Una conducta desarreglada
aguza el ingenio y falsea el juicio.
De Bonald
¿No lograría más adhesiones?
—¿Y no crees que si la Iglesia moderara sus exigencias, habría más creyentes?
Francamente, creo que no. Hay personas que aseguran que tendrían fe si vieran resucitar a un muerto, o si la Iglesia rebajara sus exigencias en materia sexual, o si las mujeres pudieran llegar al sacerdocio, o simplemente si su párroco fuera menos antipático. Pero es muy probable que, si se cumplieran esas condiciones, su increencia encontrara enseguida otras. Porque, como dice Robert Spaemann, la persona que no cree es incapaz de saber bajo qué condiciones estaría dispuesta a creer. Y los que no creen porque su relajo moral se lo estorba, pienso que tampoco creerían aunque un muerto resucitara ante sus propias narices. Enseguida encontrarían alguna ingeniosa explicación que les dejara seguir viviendo como hasta entonces.
—Pero, aunque no fuera para “captar” creyentes, la Iglesia podría moderar sus exigencias en beneficio de los que sí creen. Me parece que fue el mismo Santo Tomás de Aquino quien dijo que en el punto medio está la virtud…
Lo dijo, efectivamente, pero se refería al punto medio entre dos extremos erróneos, no a hacer la media aritmética entre la verdad y la mentira, o entre lo bueno y lo malo. Porque eso sería incurrir en algo parecido a lo que dijo hace tiempo un parlamentario de nuestro país: “Cuando alguien dice que dos más dos son cuatro, y sale otro diciendo que dos más dos son seis, siempre surge un tercero que, en pro del necesario diálogo y respeto a las opiniones ajenas —todo sea por la moderación y el entendimiento—, acaba concluyendo que dos más dos son cinco. Y no faltarán quienes lo consideren como un hombre conciliador y tolerante”.
La Iglesia, igual que hace cualquier persona sensata, defiende lo que considera verdadero, y no quiere aguar esa verdad. Nadie debería llamar intolerancia a eso, que no es más que defender con coherencia las propias convicciones. Si alguien se quejara, demostraría tener un concepto bastante intolerante de la tolerancia.
¿Por qué no pueden casarse los curas?
—No entiendo por qué la Iglesia católica no permite que se casen los curas, o que se ordenen personas casadas. Sobre todo, pensando en la preocupante escasez de sacerdotes.
La Iglesia católica de Occidente —te respondo glosando ideas de Jean-Marie Lustiger— ha hecho la elección de escoger a sus sacerdotes entre hombres que han recibido el carisma del celibato. Es algo más que una simple disciplina canónica: es una opción inspirada por el mismo Jesucristo. Pero es cierto que mantiene y recuerda también la posibilidad y su derecho de ordenar a hombres casados. Esa es la tradición, por ejemplo, de las iglesias católicas de rito oriental unidas a Roma, o la praxis aplicada con algunos sacerdotes casados provenientes del anglicanismo.
Respecto a lo que dices sobre la acuciante falta de sacerdotes, la cuestión del matrimonio no se ha demostrado determinante ni decisiva respecto a las nuevas vocaciones. Y eso es algo que puede verificarse fácilmente. Basta con fijarse en las Iglesias orientales (en las que se ordenan también sacerdotes casados), y en el anglicanismo y el luteranismo (en estas, además, están mucho mejor retribuidos), y fácilmente se comprueba que en ninguno de los tres casos hay una correlación entre vocaciones y matrimonio. De hecho, la disminución de vocaciones de pastores luteranos y anglicanos es superior a la de sacerdotes católicos en esos mismos países.
Por el contrario, se ven surgir de manera insistente y significativa vocaciones de sacerdotes solteros en Iglesias que admiten la ordenación de casados. Es un dato poco conocido, pero que confirma una tendencia que avanza desde hace más de un siglo en el anglicanismo, las Iglesias orientales, el luteranismo alemán y en algunos protestantes franceses.
Como ha señalado Robert Sarah, relativizar el celibato sacerdotal acaba fácilmente reduciendo el sacerdocio a una mera función. Y el sacerdocio no es una función: es un estado. El sacerdocio no es hacer, sino ser. Jesucristo es sacerdote: todo su ser es donación y entrega. Los sacerdotes del Antiguo Testamento ofrecían a Dios sacrificios de animales, pero con el Nuevo Testamento vemos que el auténtico sacerdote se ofrece a sí mismo en sacrificio, participa sustancialmente de la entrega que Jesús hace de sí mismo a Dios por la Iglesia, asume el sacrificio de la cruz como algo que configura toda su vida, con una entrega que es un sacrificio esponsal. Cristo es esposo de la Iglesia, y el ministro ordenado representa sacramentalmente a Cristo sacerdote, y su celibato expresa esa entrega esponsal, es signo concreto y vital de ella, proclama el amor a Dios y el don de sí a la Iglesia. Con su celibato, el sacerdote renuncia a desarrollar su capacidad de ser esposo y padre según la carne, elige desprenderse de sí mismo por amor para vivir siendo únicamente esposo de la Iglesia, enteramente ofrecido a Dios. Es un tesoro que no se puede relativizar, es signo e instrumento de participación en el ser sacerdotal de Jesucristo. La Iglesia es amada por el sacerdote de modo total y exclusivo como Jesucristo la ha amado. Por eso el celibato sacerdotal es un don de sí mismo en y con Cristo a su Iglesia y expresa el servicio del sacerdote a la Iglesia. Y por eso el celibato sacerdotal no es una mera disciplina eclesiástica, sino una manifestación de la representación sacramental de Cristo sacerdote.
El hecho de que Cristo mismo viviera su misión hasta la muerte en estado de virginidad es una referencia segura para entender el sentido de la tradición de la Iglesia latina a este respecto. Así pues, no se trata de comprender el celibato sacerdotal en términos de mera eficacia, sino que representa una especial configuración con el estilo de vida del propio Cristo.
El celibato es un tesoro precioso que la Iglesia conserva desde hace siglos. En el curso de la historia siempre ha habido voces que aseguraban que el celibato somete al sacerdote a unas condiciones físicas y psicológicas antinaturales, perjudiciales para el equilibrio y la madurez de la persona humana. Pero Jesucristo conservó a lo largo de toda su vida en la tierra el estado de virginidad que expresa su entrega y su dedicación plenas al servicio de Dios y de los hombres. Y la castidad del sacerdote quiere manifestar esa imitación y configuración con Jesucristo. Los sacerdotes y los consagrados, con su vida humilde y entregada, proclaman la verdad de Dios, lanzan un formidable desafío a los poderes del mundo, un desafío que a nadie deja indiferente. Con su presencia entregada, son como un contrapoder respecto a otros poderes del mundo. Cada sacerdote es una luz portadora de esperanza que lleva a Dios al corazón del mundo. Muchos se burlan de su celibato, pero con esa vida entregada los sacerdotes son mensajeros de la verdad redentora que el mundo necesita escuchar, aunque sean personas que también tienen debilidades. La vida del sacerdote célibe es una declaración de plena confianza en Dios. Su ejemplo de entregarse por amor al celibato es un testimonio necesario y que hace la fe más creíble, ayuda a no reducir el cristianismo a una filosofía de vida de la que se elimina todo amor que pueda parecer radical o excesivo. La castidad muestra un profundo vínculo con la gratuidad del amor, aunque esté lejos de las imposiciones de las opiniones comunes. Son personas que no se limitan a cumplir un horario fijo de trabajo antes de volver a casa para ocuparse de sus hijos, deben ser hombres apasionados por el mensaje de Dios y el celo de las almas. Precisamente porque se ha entregado enteramente a Dios, el sacerdote está enteramente entregado a los demás. El celibato sacerdotal no es una mutilación psicológica: es la ofrenda libre y gozosa de unas capacidades naturales, una entrega que, bien vivida, está lejos de provocar frustraciones.
¿No debería adaptarse más a los tiempos?
«Aunque la Iglesia haya procurado adaptarse a las diferentes culturas y lugares —me decía una persona en cierta ocasión—, creo que, en general, le ha faltado agilidad para ponerse al día.
»Me parece que la Iglesia ha estado habitualmente poco atenta a los cambios de los tiempos, y se ha esforzado poco por ser progresista y adelantarse a ofrecer lo que en cada momento la gente pide. Pienso que les vendría bien un poco de mentalidad empresarial, y quizá algunas nociones de marketing. Hoy día es imprescindible conocer bien los mercados y las leyes que los rigen.
»Creo —volvió a sentenciar— que esa es una de las razones por las que han perdido seguidores. Yo les recomendaría, como única salida para su supervivencia, que adapten sus posturas al mundo moderno.»
Primero habría que decir que la Iglesia católica no ha parado de crecer en número de fieles a lo largo de estas últimas décadas. Pero, aunque no fuera así, no puede entenderse o tratarse la fe como una simple estrategia de supervivencia en los mercados comerciales. La Iglesia no es una empresa, ni un movimiento asociativo, ni un partido político, ni un sindicato. Las verdades de fe o las exigencias de la moral no pueden tratarse como si lo de menos fuera la verdad y lo importante fuera ser eficaz, ser muchos, o ser moderno.
La Iglesia ha de adaptarse a los tiempos, es verdad, y necesita de una continua renovación. Pero ha de mantener su identidad, sin ceder en lo fundamental de su mensaje. Su objetivo no es alinearse donde más gente haya, ni estar de acuerdo con las tendencias más extendidas en cada época, ni satisfacer las demandas del marketing del momento. Para la Iglesia —como decía Thoureau—, lo más importante no es lo nuevo, sino lo que jamás fue ni será viejo.
Y en cuanto a lo del progresismo, conviene preguntarse primero hacia dónde se quiere progresar. Porque, de lo contrario, sería usar una palabra, quizá muy sugerente para algunos —cada vez para menos—, pero que así, sola, no dice nada concreto.
Siempre me ha parecido que el progreso es bueno, pues suele ser obra de los insatisfechos, de los que no se conforman, de los que buscan rutas arriesgadas en la vida. Pero me parece una simpleza recurrir a la vieja técnica de autodenominarse progresista para tachar a los demás de inmovilistas, para descalificar sin debate alguno a todo aquel que piense de manera distinta. Llamar retrógrados, integristas, tradicionalistas, o cosas parecidas, a todos los que tengan opiniones distintas a las propias es una muestra, cuando menos, de un discurso intelectual bastante pobre.
De la misma manera, tampoco es serio llamar progresista a quien vive bajo el afán —quizá bajo el complejo— de bailar siempre al ritmo de la moda del momento. Quienes así funcionan, están marcados por el estigma de lo pasajero, de lo que pronto quedará superado por otros tiempos y otras modas. Son soldados rasos de una masa, de un ejército sin mandos, en el que nadie sabe quién da las órdenes, pero que, sin embargo, se obedecen con prusiana disciplina.
Hoy, como ayer, la Iglesia ha de escuchar esas voces críticas, y valorarlas, como siempre ha de hacerse con toda crítica. Pero no puede sumarse a lo que aparentemente contentaría a más personas pero dificulta el cumplimiento de su misión. Entre otras cosas, porque somos servidores de la Iglesia, no los que decidimos lo que es la Iglesia. Tenemos que saber qué quiere Dios y ponernos a su servicio.
¿No debería ser más comprensiva?
—¿Pero no te parece que la Iglesia debería ser un poco más comprensiva con la debilidad de los hombres?
Un médico no es acusado de falta de comprensión cuando diagnostica un cáncer y dice que habría que operar. Sin embargo, a veces se tacha a los “médicos del espíritu” de poco comprensivos o faltos de compasión cuando diagnostican una falta o pecado y sugieren que habría que arrepentirse y cambiar.
Igual que el médico se compadece ante el enfermo de cáncer mostrándose inflexible contra el tumor, la Iglesia se compadece ante la debilidad humana del pecador mostrándose inflexible contra el pecado. Es un deber que a veces es duro de oír, o de decir, pero un deber insoslayable.
La Iglesia recuerda, con la luz de Dios, que el hombre puede distinguir entre el bien y el mal. Nunca puede llamar bien al mal, a no ser al precio de una mentira que le destruye a sí mismo. Esto es una cuestión clave para la felicidad y la libertad de cualquier hombre. El bien es un camino que se abre hacia la felicidad. El mal es un abismo donde, de golpe, el hombre bascula como en la nada. Por eso los preceptos de la Iglesia no son prohibiciones arbitrarias, sino una salvaguarda de la libertad humana. La Iglesia apela a la razón para reconocer esta luz sobre el hombre y sobre su condición, y al recordar lo razonable, defiende hasta el fin la responsabilidad de la libertad. Escoger el bien digno del hombre no es llamar “bien” a lo que me gusta o satisface mis intereses. Es respetar la dignidad personal y común a todos.
Por eso hay muchos temas en los que la Iglesia está obligada a decir siempre lo mismo sobre lo mismo. Eso sí, con gracia nueva cada día. Pero sin dejarse arrastrar por las modas del momento. Por eso la Iglesia tiene una lógica interna aplastante cuando dice: a mí no me pidan que cambie la norma, adapte usted su comportamiento a la norma si quiere vivir realmente la fe católica.
Lo esencial de la fe —señala Manuel Hidalgo— es como lo esencial de la medicina. Mire, doctor, es que hoy día la gente bebe mucho…, ¿podría usted autorizarme una botella de whisky al día? Pues mire usted, el whisky acabará por destrozarle a usted el hígado. Además, si usted no bebe, los que le vean tendrán una razón menos para destrozarse su propio hígado. Es que a mí me gusta beber. Ah, pues entonces haga usted lo que quiera y no me pregunte. Es duro, ¿no? Quizá por eso hay tantos que pasan de los médicos. Y más cuando de lo que se trata es del sexo, que a muchos les gusta más que el whisky. Oiga, que el ejemplo no me vale, porque el sexo es de lo más natural. Sí, y los huevos de gallina también son naturales y dan colesterol… ¡Qué le vamos a hacer!
Esa honestidad de la Iglesia católica, que sostiene con ejemplar fortaleza sus principios morales pese a que no sean nada complacientes con la debilidad humana, es como la de los buenos médicos, que te dicen lo que te tienen que decir, te guste o no. Porque para ir de médico en médico hasta encontrar uno que te deje hacer lo que te dé la gana, para eso es mejor no ir al médico. Y si una iglesia —con minúscula— fuera muy complaciente y te diera siempre la razón, no sería la Iglesia.
Alfonso Aguiló