Para las personas creyentes,
Dios está al principio.
Para los científicos,
está el final de todas sus reflexiones.
Max Planck
¿Puede la ciencia explicarlo todo?
Una mirada al desarrollo científico con un poco de perspectiva histórica nos deja asombrados de la rapidez con que las máquinas se trasladan a los museos. Bastantes afirmaciones de las revistas científicas actuales probablemente sean motivo de hilaridad o de asombro para las generaciones futuras, quizá dentro de no tanto tiempo.
La historia de las ciencias nos advierte, con terca insistencia, de un hecho irrefutable: pocas teorías científicas logran mantenerse siquiera unos pocos siglos; muchas veces, tan solo unos años; y en algunas ocasiones, todavía menos. La mayoría de las afirmaciones de la ciencia van siendo sustituidas, una tras otra, poco a poco, por otras explicaciones más complejas y contrastadas de esa misma realidad. Eran hipótesis que fueron consideradas como ciertas durante una serie de años, o de siglos, y que un día quedan superadas. A veces, son englobadas dentro de teorías más completas, de las que la antigua hipótesis es un corolario o un simple caso particular. Otras, quedan obsoletas y desaparecen por completo del ámbito científico. La postura propia de la ciencia experimental ha de ser, por tanto, extremadamente cauta en sus afirmaciones.
«Una insidia perniciosa —escribía John Eccles poco después de recibir el Premio Nobel por sus investigaciones en neurocirugía— surge de la pretensión de algunos científicos, incluso eminentes, de que la ciencia proporcionará pronto una explicación completa de todos los fenómenos del mundo natural y de todas nuestras experiencias subjetivas. Es una extravagante y falsa pretensión que ha sido calificada irónicamente por Popper como “materialismo promisorio”.
»Es importante reconocer que, aunque un científico pueda formular esta pretensión, no actuaría entonces como científico, sino como un profeta enmascarado de científico. Eso sería cientifismo, no ciencia, aunque impresione fuertemente a aquellos profanos que piensan que la ciencia suministra incontrovertiblemente la verdad.
»El científico no debe pensar que posee un conocimiento cierto de toda la verdad. Lo único que podemos hacer los científicos es aproximarnos más de cerca a un entendimiento verdadero de los fenómenos naturales mediante la eliminación de errores en nuestras hipótesis. Es de la mayor importancia para los científicos que aparezcan ante el público como lo que realmente son: humildes buscadores de la verdad.»
En cambio, la inmodestia suele ir unida a la ignorancia. La suficiencia con que algunos hablan se presenta como una actitud muy poco científica, pues los científicos sensatos nunca dan categoría de dogma a sus hipótesis. El cientifismo altivo ha hecho siempre muy flaco servicio al rigor de la verdadera ciencia.
¿Científicos pontificando sobre filosofía?
Los científicos sensatos —además de vigilarse a sí mismos para no convertirse en personajes dogmatizantes— procuran basar siempre sus afirmaciones científicas en comprobaciones que sigan con rigor el método científico. Así se guardan de imponer como científicas afirmaciones que, en el fondo, se apoyan más bien en razones de orden filosófico.
—Me imagino que, si son científicos, lo que digan estará basado en el método científico, que es el que conocen, ¿no?
Ciertamente, la mayoría de los científicos así lo hacen, y con gran honestidad. Pero hay algunos que son menos honrados en sus afirmaciones, aunque a veces —para desprestigio de la verdadera ciencia— sean más conocidos en los medios de comunicación. Son personajes que tienen una cierta habilidad para saltar furtivamente al vecino campo de la filosofía. Y no hay que extrañarse de que esto suceda, pues ya decía Einstein que todo investigador científico es una especie de metafísico oculto, por muy positivista que se crea.
—Pero tienen todo el derecho del mundo a hacer filosofía si les apetece, ¿no?
Por supuesto. Ni las ciencias especulativas ni las experimentales entienden de exclusivismos. Están abiertas a todos. Pero en todas debe exigirse que se cumplan las reglas y el método propios de la ciencia en la que se está trabajando. No es legítimo que pretendan imponer especulaciones filosóficas en nombre del método científico.
Si alguien, como científico experimental, hace una afirmación científica, debe aportar datos empíricos que avalen esa afirmación. Si la afirmación no es experimental, sino especulativa, debe aportar las razones necesarias conforme a las normas del buen hacer filosófico. Pero no goza de ningún privilegio en ese campo, por muy buen científico que sea. Lo que no sería lícito es que hiciera conjeturas de razón y las presentara como demostradas experimentalmente. Y eso es lo que hacen algunas personas, que, de un sigiloso salto, se cuelan de rondón en campo ajeno y hablan desde allí queriendo hacernos ver que hablan desde otro sitio.
—O sea, es como un regate al método científico.
Exacto. Y no es que lo hagan continuamente. Lo hacen solo algunos, y solo en algunas ocasiones, y a veces inadvertidamente incluso para ellos mismos. Lo malo es que suelen moverse torpemente en el campo de la filosofía, y pasan por él como elefante en cacharrería, haciendo conjeturas filosóficas sumamente curiosas.
—De todas formas, tampoco es malo hacer conjeturas de vez en cuando. No vamos a estar siempre limitados a lo estrictamente demostrado.
Por supuesto, pero entonces hay que distinguir bien entre las conjeturas y las afirmaciones de la ciencia. Igual que, por ejemplo, un principio ético elemental exige a los profesionales de los medios de comunicación distinguir lo que es propiamente la noticia de lo que es su opinión sobre esa noticia, los científicos están obligados a hacer también esa diferenciación entre lo que han comprobado científicamente y lo que es una especulación de su pensamiento.
¿Desaparecerá la fe al madurar la sociedad?
Cuenta López Quintás en uno de sus libros cómo un día, al atardecer, después de visitar la catedral de Notre-Dame, mientras callejeaba por el viejo París, se encontró sin querer con un pequeño edificio abandonado, con sus sórdidas ventanas cruzadas por listones de madera. Aquella construcción semirruinosa resultó ser el famoso “Templo de la Nueva Religión de la Ciencia”, que hacía siglo y medio había erigido el filósofo francés Auguste Comte.
El contraste fue tan brusco como expresivo. El templo con el que se pretendió dar culto al progreso científico se hallaba arrumbado. La vieja catedral, en cambio, lucía sus mejores galas, como en sus grandes tiempos medievales. La música se acompasaba en ella con la armonía de los órdenes arquitectónicos, con el buen decir de los oradores, con el magnífico juego litúrgico que un día navideño había conmovido años atrás al gran poeta Claudel hasta llevarlo a la conversión.
La historia de aquel templo olvidado está emparentada con la de la Ilustración, que en su día se alzó con la ilusión de “despojar al hombre de las irracionales cadenas de las creencias y saberes supersticiosos basados en la autoridad y las costumbres”. El pensamiento ilustrado de la Enciclopedia consideraba los conocimientos religiosos como “simples e ingenuas explicaciones de la vida dadas por el hombre no científico”. Multitud de pensadores, en su aversión a la fe, se complacían en dar al sentimiento religioso el origen más bajo posible. Se figuraban a nuestros antepasados como “seres perpetuamente atemorizados, empeñados en conjurar las fuerzas hostiles del cielo y de la tierra mediante prácticas irracionales”. Veían a Dios como un simple “producto del miedo de las civilizaciones primitivas, cuando todavía la fábula tenía cabida en esos espíritus atrasados”.
Se sentían llamados a “liberar a toda la humanidad de aquel lamentable estado de ignorancia”. La fe acabaría por desaparecer a medida que la sociedad fuera madurando: “La diosa Razón arrinconaría esa ignorancia, iluminaría el camino, y dirigiría con mano segura los destinos de la Humanidad”.
Pensaban que la tendencia a buscar en los dioses una razón de existir pertenecía a un estado primitivo de la vida humana, que daría paso al pensamiento filosófico, y, más adelante, acabaría por ceder su puesto al conocimiento científico, que otorgaría al hombre su primacía absoluta en el universo y le situaría en su mayoría de edad.
Esta teoría de Comte sobre la evolución humana a través de los tres estados —religiosidad, pensamiento filosófico y conocimiento científico— gozó en su tiempo de una gran acogida, y en su honor se erigió aquel templo dedicado a la “Nueva Religión de la Ciencia”.
—Es curioso que la ciencia tomara esa representación religiosa, ¿no?
Fue efectivamente un curioso fenómeno de sustitución. El hombre, fascinado por la ciencia, la eleva hasta ocupar el lugar de lo sagrado. Pero no era un simple conflicto entre ciencia y fe. De hecho, entronizar a una guapa muchachita parisiense en la catedral de Notre-Dame —como hicieron—, dándole el título de “Diosa Razón”, no parece que formara parte de las ciencias experimentales. Detrás de todo aquello latía el empeño ateo de proclamar la salvación de la humanidad por sí misma, y la llegada de una sociedad iluminada por solo la razón humana.
Han pasado escasamente dos siglos, y el estado de abandono en que se encuentra hoy aquel templo laico es quizá un fiel reflejo del abandono de aquella concepción de hombre que tanta fuerza tuvo en esa época. Aquella ilusión según la cual el advenimiento de la era científica permitiría eliminar el mal del mundo ha venido a resultar un doloroso engaño. Sus hipótesis resultaron estar preñadas de más ingenuidad que la que ellos achacaban a las épocas históricas anteriores.
¿Quién protege al hombre de su tendencia al mal?
El combate que el hombre libra contra el mal excede infinitamente los medios de la sola razón. Puede demostrarse en hechos tan actuales como el racismo, la droga o el alcohol. O en todos esos horribles crímenes cometidos por totalitarismos ateos sistemáticos a lo largo del siglo XX: desde el genocidio nazi de Hitler hasta el de Pol Pot en Camboya, pasando por los del leninismo, el estalinismo o el maoísmo.
Lo peor es que la mayor parte de esos crímenes masivos se cometieron en nombre de teorías que en su momento recibieron el aplauso de millones de personas. Fueron auténticos infiernos fabricados por unos hombres que buscaban un mundo que se bastaba a sí mismo y no tenía ya necesidad de Dios.
Y del mismo modo que leyendo a Lenin podía verse que los derechos del individuo no iban a ser respetados en un sistema comunista, estudiando las premisas de la Ilustración aparece bien claro que la Modernidad no cubriría las necesidades globales del ser humano. No basta con la razón —ha escrito Luis Racionero— para que una sociedad sea justa, solidaria y equilibrada. Para que haya equilibrio en la persona y en la sociedad, se necesita atender, junto con la razón, a la voluntad y a la sensibilidad. La persona y la sociedad deben proponerse buscar lo bueno, lo verdadero y lo bello; y eso supone hablar de voluntad, inteligencia y sentimientos; y a su vez de la ética, la ciencia y el arte. Cuando se idolatra un método de la inteligencia, como es la razón, sin encumbrar a su altura la ética y la estética, se desequilibra al individuo y la sociedad. Ese ha sido el fracaso de la Ilustración.
Fracasó por creer que de la razón se deriva automáticamente la ética, lo cual se ha demostrado falso al contrastarse con la realidad. La razón no puede ser salvada por la razón. Eso sería ilusorio. Esos crímenes han demostrado lo que puede llegar a hacer el hombre. Y hemos visto cómo la razón no ha impedido nada.
Los ilustrados creían que mostrando al hombre lo razonable, este lo adoptaría, y la razón sería suficiente para organizar la sociedad. Pero no ha sido así. No basta con proclamar lo razonable para que los hombres lo practiquen.
El comportamiento humano está lleno de sombras y de matices ajenos a la razón, que campan por sus respetos moviendo resortes de la voluntad y el corazón. Es salvar el honor de la razón —aseguraba Jean-Marie Lustiger— reconocer los peligros que encierra. La razón está en los hombres concretos, y está por tanto sujeta a errores. Puede ofuscarse, puede llegar al extravío, incluso a la perversión. Concebir la razón como la gran soberana, independiente del bien que debe buscar el hombre, es quizá como ponerse en manos de un ordenador: es un instrumento muy capaz, procesa gran cantidad de datos que toma del exterior, todo su desarrollo es perfectamente lógico, pero alguien tiene que asegurar que está bien programado. La verdadera fe es una guía insustituible, pues es evidente la razón puede extraviarse.
No quiero con esto menospreciar la razón, sino todo lo contrario. La razón es una de las más nobles capacidades que distinguen a la especie humana, y nos alegra ver sus triunfos, y las conquistas de la ciencia, y su lucha por construir un mundo mejor. Pero conviene recordar siempre la limitación humana, así como el orden natural impuesto por Dios, que permite al hombre preservar su dignidad y evitar muchos errores.
La historia está llena de cadáveres ideológicos, y a nadie le extraña encontrarlos perfectamente alineados cuando vuelve la vista atrás para aprender de la historia. Y entre ellos, salpicados a lo largo de los siglos, puede verse a toda una legión de profetas que han ido asegurando —sobre todo en los últimos doscientos años— la pronta y definitiva desaparición de la religión y de la Iglesia.
Sin embargo, la historia muestra que son precisamente los que con tanta pasión hacen esas condenas y esas profecías quienes desaparecen uno tras otro, mientras la Iglesia continúa adelante después de dos mil años, y la religiosidad sigue siendo una constante en todas las civilizaciones de todos los tiempos.
La Iglesia, que ha presenciado catástrofes que barrieron imperios enteros, atestigua con su mera subsistencia la fuerza que late en ella. “Los pueblos pasan —observaba Napoléon—, los tronos y las dinastías se derrumban, pero la Iglesia permanece.” Algo que hace sospechar que el hecho religioso forma parte de la naturaleza del hombre, y que la Iglesia está alentada por un espíritu que no es de origen humano.
Alfonso Aguiló