En la película de Tim Robbins Pena de muerte, el carcelero que acompaña al condenado por el corredor sin retorno pregona con frialdad: «Hombre muerto andando» (Dead man walking). En el caso de David Long, ejecutado la semana pasada en Texas, la advertencia no habría sido exacta. Entró en la cámara de la muerte medio agonizante, en camilla y con respirador artificial. Después de su intento de suicidio, fue trasladado desde el hospital en avión a la prisión tejana de Huntsville. Durante los 25 minutos de vuelo un equipo médico garantizó las constantes vitales del recluso. Otro equipo médico se encargó -una hora más tarde- de aplicarle la inyección letal. El cese de las constantes vitales quedó así también oficialmente garantizado.
Con este motivo, Richard Dieter, director del Centro de Información sobre Pena de Muerte en Washington, denunciaba que George W. Bush, candidato republicano a la presidencia, gobernador de Texas y responsable máximo de la luz verde para esta ejecución, «no tiene la mínima compasión por los moribundos, ni por los adolescentes, ni por los enfermos mentales». Otro tanto podía haberse dicho del actual presidente Clinton, si nos atenemos a su historial como gobernador de Arkansas. La realidad es que ese reproche debe hacerse, con mayor justicia, al Tribunal Supremo de los Estados Unidos.
En una sorprendente escalada de despropósitos, los magistrados del TS han ido haciendo posible el actual caos en que se debate el sistema americano de pena de muerte. Como ha denunciado el profesor Roger Pinto, ahí están para demostrarlo el juego de los prejuicios inconscientes de los magistrados y de los jurados, las apreciaciones divergentes de los hechos, el contexto generalmente horrible de los crímenes y su aumento constante, la pertenencia de los acusados a una minoría racial o marginal, las desigualdades extremas en sus defensas, la multiplicación posible de los procedimientos, el mantenimiento durante años de los condenados en el corredor de la muerte, contribuyen a hacer de la pena capital en el Derecho norteamericano «un sistema donde se pierden de vista los objetivos del castigo supremo: expiación, retribución, ejemplaridad y disuasión».
John B. Holmes, fiscal general de Houston (Texas es el estado que más penas de muerte ejecuta) no está de acuerdo. Con cinismo argumenta: «al menos, disuade al ejecutado».
La Constitución americana -mejor, sus enmiendas- hacen dos referencias a la pena de muerte. En la Enmienda V se lee: «nadie será privado de la vida, la libertad o la propiedad si no es a través del debido proceso». A su vez, la Enmienda VIII garantiza que, en el sistema jurídico americano, «no se aplicarán castigos crueles y desusados». En 1958 se puso en cuestión si la pena de muerte «no sería un castigo cruel y anormal». La contestación del presidente del Tribunal Supremo, Earl Warren, fue que los términos empleados por la octava enmienda son, en efecto, conceptos indeterminados «que permiten una interpretación evolutiva de los mismos, acorde con los estándares de decencia que marcan el progreso de civilización de una sociedad». Sin embargo, «dada la utilización que de la pena de muerte se ha hecho en la Historia americana y también actualmente», concluyó que «no se puede decir que viole el concepto constitucional de crueldad».
Hay que esperar hasta 1972 para dar un respiro a la continua actuación de la old sparky (silla eléctrica), por entonces el sistema más habitual de ejecución. En esa fecha, un Tribunal Supremo muy dividido rehúsa declarar directamente la inconstitucionalidad de la pena de muerte, aunque se llega a una transacción. En el caso Furman v. Georgia, se decide detener las ejecuciones hasta que los estados adapten sus legislaciones a una serie de limitaciones. Pero en 1976 -una vez que cree cumplidas sus condiciones-, de nuevo el Tribunal permite las ejecuciones en los 38 estados que hoy admiten la pena capital. Así, desde 1977 hasta 1995 hubo 266 ejecuciones. Al ritmo actual -el mismo día en que Long fue ejecutado, otros dos convictos corrieron la misma suerte- se calcula que el año 1999 marcará el récord de 100 actuaciones del verdugo. Una cifra que no se alcanzaba desde 1951.
Iniciada la cuenta atrás, y perdida la gran ocasión de declarar una vez por todas la inconstitucionalidad de la pena de muerte, el Tribunal Supremo ha recorrido un tortuoso camino que ha desembocado en su plácet para la penosa ejecución de David Long. Por un lado, ha intentado limitar las condiciones de establecimiento de la pena de muerte. Así, en el caso Coker argumenta que solamente puede imponerse para delitos especialmente graves (expresamente excluye la violación) y cuando se dan circunstancias agravantes como la reincidencia, la depravación etcétera. Pero, al tiempo, en Penry v. Lynaugh (1989) establece la sorprendente doctrina de que «los estándares de decencia de la sociedad actual no prohíben la ejecución de un retrasado mental». No es de extrañar que, congruentemente, decida que la enmienda octava no prohíbe tampoco ejecutar una pena de muerte contra adolescentes (Stanford v. Kentucky). Esto explica que, el próximo enero, Estados Unidos vaya a inaugurar el siglo XXI con la ejecución de tres jóvenes acusados de un asesinato que cometieron cuando eran menores de edad. Si a esto se añade que de los cerca de 3.000 condenados a muerte la inmensa mayoría es de baja extracción social, muchos de ellos negros y chicanos, se entiende que la pena de muerte hoy sea en Estados Unidos una pena racista y clasista. Además de «cruel y anormal».
Puede entenderse (aunque no compartirse) que la clase política americana -presionada por sus electores, en su mayoría partidarios de la pena de muerte- se resista a abolirla. Pero el Supremo, en teoría por encima de las querellas políticas, podría hacerlo. Con ello marcaría una línea de conducta decisiva a una comunidad internacional, en la que hasta Turquía acaba de anunciar su intención de eliminarla.
Rafael Navarro Valls es Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.