Fuerzas aparentemente irresistibles se agotan de repente sin avisar y modas dominantes se desvanecen, mientras reliquias a medio deshacer sobreviven. Los hombres y las ideas del ayer siguen su camino paso a paso, sin detenerse.
El gran acontecimiento del siglo xx ha sido la Muerte de Dios. Y ha sido un acontecimiento frustrado. Los intelectuales decimonónicos no estaban de acuerdo con la idea de Nietzsche de que Dios ya había muerto, pero estaban seguros de que sí lo estaría hacia el año 2000. Durante el siglo XX, los intelectuales han dado por sentado que la idea de Dios desaparecería prácticamente en el mundo occidental, y que sólo las sociedades atrasadas conservarían esa “superstición” religiosa. Y sin embargo, aquí estamos, al final de lo que supuestamente iba a ser el primer siglo de ateísmo, con Dios vivo y coleando, reinando en los corazones de miles de millones de personas en todo el mundo. Por supuesto, que gracias al crecimiento de la población hoy hay más gente que cree en Dios que a comienzos de siglo, y evidentemente, también hay más agnósticos; pero también creo que no hay más ateos que antes. El número de personas dispuestas a afirmar con contundencia que Dios no existe se ha reducido significativamente desde aquellos “buenos tiempos” del ateísmo organizado, a finales del pasado siglo: la Universidad de Oxford, bastión de las causas perdidas, ha nombrado hace poco a Richard Dawkins primer catedrático de Ateísmo: todo un síntoma. A finales del siglo XX, el porvenir de Dios es, en efecto esperanzador; incluso podría convertirse en Su siglo por excelencia. En el siglo XIX venerábamos el Progreso. Era algo real, visible, avanzaba con rapidez y resultaba, por regla general, benéfico, pero las desastrosas consecuencias de la Primera Guerra Mundial le hicieron perder su sentido y orientación. El Progreso había defraudado a la humanidad. Así pues, volvimos el rostro hacia la Ideología -hacia el comunismo, el fascismo, el “freudianismo”, e incluso hacia otros “ismos” más sombríos-. El siglo XX ha sido “la Edad de la Ideología” como el XIX lo fue del Progreso. Pero la Ideología también decepcionó a sus partidarios, y finalmente se hizo añicos a comienzos de los 90..
Una de las cosas que enseña la Historia acerca del género humano es que no podemos vivir sin creer en algo: la falta de creencias nos resulta insoportable. Quizá Dios, después de luchar por su supervivencia a lo largo del siglo xx, llene el vacío del siglo XXI y se convierta así en el heredero universal de aquellos titanes muertos. Llevo tiempo reflexionando sobre esta posibilidad, porque estoy a punto de publicar un pequeño estudio sobre Dios titulado The Quest for God: A Personal Pilgrimage (A la busqueda de Dios: un peregrinaje personal), que no será primordialmente, una obra piadosa; es una investigación, una pesquisa, aunque soy el primero en reconocer que no del todo lograda. Lo he escrito para satisfacer algo que percibo como una necesidad generalizada. Cuando las conversaciones empiezan a girar -lo que suele suceder- en torno a qué nos creemos hoy, suelo preguntar a la gente si cree en Dios: normalmente me responden con un sí: pero si insisto en lo que quieren decir con eso, dan la callada por respuesta o apartan la pregunta con bromas del tipo “estás yendo demasiado lejos, querido Watson” o “detalla más tu pregunta”. A la gente no le gusta decir “no sé”, o admitir que, por el momento, han pospuesto su reflexión sobre el significado de Dios, o sobre el hecho de aceptar Su existencia. Procuran evitar pensar sobre Dios de la misma forma que preferirían no pensar en la muerte -en la de ellos, quiero decir-. Incluso si intentan reflexionar sobre Dios, no saben cómo hacerlo. Por eso, me decidí a escribir un libro, para ordenar mis ideas sobre Dios, con la esperanza de que su lectura ayudaría a otras gentes a hacer lo propio con las suyas..
He abarcado en él la mayoría de las cuestiones, incluso las más complicadas, como por ejemplo: quién es Dios, por qué creó el Universo, cómo lo gobierna -si es que realmente lo hace- y por qué permite que prospere el mal. Hablo de los animales y de la posibilidad de que tengan alma, de la tierra y su futuro, de la probabilidad de vida en otros mundos, y de cómo afectaría eso a la idea de “nuestro” Dios. Y me he ocupado de las Postrimerías: la Muerte, el Juicio Final, el Cielo y el Infierno, y finalmente, de la oración, el asunto de mayor trascendencia, pues constituye nuestra forma de ponernos en contacto con ese misterioso Ser..
Escribir este libro ha revestido más dificultades de las que hubiera podido imaginar, porque descubrí las carencias y los abismos de incertidumbre y duda que albergaba en mi interior. Creí que tendría respuesta para la mayoría de las preguntas, pero caí en la cuenta de las pocas que tenía, por lo que tuve que estudiar todo de nuevo y dedicar muchísimas horas a la lectura. Pero estoy satisfecho del esfuerzo realizado porque ahora tengo las cosas mucho más claras que antes. También mi fe es más firme y, sobre todo, estoy inmensamente satisfecho de haber conseguido conservar prácticamente intactas, de una forma u otra, y a través de los avatares sufridos durante seis décadas, las creencias que me enseñaron mis padres. La fe en un Dios justo y todopoderoso es el mayor de los regalos. Podemos preferir nacer guapos o ricos, listos o atractivos, pero la fe es una herencia mucho más valiosa que cualquiera de esos dones..
Cuando paso el fin de semana en Londres voy a misa de once al convento de los Carmelitas de la calle Kensington Church. Esta misa, cantada en latín, con una sencilla homilía, y en la que todos los asistentes comulgan, representa todo el esplendor y atractivo del catolicismo. Después de la misa suelo tomar café, con Antonia Fraser, mi amiga de siempre y colega, y a menudo hablamos de la suerte que es ser católicos y tener acceso a este sustento espiritual único; puede sonar a complacencia, pero no es más que humilde gratitud. Nuestra fe es una especie de armadura que, lo merezcamos o no, nos protege frente a los ataques y sinsabores de la vida, y nos hace sentirnos seguros y privilegiados en su seno.
Me gustaría que todo el mundo tuviera algo parecido, y aunque no hago proselitismo, sí rezo por la conversión de las personas que quiero y, por supuesto, por la de toda la humanidad. Estoy deseando medir mis fuerzas en un debate con los adalides del otro lado. Si Dawkins, el catedrático de Ateísmo de Oxford, quiere debatir conmigo, me da lo mismo discutir acerca de la existencia de Dios en la radio, en la televisión o en cualquier otro foro público: ya ha llegado el momento de asumir con firmeza las propias creencias y defenderlas. A medida que se acerca el nuevo milenio, tengo la impresión de que este fermento de religiosidad que ya existe se multiplicará. Muchos renacimientos religiosos han brotado de lo más profundo de la sociedad. El cristianismo mismo empezó como una religión para los pobres, para las mujeres, los desfavorecidos, los parias. Puede que ocurra de nuevo así, pero sospecho que más bien prenderá -al menos en mi país- entre las clases altas, entre los intelectuales y las gentes instruidas. A mi juicio, vamos a vivir tiempos apasionantes en los próximos años, al comienzo de un nuevo siglo en el que Dios encontrará de nuevo su plena justificación. La batalla será encarnizada. Si tengo fuerzas, estaré en primera línea de combate.
Tomado de NUEVA REVISTA, nº 45, Junio-Julio 1996, pp. 66-69.