Francisco J. Mendiguchía, “La motricidad y sus trastornos”

El aparato locomotor también puede producir síndromes patológicos diversos, más o menos importantes, en los niños y voy a empezar por el que aparece en la edad más temprana y que además tiene un nombre rarísimo: «Offensa capitis.» Los angloparlantes le llaman «headbanging» y en castellano la verdad es que no sabemos cómo llamarlo. Consiste en una conjunción de balanceo del cuerpo y golpes de la cabeza contra los barrotes de la cuna o contra las paredes y que desaparece a los tres o cuatro años como mucho.

Se han buscado muchas explicaciones para este curioso fenómeno, tales como autoerotismo, carencia de cuidados maternales, insuficiencia de posibilidad de movimientos e insensibilidad al dolor. El caso es que se pasa solo, pero asusta mucho a los padres por los posibles daños que pueda hacerse en la cabeza y hasta molesta a los vecinos por los ruidos que hace el niño durante la noche, pues es a esta hora cuando más lo hace.

En algunos casos raros el fenómeno de balanceo, sin los golpes en la cabeza, puede prolongarse hasta la preadolescencia como uno que vi hace algunos años (hoy es una perfecta madre de familia) que, con doce años, tenía que balancearse para coger el sueño, al mismo tiempo que se metía los dedos índice y meñique en la nariz y el gordo en la boca, y que cedió rápidamente con un tratamiento de descondicionamiento.

Otro hábito muy conocido es el de la «onicofagia» o hábito de morderse las uñas, que se da en un 25% de la población infantil, con un máximo de frecuencia entre los diez y los doce años, preferentemente en niñas. Las terapéuticas coercitivas como castigos, regaños, colocación de esparadrapos o untar los dedos en acíbar u otros productos que saben mal, no suelen dar resultado en la mayoría de los casos, siendo lo más acertado tratar la tensión subyacente que existe en un buen número de ellos y utilizar también técnicas de descondicionamiento.

La «tricotilomanía» o hábito de tirarse de los pelos hasta arrancárselos y llegar a producir en ocasiones verdaderas calvas, no es tampoco una rareza y también mucho más frecuente en las niñas que en los niños. Los pelos que se arrancan suelen ser los de la cabeza, pero también los de las cejas y pestañas y, en menor proporción, los de axilas y pubis. Se han intentado mil explicaciones para esta conducta, pero ninguna resulta convincente del todo; lo que sí es cierto es que muchas veces coincide con estados depresivos o con conflictos familiares que hay que tratar adecuadamente, acompañándose de técnicas de descondicionamiento que son las más efectivas.

Con otra palabreja rara, «bruxomanía», se conoce el hecho mucho más vulgar, en niños pequeños, de rechinar los dientes, y que tan desagradable resulta para los que están alrededor y que, en cierto modo, está relacionado con estados de nerviosidad como el producido por el picor que producen las conocidas «lombrices» en el ano de los niños (esto y dormir con los ojos abiertos eran signos patognómicos para las madres de la presencia de estos parásitos intestinales). Lo mejor es tener paciencia y dejar que se pase solo, pero si dura mucho hay que descondicionar el hábito como se hace con los anteriores.

Los tics Por su frecuencia, consecuencias sociales y resistencia a los tratamientos son especialmente importantes los llamados «tics», conociéndose con este nombre los movimientos bruscos, rápidos, involuntarios, de presentación irregular y sin finalidad alguna. Su ejecución va precedida de un impulso irresistible cuya representación produce malestar, pero que, mediante un esfuerzo voluntario o una distracción involuntaria, pueden disminuir en frecuencia e intensidad al mismo tiempo que desaparecen casi totalmente durante el sueño.

Los tics se dan más en niños que en niñas, más en éstos que en adultos y pueden ser muy variados en su expresión. Tenemos tics de cara (parpadeo, guiños, muecas, sacar la lengua) que son los más frecuentes; de cuello y cabeza (afirmación, negación, saludo); de hombros (encogerse de hombros); de tronco (inclinarse); respiratorios (hipos, tos); fonatorios (carraspeos, gruñidos) y verbales (repetición de sílabas, palabras y aun frases, con tendencia a la coprolalia).

La edad en la que aparecen con más facilidad es la escolar y, en total, suponen de un quinto a un décimo de esta población. En unos casos aparecen durante una temporada y luego desaparecen, quizá se repitan alguna otra vez, pero acaban por quitarse; en otras ocasiones se cronifican y son muy difíciles de extirpar, si bien tienen temporadas de mejoría y empeoramiento.

El tratamiento consiste en técnicas de relajación y de descondicionamiento (poner al niño y a la madre delante de un espejo para que aquel repita voluntariamente los movimientos que hace involuntariamente) y en el uso de tranquilizantes y neurolépticos no muy incisivos.

Existe una forma especialmente grave de los tics que se conoce con el nombre de «Enfermedad de Gilles de La Tourette» en recuerdo de este psiquiatra francés que la describió en 1885 y que ahora los americanos la han rebautizado como T. S. (Tourette’s syndrome). Consiste este cuadro clínico en tics motóricos y verbales al mismo tiempo, con una especial relevancia de ruidos guturales y de emisión de palabras obscenas y malsonantes.

Aunque el síndrome en sí puede llegar a desaparecer, dura mucho más tiempo que los tics corrientes, a veces se puede ver hasta en la edad adulta y es frecuente que se acompañe de problemas de conducta como terquedad, rebeldía o agresividad. Parece ser que se debe a un trastorno genético relacionado con la enfermedad obsesivo-compulsiva. El único tratamiento a que obedece algo este grave síndrome es el farmacológico, aunque dada la gran cantidad de tiempo que hay que administrar el medicamento, se llegan a producir síntomas de intolerancia hepática.

Los niños «manazas» De vez en cuando aparece por la consulta, no muchas veces porque el problema suele preocupar poco a los padres, a no ser que sea de gran intensidad, un niño que es desmañado, torpe, rompe lo que cae en sus manos y, en conjunto, al que se le puede denominar patoso, pues ha presentado problemas de coordinación motora desde que era pequeño.

A este cuadro se le denomina «dispraxia evolutiva» y sus síntomas son los de que, desde sus primeros meses, han sido lentos para sentarse, gatear, guardar el equilibrio, andar, coger objetos, hacer torres con cubos de madera o plástico, meter objetos de diversas formas (bolas, cubos, rombos, etc.) en sus agujeros correspondientes, manejar el lápiz o el bolígrafo, cortar con tijeras, abrocharse y desabrocharse los botones, vestirse o hacerse los nudos de los cordones de los zapatos.

Más tarde se le va notando cada vez más su inhabilidad: se le caen los objetos de las manos y los rompe, claro, la plastilina se le resiste, sus dibujos están muy mal hechos, su escritura resulta casi ilegible y ¡ay!, cuando llega la hora de jugar y correr se cae al suelo más veces que los demás, le cuesta chutar al balón y no digamos regatear en el fútbol y, en fin, que no son capaces de meter una pelota en un aro de baloncesto.

Lo peor es que el niño, según va pasando el tiempo, se va dando cuenta de su problema, se va acomplejando y, o se deprime y aísla o se torna agresivo en defensa de su autoestima.

Su causa no es bien conocida, puede ser genética, yo vi este cuadro en dos gemelos hace algún tiempo, o puede obedecer a pequeñas lesiones cerebrales del momento del parto que afectan solamente al área de coordinación psicomotriz. El diagnóstico no es difícil y desde el viejo test de Oseretsky se han multiplicado las pruebas que ponen de manifiesto estas inhabilidades.

El tratamiento consiste en una reeducación psicomotriz hecha en un centro y por un personal muy bien cualificado y empezada lo más pronto posible, pues la precocidad en esta terapéutica es fundamental. Debe de hacerse una psicoterapia de apoyo en caso necesario cuando se presenten problemas emocionales.

La parálisis cerebral El gran problema motórico, aunque afortunadamente cada día va siendo menor su número, es el que constituye las «parálisis cerebrales», pues aún suponen entre el uno y medio y el tres por mil de la población general infantil.

La historia no comienza con un psiquiatra o un neurólogo, sino con un tocólogo inglés, J. L. Little, que describió el cuadro en 1853 y que, en un segundo trabajo en 1863, lo relacionó con dificultades en el parto, siendo curioso que S. Freud, antes de fundar el psicoanálisis, se ocupó detenidamente de él.

Su sintomatología es muy compleja pero lo principal son las parálisis, más bien paresias (parálisis incompletas), que pueden afectar a uno o a varios miembros (monoplejías, hemiplejías, paraplejías) que se acompañan generalmente de espasticidad, y por ello posteriormente de contracturas, rigidez, movimientos atetósicos (reptantes) de los dedos de las manos, ataxia o falta de equilibrio y, algunas veces, temblores. Estos síntomas principales se suelen acompañar de trastornos sensoriales como hipoacusia, estrabismo, nistagmus (movimientos horizontales rápidos de los ojos), trastornos del lenguaje del tipo de disartria por incoordinación bucolingual y crisis convulsivas en el quince a veinte por ciento de los casos. En casos raros puede haber hipotonia en vez de espasticidad.

Muy importante es la presencia o no de deficiencia mental, cosa que no sucede en todos los casos ni mucho menos, aunque en la mayoría de ellos lo parezca. Respecto a esto último puedo asegurar que en toda mi vida profesional he visto cometer tantos errores como en la determinación de la capacidad mental de estos niños, sobre todo si son menores de tres años. Veamos un ejemplo: un niño de dieciocho meses deberá, según los tests, hacer una torre de tres cubos o sacar una bolita de una botella. No lo harán, ni un deficiente mental ni un paralítico cerebral, el primero porque no sabe, el segundo porque no puede y por ello habrá que valorar como positiva la intencionalidad en la ejecución de lo que se le pide hacer, aunque no consiga hacerlo bien y del todo.

El tratamiento de estos niños ha de comenzarse desde el primer día que se diagnostican, va que la rehabilitación precoz es fundamental para que se pongan en funcionamiento las partes del cerebro que no están dañadas por la lesión y sustituyan a las lesionadas, además de evitar la aparición de contracturas y posturas viciosas que después son difíciles de corregir, siendo en este cuadro clínico en el que el famoso Método de Filadelfia o de Doman Delacato, encuentra su principal indicación.

Si importantísimo es el tratamiento físico no lo es menos el psicológico, sobre todo en los casos de normalidad del desarrollo intelectivo, pues se pueden producir conductas reactivas que marcarán profundamente la evolución de la personalidad. Estas reacciones pueden ser: de excesiva su misión y pasividad, de agresividad con conducta tiránica y colérica y de, y esto es lo más frecuente, depresión, apatía y tristeza.

A los padres hay que decirles que estas reacciones dependen en gran parte de su actitud, va que ésta puede ir, desde una hiperprotección que les anula aún más, hasta un rechazo, inconsciente las más de las veces, que se manifiesta en forma de una exigencia de perfeccionismo que pretende unos resultados que jamás se podrán alcanzar con ningún tratamiento.

Y ahora les contaré el caso de un niño afecto de esta enfermedad en un grado bastante intenso, pero muy inteligente, al que después de bastante tiempo de tratamiento conseguimos que anduviera solo aunque con alguna dificultad; un día, los padres de este niño, que parecían muy contentos con estos resultados, nos propusieron, cuando el niño tenía diez años, que lo preparáramos para que hiciera su Primera Comunión, cosa que así hicimos. Cuál no sería nuestra sorpresa cuando nos enteramos ¡que el niño había hecho su Primera Comunión completamente solo! No asistió más que la familia, ni hubo fiesta alguna. Era evidente que los padres, bajo la apariencia de un gran cariño, se avergonzaban del defecto físico del hijo y ocultaban al niño marginándolo de la sociedad con otros niños que, contra lo que creen muchos padres, son más comprensivos y cariñosos que muchos adultos.

Los problemas con la idea del cuerpo Hablemos por último de unos conceptos que tienen mucha relación con los problemas motóricos, los referentes al esquema corporal, es decir la noción que cada uno tiene de su propio cuerpo y los de la preferencia lateral, es decir si somos diestros o zurdos, cosa que depende de nuestros hemisferios cerebrales.

Un niño pequeño no sabe lo que es derecha o izquierda y eso lo va aprendiendo con los años, aunque a veces, en los niños disprácticos antes citados llegan a mayores sin saberlo muy bien. En el ejército había reclutas a los que se les ponía un ladrillo en la mano derecha para que no dieran media vuelta en sentido contrario, pues arrastraban ese trastorno espacial desde que eran niños y nadie se lo había corregido.

Lo normal, es decir, lo más frecuente, es que seamos diestros y utilicemos preferentemente nuestra mano, pierna y ojo derechos y, a los que les sucede lo contrario, se les llama zurdos, conociéndose como ambidextros a los que manejan igual de bien el hemicuerpo derecho que el izquierdo.

Antes se pensaba que ser zurdo era un defecto y hasta se consideraba de mala educación comer con la mano izquierda; en los colegios se les reprendía, hasta se les ataba esta mano izquierda, creándose así lo que después se han llamado zurdos contrariados, que acababan por no saber hacer nada bien ni con una mano ni con la otra. Hoy día este concepto peyorativo de la zurdería ha desaparecido prácticamente aunque no sea más que viendo lo bien que juegan al tenis algunos jugadores zurdos o los proyectos de arquitectos o ingenieros hechos con la mano izquierda. Bien es verdad que todavía tienen algunos problemas como el utilizar unas tijeras que normalmente tienen el filo al revés para ellos o el bajar una escalera agarrándose a la barandilla, que tendrá que hacerlo a contracorriente.

Para conocer cuál es la dominancia lateral se utilizan unas pruebas muy simples: hacer al niño que simule que clava un clavo, se lave los dientes y se peine o reparta cartas o enhebre una aguja realmente, todo ello para las manos. Chutar con una pelota, jugar a la raya o ir a la «pata coja» para las piernas. Mirar por un agujero hecho en un papel, o por un tubo de cartón y simular que apunta con una escopeta guiñando uno de los ojos para ver la preferencia ocular.

Una vez hechas las pruebas nos darán los tres posibles resultados de: – Lateralidad bien afirmada, diestra o zurda. – Lateralidad cruzada, por ejemplo: ojo y pierna de predominio derecho y mano de predominio izquierdo. – Lateralidad mal afirmada, cuando no hay un claro predominio ni derecho ni izquierdo (da cartas con la mano derecha y enhebra con la izquierda).

Si se encuentran lateralidades mal afirmadas o cruzadas conviene afirmar la que sea más dominante mediante ejercicios de psicomotricidad.

En esto de la lateralidad parece haber un factor hereditario, aunque no sea dominante (yo tengo una hermana y uno de mis cinco hijos zurdo, que por cierto es un jaquecoso, cosa que parece ser más frecuente en ellos, y yo mismo, que soy diestro, me pongo el cinturón al revés que todo el mundo).

Francisco J. Mendiguchía, “Los grandes síndromes”

Corresponden éstos a los cuadros clínicos que por su frecuencia e importancia han sido, y lo son todavía, fuente de angustia, temor y desesperanza para los padres, pero que éstos deben superar porque pueden y deben ser una gran ayuda para los hijos que los sufren.

La deficiencia mental Hace ya más de veinte años, fui buscado deprisa y corriendo para que acudiera a la televisión para que un famoso entrevistador me hiciera unas preguntas sobre el caso de un niño que había aparecido en el entonces Sahara Español, conviviendo con una manada de gacelas. Se preguntaban por la relación que podría haber entre éste y el ya famoso «niño salvaje de Aveyrólv», cuya vida ha sido llevada a la pantalla por el director de cine francés Trufaut.

Lo del niño gacela resultó ser absolutamente falso; no así el encontrado vagando por los bosques de Aveyrón. Con este caso suelen comenzar todos los libros que hablan del tratamiento de las deficiencias mentales, u oligofrenias como se llamaban por aquel entonces. En realidad no se sabe bien si este niño, al igual que las niñas indias Kamala y Amala, era deficiente mental, autista o niño que milagrosamente había sobrevivido en el medio animal, aunque eso sí, a costa de no haber podido desarrollar su inteligencia por falta de estimulación humana.

Sin embargo la verdadera historia de la deficiencia mental como grave problema sociológico empezó más de medio siglo más tarde. El gobierno francés, con motivo de la implantación de la escolarización obligatoria, encargó al profesor Binet que investigara la capacidad mental de los escolares, para lo cual éste, ayudado por su colaborador Simón, diseñó unas pruebas el célebre test que lleva su nombre para determinar esta capacidad, que midieron en «edades mentales».

Cuando les pasaron estas pruebas a los niños vieron que esta edad mental no coincidía en ocasiones con la edad real o cronológica, en unos porque era mayor y en otros porque era menor, determinando entonces que aquel escolar que tuviera una edad mental dos o más años inferior a la real, era un retrasado que no debía seguir una enseñanza normal. Debería recibir a cambio un tipo de enseñanza adaptada a sus facultades, naciendo así la Pedagogía Terapéutica, aunque ya con anterioridad se hubieran creado centros que «recogían» a los deficientes más profundos. A los nuevos retrasados de Binet se les llamó «débiles mentales» y empezaron a crearse escuelas para ellos en todo el mundo.

Para afinar más el diagnóstico, pues no es lo mismo tener dos años de retraso a los seis que a los diez, se inventó por Stern el conocidísimo Cociente Intelectual que se obtiene dividiendo la edad mental por la cronológica que, en caso de absoluta normalidad, debe ser uno; en realidad: cien, porque para facilitar las operaciones se le añadieron dos ceros. Como los hombres no somos robots, ni tan exactos, la coincidencia absoluta era rarísima, por lo que se consideró que la banda comprendida entre noventa y ciento diez era la que correspondía a la normalidad.

Si el niño obtenía un C. I. (Cociente Intelectual) por debajo de esa banda era un retrasado y si por encima un superdotado por lo que, y sin meternos en complejidades de desviaciones estándar, el concepto de normalidad, y por lo tanto de subnormalidad, es meramente estadístico, por lo menos dentro de ciertos límites.

Pronto se vio que había muchos niños con un C. I. por debajo de noventa a los que no se les podía considerar realmente retrasados, por lo que, los que tenían el C. I. entre ochenta y noventa pasaron a ser considerados simplemente «torpes» y en puridad debían, aunque les costara un poco más de esfuerzo, seguir una escolaridad normal, si bien la mayoría acababa sus estudios, si es que lo hacía, uno o dos años después que los demás.

Pero aún hay más, porque si consultamos cualquier clasificación de enfermedades mentales de tipo público e internacional (OMS, DSM) vemos que para calificar a un niño de deficiente mental ha de tener un C. I. por debajo de setenta. ¿Y los que están entre setenta y ochenta? Pues la cosa no está muy clara pero, en general, se les conoce con el nombre de «limites» y también «fronterizos» porque se encuentran en la frontera entre la normalidad y la subnormalidad.

Por debajo de un C. I. de setenta el diagnóstico ya es más fácil, porque la deficiencia suele ser claramente perceptible, no sólo por los tests, sino por su comportamiento general, que se aprecia que no está al nivel de los niños de su misma edad sino a otro inferior. Estas deficiencias se dividen a su vez en leves, moderadas, graves y profundas según su intensidad (estas dos últimas se corresponden con los «idiotas de Binet», término que es absolutamente científico y significa «el que no puede comunicarse de palabra»).

De todas maneras, estas clasificaciones tampoco dejan de ser algo artificioso, porque la deficiencia mental es un trastorno global de la personalidad y hay déficit moderados que tienen mejor pronóstico que otros leves por sus características personales, tal como sucede con los niños antes llamados mongólicos y ahora Síndromes de Down, que tienen muy buena integración familiar y social por su ductilidad y buen carácter.

Sin embargo, con esto de los C. I, nos trajo en su día de cabeza la Administración cuando decidió dar unas ayudas económicas, bien modestas por cierto, a las familias que tuvieran un hijo deficiente pero, y ahí estaba el problema, tenía que tener un C. I. por debajo de cincuenta. Confieso sin rubor que yo, que tenía que poner la firma final en los expedientes del centro que dirigía, cambié más de un cincuenta y cuatro por un cuarenta y siete, para que la familia pudiera recibir la ayuda, sobre todo en los citados Down que tienen la característica de tener un C. I. bastante alto en los primeros meses de vida y que después va bajando.

Fue precisamente en estos niños mongólicos en los que se aplicó por primera vez en Argentina, por la Dra. Coriat el método de la rehabilitación precoz para evitar esta caída del C. I.

Consecuencia inmediata del aumento del número de los deficientes mentales diagnosticados, no de su aumento real, fue la proliferación de centros educativos dedicados a estos niños, empezando naturalmente por los países más avanzados económica y culturalmente: Estados Unidos, Alemania, Suiza, Francia e Inglaterra.

Nosotros fuimos más tardíos en crearlos y además se debieron a la iniciativa privada, pues el Estado no hizo casi nada a este respecto, demostrándolo esta anécdota, que la considero absolutamente cierta: a principios de los años cuarenta el peluquero del entonces Ministro de la Gobernación, del que dependía la Sanidad Española, le pidió a éste una recomendación para que un niño pariente suyo, que era subnormal, pudiera ingresar en un centro estatal, pues los privados no los podían costear.

El ministro dijo que sí, que no faltaba más, y le pasó el encargo al Subsecretario, siendo mayúscula su sorpresa cuando éste, al cabo de unos días le informó ¡que no había ninguno!, a la vista de lo cual mandó rebañar unos presupuestos y construyó el Instituto Médico Pedagógico Fray Bernardino Álvarez, del que más tarde fui director durante veinte años.

Con el tiempo fueron creándose más centros, tanto estatales como privados y llegó un momento en que prácticamente todos los deficientes españoles se educaban en un Centro Especial. Mas he ahí que los países que antes habían comenzado y no sólo tenían centros educativos, sino también talleres, clubes y residencias para deficientes adultos (nosotros teníamos también algunos) empezaron a caer en la cuenta que el deficiente mental pasaba su vida, desde que nacía hasta que era viejo, completamente marginado del mundo en que vivía, sin integrarse en la vida laboral y social del mismo.

Esto provocó una revisión de los conceptos que hasta entonces se habían manejado sobre la educación de los niños deficientes y el nacimiento de la idea de que deberían ser educados con los demás niños, aunque recibiendo un apoyo pedagógico complementario. Así nacieron las llamadas «clases de integración», que ya han empezado a crearse en nuestro país en los colegios públicos y algún privado. En éstas estamos y ya veremos con el tiempo cuáles son los resultados.

Pero aparte de la pedagogía, ¿es que no hay tratamientos eficaces para curar la deficiencia mental? Al cabo de casi cincuenta años de dedicarme a estos problemas y de haber asistido al «descubrimiento» de técnicas que aseguraban que sí lo hacían (extractos de células, ácido glutámico, métodos psicomotrices intensivos) puedo asegurar que casi todos mejoran (excepto el de las células que puede ser peligroso), pero ninguno cura. Excepcionalmente hay uno que sí cura, pero sólo sirve para los hipotiroideos, a los que si se les administra cuando son pequeños extracto de tiroides, no aparece la deficiencia, y aun mejoran si no hace mucho que la padecen.

De todas formas han de aplicárseles todas las técnicas «auxiliares» como la musicoterapia, la reeducación psicomotriz, las técnicas conductuales, la farmacoterapia cuando es necesario y aun las psicoterapias, sobre todo las de grupo, pues todas ayudan. Se nota mucho la diferencia entre un deficiente tratado y otro que no lo ha sido, con gran ventaja para el primero.

Y a los padres ¿no les digo nada? Lo primero es que se asocien. En todos los sitios de España hay Asociaciones de Padres que han sabido luchar por los derechos de los hijos deficientes y han conseguido ir rompiendo las barreras que les separaban de la sociedad, que no los aíslen nunca y les hagan participar de todas las actividades vitales a que puedan tener acceso. Recuerdo con verdadera tristeza una chica mongólica de quince años que vivía en su casa como en una jaula de oro: tenía profesora de música y danza, otra de pintura y otra de pedagogía pero no tenía una sola amiga. Ella que lo notaba, me dijo un día: «Mis padres no se dan cuenta que yo sé que la chica que viene porque es amiga mía, en realidad la pagan ellos.» (Yo la vi porque hizo un cuadro delirante debido a su aislamiento.) Hay que educarles con amor, pero también con disciplina y que inculquen estos sentimientos en los hermanos que después serán los encargados de cuidarlos. En caso de que tengan que internarlos en algún centro por las características de su cuadro clínico, no deben sentirse culpables aunque, eso sí, viéndoles con frecuencia y sacándoles las veces que se pueda.

Para terminar les contaré lo que una madre, ya mayor, me contó respecto de su hija deficiente: «Doctor, ¿creerá usted que, a estas alturas de mi vida, esta hija es el único consuelo que tengo?».

El autismo Como he comenzado este capítulo con una historia continuaré con otra, un poco anterior a la del niño gacela. Un día se presentó en mi consulta un señor diciendo que iba a llevarme, para que lo viese, a un hijo suyo que había sido diagnosticado en Estados Unidos de «autismo infantil». Yo, por entonces, no había visto todavía ningún caso de este síndrome y sólo tenía las ideas que me proporcionó la lectura del libro, aún no traducido al castellano de Leo Kanner, en el que este autor describía dicho síndrome, descubierto por él en 1943, con el nombre de «early infantil autismus». Daba al cuadro un pronóstico más bien benigno y con muchas posibilidades de recuperación, optimismo que había contagiado a los padres que, como el señor que nos consultaba, se cuidaba mucho de separar a su hijo de los deficientes mentales («mi hijo es un autista, no un subnormal») dado que además, en los primeros tiempos, se pensaba que el origen era psicogenético.

Para el psicoanalista americano Bettelheim, que escribió un libro realmente impresionante llamado La Fortaleza Vacía, el autismo no consistía, en la mayoría de las veces, más que en un rechazo, consciente o inconsciente de los padres, sobre todo de la madre, a la que describía como fría, distante y con repugnancia para los contactos físicos.

Desgraciadamente hoy ya sabemos que sólo un 5% de los niños autistas no tienen retraso mental, de ellos el 50% con un C. I. por debajo de cincuenta, y que su pronóstico es malo, bastante peor que el de los deficientes leves y moderados.

Asimismo prácticamente nadie duda ya del origen orgánico (cerebral) del autismo, ligado en un pequeño número a factores genéticos y en una mayor proporción a problemas infecciosos o traumáticos del embarazo y del parto, y hasta se han descrito trastornos del metabolismo cerebral con una disminución de la tasa de serotonina en sangre. Últimamente he leído un trabajo que comentaba que mediante la exploración con resonancia magnética cerebral se había detectado una disminución del tamaño del cerebelo, aunque este dato está aún por confirmar con ulteriores investigaciones.

El número de niños autistas se calcula en tres o cuatro por diez mil niños, siendo cuatro veces más común en niños que en niñas.

De una forma somera señalaré que los síntomas que caracterizan a estos niños son los siguientes: trastornos de la relación social, de ahí su nombre de autismo, desde que son pequeñitos (no responden con sonrisas a los tres meses, no miran de frente, no se adaptan al cuerpo de la madre cuando ésta los cogen en brazos, están como ausentes), retraso en la aparición del lenguaje (llegan a los cuatro años o más sin decir más que alguna palabra suelta) y manierismos o movimientos estereotipados (agitación de brazos «como si fueran a volar», retorcimiento de manos).

Es muy característica la resistencia a los cambios en su entorno (ir siempre por el mismo camino, no comer si no les sirve la misma persona, crisis de llanto si se le cambia la cuidadora), apego a objetos inusitados (un trozo de plástico o de alambre), reacciones emocionales agudas frecuentes, con rabietas y automutilaciones, trastornos del sueño, juegos excéntricos e hiperactividad.

Curiosamente, algunos de estos niños muestran habilidades especiales como dibujar. (Tuve un enfermito que dibujaba motocicletas con una perfección que no tenían los niños de su edad pero… las repetía incansablemente decenas de veces y siempre con los mismos trazos.) Durante los años sesenta y setenta se publicaron multitud de trabajos sobre el autismo en las revistas especializadas y se celebraron congresos sobre este tema en exclusiva, dado el alto interés que despertó el cuadro en los medios científicos.

Hoy en día este interés ha disminuido bastante porque se llegó a la conclusión de que las posibilidades de curación son escasas y que el cuadro estaba ya perfectamente definido. No era ni siquiera una forma muy precoz de psicosis como al principio habíamos creído y hay ya autores, como el inglés Grahan, que en su tratado de Psiquiatría Infantil lo incluye en el capítulo de «Trastornos de la inteligencia». La última clasificación americana, la DSM-III-R, soslaya el problema describiéndolo como «Trastorno generalizado del desarrollo».

De todas formas los niños autistas siguen ahí y hay que intentar seguir investigando, tanto en su etiología, para que pueda llegarse a una prevención, que sería lo único realmente eficaz, como en los modos de tratarlos y educarlos, y así salvar lo que se pueda del naufragio pues, aunque pocos, las estadísticas de la mayoría de los países citan casos, un 10%, que pueden llegar a adquirir un cierto grado de independencia y alguno hasta conseguir un trabajo normal, dependiendo ello del grado del desarrollo intelectivo que tengan, de los cuidados de los padres y de los métodos educativos y conductuales aplicados para desarrollar sus potenciales y modificar sus conductas inadecuadas. En veinticuatro casos seguidos por mí durante diez años, ninguno de ellos había podido hacer una escolaridad normal y el 20% estaba internado en centros especializados para autistas.

Las psicosis He hablado un poco más arriba de que el autismo pudiera haber sido una forma temprana de psicosis. ¿Y qué son las psicosis? Para entendernos rápidamente diré que el ejemplo más claro de psicosis en el adulto es la esquizofrenia.

El que los niños puedan padecer una psicosis es algo conocido desde principios de siglo, cuando un psiquiatra italiano llamado Sanete de Sanctis describió el primer caso conocido de esta enfermedad, denominando al cuadro clínico «demencia precocísima», es decir una forma infantil de la recién descrita demencia precoz que más tarde se denominó esquizofrenia, nombre con el que hoy en día se conoce esta enfermedad, todavía llena de interrogantes sobre lo que realmente es pero perfectamente conocida en sus síntomas y aun en su tratamiento.

No puedo describirles detalladamente cómo es la esquizofrenia infantil, pues la mayoría de las personas conocen más o menos de qué se trata y por ello les voy a describir un caso que vi hace casi ya cuarenta años: se trataba de una familia que emigró a Inglaterra, padre, madre y un niño de seis años y que, al cabo de medio año de estar allí, notaron que el niño empezó a ponerse triste y luego a hablar solo, al principio menos y luego a todas horas. Después comenzó a aislarse poco a poco en una habitación y dejó de hablar hasta caer en un mutismo absoluto, a sufrir crisis de agitación en las que rompía todo lo que encontraba a mano, y a no dormir.

Asustados los padres se viene la madre a España con el niño y aquí lo veo yo, encontrándome con un niño inexpresivo, con la mirada vacía, perplejo, con una sonrisa sin contenido alguno y al que no logro arrancar ni una palabra, si bien seguía indicaciones como «ven aquí», «siéntate», etc. y que, de repente, se levanta de la silla en que estaba sentado, echa a correr por la habitación mirando hacia el techo, mientras musita algo ininteligible y hace ademán como de sacar unas pistolas y disparar con ellas; esto le dura un par de minutos y después vuelve a sentarse aparentemente tranquilo, repitiéndose la escena tres veces en una hora. Entonces le pongo un lápiz en la mano diciéndole que dibuje una casa y pinta una con aspecto fantasmagórico, luego que dibuje un hombre y resulta también una especie de fantasma encapuchado. Cuando hablo con la madre me cuenta que algunas noches golpea la almohada con los puños diciendo la palabra «sangre» como si realmente la estuviera viendo.

Le indico a la madre que creo que el niño padece una forma muy precoz de esquizofrenia y, como el diagnóstico en esa época era un poco insólito, se lo cree a medias y escribe al marido, que se traslada a Londres, donde consulta con varios psiquiatras y todos le dicen que el diagnóstico era correcto. El caso terminó bastante bien pues en seis meses le desaparecieron los síntomas después de un tratamiento con neurolépticos y psicoterapia.

Se trataba pues de un caso de una forma de psicosis infantil de tipo esquizofrénico, raro en esta edad pero mucho más frecuente entre los doce y quince años, edad en la que ya va tomando la enfermedad la forma del adulto. Hay otras formas descritas de psicosis infantiles, aún más precoces que nuestro caso, como son la psicosis simbiótica de Mahler, la forma deficitaria de Misés, la defectuosa de Bender y las psicosis disarmónicas, que deben distinguirse, lo que no es tan fácil, de las deficiencias mentales.

El tratamiento debe ser hecho siempre por un psiquiatra, pues la terapéutica realmente eficaz es la administración de neurolépticos; si debe acompañarse de técnicas de maternaje, musicoterapia y técnicas conductuales. Puede citarse como exponente de la gravedad de estos casos, el que una magnífica psiquiatra de niños, norteamericana, Lauretta Bender, llegó a tratar, antes de la aparición de los psicofármacos, cientos de ellos con electrochoque.

La epilepsia Del último «gran problema» del que quiero tratar, es el del niño que padece una epilepsia. Es curioso que todos los libros que tratan de esta enfermedad empiecen citando a los grandes hombres que fueron epilépticos como Julio César, Napoleón o Dostoievsky, quizá para darnos argumentos para convencer a los padres de que es una enfermedad sin importancia y no aquel terrible «mal divino» que hacía a los romanos suspender las reuniones públicas o comicios, cuando algún asistente sufría una crisis del «gran mal» epiléptico.

La verdad es que, hace no más de treinta años, ser epiléptico era desagradable, peligroso a veces, y conducente a una marginación social que llevaba en ocasiones a los manicomios. Los niños que sufrían estas crisis tan aparatosas del «gran mal» epiléptico, no podían ir a clase con los demás niños porque éstos podían asustarse y hasta se crearon centros especiales para ellos.

Afortunadamente en estos últimos treinta años, el problema ha ido dejando de serlo gracias a dos factores fundamentales: el primero ha sido el gran avance producido en el tratamiento farmacológico de esta enfermedad en todas sus formas: «gran mal», «pequeño mal» y «crisis parciales» (sólo sigue siendo una forma grave la conocida como «hipsarritmia» o síndrome de West), avance que ha permitido el control de las crisis en la gran mayoría de los casos.

Gracias a ello el niño ha dejado de estar siempre asustado por la posibilidad de sufrir un nuevo ataque, ha adquirido seguridad en sí mismo y ya no se produce deterioro mental ya que ni hay crisis ni la medicación que actualmente se da les atonta. Tan es así que ya es muy difícil de ver lo que antes se llamaba «carácter epiléptico» que producía un tipo de niño colérico, agresivo, de retorcidas ideas, poco fiable y enequético (esta palabreja quiere decir repetitivos, pesados, minuciosos y adherentes).

El segundo factor es el mejor conocimiento por parte de la gente de lo que es la enfermedad y de su poca peligrosidad para el niño o para los demás. Esto hace que los niños epilépticos sean admitidos en los colegios y hasta se instruyan a los compañeros de clase para que no se asusten y sepan qué hacer si se presenta alguna crisis, como no meterles cucharillas ni objetos duros entre los dientes en plena crisis, porque se pueden romper, y sólo colocarles en una posición cómoda en la que no puedan herirse en las convulsiones.

De todas formas los médicos, cuando se hace el diagnóstico de una epilepsia infantil, debemos tener una charla con los padres para explicarles en qué consiste la enfermedad: sus posibles y reales peligros; cómo prevenirlos (vigilar al niño mientras se baña en el mar o en una piscina porque puede ahogarse en una crisis y no hacer ejercicios tan violentos que produzcan jadeo durante minutos); la necesidad de seguir puntualmente las indicaciones terapéuticas con controles periódicos de nivel de medicación en sangre y repetir los electroencefalogramas de tiempo en tiempo. Hay que ponerles en guardia también con el exceso de superprotección que puede llegar a ahogar la iniciativa y personalidad del niño.

Francisco J. Mendiguchía, “La suerte de tener un hijo listo”

Algunos pensarán que con el título de este libro, “Los problemas psicológicos de los hijos”, este capítulo sobra, y sin embargo esto no es así, porque la superdotación también puede producir problemas.

A propósito de esto, recuerdo que una vez entró un niño de seis años en mi consulta, se sentó en una silla delante de mi mesa de trabajo, me miró fijamente y me espetó a modo de saludo: «¡Odio a los psiquiatras!» Se trataba de un niño superdotado que tenía ya importantes problemas en el colegio y de conducta. Por ello había sido visto anteriormente por otros profesionales y el niño estaba ya harto de entrevistas y exámenes psicológicos.

Este ejemplo nos muestra que los superdotados pueden tener problemas psicológicos, algunos porque son personas como todo el mundo y tienen conflictos afectivos, emocionales, de relación o de conducta y otros, porque sus problemas son debidos precisamente a que son superdotados.

Realmente la denominación de superdotado es un poco ambigua, pues la superdotación puede no ser intelectual, sino de alguna otra capacidad o cualidad como son el arte, la música, la mecánica o el deporte y, sin embargo, cuando se habla de que un niño es un superdotado, todo el mundo entiende que posee unas cualidades intelectuales superiores.

El concepto de superdotado tampoco es superponible al de «niño precoz» o «niño prodigio» pues, aunque la mayoría de las veces el superdotado es también precoz, no sucede lo mismo a la inversa, no todos los niños precoces son superdotados.

¿Cuáles son los criterios para el diagnóstico de la sobredotación intelectual? Nos podemos servir de varios: rendimientos escolares, capacidad de liderazgo, conducta correspondiente a niños de mayor edad, curiosidad y avidez por conocer cosas nuevas, desarrollo precoz del lenguaje, etc. Realmente éstos no son más que indicadores ya que, el método más seguro, son los tests que miden el nivel mental, es decir los tests psicométricos, los normales o los esencialmente elaborados para estos casos.

Con arreglo a los resultados obtenidos con estos tests se puede definir como superdotado al que alcanza un nivel de 140. Hasta no hace mucho tiempo el listón estaba en los 130, pero lo mismo que se amplió la banda normal por abajo, se hizo también por arriba, por lo que la proporción de niños normales (a mi ya desaparecido amigo Dr. Díaz Mor le gustaba más la palabra «normativos») ha aumentado bastante en estos últimos veinte años.

De todas maneras, aun estirando el límite superior hasta un C. I. de 120, ¿qué pasa con los que se encuentran entre 120 y 140? Que les llamamos simplemente «listos» o «brillantes». Y por arriba, ¿hasta dónde se llega? Parece ser que los «genios» como Einstein tienen un C.I. alrededor de 180, aunque a estos niveles los tests sirven ya para muy poco y las cifras son más bien convencionales. El número de superdotados no se conoce muy bien, pero la mayoría de las estadísticas dicen que entre el 1 y el 3% de la población infantil tienen un C. I., por encima de 130, aunque sólo el 0,1% llega a tener un C.I. de 150 o más, mientras que el 6% de esta población pasan de un C. I. de 120.

¿Se hereda o no? Un problema que ha preocupado mucho a la gente desde siempre, es el de si la superdotación intelectiva se hereda. La verdad es que no lo sabemos muy bien, a pesar de que, ya en 1869, sir Francis Galton publicó su obra “Heredetary Genius” en la que parecía llegar a la conclusión de que sí, que era hereditario, aunque también formuló su ley de la «regresión a la medianía» por la que, si bien el hijo de un hombre muy lista es más listo que los demás, sin embargo no lo es tanto como su padre y lo mismo sucede con el nieto; otro tanto ocurre al revés: el hijo de un hombre no muy listo lo es más que su padre y su nieto más listo que los dos, con lo que se consigue evitar que, al cabo de muchas generaciones la humanidad quedara dividida en dos grandes grupos, el de los listos y el de los tontos.

A esta teoría genética se opuso enseguida la ambientalista o culturalista, que sostiene que los buenos resultados que se obtienen en los parientes de personas sobresalientes son debidos al medio ambiente en que se han desarrollado. La familia Bach ¿había heredado una superior capacidad musical o es que desde sus primeros años estuvieron oyendo buena música a todas horas? Esta lucha entre geneticistas y culturalistas no ha terminado aún, pero quizá los actuales avances de la genética permitan el descubrimiento del gen o genes responsables de eso que llamamos inteligencia; lo que sí sabemos es que hay que cultivarla desde los primeros años de la vida y que una alimentación insuficiente, como la de los países del tercer mundo, constituye un grave “handicap” para su desarrollo.

Otra cosa que preocupó mucho en tiempos pasados fue la posible relación entre genio y locura y entre genio y muerte. En relación con la posible temprana muerte de los genios tenemos el caso del niño alemán Ch. H. Heiniken, nacido en 1721, que a los cuatro años sabía leer, citar mil quinientos proverbios latinos y responder a cualquier pregunta sobre historia, pero que a los cinco años murió. En contraste con esta macabra historia, los alemanes tienen otra menos deprimente, la del niño Karl Wite que, a los nueve años, sabía francés, griego, latín e italiano, además del alemán, claro, que a los catorce recibió el título de doctor en Filosofía y que, sin embargo, murió octogenario.

En otros casos no es el temor a la muerte sino a la locura lo que preocupa a la gente, aun en nuestros días, como se dice en inglés «early ripe, early rot» (pronto maduro, pronto podrido); y sin embargo, el único estudio serio de seguimiento de niños superdotados, el del norteamericano Terman, demostró que su salud mental no difería de la del resto de la población.

Es muy curioso que, en cuentos, historietas, cómics, chistes, etc., se describe siempre un tipo de niño listo, sabelotodo y empollón y, al mismo tiempo, escuchimizado, enclenque, con gafas y antipático, del que se burlan los demás niños. No es verdad en absoluto, estos niños son físicamente tan normales como los demás, constituyendo el origen de este estereotipo un simple mecanismo de compensación de los menos dotados intelectualmente.

Lo que sí es verdad es que estos niños suelen empezar a dar guerra desde que son pequeños, pues los padres se sienten muchas veces desconcertados frente a ellos «que se las saben todas» y que rechazan jugar con otros niños de su edad, prefiriendo la compañía de los mayores y aun la de los adultos, que les rechazan, unos porque físicamente son menores que ellos y los otros porque hablan y dicen cosas que un niño «no debe saber».

El resultado es que el superdotado acabe sintiendo su superdotación como una carga, y esto les hace ser un poco aislacionistas, egocéntricos, poco tolerantes con las frustraciones y, a veces, con rasgos obsesivos; sin embargo estos rasgos no se dan en todos y no constituyen realmente una caracterología constante en los superdotados.

En el colegio suelen ser alumnos de comprensión rápida, memoria excelente, muy curiosos y de gran afición a la lectura, por lo que, estudiando generalmente menos tiempo que sus compañeros, van uno o dos años por delante de ellos.

Inconvenientes de la superdotación Sin embargo, y a pesar de su superdotación, hay un cierto número de niños que fracasan en el colegio por diversas causas como son la subestimación del trabajo a realizar, el aburrimiento que sienten en clase al terminar los deberes antes que los demás, enfrascarse en sus propias elucubraciones sin atender lo que está explicando el profesor o, si son un poco inquietos, por ponerse a incordiar a los compañeros por sobrarles tiempo, así como por la dispersión de sus esfuerzos al querer abarcar demasiado fiándose en sus cualidades superiores. Una vez vi un caso de un superdotado que «rechazaba» su superioridad intelectiva y sus ventajas, procurando sacar malas notas, para no sentirse aislado de sus compañeros.

¿Estudios normales o estudios especiales? Entremos ahora en un tema muy debatido, la formación de estos niños. Ya en la antigua Grecia, Platón propiciaba en su “República” la aplicación de una serie de pruebas destinadas a descubrir los talentos del país para educarlos y convertirles en conductores del Estado.

Cuenta la leyenda que Carlomagno quiso hacer algo parecido; lo que sí es histórico es que, en el siglo XVI, Solimán el Magnífico mandaba emisarios a todos los rincones de su imperio para que seleccionasen los que más sobresalían en las escuelas, fueran mahometanos o cristianos, para hacerles los conductores religiosos, los científicos, los artistas y los guerreros del país.

En 1862, el director de las escuelas públicas de la ciudad de San Luis en EE.UU, inventó un método de promoción de niños superdotados que recibió el nombre de «skipping», que consistía en «saltar» las programaciones.

También en Norteamérica, en la última década del siglo pasado, surgen los dos métodos, que todavía se disputan el honor de ser el mejor para educar niños superdotados: La «aceleración», que consiste en hacer clases paralelas con un mismo programa, una de las cuales recorre el programa en ocho meses, mientras que la otra, a la que asisten los mejor dotados, lo hacen en seis.

La «profundización», que desde 1920 se conoce con el nombre de «enriquecimiento», que a su vez no es más que una densificación de los programas, no en el sentido de añadir nuevas materias, sino en el de ensanchar el horizonte de estos niños estimulando, al mismo tiempo, sus actividades creativas.

Sin embargo, no todo el mundo está de acuerdo en la conveniencia de agrupar a los superdotados en clases o centros especiales, pues dicen que así se puede desarrollar un «espíritu de casta» que puede ser perjudicial para la futura integración social y familiar.

Es evidente que estos colegios especializados no están al alcance de todo el mundo y es a los profesores a los que les incumbe la tarea, difícil tarea por otro lado, de conjugar los dos métodos antes descritos, sin que el niño salga de su ambiente normal, quizá opiniéndose al deseo de los propios padres, que preferirían únicamente el método acelerado por una comprensible ambición de demostrar que sus hijos son superiores, terminando los estudios antes que sus compañeros.

Por otra parte, los padres no deben nunca olvidar que el desarrollo afectivo de los hijos superdotados puede no correr paralelo al intelectivo y tener necesidades sentimentales o emocionales más acordes con su edad real que con la mental. Así un niño de cuatro años puede saber ya leer y hasta multiplicar, pero necesitará que alguna vez la madre le haga algún mimo o le acune para ayudarle a dormir.

Francisco J. Mendiguchía, “Educar es difícil…, pero hay que hacerlo”

Es bien sabido que la educación perfecta no existe, pues es obra de hombres, y éstos no son nunca perfectos. Si pudiera serlo, los hijos de los educadores, psicólogos, psiquiatras y sociólogos, estarían perfectamente educados pues, en general, conocen la teoría de la educación y el modo de aplicarla a cada tipo de niño y, sin embargo, esto no es así al interferirse una serie de variables, como son la propia personalidad de los educadores, sus problemas, sus circunstancias, etc., que condicionan esta educación.

Es más, ni en teoría puede existir la educación perfecta porque se conocen muchos modos educativos, algunos de ellos contrapuestos, que pretenden serlo, lo cual quiere decir que no lo es ninguno, aunque posiblemente todos tengan su parte aprovechable.

De todas maneras, los padres deben conocer unos principios educativos y la realidad es que la mayoría los desconocen, pues el más difícil oficio del hombre, el de educador de sus hijos, no tiene un aprendizaje previo.

Para paliar este desconocimiento de los padres y evitar que se encuentren con unos hijos a los que se puede maleducar, o ineducar en el mejor de los casos, se han creado Escuelas de Padres, Centros de Orientación Familiar, Institutos de Estudios Familiares y otros de parecido nombre, la mayoría buenos, aunque algunos no estén exentos de inconvenientes.

Voy a comenzar por lo más fácil, que es comentar lo que «no se debe hacer» para no caer en unos estereotipos educativos que generalmente no van bien, porque lo primero que debe tener una educación es ser «personalizada».

Veamos en primer lugar cómo los padres no tienen que considerar al hijo: Como un «enano»: según este criterio el niño no es más que un adulto que no se ha desarrollado todavía, pero que siente, padece, piensa como él y sus motivaciones son parecidas (adultomorfismo).

Como una «marioneta»: que debe responder en todo momento a sus deseos (si tiro de un hilo tiene que hacer esto, si tiro de otro lo contrario).

Como un «robot»: que se programa y no puede pensar por su cuenta.

Como un «ángel»: al que hay que adorar como un ídolo porque no tiene defecto alguno.

Como un «demonio»: que no tiene más que defectos y ha de ser corregido continuamente.

Como un «cachorro»: del que no tenemos que preocuparnos más que de su salud física sin caer en la cuenta de que tiene un desarrollo psicológico y espiritual que hay que seguir atentamente.

Cómo educar mal Asimismo existen unos tipos de educación particularmente erróneos que conviene conocer, pues son bastante frecuentes en algunos hogares: Educación excesivamente permisiva: se produce ésta, bien por el criterio de los padres, al creer que es la más idónea, bien porque es más cómodo no oponerse a los deseos y caprichos de los hijos. Un niño así educado carecerá del sentido de la disciplina necesaria para amoldarse a las exigencias sociales y tendrá una pobre idea de lo que se puede o no se puede hacer, de lo que está bien y de lo que está mal y, en definitiva, su conciencia moral o Superyo tiene muy pocas posibilidades de desarrollarse como es debido.

Hace ya casi cuarenta años que dos psiquiatras franceses, Sutter y Luccioni, describieron lo que denominaron «síndrome de carencia de autoridad», que suele presentarse en estructuras familiares anárquicas. Los efectos de esta carencia de autoridad pueden manifestarse en los niños de tres modos: a) debilidad e inconsistencia de la personalidad, con carencia de líneas directrices y con un sentido moral deficiente y anárquico; b) sequedad afectiva, con incapacidad para comprometerse auténticamente y con falta de perseverancia en las actividades emprendidas; c) sensación casi permanente de inseguridad. Al hablar del tratamiento de este síndrome preconizaban estos psiquiatras unos cambios en la conducta familiar que, ya en 1959, reconocían como difíciles «por ir a contracorriente de los métodos educativos y aun de las concepciones psicológicas al uso».

Cuando los padres comienzan a darse cuenta de que han educado a los hijos con excesiva permisividad, por haberla confundido con la libertad, es cuando éstos empiezan a fumar porros, beber alcohol, llegar tarde a casa, aislarse de los padres, tener relaciones sexuales completas, gastar excesivo dinero y cosas parecidas, pero generalmente ya es tarde para enderezar una conducta.

Educación permisivo-autoritaria: en estos casos la educación va, como el péndulo de un reloj, del autoritarismo a la permisividad, desconcertando al niño que no sabe a qué carta quedarse. Esta diferencia de trato puede ser debida a que cada progenitor tenga su propio criterio sobre la educación: madre permisiva, padre autoritario o viceversa o a los cambios de humor y de talante de unos padres inestables que reaccionan impulsivamente ante los problemas de la conducta de los hijos, sin acabar de encontrarse nunca en el fiel de la balanza.

Educación ansiogena: los padres inseguros, ansiosos y obsesivos, acaban haciendo a los hijos iguales que ellos a fuerza de prohibiciones. No les dejan salir solos, no pueden montar en bicicleta porque se pueden caer, tienen que regresar a casa en cuanto se hace de noche, tienen que tener cuidado con quien hablan, sobre todo si son niños, porque no se sabe qué intenciones pueden tener (aunque este último punto, en realidad, no es tan descabellado, dado el número de violaciones y asesinatos de niñas que se producen actualmente en nuestro país).

Educación pseudoperfecta: es el tipo de educación que sigue las normas y reglas de un manual, de los muchos que existen para educar bien a los hijos, aplicándolas, vengan o no a cuento y convengan o no, sin tener en cuenta que cada niño es diferente y cada momento puede requerir una respuesta distinta (de todas maneras, peor aún es no tener la menor idea de lo que hay que hacer).

Educación sin afectividad: se produce este tipo de educación, bien cuando los padres son ellos mismos fríos, poco afectivos, y no pueden dar lo que no tienen, bien cuando alguna circunstancia hace que el hijo constituya un estorbo (hijos no deseados, ilegítimos, hogares rotos, etc.), llegando a producirse verdaderos cuadros de carencia afectiva.

Educación hiperafectiva: contraria a la anterior puede darse este tipo de educación cuando el niño representa el único «objeto amoroso» de los padres, de uno de ellos o de los dos, debido a un desplazamiento hacia el hijo de una afectividad que no puede satisfacerse de otro modo. Esto suele ocurrir cuando no hay unas buenas relaciones matrimoniales o en personas que han sufrido frustraciones o carencias afectivas en su infancia.

Educación para el éxito: «ganar no es todo, es lo único» decía un famoso preparador de fútbol americano, al que pudiéramos llamar «el antiolímpico», cita que viene a cuento de que cada vez es mayor el número de padres que ejercen sobre los hijos unas enormes presiones para que sean unos triunfadores. Esta actitud se da lo mismo entre los padres triunfadores, para que los hijos también lo sean, que entre los fracasados, para que consigan lo que no tuvieron, forzándolos así, aun en contra de sus propias inclinaciones, a tener éxito en la vida. Si el triunfo no llega, convierten al niño en el «chivo expiatorio» («eres una calamidad, no nos haces caso, eres un perezoso»), lo que a veces produce que no lleguen siquiera a un rendimiento normal.

Educación delegada: antes era muy frecuente entre las clases acomodadas ceder la responsabilidad educativa a personas a sueldo (fraulein, nurse, mademoiselle). Hoy tenemos a las «seños», no sólo en clases acomodadas, sino en familias en las que, por trabajar los dos padres, tienen que recurrir a ellas. Lo más frecuente es que haya muchos padres que, por comodidad, deleguen «toda» la educación en los profesores de los colegios de sus hijos. Tanto en unos casos como en otros, los padres no saben realmente cuál es la educación que reciben los hijos, con el agravante de que todas estas personas, aunque puedan ser muy valiosas y dignas de confianza, cambian constantemente y no hay continuidad en el proceso educativo.

Peor aún es delegar por completo la educación en el Estado y en sus estructuras educativas y sanitarias, como comprobé visitando un centro sueco de Higiene Mental Infantil en el que me enseñaron un niño de seis años, que estaba allí porque el primer día de ir a la escuela se había negado a ello y el padre le llevaba para que le convencieran, en vez de hacerlo él mismo; por cierto que, en donde estaba, convivía en la misma habitación con una niña de doce años con un proceso psicótico grave.

Educación positiva Terminada la parte negativa, entremos en la parte más difícil: cómo educar «positivamente» a los hijos.

Lo primero que tienen que meterse los padres dentro de su cabeza es que los valores morales, éticos y, por supuesto, los religiosos, con los que pretendan educar a sus hijos deben estar firmemente asumidos y tener la profunda convicción de que constituyen lo mejor para ellos, principios y valores que han de ser siempre defendidos y, por lo mismo, actuar en conformidad con ellos, sin que haya nada más pernicioso que el «doble mensaje» de decir «debes hacer y pensar esto» mientras ellos hacen y piensan lo contrario o, como mucho, son indiferentes.

Lo segundo es que para educar hay que dedicar tiempo a los hijos. Esto, dicho así, parece superfluo. ¡Pues claro que a cualquier labor hay que dedicarle el tiempo necesario para que fructifique! y más si se trata de algo para los hijos. Sin embargo, los padres se van dejando envolver por la tela de araña de la vida moderna que nos va atrapando poco a poco en sus redes y de la que no es fácil escapar. Hay tiempo para viajes, para cenas, para reuniones, pero ¡ay! para los hijos vamos teniendo cada vez menos, quizá sólo unos minutos y, a veces, ni eso porque, aferrándonos a ese mecanismo de defensa que se llama racionalización, encontramos pronto las justificaciones: llegan muy tarde del colegio, nosotros volvemos a casa muy cansados, los sábados y los domingos hay que ir al campo y allí, ya se sabe, no hay tiempo para nada y sólo vamos para liberarnos de nuestras preocupaciones tensiones.

Pues, a pesar de ello, los padres son los verdaderos, iba escribir únicos, responsables de la educación de sus hijos y no puede ser delegada en los demás por muy buenos y competentes que éstos nos parezcan. Hay unos signos precoces que nos avisan que empezamos a desentendernos d nuestros hijos, como son: no controlar sus tareas escolares, no saber quiénes son realmente sus amigos, no querer influir en la elección de los mismos si ello es necesario, no saber dónde se encuentran en sus ratos libres. Si esto ocurre es que estamos perdiendo el hilo educativo de nuestros hijos.

Una cosa muy importante es la espontaneidad en las relaciones padres-hijos. Los niños sometidos desde muy temprana edad a programas muy rígidos y pormenorizados acaban en muchas ocasiones mintiendo para quedar bien y tener algo de qué hablar, mientras que la espontaneidad lleva a unas relaciones fluidas y éstas, desde hace miles de años, están jerarquizadas con los padres en la cúspide, y no fueron nunca democráticas (cada miembro de la familia igual, a un voto de la misma calidad) aunque, según los miembros van ascendiendo en la pirámide porque van siendo mayores, van teniendo más derechos y por supuesto, más responsabilidades.

En relación con esta espontaneidad en las relaciones paterno-filiales citaré los casos en que los padres, estimulados por libros educativos, emisiones radiofónicas de «cuénteme usted su caso» o tertulias televisivas se empeñan a toda costa en ser «los amigos de sus hijos» para conocer todos sus secretos. Esto, en principio, y en el sentido de que haya una mayor confianza entre padres e hijos es una buena cosa y puede evitar que haya «muros de Berlín» que separen sus ideas, afectos, proyectos, etc., y que en la familia haya comportamientos estancos sin comunicación entre ellos.

Pero lo cierto es que hay, a pesar de todo, unos límites que están producidos por la diferencia de edad y por el natural sentimiento de respeto de los hijos a los padres, límites que no deben forzarse para no producirse el efecto contrario, el rechazo del adolescente. Por ello los padres no deben sentirse frustrados porque haya «secretos» entre los jóvenes a los que ellos no tienen acceso, además de que lo que los chicos necesitan son imágenes paternas fuertes, que les den seguridad y sean objeto de identificación, pudiendo sentirse gravemente frustrados cuando se les cambia esta imagen por la de un amigo que no necesitan.

Los métodos educativos El «cómo» educar sigue siendo, al cabo de los años mil, el caballo de batalla de la cuestión. ¿El látigo del viejo sumerio o la compra de la conducta del niño con dinero, regalos o viajes?, es decir: ¿castigos o premios? La solución salomónica es la de los que dicen: no premiemos ni castiguemos, dejemos que el niño vaya haciendo lo que pueda o quiera y así irá aprendiendo por sí solo.

A este respecto el psicólogo Hulock hizo un interesante experimento, que si bien se hizo en la escuela, puede aplicarse perfectamente a la educación familiar. Separó tres grupos de niños y los trató de tres modos diferentes: al primero se lo alababa todo, al segundo se lo censuraba por sistema y al tercero, ni una cosa ni otra, no les decía nada. Los peores resultados los obtuvo con los niños a los que ni se les alababa ni se les censuraba.

Otro psicólogo, Lewin, hizo también otro interesante ensayo: éste utilizó un solo grupo de niños, pero experimentó en ellos tres métodos educativos, el autoritario, el liberal anteintervencionista y del trabajo en equipo, obteniendo los mejores resultados con este último.

Sin embargo, no es bueno dar normas generalizadas porque cada niño es diferente y la educación familiar, dentro de un contexto común, debe ser personalizada. A unos les irá bien un mayor grado de autoridad, otros se motivarán mejor con incentivos positivos (así se llama ahora a los premios) y también los habrá a los que se le pueda dar más libertad por apreciarse en ellos un gran sentido de responsabilidad.

De todas maneras, educar no es obtener resultados, es formar la personalidad del niño, motivándole con los mejores incentivos que tengamos a nuestra disposición para alcanzar la meta de que, al final del proceso educativo, sea un ser libre y responsable.

Para conseguir esto hay que educar en libertad para que de forma paralela vaya desarrollándose la responsabilidad, teniendo en cuenta que no hay conflicto entre la autoridad de los padres y la libertad de los hijos, siempre que se persiga el bien de éstos, y eso no se consigue si en la educación no entra algo tan simple como es el amor, que quiere decir entrega, sacrificio, lealtad, justicia y constancia.

El doble proceso de la libertad-responsabilidad tiene un carácter evolutivo: a un niño de dieciocho meses habrá que vigilarle estrechamente, coartando su libertad, para que no se caiga por las escaleras pero, si rompe alguna cosa, no se le podrá reñir porque no es responsable en absoluto. A los ocho años todavía habrá que vigilarle para que haga sus deberes escolares, pero ya habrá que dejarle ir a jugar a casa de un amigo.

Por otra parte, la libertad puede tener unos condicionamientos internos que mediatizan la responsabilidad (el fóbico escolar que quiere, pero no puede ir al colegio, el hiperactivo que molesta a todo el que está a su lado por su movimiento continuo) y otros externos como son la conocida libertad de los demás, las costumbres, los hábitos familiares, las posibilidades culturales y, hoy en día, los estímulos constantes de esa «contraeducación paralela» que es la televisión que impone, por vía consciente e inconsciente, pedir determinados juguetes cuando son pequeños, determinadas bebidas si son algo mayores y determinadas costumbres si son adolescentes.

Los padres deben ser siempre muy conscientes de que hay que preparar a los hijos para que puedan elegir el bien y la verdad y no lo contrario porque en último término, él tendrá que ser el responsable de sus actos. Lo que sucede es que, a veces, lo que el niño «debe» hacer no es lo que «le gustaría hacer» (los viejos principios freudianos del placer y de la realidad) y, como al final se impone la realidad, los padres han de procurar que lo que al niño «le guste hacer», coincida con lo que «debe hacer», y éste es, en muy pocas palabras, el meollo del proceso educativo.

No quiero terminar estas digresiones sobre la educación sin recordar unas palabras del psiquiatra vienés Víctor Frankl: «El hombre no está motivado por el principio del placer (Freud) ni por la voluntad del poder (Adler), sino por la necesidad de encontrar un sentido a la propia vida, por lo que tiende a “salir de sí”, a trascenderse, a encontrar el significado fuera de él mismo, mediante el amor» y ése es el camino que, utilizando el lenguaje del mismo autor, lleva a hacer consciente ese Dios inconsciente que todo ser humano lleva dentro.

Alejandro Llano, “La universidad, ante lo nuevo”, X.2002

Lección inaugural del curso académico 2002/03 en la Universidad de Navarra.

Pensar la Universidad en el tiempo es el propósito de este discurso, que está marcado por la temporalidad de doble manera. Por una parte, como toda lección inaugural, se sitúa al comienzo de un Curso Académico nuevo e irrepetible, que hoy lleva estampada la serie numérica 2002/2003. De otro lado, el carácter simbólico que conferimos a los números en nuestra cultura nos lleva a celebrar de modo especial el hecho de que nuestra Universidad empieza hoy a cumplir su primer medio siglo. Como los libros, también las escuelas superiores tienen su destino, ‘habent sua fata’, responden incluso a un designio que en nuestro caso presenta perfiles y proyecciones particularmente entrañables e incluso trascendentes. Continuar leyendo “Alejandro Llano, “La universidad, ante lo nuevo”, X.2002″

Julián Marías, “Males presentes”, ABC, 31.X.2002

HACE cosa de veinte años dije que tres males amenazadores del mundo actual, en especial de Occidente -el terrorismo organizado, la difusión universal de la droga y la aceptación social del aborto-, se habían constituido y consolidado en la decena de los años sesenta. Continuar leyendo “Julián Marías, “Males presentes”, ABC, 31.X.2002″

Gonzalo Herranz, “El sacrificio de prisioneros de guerra y los embriones congelados”, PUP, 7.XI.02

El autor -Director del Departamento de Humanidades Biomédicas de la Universidad de Navarra- se pregunta si son reales las expectativas que ofrece a la medicina la investigación con embriones congelados excedentes de FIV. A este planteamiento añade otro de un gran calado ético, como es el de la dignidad humana. Estos embriones, aunque están abocados a su desaparición, tienen igual dignidad que el resto de seres humanos. Las clínicas de FIV deberían defender sus vidas.

Continuar leyendo “Gonzalo Herranz, “El sacrificio de prisioneros de guerra y los embriones congelados”, PUP, 7.XI.02″

Francisco Varo, “Santiago, hermano de Jesús”, PUP, 28.X.2002

En los últimos días ha saltado a las páginas de los periódicos la noticia de que ha aparecido un osario de piedra caliza del tiempo de Jesucristo, procedente de Jerusalén, con la inscripción aramea “Ya’aqob bar Yosef ajui di Yeshua” (Jacob -o lo que es lo mismo, Santiago-, hijo de José, hermano de Jesús -o Josué-). Lo da a conocer un estudio realizado por André Lemaire, especialista en paleografía de la Escuela Práctica de Altos Estudios de París y publicado en el último número (noviembre/diciembre 2002) de la “Biblical Archaeology Review”.

El osario ha sido datado por los arqueólogos en el año 63 de nuestra era. La inscripción está grabada en una de sus caras laterales, escrita en arameo, con un tipo de letra que se utilizó entre los años 10 y 70 dC. Según los editores, se trataría del enterramiento de Santiago, al que se cuenta entre los “hermanos de Jesús” en el Evangelio de San Mateo (Mt 13,55) y en la Epístola a los Gálatas (Ga 1,19).

En Jerusalén durante el siglo I se utilizaba ese tipo de recipientes. Entonces estaba extendida la práctica de depositar los cadáveres en una tumba excavada en la roca, y al cabo de unos años reunir los huesos en un osario de piedra o cerámica, que llevaba inscrito el nombre del difunto. Se han encontrado varios centenares. Hasta ahora el personaje más conocido cuyos restos han aparecido en uno de estos recipientes era Caifás, el que fue Sumo Sacerdote, y cuyo osario salió a la luz en Jerusalén en 1990 cuando quedó al descubierto un cementerio al remover tierras para la construcción de una avenida.

El nuevo hallazgo arqueológico ha tenido amplia resonancia. Si ese “Yeshua” mencionado en la inscripción fuera Jesús de Nazaret, ésta sería la primera vez que se descubre una evidencia arqueológica sobre la figura de Jesucristo. Si ese “Yosef” se identificase con San José, habría que tomar en consideración la alusión del apócrifo “Protoevangelio de Santiago” (9,2) a que José era viudo y tenía hijos cuando tomó como esposa a María.

Los cristianos con tendencia a realizar una lectura fundamentalista de la Biblia, y por tanto con un cristianismo poco coherente, posiblemente estén de enhorabuena por lo que considerarán un argumento más a favor de la historicidad de las Escrituras. Sin embargo, una reflexión madura exige sopesar los hechos de modo crítico. La fe católica no requiere argumentos demagógicos, sino una investigación seria de la verdad.

Para cualquier técnico en la materia está claro que nunca será posible tener certeza de que realmente ese osario pertenezca al personaje del Nuevo Testamento. De una parte porque los nombres que están grabados en él (Ya’aqob, Yosef y Yeshua) eran muy comunes. Sólo entre los osarios encontrados en Jerusalén aparece cada uno de ellos centenares de veces. Personajes en los que se diera la misma combinación de esta inscripción se calcula que podía haber al menos veinte. De otra parte, la denominación “hermano” de Jesús que se aplica a Santiago es un modo semítico de hablar para designar a los “parientes”. Pero de ninguno de los personajes a los que se llama “hermano de Jesús” en el Nuevo Testamento se afirma que fuera “hijo de José”. De hecho, los dos Apóstoles de Jesús que llevan el nombre de Ya’aqob, Santiago el Mayor y Santiago el Menor, son hijos de Zebedeo y Alfeo, respectivamente según los datos evangélicos (Mt 10,2-3). No es posible, pues, identificar al personaje del osario con ninguno de ellos. Además, la urna de piedra que ahora sale a la luz tiene una procedencia insegura desde el punto de vista de la técnica arqueológica: no se sabe de dónde procede ni en qué condiciones se encontró. Es propiedad de un coleccionista que la compró vacía en un mercado de antigüedades hace quince años.

Este hallazgo, por lo tanto, no plantea ningún problema real a los datos que la historia y la fe mantienen hasta ahora. Al contrario, es un testimonio más acerca del trasfondo histórico de los textos del Nuevo Testamento. Se comprueba que los nombres de sus protagonistas eran los nombres más corrientes en Jerusalén y en la Galilea judía de aquel tiempo. Los Apóstoles y los primeros cristianos eran gente normal. Pero en medio de las dificultades económicas, y con los graves problemas sociales y políticos de la sociedad en que vivían, fueron hombres y mujeres de fe, sabedores que tenían algo que aportar al mundo. El gran descubrimiento al que nos acercan siempre estos hallazgos consiste en recordar la existencia, ya desde los orígenes del cristianismo, de personas corrientes que se esforzaban por ser santos allá donde estaban.

Francisco Varo Profesor de Sagrada Escritura de la Universidad de Navarra

El animal de las dilaciones

Se cuenta que Alejandro Magno, en una de sus campañas guerreras, se encontró con Diógenes, que tomaba el sol tranquilo y medio desnudo a la orilla de un río. Alejandro, que no en vano había tenido como tutor al mismo Aristóteles y respetaba y secretamente envidiaba la sabiduría, había oído hablar de Diógenes, el filósofo que vivía en un tonel, y aprovechó la ocasión para acercarse a él en persona y conversar con él humildemente, volviendo a ser por un rato discípulo en medio de su gloria militar. Con todo, no podía hacer esperar mucho tiempo a sus tropas, y al fin hubo de despedirse del filósofo. Tal fue la impresión que aquella breve conversación le había causado, que el conquistador de mundos dijo al sabio del tonel: «Me marcho, pues he de continuar con mis hazañas para la historia. Pero desde ahora ruego a los cielos que en la vida que me toque vivir en mi próxima encarnación no sea yo Alejandro, sino Diógenes». Diógenes contestó: «¿Y a qué esperar para ello a tu próxima encarnación? Puedes serlo desde ahora si así lo deseas. El río es amplio, y el sol no escatima sus rayos. Hay sitio de sobra por aquí para otro tonel». Y volvió a tumbarse al sol, mientras Alejandro montaba en su caballo. Muchas veces se ha dicho que el hombre es el animal de las dilaciones. Difiere, aplaza, posterga. Los demás animales actúan al momento, reaccionan al instante. Andan cuando quieren andar, y descansan cuando quieren descansar. Viven al día, al momento. Los hombres, por el contrario, piensan que deberían darse un merecido y necesitado descanso, pero deciden que lo harán más adelante, y siguen trabajando; o, por el contrario, saben que deberían trabajar, pero deciden que ya lo harán más adelante, y siguen descansando cuando, por su propio bien, debieran ponerse a trabajar. Acertar en lo que se debe dilatar y lo que debe hacerse de inmediato es un asunto importante. Que no resulte que queremos cambiar, mejorar, liberarnos de los vicios que nos esclavizan…, pero para la próxima reencarnación. Nos sucede entonces como a Alejandro, que con una plegaria a los dioses lo arregla todo, acalla su conciencia y sigue con sus conquistas. En la práctica, mucha gente parece creer en la reencarnación. Y no solamente en el Oriente.

Eres importante para mí

Una profesora universitaria inició un experimento entre sus alumnos. A cada uno les dio cuatro tarjetas de color azul, todos con la leyenda “Eres importante para mi” y les pidió que se pusieran una. Cuando todos lo hicieron, les dijo que eso era lo que ella pensaba de ellos. Luego les explicó de qué se trataba el experimento: tenían que darle una de esas tarjetas a alguna persona que fuera importante para ellos, explicándoles el motivo, y dándole el resto para que esa persona hiciera lo mismo. El experimento era ver cuánto podía influir en las personas ese pequeño detalle. Todos salieron de clase pensando y comentando a quién darían esas tarjetas. Algunos mencionaban a sus padres, a sus hermanos o a sus novios. Pero entre aquellos estudiantes había uno que vivía lejos de sus padres. Había conseguido una beca para esa universidad y al estar lejos de su hogar, no podía darle esa tarjeta a sus padres o hermanos. Pasó toda la noche pensando a quién se la daría. Al día siguiente, muy temprano, pensó en un amigo suyo, joven profesional que le había orientado para elegir carrera y que muchas veces le aconsejaba cuando las cosas no iban tan bien como él esperaba. A la salida de clase se dirigió al edificio donde su amigo trabajaba. En la recepción pidió verlo. A su amigo le extrañó, ya que el muchacho no solía ir a esas horas, por lo que pensó que algo malo pasaba. El estudiante le explicó el propósito de su visita, le entregó tres tarjetas y le dijo que al estar lejos de casa, él era el mas indicado. El joven ejecutivo se sintió halagado, pues no recibía ese tipo de reconocimientos muy a menudo y prometió a su amigo que seguiría con el experimento y le informaría de los resultados. El joven ejecutivo regresó a su trabajo y ya casi a la hora de la salida se le ocurrió una arriesgada idea: entregaría los dos tarjetas restantes a su jefe. Su jefe era una persona huraña y siempre muy atareada, por lo que tuvo que esperar que estuviera “desocupado”. Cuando consiguió verlo, estaba inmerso en la lectura de los nuevos proyectos de su departamento, con la oficina estaba repleta de papeles. El jefe sólo gruñó: “¿Qué desea usted?”. El joven ejecutivo le explicó tímidamente el propósito de su visita y le mostró los dos tarjetas. El jefe, asombrado, le preguntó: “¿Por qué cree usted que soy el mas indicado para tener ese tarjeta?”. El joven le respondió que él lo admiraba por su capacidad y entusiasmo en los negocios, y porque de él había aprendido bastante y estaba orgulloso de estar bajo su mando. El jefe titubeó, pero recibió con agrado los dos tarjetas. No muy a menudo se escuchan esas palabras con sinceridad estando en el puesto en el que él se encontraba. El joven ejecutivo se despidió cortésmente del jefe y, como ya era la hora de salida, se fue a su casa. El jefe, acostumbrado a estar en la oficina hasta altas horas, esta vez se fue temprano a su casa. Se fue reflexionando mientras conducía rumbo a su casa. Su esposa se extrañó de verlo tan temprano y pensó que algo le había pasado. Cuando le preguntó si pasaba algo, el respondió que no pasaba nada, que ese día quería estar con su familia. La esposa se extrañó, ya que su esposo acostumbraba a llegar de mal humor. El jefe preguntó “¿Dónde esta nuestro hijo?”. La esposa sólo lo llamó, y el chico vino, y su padre sólo le dijo: “Acompáñame, por favor”. Ante la mirada extrañada de la esposa y del hijo, ambos salieron de la casa. El jefe era un hombre que no acostumbraba gastar su “valioso tiempo” en su familia muy a menudo. Tanto el padre como el hijo se sentaron en el porche de la casa. El padre miró a su hijo, quien a su vez lo miraba extrañado. Le empezó a decir que sabía que no era un buen padre, que muchas veces se ausentó en aquellos momentos que sabía que eran importantes. Le mencionó que había decidido cambiar, que quería pasar más tiempo con ellos, ya que su madre y él eran lo más importante que tenía. Le mencionó lo de los tarjetas y cómo uno de sus jóvenes ejecutivos se la había dado. Le dijo que lo había pensado mucho, pero quería darle la última tarjeta a él, ya que era lo más importante, lo más sagrado para él, que el día que nació fue el más feliz de su vida y que estaba orgulloso de él: eres importante para mi. El chico, con lágrimas en los ojos, le dijo: “Papá, no sé qué decir, mañana pensaba suicidarme porque pensé que yo no te importaba. Te quiero, papá, perdóname.” Ambos lloraron y se abrazaron. El experimento de la profesora dio resultado, había logrado cambiar no una, sino varias vidas, con sólo expresar lo que sentía.