La vida tiene una historia muy larga,
pero cada individuo tiene un comienzo muy preciso:
el momento de su concepción.
Jérôme Lejeune
Vidas humanas expuestas a toda suerte de manipulaciones
En el mismo ADN de un embrión humano está ya presente toda la constitución de la persona: sistema nervioso, brazos, piernas, incluso el color de sus ojos. Y en el momento en que está compuesto solo de tres células, inmediatamente después de la fecundación, el individuo es ya único, rigurosamente diferente de cualquier otro. Nunca se ha dado antes y no se dará de nuevo nunca más; es una novedad absoluta. Como ha escrito Jérôme Lejeune, el embrión es un ser vivo; y procede del hombre; por tanto, el embrión es un ser humano. De ahí se deduce que no puede considerarse propiedad de nadie.
Sin embargo, en los últimos años se ha desarrollado toda una industria basada en los embriones humanos. Y aunque muchas veces —no todas, ni la mayoría— se busque con ello fines más o menos dignos de elogio, se trata de una práctica éticamente reprobable, por varias razones, todas de bastante peso.
Quizá una primera podría ser que, en el intervalo que va desde la fecundación en la probeta hasta el transplante, el hijo queda privado de la protección natural de la madre y, por tanto, expuesto a toda suerte de manipulaciones, gran tentación a la que el hombre no se resistirá (no se ha resistido) mucho tiempo.
Por otra parte, para conseguir un implante válido se necesitan varios embriones. Los que no hayan sido utilizados, serán congelados y conservados en ese estado intermedio entre la vida y la muerte, en espera de que alguien se quiera quedar con ellos, o bien hasta ser destruidos después de un tiempo, a menos de que sean ofrecidos a la investigación como cualquier animal de laboratorio. ¿Es esto congruente con la dignidad humana?
En este último supuesto, entramos en lo desconocido y en el horror. ¿A qué tipo de manipulaciones genéticas pueden llegar a ser sometidos? ¿Quién lo podrá evitar?
Una cuestión inexcusable
Algunos consideran que el embrión es un adulto en potencia, necesitado de cierto respeto, pero apenas hacen nada por protegerlo. Utilizan la expresión en potencia como una curiosa pirueta del lenguaje, puesto que manipular un ser humano en potencia es manipular un ser humano, de la misma manera que manipular un bebé —es un adulto en potencia— es también manipular a un ser humano.
El hecho de que un ser humano esté aún en proceso de formación no atenúa un ápice la responsabilidad de eventuales manipulaciones, sino más bien lo contrario: tiene el agravante de ser la violación de un indefenso. Para llegar a unas normas éticas serias sobre la vida humana, es necesario precisar qué es el hombre. Y ahí acaba siempre por plantearse una cuestión inexcusable: una de dos, o el hombre es digno del máximo respeto —y más cuando está comenzando a existir bajo la forma misteriosa y frágil de un embrión—, o no es más que un conglomerado de partículas, en cuyo caso no hay objeción alguna a que se manipule para un supuesto provecho y mejoramiento de la especie, como se hace con los animales o las plantas.
Quizá corresponda a la presente generación, por el momento histórico actual, pronunciarse con vigor sobre la esencia misma del hombre, defender aquello que lo hace diferente de los animales y condenar las prácticas que pretenden manipularlo desde su concepción, o incluso antes, actuando sobre sus células reproductivas.
No se trata de ciencia-ficción ni de pesadillas apocalípticas. La programación de abortos para trasplantes de células fetales mediante vivisección, el alquiler de vientres maternos, la utilización industrial de embriones, la clonación, la implantación de embriones humanos en animales para la gestación, la creación de híbridos de células animales y humanas, etc., son problemas hoy muy reales, como reales son las serias consecuencias que tienen y pueden tener más adelante para el hombre.
Quizá se acuse a las normas éticas de que limitan la investigación y entorpecen el progreso de la ciencia. Pero nunca esa justificación será excusa para dejar campo libre a que una multitud de manipuladores se entregue a las experiencias más degradantes.
No todo lo que se puede hacer se debe hacer
La aplicación a embriones humanos de técnicas empleadas para conseguir clones de animales ha levantado en los últimos años una gran polémica en torno a las prácticas con embriones.
Se argumenta, con razón, que la clonación humana puede degenerar fácilmente en aberraciones asombrosas:
Los niños pueden ser elaborados en la probeta y luego congelados, hasta que a los padres —a la madre o al padre— les venga bien.
Se puede fabricar un solo niño, o varios en serie, lo cual proporciona indudablemente una mayor seguridad, puesto que así siempre se pueden tener “niños de repuesto” para el caso de que el primero elegido sufra algún lamentable accidente (o por si hacen falta “piezas de repuesto”, si el hijo resulta tener algún “fallo de fábrica”).
Evidentemente, los niños que en su desarrollo embrionario manifiesten algún defecto, son inmediatamente eliminados (la calidad es lo que cuenta).
Se puede elegir el sexo, y quizá dentro de poco, la estatura, el color del pelo o de los ojos, y hasta el coeficiente intelectual. Se podrían crear personas que carecieran genéticamente de algunas características, o que tuvieran otras: por ejemplo, una raza de personas dóciles, que se dedicaran a las tareas más desagradables de la sociedad.
Algunos aseguran que mediante este tipo de técnicas se podría conducir a la raza humana a un tipo de perfección previamente programada. Pero los riesgos de semejantes manipulaciones son imprevisibles, sobre todo pensando en las ideas sobre la perfección que puedan tener los programadores de turno.
En todos estos procesos se vulnera un derecho humano fundamental: el derecho que cada uno tiene a su propio y original patrimonio genético, sin interferencias que puedan perjudicar su integridad.
Todos esos groseros pragmatismos son insensibles al valor dignificante de ser uno mismo, diferente de los demás. Cada ser humano tiene derecho a una unidad genética no compartida con otro, tiene derecho a no venir al mundo con un código genético programado por los deseos o expectativas de sus padres o de la sociedad.
En el “niño a la carta”, la voluntad de los progenitores —o de los productores, puesto que no siempre serán “encargados” por los progenitores— suplanta el legítimo interés de todo ser humano de ser él mismo, y de autodescubrirse en su propio proceso de desarrollo personal.
Sobre la existencia de las personas nadie tiene derecho alguno, pues entonces serían cosas y no personas. La técnica puede lograr muchas cosas, pero no todo lo que mediante ella se puede alcanzar es bueno. No se debe hacer todo lo que se puede hacer.
Buscando garantías para la dignidad humana
La noción de derechos humanos implica que hay una dignidad natural inherente al hombre, que se impone a todos, hasta tal punto que los hombres no pueden negarle la humanidad a ninguno de sus semejantes, ni privarle de ninguno de esos derechos.
Conviene reflexionar acerca de esa singular dignidad. El hombre es irrepetible, es un fin en sí mismo y no un medio, y nunca puede considerarse un simple elemento de una especie. ¿Por qué el hombre es de una condición distinta a la de los animales? ¿Por qué tiene esos derechos inalienables? ¿Por qué no puede tener precio?
Se han dado a esta pregunta muchas respuestas, que han ido saliendo a lo largo de estas páginas, pero pienso que el único fundamento inquebrantable de los derechos humanos está en el hecho de que Dios ha conferido al hombre esa dignidad.
—Pero esa referencia a Dios supone creer en Dios, y no todos los hombres son creyentes.
No pido a nadie que crea si no quiere o no puede creer. Simplemente doy una posible respuesta desde la fe. No es necesario creer, pero creer permite proteger mucho mejor el enunciado de estos derechos: el creyente, si es coherente con su fe, espera descubrir en todo ser humano a un semejante, o más bien a un hermano, precisamente por tener un padre común.
Es una respuesta desde la fe que, por otra parte, y afortunadamente, está en las raíces de nuestra civilización y de cuanto concedemos a la dignidad de las personas. Echando una mirada a la historia, da la impresión de que muchos aspectos de la naturaleza humana estarían probablemente sumidos en la penumbra si la tradición cristiana no los hubiera proclamado.
Siempre habrá más respeto al hombre desde una concepción trascendente que cuando se ve la vida como un simple suceso en el tiempo que se disuelve un día con la muerte.
Si el hombre no es más que un animal extraordinariamente desarrollado, ¿qué razón de peso habrá para no llegar a convertirlo un día en un animal de laboratorio? ¿Qué impedirá considerarlo como un conglomerado de moléculas, modificable al capricho de los manipuladores, que se creerán dueños de su futuro? Una referencia trascendente es decisiva para dotar al hombre de una verdadera inviolabilidad.
Una técnica que se subordine al hombre
—¿Y no es demasiado estricta la Iglesia católica en estas cuestiones relativas a la manipulación genética?
Podría decirse, estableciendo una sencilla comparación, que en este punto nos encontramos ahora como las naciones europeas del siglo XIX en el campo social del trabajo y de la condición obrera frente al descubrimiento de la herramienta industrial.
El precio que en su día se pagó por el progreso técnico y económico, hasta que se lograron controlar algunos de sus excesos, fue enorme y de muy dolorosas consecuencias.
Los extraordinarios poderes actuales de la ciencia sobre la vida y la procreación humana hacen necesaria una seria reflexión para que el coste humano no acabe siendo tan terrible como en su día lo fue el de la revolución industrial.
Como ha señalado Jean-Marie Lustiger, los actuales avisos de la Iglesia católica pueden parecer a las generaciones contemporáneas tan arcaicos como parecieron las advertencias de los hombres de la Iglesia europeos a comienzos de aquel desarrollo industrial.
Hay que insistir en que los valores morales deben presidir este nuevo poder que el hombre adquiere sobre la vida, sobre su propio cuerpo y sobre su sexualidad. La vida es un derecho fundamental de todo individuo, base de todos los demás derechos, y no puede ser tratada como una mercancía que se puede organizar, comercializar y manipular a gusto personal.
Es deber de la Iglesia advertir a la sociedad frente a algunos peligros, pidiendo que la técnica se subordine al hombre y a su vocación. Se trata de una tarea de capital importancia, aunque su voz no siempre sea bien escuchada o comprendida.
Alfonso Aguiló