EL DOBLE SENTIDO DE LA FELICIDAD: Tener suerte y ser feliz Robert Spaemann (Traducción del alemán: José María Barrio Maestre) La palabra alemana “Glück” (felicidad) es ambigua. Uno de sus significados es la suerte que a uno le toca –en latín fortuna–, cuyo contrario denominamos “Pech” (mala suerte). Se refiere al acontecimiento de que aquello que deseamos viene a nuestro encuentro. También podemos ver esa casualidad de otra manera: como un “regalo”, o bien una “maldición”, o una “gracia”. En todo caso será según nos vaya, pero algo con lo que no podemos contar previamente. El cuento del pescador y su mujer nos muestra con un ejemplo lo que todos sabemos. A veces sucede lo que deseamos, y luego resulta que hemos deseado lo erróneo. ―¿Cómo saber que nos hemos equivocado? ―Es claro que esto pasa con los deseos más ambiciosos y duraderos, de los que quizás somos conscientes por primera vez, si comprobamos que fracasan. ―¿Es siempre una suerte tener suerte? La palabra Glück se emplea aún en otro sentido, en el de beatitudo, felicitas (en griego eudaimonía). Lo contrario de la suerte así entendida –como felicidad– no es Pech, mala suerte, sino Unglück, infelicidad. Glück significa aquí ser feliz. Por tanto, se puede tener suerte y no ser feliz. Pero también se puede tener mala suerte y ser feliz. Mas ¿podría ocurrir que la suerte, en ese sentido de ser feliz, se demostrase igualmente equívoca, o falsa? Esto parece absurdo.
Un joven le anuncia a su padre que quiere casarse. El padre está en contra. La chica no le aporta nada, dice. ―El hijo protesta: “Yo sólo puedo ser feliz con ella”. ―Réplica del padre: “¡Ser feliz! ―Y eso, ¿de qué te sirve?” ―Aquí el truco reside en pensar que servir para algo es lo mismo que ser feliz al tenerlo. Pero de la felicidad no cabe decir que sea, a su vez, útil. Habría que preguntar en ese caso: ―“Bien. ¿Y qué entiendes tú por servir para algo?”.
La idea de que ser feliz sea en cierto sentido un fin se encuentra en el principio de la filosofía –de la reflexión sistemática sobre los asuntos humanos– en el siglo V antes de Cristo. Y la filosofía ya desde la antigüedad es una reflexión sobre los asuntos humanos, una reflexión sobre la vida buena. Eudaimonía es, dice Aristóteles, lo que nadie puede dejar de querer. Y esa es la regla para saber si lo que queremos lo queremos realmente, o sólo por desconocimiento de que lo que en el fondo queremos es incompatible con ella. A veces sucede precisamente así: queremos algo de manera incondicional, lo conseguimos, y luego comprobamos que eso no era realmente lo que queríamos. ―Y si se vuelve a preguntar: “¿Qué quiere decir entonces que no era eso? Eso es ciertamente lo que querías”. ―Entonces se responde: “No. Yo me había imaginado algo diferente a esto”. ―“¿Qué?” ―La respuesta última parece que dice: “Ser feliz”.
¿Existe algo así como “lo que en el fondo queremos”? ¿No queremos sencillamente esto o aquello? Los filósofos griegos intentaron dar razón del “más alto bien”, como también lo llamaban, y cabe decir que realmente la filosofía griega –en tanto que reflexión sobre los asuntos humanos– comienza con esa cuestión sobre lo que en el fondo queremos, y con la tesis de que existe una tal unidad última del querer o, si no existe, para eso está la filosofía, para establecerla. Me parece que dan dos razones fundamentales: 1) primeramente, el hecho al que ya aludía: las cosas que deseamos frecuentemente no dan lo que prometían. ¿Cómo puede ser esto? Es evidente que las cosas prometen algo más allá de ellas mismas. Eso, lo que ellas ofrecen, los griegos lo denominaban eudaimonía.
2) En segundo lugar, quien unas veces desea una cosa y otras otra, en ocasiones incompatibles, no vive en armonía, en amistad consigo mismo, como decían los antiguos. Tendría que aprender a encontrar la unidad del querer.
Según Platón, hay una forma de esa unidad del querer que en cierto modo representa el contrapolo negativo de la eudaimonía, a saber, el querer que se encuentra completamente bajo el dominio de una pasión. Este sólo quiere una cosa. Es el caso del toxicómano. Él sólo gira el torno al hecho de recibir la droga para consumirla. Eso es lo único que le queda para ser feliz. Ese deseo tiránico excluye cualquier otro deseo, y en ese sentido la unidad del querer parece equiparable a la armonía del deseo de la que se ocupaba el filósofo. Por el contrario, la eudaimonía no sería una meta que excluya las demás. Esa “alma tiránica” es para Platón la que sólo quiere una cosa y excluye cualquier otra, precisamente lo contrario del alma regia, la que ha comprendido qué es la eudaimonía, algo parecido a lo que también para Platón era el Estado de los filósofos con su filósofo-rey al frente, que constituía el mejor de los Estados; y el Estado de los tiranos el peor.
La eudaimonía sería más bien, no un fin que excluye todos los demás, sino que permite una integración mucho mejor de todos los impulsos y energías humanas. Mas, ¿qué es propiamente eudaimonía, “Glückseligkeit”, como suena el tecnicismo alemán? (Por lo demás, ese tecnicismo se hizo popular tan sólo en Colonia, según creo, porque allí la gente se felicitaba deseándose un “feliz año nuevo” [lleno de bienaventuranza]. De ahí que esta expresión peculiar se haya incorporado al lenguaje común). M. Terencio Varrón recoge 288 respuestas a la pregunta de qué sea la felicidad, y en la misma línea está San Agustín.
Agustín ve en la multiplicidad de las respuestas de los filósofos un indicio de que la noción de una felicidad terrena es la cuadratura del círculo. Ante todo, la preocupación de los filósofos por la felicidad entendida como buena fortuna resulta ilusoria. El objetivo de los filósofos era configurar la orientación de la vida con independencia de la fortuna tanto como fuera posible, de modo que se pudiera estar siempre seguro, vivir bien y ser feliz sin depender de las circunstancias exteriores. Y Agustín dice: Para eso en primer lugar tienes que ser un hombre de corazón completamente duro, y te debe dar igual si otros hombres sufren de forma terrible. Ahora bien, ¿qué habrá de decir el filósofo sobre la buena fortuna si contrae una depresión, o si súbitamente le sorprende una enfermedad psíquica? En ese caso habrá tenido una desgracia. La idea de que la eudaimonía pudiera ser indiferente a la fortuna –tyche, en griego– sigue siendo algo ilusa. Quien tiene muy mala suerte no puede, desde luego, ser feliz, escribe Agustín contra los filósofos. Y continúa: Lo que inevitablemente anticipamos con la noción de felicidad, ciertamente no puede cumplirse bajo condiciones terrenas. La redención hay que entenderla como algo más allá de los límites de la muerte. Y como tal, cae fuera de la competencia de la filosofía. La filosofía puede ciertamente justificar esa esperanza, y siempre lo ha hecho, desde Platón hasta Kant. Sin embargo, ya no puede presentar el contenido del concepto de felicidad como lo hacen los filósofos. Aquí resultan válidas las palabras de Pablo: “Ni ojo vio, ni oído oyó, ni corazón humano alguno puede escrutar lo que Dios tiene preparado para los que le aman”.
Pero si esto es así, entonces el concepto de eudaimonía ya no puede configurar el marco y la medida para enjuiciar cuáles de nuestras acciones y actitudes son buenas y cuáles malas. La moralidad ya no se define como el compendio de lo que nos hace felices, sino como síntesis de lo que, como dice Kant, nos hace dignos de ser felices. El bien moral ya no será lo que cada uno en el fondo quiere, sino lo que cada uno debe ser o hacer. ¿Y de dónde procede ese deber? De la naturaleza humana, decían los estoicos. En lo esencial, también esta es la postura asumida en el cristianismo.
La virtud no se define como elemento de una vida feliz; más bien la felicidad es la recompensa de la virtud. Spinoza lo dijo de manera terminante: la felicidad no es el premio de la virtud, sino la virtud misma. De esa felicidad tratan la religión y la teología, pero la ética ya no se ocupa de lo que en el fondo todos queremos, sino de lo que sabemos que debemos ser. La noción del deber se convierte así en un concepto ético fundamental. El hecho de que el respeto al deber finalmente nos haga dignos de ser felices es una tesis de Kant que a Schopenhauer le parece un regreso a la tradición eudemonista. “Al principio Kant se manifiesta –dice Schopenhauer– de una manera desinteresada y puramente ética, pero finalmente abre la mano”. La intuición moral también ha de obligar a los ateos, que creen que todo se acaba después de la muerte. Por tanto, ha de desvincularse por completo de toda idea de felicidad. En efecto, el ateo es, de manera primaria y general, el hombre auténticamente ético, pues realiza el bien sin esperanza de compensación alguna.
De hecho, la ética atea consumará por primera vez la separación entre deber y tendencia a ser feliz. Por el contrario, en la tradición cristiana, primeramente está quien pide, es decir, aquel cuyo querer posee para nosotros el carácter de deber, el mismo que dice a Moisés: “Yo seré tu recompensa”. En segundo término encontramos el contenido de la ley moral en la autocomprensión de la tradición cristiana, que siempre se entiende como lo que contribuye a la plenitud del ser humano y, por tanto, lo que en principio puede ser visto sin conocer los diez mandamientos. Pero en tercer lugar tenemos el motivo más profundo de la moralidad, que coincide con el fundamento sobre el que descansa la felicidad, a saber, el amor. De él se dice que, a diferencia de la fe y la esperanza, no termina, sino que une la vida del más acá con la del más allá de la frontera de la muerte. Para Kant, el amor se descarta ya como motivo moral. El único motivo que reconoce Kant es el “respeto a la ley”. El enlace entre ser bueno y ser feliz –entendido como merecer serlo– continúa siendo meramente externo coincidental. Para poder obrar moralmente he de abrigar en mí la esperanza –sigue diciendo Kant– de que si obro de esa manera finalmente obtendré mi recompensa, pues debo aceptar que hay un Dios que establece la convergencia entre ambas cosas. En efecto, si rechazo de manera sistemática dicha convergencia, y también por sistema me veo como un tonto cuando hago lo correcto, entonces hacer el bien se me antoja prácticamente imposible, o en todo caso muy difícil. Así pues existe el deber moral de procurar tener la idea de una última conexión de la felicidad con lo moral. Mas no se trata de una conexión interna, de modo que pueda decirse que la idea de felicidad en sí misma esté asociada con la esencia de lo moral, sino más bien de una conexión extrínseca, que en ese caso precisa de la mediación del concepto de Dios para realizarse.
Si quiero lo que debo, recibo lo que quiero. Tan sólo se trata del puro concepto de deber, que no se funda en un querer antecedente, una idea que no se puede afirmar por sí misma. Esa idea provoca su desenmascaramiento. Nietzsche fue uno de sus desenmascaradores. Él preguntaba por un querer que se esconde detrás de ese deber. Y creía, en un exacto paralelismo con la figura platónica de Calicles, que ese querer se encuentra en el resentimiento de los débiles respecto de los fuertes. La moral es el medio que les permite defenderse del derecho natural del más fuerte. Por decirlo así, la moral le sugiere a éste que lo que hace no es honesto ni bueno. Y si es suficientemente tonto como para dejarse llevar por esa sugestión, entonces la superioridad del fuerte queda coartada. El argumento de Sócrates, en cambio, era el siguiente: Si la masa de los débiles es suficientemente fuerte como para embridar moralmente a la minoría de los fuertes, entonces es claro que los más fuertes son aquellos, y todo vuelve a estar en orden. Un inmoralismo consecuente nunca puede ser crítico, sino que ha de considerar, como el físico, cada situación como resultado inevitable del paralelogramo de fuerzas que la ha originado. Si los fuertes se dejan avasallar, entonces es que no eran tan fuertes.
Que algo deba ser de otra manera que como en efecto es presupone una perspectiva no física sino moral. Esto es válido incluso para quien dice que la moral no debería existir. Ciertamente también él quiere que algo deba ser distinto de como es. El deber es, en este, algo quasi físico, un instrumento de manipulación psicológica para quien desearía hacer desaparecer la idea del deber. Si lo consigue, bien. Si no, propiamente carece de sentido decir que tenía razón. Tener razón consiste únicamente en imponerse.
La superación de la idea de un deber puro nos ofrece la ocasión de reconsiderar la noción –por largo tiempo excluida de la ética– de lo que fundamental y propiamente queremos, a saber, el pensamiento de la felicidad como concepto ético básico. Y ciertamente no como un querer que se oculta tras el deber y que, por eso, hay que desenmascarar, sino como un querer que realmente sirve de base a todo deber, y que es el único capaz de legitimarlo. Si lo que debo ser no tiene absolutamente nada que ver con lo que me sucede en la vida, entonces para nada me interesa. Siempre puedo decir: “¿Por qué debo yo ser o hacer tal o cual cosa?”. Y si alguien me lo explica, podré responder: “¿Y por qué debo yo querer lo que debo? Yo no lo quiero en absoluto”. La respuesta “precisamente porque debes” no sirve. Hacer valer el deber permanece atrapado en un círculo en el que no hay salida a ningún otro círculo, a su vez cerrado; en último término remite a un querer radicalmente inmotivado. Por otro lado, esto valida, a mi juicio, la transformación de la ética kantiana en la ética del discurso. Ahora bien, a fin de cuentas también se me pedirá aquí que esté dispuesto a aceptar lo que salga del discurso. Y si rechazo todos los argumentos que se me ofrecen –por ejemplo, que en un momento dado haya caído en contradicción conmigo mismo– de no tener yo esa disposición, podría entonces decir: “Por favor, no me molesta en absoluto contradecirme”.
Entre tanto, quien quiera restablecer la idea de eudaimonía, de felicidad entendida como lo que en el fondo todos deseamos, primero habrá de considerar las causas por las que esa idea una vez fracasó. Las causas residen en la paradoja interna de esa noción, es decir, en el doble sentido de la palabra Glück. Siguiendo a Varrón, cabe formular 288 teorías sobre el bien más alto. En lo que sigue quisiera aclarar esa polisemia en algunas de sus facetas.
1. Cuando los griegos plantearon por vez primera, en el siglo V antes de Cristo, la cuestión de qué es lo que nuestra propia naturaleza en el fondo nos lleva a querer, la primera respuesta sonó tal como aún hoy frecuentemente sigue sonando, y que constituye el comienzo de la ética filosófica, a saber, el discurso que se cuestiona cuál es el fin último de cada ser vivo, incluido el hombre. Y tal respuesta no es otra que la obtención de placer (hedoné). En términos generales, bienestar subjetivo: lo que queremos es sentirnos bien. Partimos del hecho de que lo que ambicionamos no satisface lo que prometía. Esto significa, sencillamente, que no nos sentimos satisfechos a pesar de haber conseguido lo que queríamos. Es claro, por tanto, que había ahí algo engañoso. Ahora bien –continuaban diciendo los sofistas– de lo que se trata propiamente es de sentirse bien, y lo que nosotros ambicionábamos era tan sólo un medio para ese fin.
El hedonismo filosófico, elaborado de la forma más sutil por Epicuro, constituye una técnica de maximizar el placer, el sentirse uno bien. Enseña a no perderse en las cosas, los bienes y los valores, sino a tomar conciencia de lo que en definitiva únicamente nos puede interesar: eudaimonía, felicidad. Y esta interpretación sólo puede significar el subjetivo sentirse bien en la mayor medida posible. “Bienestar” ya no sería la palabra adecuada para expresarlo, pues más bien se refiere a algo objetivo, como la salud. Puede que alguien se deslice momentáneamente a una situación así a través de las drogas. Pero no debería decirse entonces que se encuentra bien. El hedonismo afirma: el criterio del bienestar es “sentirse bien”. Pero a su vez la salud es, desde el punto de vista hedonístico, tan sólo un medio para esto, y la enfermedad únicamente un mal en tanto que estorba el bienestar continuado. Por lo demás, Epicuro llevó el hedonismo a unas marcadas consecuencias ascéticas. Él observaba que el placer no se logra de cualquier manera, sino en una determinada relación con las necesidades de una persona. Quien de manera consecuente lleva una vida sobria se siente tan bien con un pedazo de buen pan, con un pedazo de queso y agua fresca como el más refinado y exigente gourmet con un menú selectísimo. Y si tiene un hambre sana, probablemente incluso de una manera aún más placentera. El hambre es el mejor cocinero. Por tanto, resulta inteligente, prosigue Epicuro, satisfacer las necesidades en una dosis mínima, de modo que esta satisfacción pueda garantizarse de forma fácil y regular. Además, decía, habrá que llevar una vida retirada con pocos amigos, y ante todo tratar de evitar el compromiso político. Así se desarrollará en períodos cuyo transcurso dependa de muchos factores sobre los que uno mismo no puede ya influir, pues no son susceptibles de dominio, lo cual, de no ser así, amenazaría constantemente nuestro bienestar subjetivo. Por tanto, librarse de la esperanza y del temor constituye un elemento esencial de la felicidad entendida según el concepto hedonista.
Ahora bien, ¿es verdad entonces que lo que en el fondo y ante todo nos interesa es el placer, esto es, el sentirnos bien? Y, antes que otra cosa, ¿es verdad que la mayor alegría siempre es exclusivamente la propia alegría? Epicuro advirtió en una ocasión que había deducido su teoría observando a los animales y a los niños lactantes, es decir, aquellos seres de los que dice Aristóteles que todavía no pueden ser de ninguna manera felices. Seres que, por cierto, viven enteramente extrovertidos, pero que justamente por eso se hallan siempre en el centro de su medio ambiente de manera íntegra y espontánea, orientándose tan sólo por el principio del placer, pues para ellos los fines objetivos a los que conduce este principio, comenzando por la propia conservación y la de la especie, en modo alguno están dados. El pájaro no tiene que pensar en sus polluelos cuando se siente impelido a construir el nido. Y cuando un animal no tiene hambre, entonces se duerme y no come. Cuando carecemos de apetito durante largo tiempo pensamos que quizás algo no va bien, y que tenemos que hacer algo contra la inapetencia, puesto que intuimos que comer tiene un significado objetivo en relación con nuestra propia conservación y que el hambre es sólo una señal que nos llama la atención para no olvidar por otros ese objetivo.
La alegría específicamente humana es, en cambio, esencialmente intencional, a diferencia de los estados de placer puramente físico. No es cosa sólo de alegrarse “por” algo, sino de alegrarse “en” algo. La alegría por una sinfonía de Mozart es específicamente distinta de la que causa otra sinfonía de Mozart. No tenemos sencillamente una sensación de bienestar producida por la música, sino que la sensación de bienestar está específicamente matizada por el contenido propio de cada pieza musical. Y nuestra alegría es entonces tanto más intensa si aquello que nos la produce –no la alegría misma– es su tema o motivo. Es lo que pasa cuando nos olvidamos completamente, por así decirlo, de aquello por lo que estamos alegres.
El mismo Epicuro se dio cuenta de esto. Él fue un pensador extraordinariamente consecuente. Sobre todo cuando habla de que los buenos amigos son necesarios para una vida feliz. Sólo tiene buenos amigos –dice– quien él mismo es un buen amigo. Pero sólo se es buen amigo cuando uno está a disposición del otro, y él no representa para mí tan sólo un medio del que yo me sirvo para sentirme bien. Si se quiere tener buenos amigos, escribe Epicuro, hay que estar preparado para en caso necesario dar la vida por ellos. Eso también lo dice el Evangelio de Juan. El hedonismo consecuente se compensa a sí mismo. Finalmente reconoce la parte intencional y objetiva de la felicidad como condición del subjetivo sentirse bien, y reconoce incluso que esa condición tan sólo se cumple si se trata de ella misma, y no de ella sin más, sino de ella en tanto que condición del subjetivo sentirse bien. “Quien entrega su vida la ganará”. Si el hedonismo suscribe esta frase ya no es hedonismo. Pero Epicuro vio que tenía que suscribirla. Si se procede así, entonces no se puede equiparar la felicidad con la maximización del placer. Platón y Aristóteles ya sacaron ciertas conclusiones de este razonamiento.
Para aclarar esto de forma definitiva, imagínense Vds por una vez una situación de ciencia-ficción. Un facultativo –preferiría no llamarle médico– les ofrece a Vds la siguiente optimización de su situación en la vida. Él está preparado para abrir el cráneo con anestesia e implantar unos hilos en determinadas zonas del cerebro, que llevarán impulsos eléctricos. La excitación de las partes afectadas del cerebro hará que se encuentren Vds en la situación de confort más intensa posible, hasta llegar incluso a la euforia, lo que probablemente no se puede verificar con absoluta claridad desde fuera, pero que se acompaña con las imágenes más agradables, percepciones y conjeturas sobre la realidad. Se les promete a Vds ese estado hasta llegar a los 85 años. Un estado duradero que finalizará igualmente con una salida indolora eutanasia. Preguntémonos ahora: ¿Quién de nosotros estaría dispuesto a aceptar esa oferta una vez que, para subrayar que va en serio, se le hayan mostrado algunos ejemplos en las camas del servicio clínico, viendo que los allí acostados babean de felicidad? ¿Felices? Si es feliz ese estado al que gustosamente fuéramos transferidos, ¿se puede llamar a eso felicidad? Tiene que estar en un estado más bien depresivo una persona para aceptar tal oferta.
En efecto, el intento de comprender consecuentemente la felicidad como pura constitución subjetiva del bienestar está condenado a la frustración. Puede que a un hombre no se le comunique en el lecho de muerte el fracaso definitivo del proyecto al que ha dedicado toda su vida, como quizá tampoco se informa al rey moribundo de la derrota de su ejército aniquilado, que todavía desconoce. Pero, ¿significa eso que habremos de tenerle, tras su muerte, como un hombre feliz por el hecho de haber muerto con la agradable ilusión de haber cumplido la misión que durante su vida había jugado a una sola carta, y en la que sin embargo había fracasado? Aristóteles pensaba que incluso la suerte que corren los hijos de un hombre después de su muerte determina en último término el que podamos considerar lograda su vida. Aquí resulta patente que estamos considerando la felicidad (eudaimonía) como algo por completo distinto al resultado afortunado de la vida, cuyo criterio último no sería otro que el sentimiento de haber alcanzado el éxito. Si la vida de un ser racional puede considerarse lograda, algo tendrá eso que ver con la verdad. Así lo dice el capítulo 13 de la Epístola a los Corintios, hablando de la caridad: “Se alegra con la verdad”.
Pero, ¿acaso la vivencia subjetiva del éxito, la alegría, no forma parte de eso que entendemos como felicidad? Desde luego, decían tanto Platón como Aristóteles, pero sólo como un elemento secundario y derivado. Corresponde a la dignidad del hombre el no querer ser engañado ni escuchar mentiras amables. Si hubiéramos de elegir, preferiríamos que ocurra realmente lo que deseamos –aun en el caso de que no pudiéramos verlo nosotros– a que nos hagan creer que se ha conseguido cuando realmente no ha sido así. Esto quiere decir que lo que deseamos en última instancia, o sea, la felicidad, tiene una parte externa, una parte objetiva, que en modo alguno se puede traducir o reformular en un lenguaje subjetivo, y que yo quisiera en ese sentido designar con la expresión “vida lograda”. Mas, ¿qué significa entonces “vida lograda”? Evidentemente no puede significar que esa vida sea ventajosa únicamente para otros, pues en ese caso la vida mejor vivida podría ser la del esclavo, ya que ha sido enormemente provechosa para los demás. Pero Aristóteles dice que un esclavo no puede llevar en absoluto una vida feliz. ¿Por qué no? Porque no hace lo que quiere. Él no actúa. Tampoco cabe decir propiamente que obedece, si por obediencia entendemos una acción libre. El esclavo no tiene alternativa. Desde luego, una vida de obediencia también puede ser feliz en el sentido aristotélico, si esa obediencia se ha prestado libremente. Si les toca obedecer, un monje o un soldado pueden hacer lo que realmente en el fondo quieren. Por lo demás, eso nada tiene que ver con la cuestión ahora en juego, es decir, la alternativa a la obediencia libre, a saber, el reflejo condicionado por lo que espera la mayoría: la adaptación, por así decirlo, como la moderna alternativa a la obediencia, que ya no apela a la libertad del hombre, sino que constituye un ceder a la presión de la mayoría, acomodándose a ella. Esto no es una conducta libre. En definitiva, la vida de una persona que obedece siempre puede considerarse lograda porque él hace lo que quiere, si se mide su obediencia según una regla interior. No sucede lo mismo con la vida de un esclavo que únicamente ha sido útil para otros, sin que esa utilidad la haya apropiado él mismo como un sentido de su propia vida.
2. Respecto a la noción de vida lograda, encontramos de nuevo la misma paradoja que ha conducido a su constitución. En la idea de una vida lograda se presupone que la vida humana puede ser algo así como un todo. Así pues, podemos considerar igualmente la vida de un animal, e incluso de una planta, como un todo que comienza con la generación y termina con la muerte. Pero esa unidad y totalidad es, no obstante, unidad y totalidad tan sólo para nosotros que contemplamos esa vida desde fuera y ponemos en relación sus diferentes estadios. El animal vive su biografía no como un todo, aunque nosotros tengamos motivos para verla así. De ahí que los hombres no debamos imponer a los animales una vida que hace violencia a su ser, es decir, permitirles llevar una vida de acuerdo con su condición de animales, sin tratar de impedir su muerte, pues donde no hay una totalidad interior tampoco cabe una intervención abusiva sobre esa totalidad. En tanto se trate de la condición meramente animal, y en tanto que el animal esté vivo, que su vida sea más corta o más larga no es algo decisivo. Por el contrario, si sólo la vida humana posee por sí misma el carácter de totalidad, es precisamente porque ella misma la vivimos como un todo, en el recuerdo y en la anticipación del futuro y de la muerte, de cuya inevitabilidad, por cierto, somos conscientes. Ese todo no está prefijado en cuanto a su sentido hasta el final. El significado que las vivencias y conductas pretéritas tienen en relación con la totalidad de nuestra vida, es algo que no depende de nosotros mismos. Y se puede cambiar. Lo malo en el pasado puede asumir un sentido bueno en el futuro. Y lo bueno en el pasado puede echarse a perder si después se encadena a un devenir perverso. En relación con los dolores también es válido el dicho: “Se tienen con gusto los dolores ya sufridos”. Y al revés, el recuerdo de la felicidad pasada podrá convertirse en fuente de dolor. Tampoco existe algo parecido a un balance objetivo del placer vital, que pudiera medir con exactitud la vida más feliz como la que contiene la mayor cantidad de momentos satisfactorios.
La totalidad de la vida posee un carácter vectorial. Detecta la diferencia entre la euforia y la depresión. La alegría que nos produce una excursión al monte no se debe en particular a la gran acumulación de momentos agradables: de hecho, la mayor parte de ellos puede que incluso hayan sido desagradables; pero en conjunto nos alegra haberla hecho. Esto tiene que ver con el sentido vectorial de esa actividad. Respice finem ¡Fíjate en el fin! forma parte del viejo saber sobre la vida. En otras palabras, la integración o enlace de los muchos momentos de la vida en un todo no es un evento objetivo más allá y además de ellos, sino que se produce en los momentos que a su vez conforman una parte de la vida. En determinados instantes experimentamos la vida como un todo, y esos mismos momentos vuelven a constituir partes de ese todo. El todo se convierte así en parte de sí mismo. Recordamos, e integramos lo recordado, mientras determinamos su sentido nuevamente desde un proyecto de futuro. Ese proyecto, por su parte, se determina a través del pasado recordado, y también no recordado. La integración de la vida en una totalidad de sentido no nos dispensa entonces de la contingencia radical, de la fortuna. Tejemos un patrón. Damos un significado a cada una de las acciones y acontecimientos gracias a una estructuración y reestructuración permanente dentro del contexto de la “autocomprensión”, pero en todo caso no podemos abarcar con la mirada la muestra original. La “autocomprensión” es tan sólo un momento biográfico más, que no es perceptible de suyo como un todo. En cada acto de comprensión se presupone un sentido global que se anticipa sin que se suspenda la comprensión. Si entendemos parcialmente algo pero se nos informa que se trata de un total sinsentido, entonces lo parcialmente entendido también habrá de verse a la luz de su absurda conexión con la totalidad, y en tal caso ya no podemos hablar de un entendimiento parcial. Esto quiere decir que cada intelección presupone un sentido más amplio, que se nos escapa, si bien captamos que sólo desde él funciona la inteligibilidad. Si en determinados momentos la vida se asocia a una totalidad satisfactoria, entonces podemos decir que se trata de momentos felices. Personas que se han visto a las puertas de la muerte informan de momentos felices de este tipo, cuando la trayectoria vital comparece panorámicamente en una totalidad plena de sentido, e igualmente hablan de la desazón que les produjo la vuelta a las preocupaciones de la vida normal.
La ambigüedad precisamente estriba en que sólo puede considerarse como lograda y feliz la vida asumida en su totalidad, pero, por otra parte, la unificación de la totalidad vital siempre es tan sólo una vivencia momentánea. La antinomia también puede exponerse de otra manera: felicidad no es sinónimo de reflexión sobre la felicidad. ¡Todo lo contrario! Se nos antoja más feliz quien está completamente absorto y perdido en lo que constituye su felicidad. Entre las representaciones humanas de la felicidad, una prototípica siempre ha sido el ensimismamiento propio de la unión sexual. Por otra parte, ¿cabe ser feliz sin saberlo? La reflexión sobre la felicidad, ¿la destruye o disminuye? Eso debería significar el hecho de que nunca se pueda saber que se es feliz, sino tan sólo recordar que se ha sido. Unos versos del poeta portugués Fernando Pessoa contienen esta reflexión. Le cito: »¡Tú, pastor de las montañas!, tan lejos de mí con tus ovejas / ¿Cómo es la felicidad de que pareces gozar? / ¿Es tuya o mía? / La paz que siento en tu mirada ¿a quién pertenece? / ¿A ti o a mí? / En verdad, pastor, no es ni tuya ni mía. Pertenece únicamente a la felicidad y a la paz. Tú no la tienes porque no sabes que la tienes. Tampoco la tengo yo, pues sé que no la tengo. / Paz es sólo paz, y cae sobre nosotros como el sol».
Pascal ha dicho: La felicidad no está en nosotros ni fuera de nosotros (Le bonheur est ni dans nous, ni hors de nous). También puede decirse: está tanto en nosotros como fuera de nosotros.
Una vez más, y ya finalmente, se pone de manifiesto la antinomia entre intencionalidad y reflexividad en la irreductible contradicción entre autarquía y satisfacción. Una vida lograda parece inseparable de la autarquía, de la autodeterminación y el autodesarrollo. La autarquía exige la propia afirmación en las contingencias del diario existir. La Stoa ha radicalizado estas ideas. El sabio estoico está libre de las pasiones. Se basta a sí mismo porque le son indiferentes todos los bienes que la fortuna puede conferir o sustraer. Tal autoafirmación de la libertad, incluso contra los dioses, pretende desvincular el logro vital de la fortuna, el “ser feliz” del “tener suerte”. Pero de este modo hace incompatible el logro vital con la bienaventuranza, con la satisfacción. Separándose expresamente de la Stoa, el cristianismo ha objetivado el momento de la satisfacción en la idea de bienaventuranza, y esta idea precisamente supone la renuncia a la autarquía en el olvido de sí, que es lo propio del amor, el amor benevolentiae, la benevolencia. El equivalente estoico de la bienaventuranza, de la plenitud, de la “felicidad”, se denomina “contento”. El hedonismo epicúreo proponía este sucedáneo como fin último de la vida.
El contento o satisfacción parece tener una gran ventaja sobre la felicidad, a saber, que en ella el sujeto permanece en todo momento dueño de sí. La libido lo arranca de sí y lo enreda en situaciones que él no domina. Thomas Hobbes enseñaba que la felicidad, en el sentido de la satisfacción, está esencialmente unida a la insatisfacción: “Ir de apetito en apetito”. El modelo de la civilización contemporánea se ha expandido sobre todo gracias a la sistemática generación de insatisfechos. Incluso cuando en un momento dado se dice aquello de: “¡Fíjate lo hermosa que eres!”, en realidad se expresa el deseo de detener el tiempo en un futuro aferrable, aunque se trate de un deseo imposible de cumplir. En cambio, la satisfacción parece algo más seguro e irrebatible, y a su manera aparece dotada de cierta plenitud. Mientras el satisfecho, pagado de sí mismo, se reafirma en su satisfacción, desoye cualquier argumento que le muestre que está dejando escapar lo mejor. No le alcanza, pues para ello tendría que estar insatisfecho con su satisfacción. La satisfacción es el encerrarse de la subjetividad en sí misma.
Ahora bien, esa imperturbabilidad no es compatible con la sacudida del amor. El que ama no desea cambiarse por el satisfecho sin amor, tanto menos como éste por aquél. La diferencia entre el contento y la felicidad se funda a su vez en la diferencia entre reflexión e inmediatez, siendo así que tal diferencia es constitutiva de la vida consciente. A la persona contenta no le falta nada mientras siga estando contenta. En la medida en que logra encerrarse completamente en el espacio interior de su autosuficiencia, todo lo que le suceda a él o a los demás le resulta ajeno e indiferente (adiáphoron), y la satisfacción de su vida no la mide confrontándola con otras vidas. Dado que todos los contrastes siguen siendo únicamente contrastes desde fuera, para nada afectan a su mundo autosuficiente. De todas maneras, el dolor físico agudo puede violentar casi todo contento, puesto que las necesidades del organismo no son pura interioridad. No quedan a nuestro libre arbitrio. Tampoco podemos relegarlas al mero ámbito de los objetos indiferentes (adiáphora). De ahí el consejo estoico: decidir libremente el final de una vida que en cierto modo amenaza la imperturbabilidad del hombre. El suicidio representa así la forma más extrema de la autoafirmación autárquica. Ciertamente no lo ve así en Epicuro, que ha desarrollado una técnica propia de tratar con el dolor.
En cualquier caso, el suicidio pone igualmente de manifiesto la contradicción del ideal autárquico. Para afirmarse como sujeto, quien se suicida se transforma en un mero objeto. Desea afirmar incondicionalmente su satisfacción, pero está descontento con su propia existencia, dado que ésta hace imposible la satisfacción completa. Ante todo, la persona satisfecha tiene que asegurarse, como queda dicho, frente a la intrusión de la realidad del otro, frente a la inquietud producida por el amor y la compasión, pero también ha de defenderse contra la conmoción que provoca, por ejemplo, el arte sublime. El contento como sucedáneo de la felicidad sólo subsiste ignorando la realidad de lo otro y del otro. Mas cuando sucede esto, ya no es posible recuperar el contento. Ya no es posible querer. La felicidad entendida como contento lleva al sujeto a un callejón sin salida que en las condiciones de la finitud es inseparable del dolor de la insatisfacción. La antinomia entre satisfacción y felicidad es, por tanto, irreductible.
El doble sentido de la felicidad es, como he dicho, una expresión de la constitutivamente ambigua conditio humana. ―¿En qué consiste esta ambigüedad fundamental? ―En primer término, esa ambigüedad reside en el hecho de que el hombre es un ser vivo, animal, un organismo sentiente situado en el centro de su entorno, y dotado de un impulso que le lleva a procurar tanto la propia conservación individual como la de su especie mediante la tendencia homeostática, es decir, la inclinación al bienestar subjetivo; un ser que confiere significado a todo lo que se sitúa en el marco de sus propios intereses vitales. En segundo término, el hombre es un ser que precisamente tiene conciencia de esto. Sabemos que las cosas, los animales y las personas que nos encontramos no son sólo lo que son para nosotros. Sabemos que ellos son, por su parte, centros respectivos de su entorno, y sabemos también que por nuestra parte nos hallamos igualmente como un elemento más de ese entorno. El lenguaje, con todas sus amplias posibilidades semánticas, presupone que el hablante anticipa ya la intelección del oyente, y que en cierto modo está en condiciones de verse y oirse a sí mismo desde fuera. Dicho de otra manera: hay para nosotros una realidad que es en sí. Para nosotros no solamente hay objetos, sino también seres, y ser. Esto quiere decir que somos seres racionales. No querer perder a un amigo o a la propia mujer puede interpretarse en el marco de la existencia biológica, que está orientada a la conservación de los míos. Sin embargo, la pegatina con el mensaje: “Piensa en tu mujer, conduce con cuidado”, es la expresión de una inteligente benevolencia, pues me pide que me vea a mí mismo como parte del mundo del otro, y no sólo que vea al otro como parte de mi mundo. Como seres racionales, vivimos en un horizonte cuyo centro no somos precisamente nosotros, si bien es verdad que siempre estamos presentes en el horizonte óptico y vital en que nos movemos. La mirada de la razón es, a su modo, la mirada desde ninguna parte (view from nowhere).
Esa doble perspectiva de nuestra existencia, la perspectiva central de un lado, y de otro la perspectiva universal –o bien, la falta de perspectiva del view from nowhere– tiene como consecuencia que la idea de una vida lograda es asimismo ambigua. Así, Aristóteles habla de dos modos de felicidad: a) la felicidad burguesa de la vida moral en la polis griega, que tenía como contenido el desarrollo de las disposiciones y capacidades humanas en la praxis racional colectiva. Se trata, como decía Aristóteles de forma extraña, de una felicidad “tan sólo humana”. Cabría imaginar un curioso diálogo en el que alguien le preguntara: ―“Bien. ¿Qué entiendes tú por felicidad ‘tan sólo humana’? Si el hombre es feliz, lo será con una felicidad humana”. ―Aristóteles replicaría: “Pues eso mismo: felicidad tan sólo humana”. ―¿Qué quiere decir Aristóteles con esta expresión? Quiere dejar claro que nosotros poseemos una visión de la felicidad que tiene como contenido un grado de plenitud que en las condiciones de la existencia terrena en ningún caso es realizable. Esa felicidad “tan sólo humana” está siempre en peligro. A diferencia de los estoicos, Aristóteles ya lo sabía. Esa felicidad no es independiente de factores externos, y también posee siempre el carácter del compromiso.
b) Por otro lado, está la que él llama “felicidad por antonomasia”, la felicidad que reside en la realización de la perspectiva universal, en la participación en las cosas eternas, como dice Aristóteles. Esa felicidad no se realiza en la vida civil, sino en la teoría filosófica, en la contemplación, que tiene sentido por sí misma. Dado que como seres finitos no tenemos un órgano para captar esa perspectiva absoluta, la felicidad consiste en un cierto subsumirse en ella, que tan sólo acontece en determinados momentos o períodos de nuestra vida, pero sin determinar la constitución de ésta como un todo y sin poder modificarla. De ahí que Aristóteles insista en que hay dos tipos felicidad.
Platón creía en la posibilidad de una transformación real de la vida, si bien sólo para unos pocos. El cristianismo cree en esa posibilidad en principio para todos; quizás también en realidad sólo para unos pocos. A su vez el budismo considera posible una transformación, pero al final de la cual ciertamente no se encuentra la eudaimonía, la felicidad, sino el conocimiento en el que se da lo imposible. Lo mismo que para Platón, para el cristianismo existe la posibilidad de que el hombre se trascienda a sí mismo, y no solamente como un ser pensante, sino también como alguien que siente y quiere, y que sale de su posición central y de su propia perspectiva; un ser, por tanto, que se alegra con los que se alegran y llora con los que lloran. Esto significa que despierta a la realidad, y que lo real se vuelve real para él. Entiendo que el llegar a ser real de lo que es real es lo que significa la palabra amor: amor benevolentiae. En él el antagonismo entre querer y deber queda eliminado, y en él se hace concebible una felicidad que llega a ser completa y que resulta en sí misma indescriptible. Si esa felicidad perfecta es utópica, a lo sumo lo será porque sólo raramente atendemos a la perfección, e igualmente porque sólo en raras ocasiones tenemos la dicha de descubrir que la vida únicamente vale la pena vivirla para amar, y porque en la vida que vivimos es una verdadera suerte descubrirlo.
Con esto ya debería concluir, pero quisiera añadir aún una reflexión, pues todo esto suena muy paradójico. ¿Acaso no hay aquí un juego de palabras? Feliz es quien se da cuenta de que siempre es feliz. ¿Qué puede significar esto? ¿Es la infelicidad únicamente algo parecido a un error? ¿Se le puede decir al infeliz que lo que le pasa es que no se da cuenta de que es feliz? Esto más bien parece cinismo si se le dice por ejemplo a un enfermo grave o a una persona que tiene fuertes dolores, o a alguien con depresión o que ha perdido a un ser querido. Si ser feliz significa alegrarse de la vida, entonces ¿por qué hay que considerar feliz la vida de la que nadie se alegra? ¿No es más bien una determinada cualidad de la vida la que nos da motivo para la alegría? ¿Acaso no ha distinguido el mismo Aristóteles entre vida y vida buena: zen y eu-zen? Ciertamente, pero ¿qué es en realidad una vida buena? Desde luego, no algo que sobreviene a la vida desde fuera de ella, sino más bien eso que entendemos como vida elevada o superior. La elevación de la que habla Aristóteles, y que únicamente puede ser experimentada por personas adultas –sólo ellas podrían ser felices– posee una estructura reflexiva y a la vez trascendente, es decir, elevada. Esto es, la vida feliz es una vida consciente y con amor. Qui non intellegit non perfecte vivit, sed habet dimidium vitae, afirma Tomás de Aquino: quien no tiene conocimiento no vive en plenitud, sino que tiene tan sólo media vida. Aquí se dice que el conocimiento no adviene a la vida, como tampoco el amor, sino que ambos son la vida misma. Ambas cosas constituyen en sí mismas la vida preeminente y sobreabundante.
Una determinada cualidad vital puede ser la condición de que nos alegremos de vivir; incluso puede que la felicidad misma –la elevación de la vida– resida en sacrificar el mero vivir por una vida buena. Quienes desconocen este principio son –como ha señalado Hegel– los que Aristóteles denomina “esclavos por naturaleza”. Esclavo por naturaleza es aquel que depende incondicionalmente de la vida, es decir, alguien que no es capaz de ofrecer la vida por una vida elevada. Esta es justamente la penosa situación que intenta conjurar la letra de aquel himno guerrero citado por Bertold Brecht: “Temer nuestra mala vida más que a la muerte”. Pero si una determinada cualidad vital puede ser también condición para amar la vida, entonces no es esa cualidad lo que amamos, sino la vida misma. Quien ha descrito esto con más precisión es Rousseau, que en este contexto hablaba de sentiment de l’existence, del sentimiento de la existencia.
Se pueden aclarar mucho mejor estas cuestiones con el ejemplo del amor. No empezaríamos a querer a una persona sin que ésta poseyera determinadas cualidades, de tipo físico, psíquico o espiritual, con las que se nos presenta. Pero sería del todo erróneo decir que la queremos a causa de esas cualidades, o que son éstas lo que realmente amamos. Quien ama realmente, o quien tiene un verdadero amigo, no puede en modo alguno dar respuesta a la pregunta de por qué ama a esa persona, o qué es lo que ama en ella. Ciertamente no amamos a alguien sin que tenga determinadas cualidades, pero amar a una persona no significa amar algo, sino a alguien en su propia identidad. Ese “alguien”, esa vida determinada, única e irrepetible, se hace real para nosotros cuando amamos, y así se hace objeto de una aprobación incondicional a su ser.
Y a la inversa, la felicidad consiste en asentir a la propia vida en su conjunto, y no entenderla sólo como la suma de todas las ventajas y prestaciones particulares que la hagan objeto de la alegría y de la aprobación de otro, sobre todo de otro al que amamos. Amar quiere decir experimentar que la vida misma es el motivo de la felicidad, y que no hacen falta más motivos, sino tan sólo despejar el camino de obstáculos que se opongan a esa experiencia y que desvíen nuestra atención. La música siempre se renueva cada vez que suena. La felicidad consiste en que el oído esté presto. De todos modos, tampoco viene mal algo de buena fortuna.