Cuenta una leyenda oriental que un hombre buscaba en el desierto agua para saciar su sed. Después de mucho caminar, ya muy fatigado, con la boca reseca, el peregrino descubre por fin las aguas de un arroyo. Pero, al arrojarse sobre la corriente, su boca encuentra sólo arena abrasadora. Vuelta a caminar, leguas y leguas; su sed y su cansancio van en aumento. Por fin, ya oye el rumor del agua. Se divisa en la lejanía un río caudaloso, ancho; ya toman sus manos el líquido tan ansiado, pero de nuevo era sólo arena. Más andar aún, con la lengua fuera, como un perro sediento. Hasta que de nuevo se oye rumor de aguas de una fuente. Su chorro cristalino forma un gran charco. Pero sólo la decepción responde a la sed del caminante. Y con renovado afán se lanza al desierto. Atraviesa montes, valles, y sólo halla soledad y aridez. No hay agua, ni rastro… Un día le sorprende un viento de humedad; allá, a lo lejos, parece que el mar inmenso brilla ante sus ojos. El agua es amarga, pero es agua. Al hundir su cabeza ansiosa entre las olas, no hace sino sumergirse en un fango que no está originado por el agua. El peregrino entonces se detiene; se acuerda de su madre, que tanto sufrirá por él cuando sepa de su muerte. Las lágrimas vienen a sus ojos, resbalan y caen en el cuenco de sus manos, y entonces le permiten saciar su sed. Algo parecido nos sucede a todos a veces, después de haber tratado en vano de apagar nuestra ansia en tantas fuentes engañosas, que descubrimos al fin que en las lágrimas de contrición y el arrepentimiento por nuestras errores está el agua que puede remediar nuestra sed.