Existe una especie de frenesí clonador que recorre los bajos fondos de la medicina genética. Y no sólo los bajos fondos. No hace mucho Panayotis Zavos, un especialista en esterilidad de la Universidad de Kentucky, declaró que, junto a Severino Antinori, estaban creando un consorcio para clonar seres humanos, con la misión -entre otras- de solucionar los problemas de infertilidad. El propio investigador italiano lo acaba de confirmar. «Di un paso hacia esta aventura y me atrapó como arena movediza. Si no fuera clonado antes de morir, dispondré en mi testamento que sea clonado después», declaraba a Time Randolfe Wicker, portavoz de la Human Cloning Foundation.
Investigadores de Corea del Sur confiesan que habían clonado ya un embrión humano, pero lo destruyeron antes de inseminarlo en una madre receptora. En fin, los raelianos -un grupo religioso que aguarda la llegada de los extraterrestres a la Tierra- disponen de 50 mujeres a la espera de ser madres receptoras de embriones humanos clónicos. La cuestión está tomando tal entidad, que el propio presidente de la República Federal de Alemania ha plantado cara a su canciller Schröder en materia de manipulación de embriones.
Johannes Rau ha calificado de «capitulación ética» el argumento: «Si no lo hacemos nosotros, lo harán otros». Es decir, en las cuestiones existenciales de fuerte carga ética, lo técnicamente posible ha de ser legalmente reprobado. Al igual que en cuestiones como el trabajo infantil, la pena de muerte o la esclavitud no aceptamos el argumento de «los otros también lo hacen», en materia de seres humanos transgénicos conviene poner coto cuanto antes al frenesí clonador. Desde luego la clonación puede tener lugar no porque la mayoría lo apruebe, sino porque una minoría sin escrúpulos actúe. Pero en este caso, los contraventores han de ser conscientes del rechazo social.
Los peligros derivados de la clonación de mamíferos son tan grandes que los creadores de la oveja Dolly califican de «irresponsabilidad criminal» experimentar con humanos. Entre otras cosas, porque el 98% de los embriones no llegan a implantarse, mueren durante la gestación o poco después de nacer. En todo caso, parece muy probable que los niños clónicos que naciesen sufrirían un proceso de envejecimiento prematuro, malformaciones, problemas cardiacos o sistemas inmunológicos débiles. Sería irónicamente trágico intentar copiar un niño muerto trágicamente y que el resultado fuera otro hijo muerto. O que un problema de infertilidad desembocara en una cadena de muertes prematuras o de sistemas inmunológicos tan frágiles como los contaminados por el sida.
Rafael Navarro-Valls es catedrático de la Universidad Complutense y Secretario General de la Real Academia de Jurisprudencia.