Testimonio de la joven religiosa Ruth de Jesús, de las Hermanas de la Compañía de la Cruz, fundada por Santa Ángela de la Cruz. Sus palabras conmovieron al casi un millón de jóvenes y al Papa Juan Pablo II en la vigilia del sábado 3 de mayo de 2003 en Cuatro Vientos (Madrid).
Querido Santo Padre: Soy la hermana Ruth de Jesús. Tengo 28 años. Pertenezco al Instituto de Hermanas de la Cruz fundado por la beata Angela de la Cruz que mañana canonizará vuestra santidad. Ingresé en él a los 20 años.
Aunque soy juniora de votos temporales, estoy comprometida con Jesús para siempre con un amor indiviso en una vida de oración y de servicio a los mas pobres, enfermos y abandonados en sus propios domicilios. Les lavo la ropa, les arreglo la casa, hago la comida, curo sus llagas, los velo por las noches y, lo mas importante, les doy todo el amor que necesitan porque en la oración Jesús me lo regala. Dios es amor, y yo se lo devuelvo amando a los pobres, entregándoles mi juventud y mi vida entera.
Antes de ingresar en el Instituto llevaba una vida normal. Me gustaba la música, las cosas bellas, el arte, la amistad, la aventura. Había soñado muchas veces con mi futuro, pero un día vi por la calle a dos hermanas que me llamaron la atención por su recogimiento, su paso ligero y la paz de su semblante. Eran jóvenes como yo. Me sentí vacía y en mi interior oí una voz que me decía: «¿Qué haces con tu vida?» Quise justificarme: «Estudio, saco buenas notas, tengo muchos amigos». Me quedé mirándolas hasta que desaparecieron de mi vista mientras yo me preguntaba: ¿Quiénes son? ¿Adónde van? Como Nicodemo, invité a Jesús en la noche de mi inquieto corazón y en la oración entré en diálogo con Él. Con Él, sentí la llamada de tantos hermanos que me pedían mi tiempo, mi juventud, el amor que había recibido del Señor. Y busqué. Y me encontré con la mujer que estaba más cerca del misterio de la cruz de Jesús junto a María, sor Ángela de la Cruz. Ella se había configurado tanto con la cruz de Jesús que se hizo amor para los pobres que sufren. Me cautivó y quise ser de las suyas. Y aquí estoy, Santidad, consciente de lo que he dejado.
He dejado todo lo que los jóvenes que están con nosotros esta tarde poseen: la libertad, el dinero, un futuro tal vez brillante, el amor humano, quizá unos hijos. Todo lo he dejado por Jesucristo, que cautivó mi corazón para hacer presente el amor de Dios a los más débiles en mi pobre naturaleza de barro.
Tengo que confesarle, Santidad, que soy muy feliz y que no me cambio por nada ni por nadie. Vivo en la confianza de que quien me llamó a ser testigo me acompaña con su gracia.
Gracias, Santo Padre, por su vida entregada sin reservas como testigo fiel del evangelio, por fortalecer nuestra fe, avivar nuestra esperanza y abrir nuestro corazón al amor ardiente del que sabe perder su vida para que los demás la ganen.
Gracias, Santo Padre, por su vida, que a muchos de nosotros nos ha marcado.
Gracias por venir a decirnos a los jóvenes de España que el mundo necesita testigos vivos del Evangelio, que cada uno de nosotros podemos ser uno de esos valientes que se arriesguen a construir la nueva civilización del amor, porque lo que nosotros no hagamos por los pobres, contemplando en ellos el rostro de Cristo se quedará sin hacer.
Gracias de nuevo, Santo Padre.