Cuando Kennedy concurrió a la Presidencia de EE.UU. contra Nixon no temía demasiado que su condición de católico se convirtiera en un problema intelectualmente relevante. Lo que temía -y en parte se confirmó- es que las manipulaciones de sus adversarios políticos lo transformaran en una ominosa corriente de rencor subterráneo, haciéndole aparecer como un hooligan de la política. Lo que alguien de su entorno llamó la ofensiva del “maccartismo religioso”, que tiende a convertir en un leproso político al hombre con determinadas convicciones.
La experiencia de Occidente demuestra, por el contrario, que las convicciones religiosas han sido muchas veces un estímulo poderoso para mantener en política posiciones de alto nivel ético. La Unión Europea probablemente continuaría siendo un sueño si en su origen no hubiera habido un puñado de hombres, entre ellos católicos como Schuman, Adenauer y De Gasperi, que creían posible la unidad y la solidaridad entre europeos por encima de los enfrentamientos pasados. Nadie ha echado en cara a Martin Luther King o a Desmond Tutu sus convicciones religiosas, impulsoras en gran medida de su cruzada por los derechos civiles.
(…) Según una encuesta Gallup en EE.UU., un 83% de los americanos coinciden en señalar que la firmeza de las convicciones, entre ellas las religiosas, lejos de excluir el respeto a los demás, lo favorece. Y es natural, si se piensa -como no hace mucho manifestaba Václav Havel- que hay algo pérfido en las tentaciones del poder. Algo que a él mismo le llevaba a confesar: “Desde que lo tengo, sospecho permanentemente de mí”. Por una parte, el poder político ofrece estupendas posibilidades de autorrealización y de servicio a los demás. Por otra parte, su titular se convierte en un preso del cargo, de sus exigencias y… de sus ventajas materiales. Solamente una escala de valores clara, un auténtico sentido moral, permiten que el primer aspecto prime sobre la tentación del segundo. Si sepultamos en el Pantheon todo lo que implique valores, marcando con la sospecha a las personas que mantienen convicciones profundamente arraigadas, condenamos a un nuevo exilio a un sector de la clase política.
A un político no hay que pedirle que carezca de convicciones -religiosas, ideológicas, etcétera-, pues eso sería instaurar como pauta de acción el cinismo político, que es una forma de abuso de poder. Lo que se le pide es que al desempeñar un cargo público no anteponga sus ideas personales al respeto de las leyes ni los intereses propios a la búsqueda del bien común. Sería suicida poner en duda la aptitud de un creyente para ejercer una función pública por el simple hecho de que tenga unas convicciones sobre cuestiones que directa o indirectamente tengan que ver con su cargo. Si se admite esa sospecha, habría entonces que generalizarla. ¿Por qué aplicarla sólo a los que mantengan una determinada postura religiosa? Todos los candidatos a un puesto político tienen opiniones o creencias; muchos habrá que pertenezcan a grupos u organizaciones de diversos tipos. Si un creyente fuera por eso sospechoso de parcialidad, también todos los demás serían quintacolumnistas.
Rafael Navarro Valls es Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.