El mundo exterior podrá hacerte sufrir,
pero sólo tú podrás avinagrarte a ti mismo.
Georges Bernanos Un caso trágico Daniel Goleman cuenta el trágico caso de un jefe autoritario y dominante que tenía atemorizados a todos sus subordinados. El hecho quizá no habría tenido mayor trascendencia si su trabajo hubiera sido otro, pero el caso es que Melburn McBroom –así se llamaba– era piloto de líneas aéreas.
Un día de 1978, su avión se estaba aproximando al aeropuerto de Portland, en Estados Unidos, cuando de pronto se dio cuenta de que tenía problemas con el tren de aterrizaje. Ante aquella situación de emergencia, McBroom comenzó a dar vueltas en torno a la pista de aterrizaje, mientras trataba de solucionar el problema él solo.
Tanto se obsesionó en su empeño, que durante ese tiempo consumió todo el combustible, mientras los copilotos, temerosos de sus arranques de ira, permanecieron expectantes en silencio hasta el último momento. Finalmente, el avión terminó haciendo un penoso aterrizaje de emergencia y en el accidente murieron diez personas.
La historia de este accidente constituye uno de los ejemplos que se estudian en los programas de entrenamiento de pilotos. Casi el 80% de los accidentes de aviación tienen su origen en errores humanos, y en muchos casos podrían haberse evitado si la tripulación hubiera trabajado más en equipo. Por eso su preparación y su selección no atiende sólo a la competencia estrictamente técnica, sino que presta una cuidadosa atención a cuestiones tan básicas como saber escuchar, desarrollar la capacidad de autocrítica y el espíritu de colaboración, mejorar la comunicación con los demás, etc.
Aunque los sucesos de nuestra vida diaria no tendrán habitualmente la carga trágica de un accidente aéreo, está claro que en cualquier ambiente pueden encontrarse ejemplos similares a aquel triste sucedido en la cabina de ese avión. Unos errores éticos, unas personas atemorizadas, un jefe tiránico, o cualquiera de las muchas combinaciones de deficiencias emocionales posibles, pueden tener múltiples consecuencias destructivas para la vida de una empresa, una familia, un centro de enseñanza o cualquier otra colectividad humana.
Las habilidades que fomentan la armonía entre las personas son cada vez más valoradas en el mundo profesional, y, por fortuna, el viejo prototipo de ejecutivo agresivo y belicoso está poco a poco dejando paso a otro perfil mucho más moderado e inteligente, más experto en las relaciones interpersonales.
Se trata de cuestiones cada día más patentes. Si una persona es incapaz de dominar su carácter, creará constantemente antipatías y resentimientos a su alrededor, o carecerá de la sensibilidad necesaria para captar lo que siente la gente que le rodea, y su valía personal y profesional quedará notablemente mermada.
Por el contrario, quien es capaz de sintonizar con los sentimientos de los demás, logrará salvar las diferencias personales antes de que se conviertan en abismos insondables. Tendrá capacidad para que las personas se unan en proyectos conjuntos y para crear un ambiente de trabajo que estimule el talento de cada uno. Y en lo que a él mismo se refiere, será capaz de conocer bien sus propias capacidades, concentrarse en su trabajo y saber cómo actuar para encontrar la necesaria motivación.
Una correcta relación con uno mismo Una personalidad psicológicamente sana precisa en primer lugar un buen conocimiento propio y un equilibrado aprecio hacia sí mismo. No puede amar a otro el que a sí mismo no se ama, ni amarse a sí mismo el que no se conoce, decía Quevedo. Es preciso cultivar un ponderado sentimiento de valía personal, de lo que con mayor o menor fortuna muchos denominan autoestima.
—Pero eso de autoestima suena un poco a amor propio…
Quizá la palabra autoestima no sea un muy afortunada, pero no es fácil encontrar otra mejor. Conviene resaltar que no se trata de amor propio, en su acepción castellana más común, de orgullo altivo o arrogante; ni se trata tampoco de narcisismo ni de nada parecido. La autoestima se refiere a un sano y equilibrado sentimiento de aprecio y estimación por uno mismo.
Igual que toda persona siente una inevitable necesidad de estimación ajena, tiene también necesidad de una cierta estimación de sí misma Las personas que se autojuzgan siempre negativamente, y que tienen por tanto un mal concepto de sí mismas, suelen ser personas que sufren y hacen sufrir. Y que, además, contribuyen con su actitud a que sus negras estimaciones acaben por cumplirse, pues quien se valora mal a sí mismo acaba transmitiendo a los demás esa mala impresión, y entra así fácilmente en un círculo vicioso en el que su autodiagnóstico negativo se confirma con el eco que revierte de los demás la mala impresión que él mismo transmite.
—Supongo que es una actitud que se va forjando ya con la primera educación.
Sin duda. Cuando, por ejemplo, unos padres tienen una personalidad obsesiva o asediante, y tienden a comportarse de modo excesivamente severo, crítico o exigente, es fácil que esa actitud induzca en sus hijos una baja autoestima. El hijo ve que si hace las cosas bien, le dicen que es lo normal, sin dar muestra alguna de alegría y afecto; y si no las hace perfectamente bien, se lo recriminan de modo áspero, o le insisten con frialdad en que podría haberlo hecho aún mejor.
Y tanto si el hijo reacciona de modo hostil hacia sus padres, como si se esfuerza de continuo por obtener su difícil aprobación, en ambos casos su autoestima se encontrará habitualmente en crisis, oscilando entre la frustración de nunca contentar a sus padres y la de no poder apenas decidir sobre su vida. Una persona educada en un entorno en el que ha sido poco valorada, o que ha resaltado en exceso sus defectos, tenderá a ser medrosa e insegura: se teme a sí misma porque durante tiempo ha temido, y con razón, a otros.
—Antes hablabas de crecer en conocimiento propio y autoestima. Pero cuanto más se conozca una persona a sí misma, más defectos descubrirá, y más patentes, y por tanto sentirá cada vez menos estima hacia sí misma.
Conocer bien los propios defectos y limitaciones no tiene por qué implicar ningún desprecio hacia uno mismo. Sucede como con en el amor a otra persona: hay que conocerla bien, y amarla con sus defectos y sus limitaciones, que no ignoramos; si sólo se amara lo bueno de esa otra persona, no se trataría de un amor verdadero sino de un amor posesivo e interesado. El amor auténtico supone amar a la totalidad de la persona. Sabe que hay parcelas de esa persona más valiosas que otras, y desea que mejore en todas ellas, pero ha de ser capaz de quererla tal como es globalmente, incluyendo lo más valioso y lo que no lo es tanto. En el amor a uno mismo sucede algo parecido. Es preciso apreciarse a uno mismo en la globalidad de la persona. Si sólo admitimos nuestras características más positivas, o si sólo nos fijamos en las negativas, en ambos casos nuestra autoestima será frágil y quebradiza.
Sentimientos de inferioridad Como ha señalado Javier de las Heras, el sentimiento de inferioridad se debe a la existencia de un defecto que se vive como algo vergonzoso, humillante, indigno de uno mismo e inaceptable. En no pocos casos, además, se trata sólo de un presunto defecto, pues cuando desde fuera se conoce y se analiza con un mínimo de objetividad, se comprueba que no hay motivos de peso para considerarlo tal, o al menos se le está dando una importancia desmesurada.
En unos casos, esos defectos son de tipo físico o estético. En otros, se basan en supuestas carencias relacionadas con dotes personales de otro tipo: capacidad intelectual, sentido práctico, memoria, nivel de estudios o de educación, dominio de los convencionalismos sociales o de las relaciones humanas, etc. Otras veces no se trata propiamente de un defecto, sino de un sentimiento de vergüenza o de retraimiento por el origen, el pasado, el entorno familiar, la extracción social, etc.
Se trate de lo que se trate, ese defecto o limitación produce un intenso rechazo en quien lo posee, que no es capaz de aceptarlo ni de asumirlo como tal. Se siente notablemente condicionado, y a veces incluso frustrado por la sensación de impotencia que produce el convencimiento de no poder liberarse de esa deficiencia, de no encontrar la manera de acabar con ella.
Lo habitual es que esas evidencias interiores (que muchas veces no resultan nada previsibles ni evidentes desde el exterior), constituyan un intenso y profundo motivo de desasosiego y condicionen bastante la personalidad y el comportamiento de quien las sufre. En algunos, produce una insana tendencia a buscar seguridad en todo aquello que piensan que puede prestigiarles ante los demás. En el caso de un escolar, por ejemplo, puede llevarle a extenuarse por sacar muy buenas notas, o por destacar en fortaleza física o en los deportes, o bien a mostrarse crítico o agresivo, o a intentar mostrarse más atrevido o desinhibido que nadie en materia sexual. Es algo que sucede más de lo que parece, y que es relativamente fácil reconducir si un buen educador lo sabe abordar.
La fuerte carga subjetiva de este tipo de sentimientos puede hacer que una persona con unas cualidades muy superiores a la media de quienes le rodean, esté fuertemente condicionada por un sensación de inferioridad proveniente de cualquier sencilla cuestión de poca importancia. Puede ser, por ejemplo, una persona bien parecida pero que tiene un pequeño defecto físico y esto le condiciona mucho subjetivamente; o alguien de brillante curriculum pero con alguna limitación (por ejemplo, en las relaciones humanas) que le lleva a pensar que todo lo hace mal, y eso le crea una fuerte inseguridad; etc.
Lo peor es que a veces ese sentimiento de inferioridad desborda los límites naturales de ese defecto o limitación, e impregna por completo la valoración que uno tiene de sí mismo, produciendo una sensación generalizada de desencanto. Es como si toda la percepción global que uno tiene de sí mismo se contaminara de ese sentimiento de inferioridad. Sus consecuencias más habituales son la inseguridad y la inestabilidad emocional. Además, al sentirse inferiores, les cuesta mucho atreverse a hacer las cosas según su propio criterio, dudan constantemente, se angustian con facilidad y terminan por depender demasiado de la opinión de otras personas.
—¿Y cuál es la solución? En muchos casos, bastaría con aprender de la actitud de Robinson Crusoe, el protagonista de aquella famosa novela de Daniel Defoe. Aquel hombre sobrevivió veintiocho años en una isla desierta gracias a su ingenio y su habilidad, y sobre todo gracias a que se esforzó en considerar su situación más desde el lado bueno que desde el malo. Se habituó a fijarse más en sus satisfacciones que en sus privaciones, y comprendió que la mayoría de las personas no disfrutan de lo que tienen porque ambicionan demasiado lo que no tienen.
La aflicción que nos causa lo que no tenemos proviene de nuestra poca gratitud por lo que tenemos Otras veces, esos sentimientos de inferioridad estarán referidos a una persona cercana con la que uno se siente constantemente comparado, y que ha llegado a ser como una referencia permanente de frustración. Es un efecto que a veces se produce, por ejemplo, en personas cuya autoestimación personal está fuertemente dañada desde su infancia por las continuas comparaciones con otro hermano más brillante (al que nunca consigue superar, por mucho que lo intenta); o por un desorbitado afán de destacar frente a otros compañeros de estudio mejor dotados; o por un agobiante anhelo de ser competente en más cosas de las que puede abarcar; etc. También se produce a veces en el propio matrimonio, cuando se comete el error de entrar en una dinámica de rivalidad, ya sea por el afecto de los hijos, por la autoafirmación profesional, en las relaciones sociales, etc.
—Y esos sentimientos de inferioridad, ¿suelen aparecer poco a poco, o pueden sobrevenir de pronto? Lo más normal es que se vayan instalando de modo paulatino, a medida que el defecto o la limitación correspondiente se va percibiendo como tal en la propia intimidad, que es donde se ganan o pierden estas batallas.
Sin embargo, a veces surgen de modo brusco, como consecuencia directa de una mala experiencia, o del comentario u observación de una persona que pone en evidencia –objetiva o subjetiva– ese defecto, y, por la razón que sea, resulta en ese momento intensamente humillante o traumático, e impacta de modo decisivo en la propia personalidad.
—¿Y en qué momentos de la vida suele producirse más? Las épocas más proclives para esas impresiones son el final de la infancia y todo el periodo de la adolescencia. Por eso es importante en esas edades ayudarles a ser personas seguras y con confianza en sí mismas.
—Pero tan nocivos pueden ser los sentimientos de inferioridad como los de superioridad, supongo.
Muchos autores aseguran que las actitudes de superioridad suelen tener su origen en un intento de compensar un sentimiento de inferioridad firmemente arraigado. Esos complejos hipercompensados suelen provocar actitudes presuntuosas, arrogantes e inflexibles. Se manifiestan entonces como personas envanecidas que tienden a tratar a los demás con poca consideración. Y si a veces se muestran más tolerantes o benevolentes, es con un trasfondo paternalista, como si quisieran destacar aún más su poco elegante actitud de superioridad.
Son personas a las que gusta darse importancia, que exageran sus méritos y capacidades siempre que pueden. Siempre encuentran el modo de hablar, incluso a veces con aparente modestia, de manera que susciten –eso piensan ellos– admiración y deslumbramiento. Suelen ser bastante sensibles al halago, y por eso son presa fácil de los aduladores. Fingen despreciar las críticas, pero en realidad las analizan atentamente, y esperan rencorosamente la ocasión de vengarse. Están siempre pendientes de su imagen, muchas veces profundamente inauténtica, y con frecuencia recurren a defender ideas excéntricas, o a llevar un aspecto exterior peculiar y extravagante, con objeto de aparecer como personas originales o con rasgos de genialidad. Buscan el modo de sorprender, para obtener así en otros algún eco que les confirme en su intento de convencerse de su identidad idealizada. Por el camino de la inferioridad acaban en el narcisismo más frustrante.
Autoestima y estados de ánimo Cuando alguien se encuentra desanimado, se ve peor a sí mismo, y eso suele llevarle a un menor aprecio hacia sí mismo. Y viceversa.
Autoestima y estado de ánimo suelen ascender o descender de modo paralelo Una autoestima demasiado baja suele generar actitudes de desánimo, de no atreverse, de desarrollar poco las propias capacidades, de ver como inasequible lo que no lo es. Con esa actitud, es fácil que la derrota venga dada de antemano, antes de entrar en batalla, por esa injustificada infravaloración de uno mismo.
—Supongo que lo que necesita esa persona es que alguien le haga ver su verdadera valía.
Sí, aunque si esa baja autoestima ha arraigado de modo profundo, hacerle comprender su error no será tarea fácil. A esas personas les cuesta mucho admitir cualquier valoración positiva de sí mismas. Y cuando otras personas intenten hacérselo ver, es probable que lo interpreten como halagos infundados, simples cumplidos de cortesía, un ingenuo desconocimiento de la realidad, o incluso como un intento de tomarles el pelo.
—También habrá riesgo por el otro lado, es decir, de un exceso de autoestima.
Si tener una autoestima alta lleva a pensar sólo en uno mismo, a valorarse en más de lo que uno vale, a ser egoísta y engreído, etc., es evidente que eso sería malo. En ese sentido, podría decirse que tanto la baja autoestima como la excesivamente alta son destructivas para la personalidad y psicológicamente insanas.
En casos patológicos, ambos extremos pueden aparecer como consecuencia de trastornos psíquicos, o bien aumentar el riesgo de aproximarse a ellos. La mayoría de las depresiones van asociadas a una baja autoestima, a su vez relacionada con sentimientos patológicos de culpa, inseguridad, desilusión, falta de energía, etc. En cambio, en otros trastornos, como en los delirios megalomaníacos o de grandeza, o durante las fases de euforia de las depresiones bipolares, etc., suele presentarse un exceso patológico de autoestima.
Conviene resaltar que los sentimientos de culpa, o de vergüenza, o de insatisfacción ante algo que hemos hecho o dejado de hacer, no son sentimientos buenos ni malos de por sí. A veces serán muy necesarios, puesto que habrá cosas que haremos mal y de las que es bueno que nos sintamos culpables y avergonzados; en cambio, otras veces serán malos, porque nos atormentan inútilmente y tienen un efecto negativo. Se trata por tanto de sentimientos que, como todos, deben tener medida y adecuación a su causa.
A medida que una persona va madurando y adquiriendo solidez, su nivel de autoestima se irá haciendo más estable, gracias a un mejor conocimiento propio y a poseer criterios más sólidos a la hora de encontrar motivos de propia estimación. Ya no es tan fácil que una opinión favorable o desfavorable, un sencillo acierto o error, o una buena o mala noticia, ocasionen fuertes oscilaciones en su estado de ánimo o su autoestima.
—Supongo que influye mucho el modelo de vida a que uno aspira.
Sin duda. Por ejemplo, es fácil comprobar que el éxito social o profesional no bastan para garantizar la autoestima. Si ciframos nuestro ideal en ser capaces de alcanzar grandes resultados económicos o de reconocimiento social, dejando al margen otros criterios más sólidos, es probable que la vida emocional no marche bien, tanto si conseguimos esos logros como si no. De hecho, hay una constante comprobación de que si los modelos de éxito se reducen a sólo una parte de la vida y no a su conjunto, al final no se quedan satisfechos de esos éxitos ni siquiera los pocos que llegan a conseguirlos.
—Pero tampoco se trata de rebajar los ideales para evitar las decepciones, supongo.
Sería un camino equivocado. Es la estrategia del escepticismo vital, en la que se apagan los sentimientos de sana emulación y se enaltece, por el contrario, la falta de ideales y la mediocridad. Rebajar los ideales y decir que todo da igual, o que hoy día todo el mundo va a lo suyo y ya está, son actitudes que no conducen a nada bueno.