Si prospera el nombramiento de Samuel Alito para el Tribunal Supremo de EEUU, la mayoría de magistrados serán de confesión católica: Antonin Scalia, Clarence Thomas, Anthony Kennedy, John Roberts y el propio Alito. Como anota James Davidson, los protestantes habían sido hasta ahora tan dominantes en el Tribunal que la mitad de los jueces han procedido de tres denominaciones distintas: episcopalianos, presbiterianos y congregacionales . En el otro lado del Atlántico, Francia se prepara para celebrar dentro de unos días el centenario de la famosa ley de 1905, aún vigente, en la que se estableció un sistema de relaciones Iglesias-Estado con un «núcleo duro» de laicismo puro, posteriormente dulcificado por el buen sentido común y jurídico. Las constituciones pasan por fases en que mantienen a los ciudadanos en una especie de letargo y otras en que los entregan a una agitación febril. En España una época de paz jurídica constitucional está siendo sustituida por otra de inquietud jurídica. En ella se detecta el resurgir de una cierta guerra fría religiosa. Por un lado están los fundamentalistas de nuevo cuño, variantes de ayatolás que necesitan comerse crudo un Salman Rusdhie un día sí y otro también. Por otro, exaltados ideócratas, representantes del nuevo clero laicista, que convierten en leprosos políticos a los hombres con determinadas convicciones y consideran intolerable cualquier colaboración entre el poder político y las Iglesias.
¿Qué hilo anuda estas tres situaciones? Veamos.
El modelo francés de relaciones Iglesias-Estado diseñado por la ley de 1905 aparece agotado y desde Régis Debray hasta Nicolás Sarkozy, pasando por Le Monde y Liberation buscan en el debate nuevas vías que den vigor «al bello cadáver».
España comienza a ser consciente de que lo último que le interesa es una nueva guerra de religión, ya que si no queremos elegir la vía del conflicto como norma hemos de escoger la vía de la colaboración como sistema. Conclusión: el hilo conductor de situaciones lejanas cultural y geográficamente es el alumbramiento de un nuevo concepto de laicismo. Un concepto que equilibre la necesaria independencia entre poderes con su inevitable colaboración. Al primer aspecto apuntaba Tocqueville con estas palabras: «Me pregunté cómo podía ser que, al disminuir la fuerza aparente de una religión, llegara a aumentar su poder real. Cuando se alía a un poder político, la religión aumenta su poder sobre unos cuantos, pero pierde la esperanza de reinar sobre todos». El segundo late en el art.9.2 de la Constitución Española cuando habla de «facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social». El verdadero laicismo huye como de la peste de ese «despotismo blando» del Estado que encierra a los ciudadanos en el gueto de sus corazones, discriminándolos por sus convicciones religiosas y mirando con desafecto a los que discrepan de lo políticamente correcto.
El laicismo positivo crea espacios de libre mercado de las ideas, respetando y estimulando todas: también las de los ciudadanos con fuertes convicciones religiosas. De ahí que el propósito de la separación entre las Iglesias y el Estado, a que apunta el laicismo, no es el de hacernos libres de la religión, sino el de hacernos oficialmente libres para la práctica de la religión (William McLoughlin).
España no es Estados Unidos, pero también aquí se detecta el resurgir de los valores (incluidos los religiosos) en la vida política. Todavía no ocurre lo que sucedió en Norteamérica a partir de 1996, donde la preocupación por la moral convirtió la religión en uno de los prioritarios focos de atención, como demuestran los sondeos realizados inmediatamente después de las elecciones presidenciales de 2000 (extrapolables a las del 2004).En esa ocasión, los norteamericanos concluyeron que «una mayor presencia de la religión era el mejor modo de fortalecer los valores familiares y la conducta moral» y el 70% declaró que querían que aumentara la influencia de la religión en ese país (The Public Interest, primavera de 2001). Pero también en España, por ejemplo, dos de las manifestaciones populares más numerosas desde la Transición han tenido como trasfondo problemas morales y religiosos: familia, matrimonio y educación. Millones de personas toman las calles no para pedir nuevas carreteras o la creación de puestos de trabajo, sino tutela de la familia, libertad de educación o una legislación que contribuya a la solidez de los matrimonios. Esto hace pensar que también aquí podría decirse lo que comienza a concluirse en otras zonas políticas: «¡Ya no es sólo la economía, estúpido!», que sustituye el memorable graffiti colocado por James Carville («It”s the economy, stupid!») en la puerta de la oficina electoral durante la campaña presidencial de Clinton en 1992. Efectivamente, las campañas electorales hoy ya no se ganan solamente con parámetros económicos, sino también planteando soluciones coherentes a los problemas sociales, muchos de ellos desde perspectivas de valores.
Antes he apuntado la conveniencia de elaborar un nuevo concepto de laicismo. Esta necesidad se acentúa cuando se observa de cerca el tipo de laicismo que subyace en la aludida ley francesa de 1905 y que tanta influencia sigue teniendo en alguna intelligentsia española. En realidad, lo que se descubre en ella es un proceso de mitificación del concepto, que oculta más sombras que claros. La moderna concepción francesa de laicismo se desarrolló principalmente durante dos períodos: los años siguientes a la revolución de 1789 y los años de la III República (particularmente desde 1870 hasta 1905). En estos dos periodos se identifican una serie de acontecimientos que ilustran que el laicismo no emerge de las nociones de tolerancia, neutralidad o separación, sino, como han demostrado desde enfoques distintos Jeremy Gunn y Michael Burleigh, del conflicto y de la hostilidad, casi siempre dirigida contra la Iglesia católica. Basten los ejemplos siguientes.
El 12 de julio de 1790, la Asamblea Constituyente adoptó la Constitución Civil del clero, que los historiadores han descrito como el principio de una «guerra santa» (Schama) y casi una «guerra civil» (McManners).
Durante los dos años posteriores a 1792, miles de clérigos y monjas fueron asesinados en París y otras partes de Francia . Al menos unos 20.000 fueron forzados a renunciar a sus votos.
En los tres años siguientes a la adopción de la Ley sobre asociaciones de 1901, el Estado francés rehusó reconocer personalidad jurídica a las congregaciones, miles de escuelas religiosas fueron cerradas y varios miles de monjes y monjas se vieron forzados al exilio. En fin, la propia ley de 1905 sobre la separación de la Iglesia y del Estado expropió masivamente los edificios de la Iglesia construidos antes de 1905. El nuevo laicismo, reclamada desde sectores diversos del pensamiento político y jurídico español, abandona sus resabios arqueológicos para reconocer en la dimensión religiosa de la persona puntos de encuentro en un contexto cada vez más multiétnico y pluricultural.Cuando Régis Debray, nada sospechoso de clericalismo, preconiza el paso de un laicismo de incompetencia o de combate a un laicismo de inteligencia en materia de educación religiosa apunta a un problema no sólo de Francia sino también de España. No se entiende bien la reticencia del Gobierno de Zapatero a conceder un puesto digno a la enseñanza de iniciativa social y a la enseñanza de la religión en un contexto europeo en el que hasta el laborista Blair en Inglaterra acaba de anunciar una reforma crucial de la enseñanza secundaria basada en la libertad: variedad de escuelas, libertad de elección, autonomía escolar, más poder para los padres y apertura a instituciones como iglesias, fundaciones, etcétera para que puedan hacerse cargo de colegios financiados por el Estado.
En fin, no puede ser obstáculo para este nuevo concepto de laicismo positivo la confusa idea (presente, por ejemplo, en la última película de Ridley Scott El reino de los cielos) de que la firmeza de convicciones religiosas lleva en sí el germen del fanatismo y la intolerancia. Robert A. Pape, de la Universidad de Chicago, acaba de compilar datos sobre los 315 ataques suicidas ocurridos en el mundo entre 1980 y 2003. Los números revelan que hay menos relación de lo que se cree entre terrorismo suicida y fundamentalismo religioso. La conclusión de Pape es que «lo que tienen en común casi todos los ataques suicidas es un objetivo estratégico y no religioso». En otras palabras, «si israelíes y palestinos, por ejemplo, llevan décadas combatiendo no es porque unos crean que Alá es mejor que Yahvé, sino porque se disputan una misma tierra». Y no pocas veces los que combaten son sionistas laicos contra palestinos no religiosos.
En síntesis: el Estado debe ser consciente de que necesita de las energías morales que él no puede aportar. Es decir, que uno de los núcleos de la cultura es precisamente «el culto» (de donde proviene la propia palabra), aquello que el ser humano aprecia y venera. Si lo intentamos arrumbar al desván de los recuerdos, nos quedamos entre las manos con lo que Weigel llama «un esqueleto sin vida». Y es que cuando el hombre huye de la trascendencia le persiguen otros dioses (la ambición, el orgullo, la insolidaridad, la discriminación y el lucro salvaje) que acaban alcanzándole.