Un Tribunal tiene la última palabra no porque tenga siempre la razón, sino más bien tiene la razón porque es la última instancia. Conviene tener presente esta elemental verdad para no convertir cada sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) en una especie de icono mediático, que merece adoración indiscutida.
La sentencia Lautsi c. Italia es un ejemplo de cómo un tribunal puede caer en las redes del activismo político trasladado al ámbito judicial: un tema emocionalmente sensible (la hipotética influencia de la presencia tradicional de crucifijos en la escuela en las conciencias infantiles) es convertido en campo de batalla para recortar la posición de la religión en la esfera pública. Una suerte de estímulo para que los Estados sólo toleren la manifestación pública de valores morales que no sean religiosos o que, al menos, estén desprovistos de su connotación religiosa, a pesar de que esos valores constituyan, paradójicamente, el humus donde el mismo Estado tiene su origen. Una curiosa percepción de la laicidad del Estado que permite quedarse con los frutos siempre que se tale el árbol. Quedarse con el mensaje pero matando al mensajero.
No es una sentencia aislada. Se inserta en una serie de decisiones del TEDH que han apoyado políticas de eliminación de símbolos religiosos personales (sobre todo islámicos) en entornos educativos, en Francia y en Turquía, duramente criticadas por juristas de muy diversos países y posiciones ideológicas. De ahí la preocupación manifestada por la United States Commission on International Religious Freedom (7 agosto 2009), que tiene por objeto analizar la situación de la tutela de la libertad religiosa en el mundo.
Uno de los expertos de la OSCE en materia de libertad religiosa, el Prof. Martínez-Torrón, de la Complutense, observaba con razón que el TEDH ha iniciado una deriva “demasiado tributaria de una concepción que entiende la laicidad no como neutralidad del Estado ante el hecho religioso o ideológico, sino como ausencia de visibilidad de la religión, es decir, como una situación artificial que garantiza entornos ‘libres de religión’ pero no, sin embargo, libres de otras ideas no religiosas de impacto ético equiparable”.
Contrasta esa deriva, por ejemplo, con una declaración del TC alemán en 2003: “no es inconstitucional que todos los niños desde su infancia¬ -también los hijos de padres de ideología atea- conozcan que hay en la sociedad personas con creencias religiosas, y que desean practicarlas”. O con el TS de EE.UU. (1983, Marsh v. Chambers ), que, al declarar constitucional que se diga una oración pública en la apertura de las sesiones legislativas del Senado americano, lo calificaba como “un reconocimiento tolerable de las creencias ampliamente compartidas por el pueblo de este país y no un paso decidido hacia el establecimiento de una iglesia oficial”.
Rafael Navarro-Vals es catedrático de Derecho Eclesiástico de la Universidad Complutense de Madrid.