La historia no es útil
tanto por lo que nos dice del pasado
como porque en ella se lee el futuro.
J. B. Say
Los primeros cristianos
Los primeros años del cristianismo no pudieron comenzar con más dificultades exteriores. Desde el primer momento sufrió una dura persecución por parte del judaísmo. Sin embargo, en poco menos de veinte años desde la muerte de Jesucristo, el cristianismo había arraigado y contaba con comunidades en ciudades tan importantes como Atenas, Corinto, Éfeso, Colosas, Tesalónica, Filipos, y en la misma capital del imperio, Roma.
Desde luego, no podía atribuirse ese avance a la simpatía del Imperio Romano. En realidad, el cristianismo era para ellos incluso más molesto en sus pretensiones, sus valores y su conducta que para los judíos. No solo eliminaba las barreras étnicas entonces tan marcadas, sino que, además, daba una acogida extraordinaria a la mujer, se preocupaba por los débiles, los marginados, los abandonados, es decir, por aquellos por los que el imperio no sentía la menor preocupación.
—¿Eso no es exagerar un poco?
El Imperio Romano tuvo aportaciones extraordinarias, indudablemente, pero también es cierto —te contesto glosando ideas de César Vidal— que no puede idealizarse el hecho de que el imperio era una firme encarnación del poder de los hombres sobre las mujeres, de los libres sobre los esclavos, de los romanos sobre los otros pueblos, de los fuertes sobre los débiles. No debe extrañarnos que Nietzsche lo considerara un paradigma de su filosofía del “superhombre”.
Frente a ese imperio, el cristianismo predicaba a un Dios ante el cual resultaba imposible mantener la discriminación que oprimía a las mujeres, el culto a la violencia que se manifestaba en los combates de gladiadores, la práctica del aborto o el infanticidio, la justificación de la infidelidad masculina y la deslealtad conyugal, el abandono de los desamparados, etc.
A lo largo de tres siglos, el imperio desencadenó sobre los cristianos toda una serie de persecuciones que cada vez con frecuencia muy violentas. Sin embargo, no solo no lograron su objetivo de exterminar a la nueva fe, sino que al final se impuso el cristianismo, que predicaba un amor que jamás habría nacido en el seno del paganismo (el mismo Juliano el Apóstata lo reconoció), y que proporcionaba dignidad y sentido de la vida incluso a aquellos a los que nadie estaba dispuesto a otorgar un mínimo de respeto.
Ante las invasiones bárbaras
Cuando en el año 476 cayó el Imperio Romano de Occidente, el cristianismo preservó la cultura clásica, especialmente a través de los monasterios, que salvaguardaron eficazmente los valores cristianos en medio de un mundo que con las invasiones bárbaras se había colapsado por completo. Se cultivó el arte, se alentó el espíritu de trabajo, la defensa de los débiles y la práctica de la caridad. El esfuerzo misionero se extendió a la asimilación y culturización de los mismos pueblos invasores, que a medio plazo también se convirtieron al cristianismo como antaño sucedió con el Imperio Romano.
En los siglos siguientes, el cristianismo fue decisivo para preservar la cultura, para la popularización de la educación, la promulgación de leyes sociales o la articulación del principio de legitimidad política. Sin embargo, fueron creaciones que de nuevo se desplomaron ante las sucesivas invasiones de otros pueblos, como los vikingos y los magiares. En poco tiempo, gran parte de los logros de siglos anteriores desaparecieron convertidos en humo y cenizas. Una vez más, sin embargo, el cristianismo mostró su vigor, y cuando los enemigos de los pueblos cristianos eran más fuertes, cuando no necesitaban pactar y podían imponer por la fuerza su voluntad, acabaron aceptando la enorme fuerza espiritual del cristianismo y lo asimilaron en sus territorios, de modo que al llegar el año 1000 el cristianismo se extendía desde las Islas Británicas hasta el Volga.
Luces y sombras
Las sociedades nacidas de aquella aceptación del cristianismo no llegaron a asimilar todos los principios de la nueva fe. De hecho, en buena medida eran reinos sustentados sobre la fuerza militar necesaria para la conquista o para la defensa frente a las invasiones. Sin embargo, el cristianismo ejerció sobre ellos una influencia fecunda, que volvió a sentar las bases de un principio de legitimidad del poder —alejado de la arbitrariedad guerrera de los bárbaros—, buscó de nuevo la defensa y la asistencia de los débiles y continuó su esfuerzo artístico y educativo. Además, suavizó la violencia bárbara implantando las primeras normas del derecho de guerra —la “Paz de Dios” y la “Tregua de Dios”—, supo recibir la cultura de otros pueblos, creó un sistema de pensamiento como la Escolástica y abrió las primeras universidades.
También las principales legislaciones de carácter social recibieron un impulso decisivo de la preocupación cristiana de personas como Lord Shaftesbury (que promovió leyes que mejoraron las condiciones de trabajo en minas y fábricas), Elizabeth Fry (que introdujo importantes medidas humanitarias en las prisiones) y otros muchos hombres y mujeres que, gracias al impulso cristiano, superaron los condicionantes de su tiempo y promovieron reformas decisivas para humanizar la sociedad.
Es cierto que hubo también páginas tristes y oscuras en la historia de la fe de esos pueblos cristianos, y es verdad también que se cometieron errores, a veces graves, pero en el curso de esos siglos y de los siguientes, el cristianismo alcanzó grandes logros educativos y asistenciales, y facilitó el desarrollo económico, científico, cultural, artístico e incluso político. Causas como la defensa de los indígenas, la lucha contra la esclavitud, las primeras leyes sociales contemporáneas o la denuncia del totalitarismo difícilmente habrían sido iniciadas sin el impulso cristiano.
El embate de los totalitarismos
No debe por ello sorprendernos que el siglo XX, coincidiendo con el declinar de la influencia de la fe cristiana en la vida social, haya sido el siglo que ha contemplado un número mayor de encarcelamientos, maltratos y ejecuciones por encima de cualquier otro período de la historia.
Es probable que las generaciones venideras tengan dificultad para creer que hubo un tiempo en que la mayor parte del mundo estuvo controlada por una doctrina llamada comunismo que causó tanta desgracia y que, en su expansión, fue reduciendo a la esclavitud y a la muerte a centenares de millones de seres humanos. Actualmente, esos sistemas comunistas han fracasado por su falso dogmatismo económico. Pero a veces se pasa por alto el hecho de que se derrumbaron, de forma más profunda, por su desprecio del ser humano, por su subordinación de la moral a las necesidades del sistema y a sus promesas de futuro.
No fue, además, el único peligro totalitario que aquejó a la humanidad en el siglo XX ni el único que consideró al cristianismo como un objetivo a batir. El otro fue el neopaganismo nihilista, del que nacerían el fascismo y el nazismo. Si Marx constituye un ejemplo paradigmático de las tesis que luego seguirían al pie de la letra Lenin, Stalin o Mao, no resulta menos cierto que Nietzsche avanzó una cosmovisión nihilista y anticristiana que luego cristalizaría, entre otros fenómenos, en el fascismo y el nazismo.
—¿Crees que hay realmente una relación tan directa entre lo uno y lo otro?
Nietzsche identificaba el concepto de bueno con la clase superior. Lo malo corresponde a la plebe, al vulgo, a la clase inferior. A esa moral aristocrática, de los poderosos, de los fuertes, se contrapone la moral de los débiles, de la plebe. Afirmaba que la moral había sufrido un proceso de corrupción al dejar de estar pergeñada por los señores y pasar a responder a los anhelos de la plebe, y esto se debía fundamentalmente a los judíos y al cristianismo. Frente a esa situación, Nietzsche propuso el alzamiento de las razas nórdicas para implantar socialmente la superioridad de una élite que dominara sin el freno del sentido de culpa, negando la existencia de la verdad objetiva y ejerciendo la crueldad sobre los inferiores. Para lograrlo, judíos y cristianos debían ser aniquilados por las razas germánicas. Tales medidas permitirían implantar una sociedad elitista, basada en la desigualdad y la jerarquía, al estilo del sistema ario de castas existente desde hace milenios en la India. En ella, los más, los mediocres, serían engañados y mantenidos en una ignorancia feliz de la que no debía sacarlos el cristianismo.
Las enseñanzas del filósofo alemán tuvieron repercusiones políticas, en especial desde inicios del siglo XX. El fascismo de Mussolini —que retaba a Dios a fulminarle con un rayo en el plazo de cinco minutos— y, sobre todo, el nazismo de Hitler se sustentaron en buena medida sobre una nueva moral de la minoría fuerte, violenta y audaz, que se imponía sobre una masa engañada. En ese sentido, las afirmaciones ideológicas de Nietzsche y las cámaras de gas de Auschwitz se encuentran estrechamente vinculadas.
El cristianismo ha sobrevivido en el siglo XX a dos terribles amenazas que pusieron en peligro a todo el género humano. Ambas coincidían en negar la existencia de principios morales superiores que limitaran el poder y la persecución de sus objetivos; ambas ansiaban desesperadamente alcanzar esos objetivos; ambas creían en la legitimidad de exterminar social, económica y físicamente a los que consideraran sus enemigos, fueran burgueses, judíos o enfermos; ambas eran conscientes de que el cristianismo se les oponía ideológicamente como un valladar frente a sus aspiraciones; y ambas intentaron aniquilarlo como a un peligroso adversario.
Tanto la dictadura de Hitler como la de Stalin se basaban precisamente en el rechazo de la herencia cristiana de la sociedad, en un enorme orgullo que no quería someterse a Dios, sino que pretendía crear él mismo un hombre mejor, un hombre nuevo, y transformar el mundo malo de Dios en el mundo bueno que surgiría del dogmatismo de su propia ideología.
Hacer balance
Sin duda, la aportación del cristianismo a la cultura occidental ha sido enorme a lo largo de estos casi dos mil años de existencia. Para captar un poco su extraordinaria importancia, podemos imaginar lo que hubiera sido un mundo sin cristianismo, o bien ver los resultados obtenidos por otras culturas.
Un mundo que se hubiera limitado a continuar la herencia clásica no solo habría resultado en una sociedad en la que los fuertes y los violentos se sabían protagonistas, sino que además habría sucumbido ante el empuje de los bárbaros sin dejar casi nada detrás. Durante varios siglos, los reinos bárbaros hubieran combatido de manera infructuosa entre ellos, para no poder sobrevivir después al empuje conjunto de las siguientes invasiones y del avance árabe, suponiendo que este se hubiera dado sin un Islam cuya existencia presupone la del cristianismo.
Durante los siglos de lo que ahora conocemos como la etapa medieval, Europa hubiera sido escena de continuas oleadas de invasores, sin excluir a los mongoles contenidos por Rusia, de las que no hubiera surgido nada perdurable como no surgió en otros contextos. Ni la cultura clásica, ni la Escolástica, ni las universidades, ni el pensamiento científico habrían aparecido, como de hecho no aparecieron en otras culturas. Además, sin los valores cristianos se habrían perpetuado —como así sucede en algunas naciones hasta el día de hoy— fenómenos como la esclavitud, la arbitrariedad del poder político, la ausencia de desarrollo científico o el anquilosamiento de la educación en manos de una escasa casta tradicional.
Hoy todos sabemos que el modelo democrático procede de las constituciones monásticas, que fueron pioneras con sus capítulos y sus votaciones. La idea de derechos iguales para todos encontró ahí su forma política. Es cierto que hubo antes una democracia griega, de donde se tomaron algunas ideas decisivas. Pero en la sociedad helénica existía la garantía sagrada de los dioses, y la democracia cristiana de la época moderna pudo basarse en la sacralizad de los valores garantizados por la fe, que se sustraen a la dictadura de las mayorías. Es un hecho evidente que las dos primeras democracias —la norteamericana y la inglesa— están basadas en una misma conformidad de valores procedente de la fe cristiana, y que solo pueden funcionar cuando existe un acuerdo fundamental sobre los valores.
Basta echar un vistazo a las culturas informadas por el Islam, el budismo, el hinduismo o el animismo —donde siguen considerándose legítimas muchas conductas degradantes para el ser humano—, para intuir lo que podría haber sido un mundo sin la influencia civilizadora del cristianismo, y eso a pesar de que hoy día hasta la sociedad más apartada puede beneficiarse de aspectos emanados de la influencia cristiana en la cultura occidental, desde el progreso científico a la asistencia social, por citar solo dos ejemplos.
En el último siglo, el olvido de algunos de los principios básicos de origen cristiano (sobre todo en los regímenes incubados por el marxismo o el fascismo-nazismo) ha llevado a situaciones de una barbarie sin precedentes, una muestra más de los riesgos que supone construir el futuro olvidando los principios sobre los que se asienta.
Es cierto que los cristianos muchas veces han dejado bastante que desear en el modo de vivir su fe. Con todo, la influencia humanizadora y civilizadora de la fe cristiana no cuenta con equivalentes de ningún tipo a lo largo de la historia universal. Sin la fe cristiana, el devenir humano habría estado mucho más teñido de violencia y barbarie, de guerra y destrucción, de calamidades y sufrimiento; con ella, el gran drama de la condición humana se ha visto acompañado de progreso y de justicia, de compasión y de cultura.
Alfonso Aguiló