora. Saben con precisión cómo producir en nosotros una docena de concepciones diferentes del bien. La cuestión es cuál de ellas se lleva a la práctica, en caso de que se lleve alguna. Ninguna de las distintas concepciones del bien les puede ayudar a decidir. Es absurdo centrarse en algo que se compara para hacerlo modelo de comparación.

A alguien podría parecerle que estoy imaginando dificultades ficticias para mis Manipuladores. Otros críticos, más ingenuos, podrían preguntar: “¿Por qué presupones que son tan malvados?” Sin embargo, yo no presupongo que sean hombres malvados, pues ni siquiera son ya hombres -en el antiguo sentido de la palabra-. Son, si se quiere, hombres que han sacrificado su parte de humanidad tradicional a fin de dedicarse a decidir lo que a partir de ahora ha de ser la “Humanidad”. “Bueno” y “malo”, aplicadas a ellos, son palabras vacías, puesto que el contenido de las mismas se deriva, en adelante, de ellos mismos. No es ficticia, por consiguiente, la dificultad. Podemos suponer que fue posible decir: “Después de todo, la mayoría queremos más o menos lo mismo: comida, bebida e intercambios sexuales, diversión, arte, ciencia, y una vida lo más larga posible para los individuos y para la especie. Digámosles, simplemente: Esto es lo que nos gusta; y manipulemos a los hombres de modo que logremos el objetivo. ¿Cuál es el problema?” Pero no es ésta la respuesta. En primer lugar, es falso que a todos nos gusten las mismas cosas. Pero aunque así fuera, ¿qué motivo impulsa a los Manipuladores a despreciar satisfacciones y vivir días laboriosos a fin de que, en el futuro, tengamos lo que nos gusta? ¿Su deber? Su deber no es otro que la Norma, que decidirán si imponernos o no, pero que no será válida para ellos. Si la aceptan ya no serán los que deciden sobre las conciencias, sino que aún estarían sujetos a la Norma y, en tal caso, no habría acontecido la conquista definitiva de la Naturaleza. ¿La preservación de las especies? ¿Por qué han de ser protegidas las especies? Uno de los problemas que dejarían tras ellos sería si a este sentimiento hacia la posteridad (que bien saben ellos cómo producir) se le debe dar o no continuidad. No importa cuánto se retrotraigan o cuánto profundicen, pues no encontrarán base alguna sobre la que fundamentarlo. Todo motivo que pretendan poner en juego se convertirá, de primera, en petitio. No es que sean hombres malvados; es que no son hombres en absoluto. Apartándose de la Norma han dado un paso hacia el vacío. Y no es que sean, necesariamente, gente infeliz. Es que no son hombres en absoluto: son artefactos. La conquista final del Hombre ha demostrado ser la abolición del Hombre.

Miguel A. Cárceles, “Educación afectivo-sexual de niños y adolescentes”, Palabra, IV.01

Dios, que es amor y vive en una comunidad de amor, al crear al hombre a su imagen y semejanza le ha conferido una vocación como la suya: una vocación al amor. Este amor es siempre don de sí mismo.

«El hombre y la mujer pueden llevar a cabo esa llamada, o como personas individuales, o unidos con carácter permanente en una pareja que forma una comunidad de amor. Si lo hacen individualmente vivirán la virginidad; cuando establecen una comunidad de amor, la viven en el matrimonio. Pero en ambos casos es la totalidad de la persona la que hace el don de sí» (Engracia A. Jordán, La educación para el amor humano).

Siendo el hombre un compuesto de cuerpo y alma, su radical vocación a amar abarca también el cuerpo humano, que se hace partícipe del amor espiritual. El hombre ama con todo su ser, en cuerpo y alma.

Educación de la afectividad La sexualidad no puede reducirse a un fenómeno puramente biológico: a la experiencia genital, a la unión carnal hombre–mujer. La sexualidad alcanza categoría humana cuando se enlaza en el misterio del amor, esencial en la existencia del hombre. Por esta razón, la educación sexual ha de estar incluida en el marco de la educación de la afectividad, es decir, en la educación de los sentimientos y tendencias humanas, entre las que el amor tiene carácter primordial.

Cuando el sexo no se entiende enmarcado en la espiritualidad se vuelve inhumano, y lo inhumano es más bajo que lo puramente animal. El sexo aislado del mundo espiritual –del contexto global del hombre– ve en el otro un «objeto sexual», no «una persona amada». La pura unión carnal, desprovista de espíritu, rebaja las personas a la condición de cosas que sólo tienen sentido en cuanto producen satisfacción o placer.

«Dado que la vida se hace específicamente humana en la medida en que se utiliza la razón –afirma Víctor García-Hoz–, la educación empieza por una acción sobre la inteligencia. De aquí la consecuencia de que toda educación en le aspecto sexual tiene que apoyarse en la formación de una conciencia clara del papel que desempeñamos cara a Dios en nuestra vida».

Esta educación afectivo-sexual debe ser, por tanto, una educación para el amor, que oriente a cada uno, según su vocación específica, hacia la virginidad o hacia el matrimonio. La primera es una vocación al amor, al don de sí mismo primero a Dios y en Él a todos los hombres. La segunda requiere una sana educación para el amor conyugal, que es un amor de totalidad.

Actualidad y urgencia «En la actual situación socio–cultural es urgente dar a los niños, a los adolescentes y a los jóvenes una positiva y gradual educación afectivo–sexual, ateniéndose a las disposiciones conciliares. El silencio no es una norma absoluta de conducta en esta materia, sobre todo cuando se piensa en los numerosos «persuasores ocultos» que usan un lenguaje insinuante» (S. C. para la Educación Católica, Orientaciones educativas sobre el amor humano. Pautas de educación sexual, nº 106).

La razón es obvia: el tema del sexo está en la calle y entra en el hogar a través de los medios de comunicación social, que con gran frecuencia emplean un lenguaje destinado únicamente a estimular el instinto y a provocar manifestaciones sexuales desconectadas con el sentimiento y el espíritu, con el don de sí, con la apertura a los otros, a la vida y a Dios. Es ésta «una cultura que banaliza en gran parte la sexualidad humana –afirma Juan Pablo II–, porque la interpreta y la vive de manera reductiva y empobrecida, relacionándola únicamente con el cuerpo y el placer egoísta» (Familiaris consortio, nº 37).

Por eso es preciso oponer, a esta acción deformadora y corruptora, la verdadera educación afectivo-sexual, centrada en el concepto cristiano de la sexualidad humana.

Derecho y deber de los padres Como toda educación, también la afectivo-sexual corresponde principalmente a los padres. La familia es la primera comunidad de amor y en ella se forman los hijos en el verdadero amor, como un servicio sincero y solícito hacia los demás. Es en la familia donde surgen numerosas ocasiones para entablar el diálogo sobre distintos temas relacionados con el sexo y la afectividad: la llegada de un nuevo hijo, la gestación del niño en el seno de la madre, el desarrollo sexual en la pubertad, la atracción de los adolescentes hacia amigos y conocidos de distinto sexo, etcétera. Son momentos oportunos para conversar sobre el tema.

Sobre esta materia, el Beato Josemaría Escrivá de Balaguer aconseja: «Que sean los padres los que den a conocer a sus hijos el origen de la vida, de un modo gradual, acomodándose a su mentalidad y a su capacidad de comprender, anticipándose ligeramente a su natural curiosidad; hay que evitar que rodeen de malicia esta materia, que aprendan algo, que es en sí mismo noble y santo, de una mala confidencia de un amigo o de una amiga» (Conversaciones, nº 100).

Para esta importante labor educativa los padres cuentan con la gracia de estado recibida en el sacramento del Matrimonio, que «los consagra en la educación propiamente cristiana de los hijos (…) y los enriquece en sabiduría, consejo, fortaleza y en los otros dones del Espíritu Santo, para ayudar a sus hijos en su crecimiento humano y cristiano» (Familiaris consortio, nº 38).

Existen, además, libros sencillos y apropiados, asociaciones familiares, cursillos de orientación familiar organizados por entidades de confianza, etcétera, que permiten profundizar en la mejor forma de impartir la urgente educación afectivo-sexual.

Modo de impartirla La educación afectivo-sexual ha de ser: — Verdadera: ha de ajustarse siempre a la realidad de las cosas, con precisión y delicadeza.

— Clara: comprensible para el niño o adolescente.

— Gradual: el conocimiento ha de adquirirse al compás del desarrollo corporal y espiritual. De este modo irá evolucionando armónicamente toda la personalidad, primero del niño y después del adolescente. –Individual, pues lo que convenga decir a un chico o una chica, quizá otro de la misma edad no esté en condiciones de asimilarlo.

— Completa: tanto en cuanto a los temas, como en cuanto a la extensión y profundidad con que se tratan.

— Oportuna: deben aprovecharse las ocasiones más favorables, que ordinariamente se presentan cuando el niño hace preguntas sobre estos temas, o en determinados períodos críticos, como son los siete años y la pubertad. Sin ir más allá de lo que pregunta, pero dejando siempre abierta la puerta para que pueda hacer nuevas preguntas.

La respuesta personal Toda educación exige una respuesta por parte del alumno: no sólo debe ser asumirla, sino también complementarla mediante la lucha personal. Con mayor motivo cabe afirmar esto a propósito de la educación y de la vivencia afectivo-sexual. «El uso cristiano de la sexualidad –afirma García-Hoz– no se realiza sin esfuerzo, sobre todo en la época de la adolescencia y de la juventud, en las que la fuerza de las tendencias sexuales y la poca madurez de la personalidad exigen una lucha más rigurosa».

Es preciso concienciar a adolescentes y jóvenes de que la vida humana sólo se realiza a través del esfuerzo. La impureza es, en buena parte, un problema de pereza. Una y otra –o una con otra–, si se descontrolan, si no se las encauza del modo adecuado, machacan la personalidad embaucando con el goce inmediato, roban la auténtica alegría, pasan siempre amargas facturas al cabo del tiempo y pueden dejar hondas heridas para el futuro.

Resulta desaconsejable cargar las tintas en los aspectos meramente costosos y negativos, que chocan con su falta de perspectiva y sus afanes juveniles y, a veces, fomentan un insensato espíritu de rebeldía. Por el contrario, a adolescentes y jóvenes –ellos y ellas– debe animárseles a pasar al campo de los fuertes, de los generosos, de los magnánimos, que es el campo de las personas nobles y sabias, de las felices y de las que tienen porvenir.

Los medios De igual modo es necesario descubrirles los medios, tanto humanos como sobrenaturales, para coronar con éxito el empeño.

He aquí algunos medios humanos: — Desear de veras la pureza, y rebelarse contra el mal que intenta esclavizarles, es el primero de los medios humanos.

— Estar siempre ocupado mediante el trabajo, estudio, deporte o cualquier otra actividad, ya que «la ociosidad –como dice la Escritura–, es maestra de todos los vicios».

— Vivir el pudor y la modestia: «el pudor, afirma Max Scheller, no sólo da forma humana a la sexualidad, sino que favorece, además, su armónico desarrollo».

— Vigorizar la voluntad, venciendo pequeñas dificultades de todo estilo que se presenten, sin ceder a la pereza, la comodidad, el desorden, el capricho, etcétera.

— Despreciar o sortear las ocasiones innobles: lecturas, amistades, películas, conversaciones subidas de tono, etcétera.

Entre los medios sobrenaturales destacan: — La oración, ya que sin ella es imposible vencer de modo habitual: «orad, dice Jesús, para no caer en la tentación».

— La mortificación, pues no sólo fortalece la voluntad, sino que –como enseña el Beato Josemaría Escrivá– «es la oración de los sentidos».

— La frecuencia de sacramentos, ya que, tanto en la Sagrada Comunión como en la Penitencia, Jesucristo fortalece el alma con su gracia y la ayuda a vencer.

— El trato frecuente con la Santísima Virgen.

— La conversación periódica con un sacerdote.

— El aprecio del cuerpo, ya que es templo del Espíritu Santo. Vale la pena tener en cuenta que el sentimiento de dignidad es uno de los rasgos fundamentales de la personalidad, que se vive con especial intensidad en la juventud, y por lo que constituye uno de los estímulos más fuertes para la educación. n CASTIDAD Y CAPACIDAD DE AMAR La conciencia del significado positivo de la sexualidad, en orden a la armonía y al desarrollo de la persona, como también en relación con la vocación de la persona en la familia, en la sociedad y en la Iglesia, representa siempre el horizonte educativo que hay que proponer en las etapas del desarrollo de la adolescencia. No se debe olvidar que el desorden en el uso del sexo tiende a destruir progresivamente la capacidad de amar de la persona, haciendo del placer –en vez del don sincero de sí– el fin de la sexualidad, y reduciendo a las otras personas a objetos para la propia satisfacción. Tal desorden debilita tanto el sentido del verdadero amor entre hombre y mujer –siempre abierto a la vida– como la misma familia, y lleva sucesivamente al desprecio de la vida humana concebida, que se considera como un mal que amenaza el placer personal.

Consejo Pontificio para la Familia, Sexualidad humana: verdad y significado. Orientaciones educativas en familia, 8-XII-1995, n. 105 Miguel Ángel Cárceles Revista Palabra, nº 442-443, abril 2001

¿Qué ha aportado el cristianismo en la historia de la humanidad?

La historia no es útil
tanto por lo que nos dice del pasado
como porque en ella se lee el futuro.

J. B. Say

Los primeros cristianos

Los primeros años del cristianismo no pudieron comenzar con más dificultades exteriores. Desde el primer momento sufrió una dura persecución por parte del judaísmo. Sin embargo, en poco menos de veinte años desde la muerte de Jesucristo, el cristianismo había arraigado y contaba con comunidades en ciudades tan importantes como Atenas, Corinto, Éfeso, Colosas, Tesalónica, Filipos, y en la misma capital del imperio, Roma.

Desde luego, no podía atribuirse ese avance a la simpatía del Imperio Romano. En realidad, el cristianismo era para ellos incluso más molesto en sus pretensiones, sus valores y su conducta que para los judíos. No solo eliminaba las barreras étnicas entonces tan marcadas, sino que, además, daba una acogida extraordinaria a la mujer, se preocupaba por los débiles, los marginados, los abandonados, es decir, por aquellos por los que el imperio no sentía la menor preocupación. Continuar leyendo “¿Qué ha aportado el cristianismo en la historia de la humanidad?”

¿Cómo actuó la Iglesia ante el nazismo?

Haz lo que sea justo.
Lo demás vendrá por sí solo.

Goethe

La Santa Sede y el Holocausto nazi

De vez en cuando se repite la acusación de que la Iglesia católica mantuvo una actitud un tanto confusa ante el exterminio de millones de judíos durante la Segunda Guerra Mundial.

Estas críticas no comenzaron hasta 1963, cuando se estrenó una obra teatral del dramaturgo alemán Rolf Hochhuth, y desde entonces han venido repitiéndose con una notable falta de documentación histórica.

La realidad, en cambio, es que las más contundentes y tempranas condenas del nazismo en aquellos años provinieron precisamente de la jerarquía católica. Y si no fueron más contundentes aún fue por los difíciles equilibrios que hubieron de hacer para denunciar los abusos de Hitler sin poner en peligro la vida de millones de personas. Nunca dejaron de combatir y condenar los atropellos nazis. Pero tenían las manos atadas: pronto comprobaron que cuando arreciaban sus denuncias, las represalias nazis eran mucho mayores. Continuar leyendo “¿Cómo actuó la Iglesia ante el nazismo?”

¿Cuál fue el error en el caso Galileo?

Pronto se arrepiente
el que juzga apresuradamente.

Pablio Siro

Una comparación

—¿Y qué me dices del famoso caso Galileo, condenado a morir quemado en la hoguera por defender una teoría científica hoy comúnmente aceptada?

Hay un poco de leyenda en torno a la figura de Galileo. Sin pretender ser puntilloso, lo cierto es que Galileo Galilei falleció el 8 de enero de 1642, de muerte natural, a los 78 años de edad, en su casa de Arcetri, cerca de Florencia. No pasó ni un solo día en la cárcel ni sufrió ninguna violencia.

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