El hombre se descubre
cuando se mide con el obstáculo
Antoine de Saint-Exupéry Que aprenda a organizarse. Educar en la laboriosidad Recuerdo a unos padres que organizaban las horas de estudio de su hijo hasta el detalle, le racionaban el tiempo libre con criterios muy estrictos –aunque sacaba buenas notas–, venían a ver a los profesores con inusitada frecuencia, e intervenían en todo lo que el chico pudiera hacer o decir.
Eran como sus portavoces, anulaban su personalidad. Con esa pretensión de control absoluto y de superprotección hacían pasar una notable vergüenza al chico, molesto por el riguroso cerco al que estaba sometido.
Le llevaban en coche al fútbol, porque no iban a dejarle ir solo, con la bolsa de deporte, “tal como está el mundo”. Le insistían en que se abrigara, le corregían continuamente, le planificaban el descanso, le recordaban todo.
Su padre se empeñaba incluso en que le tenían que gustar las rimas de Bécquer y la música de Vivaldi, porque “esos cantantes modernos lo único que hacen es pegar berridos”. Era todo un intento de meter a presión en un molde su forma de ser y sus aficiones.
Con planteamientos así no se puede pretender que el chico llegue a ser alguien responsable. Hay que educarle en libertad, con una vigilancia atenta, pero que mantenga un poco las distancias. Si no, le será difícil llegar a entender –y es importante– que él mismo es quien debe estar interesado en estudiar y encontrar el modo de hacerlo lo mejor posible.
No es difícil sustituir ese cerco de controles por motivaciones más positivas: en vez de prohibirle la televisión, por ejemplo, acordar con él un resultado concreto en el estudio. En vez de privarle de algo, sin más, hacerle ver que debe ser generoso y compartirlo con su hermano. En vez de afear su mala conducta, elogiar la que ha sido buena –que la habrá– y decirle que estamos seguros de que puede ser así siempre.
Interesa dejar un amplio margen a su iniciativa personal. No podemos pretender que tenga el mismo modo de organizarse o de estudiar que tuvimos nosotros.
Tiene su modo de hacer las cosas y de entender los problemas. Y a esta edad hay que empezar ya a respetarlo con bastante tacto, pues el exceso de imposiciones suele producir el efecto contrario: el deseo de libertad puede incluso llevarle a hacer lo que no quisiera, con tal de dejar bien sentada su independencia personal.
Debe tenderse lo más posible a que actúe bajo su propia responsabilidad. Los educadores que dejan huella –y huella de la que se recuerda toda la vida– son aquellos que saben hacer que esté en condiciones de tomar decisiones y elegir caminos cuanto antes.
Es un gran error ser posesivos o impositivos. Es mejor ir haciéndole amistosamente las preguntas oportunas sobre el porqué de sus ideas. Este modo de comportarse tiene otra ventaja: cada día se aprende algo de ellos; por eso, tener la suficiente sensibilidad para lograrlo es una tan preciada cualidad en el educador.
—Oye, que estábamos hablando del estudio.
Sí, pero el estudio es el campo en que quizá más claro puede verse todo esto. Debe aprender a organizar su tiempo y decidir sobre el mejor modo de dar cabida a todo: estudio, descanso, aficiones, ratos de tertulia familiar, y sus encargos en la casa.
Que razone él mismo (aunque se le puede ayudar) para aplicar un orden de prioridades en las cosas que tiene pendientes. Es mejor pedirle resultados concretos y hacer el papel de observador, con una vigilancia que sea atenta y respetuosa a la vez, serena, y afable a la hora de intervenir, sin caer en la tentación de pretender fiscalizarlo todo. Al chico empiezan a molestarle las actitudes excesivamente paternalistas.
A veces resultará más pedagógico dejarle que se equivoque si el asunto no es grave.
Porque esos pequeños golpes son los que más enseñan al niño, ya que son consecuencia del empleo consciente de su libertad. Lo contrario produce inhibición. Si hay un exceso de dirigismo, el chico no termina de convencerse de que es bueno lo que le obligan a hacer, porque nunca llega a experimentar el fracaso como consecuencia de una decisión libre suya.
El principal enemigo del dejar hacer es la impaciencia. No en vano dice aquel proverbio turco que la paciencia es la llave del paraíso, pues aunque costosa, sus frutos son extraordinariamente sabrosos. Hay que aprender a esperar, cosa nada fácil, y contar con el tiempo para que mejore, sin exigir resultados milagrosos, como no los obtuvieron con nosotros nuestros padres.
Ir a las causas, sin quedarse sólo en lo académico Muchas veces queremos curar el sarampión granito a granito, y no puede ser. Es preciso ir a las causas. Un niño sano, a esta edad, en un ambiente normal, debe querer estudiar. Lo contrario indica alguna anormalidad.
Cuando un niño de estad edad no estudia, debe pensarse que tiene un problema, y es preciso descubrirlo cuanto antes.
Estando en contacto con su tutor o sus profesores, no es difícil saber qué es lo que pasa. Lo que no es acertado es querer arreglarlo a base de remedios superficiales.
No podemos pretender arreglarlo resolviéndole los problemas de matemáticas, dictándole la redacción o haciéndole la lámina de dibujo. Ni tampoco con la comodidad de poner un profesor particular, si el problema es que no le da la gana esforzarse por atender en clase.
Las causas del bajo rendimiento escolar suelen tener mucho que ver con la falta de virtudes básicas: laboriosidad, orden, reciedumbre, fortaleza, optimismo, castidad, etc.
—¿Has dicho la castidad? Sí. Es algo que influye más de lo que parece. Son edades propicias para obsesionarse un poco con cuestiones de carácter sexual, que dificultan bastante la concentración en clase o en el estudio, crean conflictos interiores y producen turbulencias en su imaginación y en su capacidad de fijar la atención. Pero ya lo trataremos en el capítulo noveno.
Hay que enseñarles a estudiar y, sobre todo, hacer lo posible por detectar los errores educativos y actuar sobre el verdadero problema de fondo, para consolidar aquellas virtudes básicas que echemos más en falta.
—¿Por qué no pones algunos ejemplos más concretos? ¿De verdad quieres ejemplos de contradicciones educativas? Seguro que muchos nos resultarán familiares a todos.
Si resulta que come siempre lo que le da la gana, fuera de hora, y a su capricho…, luego no te quejes de que sea tan blandito que no aguante ni quince minutos estudiando.
Si se pasa la tarde en casa en pijama, estudia tumbado en la cama, y cuando se sienta en el sofá adopta siempre posturas hiperperezosas…, luego no te extrañe que no sea capaz de vencer la pereza para hacer esas tareas de clase o preparar aquel examen.
Hazle luchar contra la pereza en todo; recuerda aquello de que “la pereza seduce, el trabajo satisface”.
Si se pasa el día con la cabeza en otro mundo, distraído, viendo horas y horas de televisión, escuchando música a todo volumen o absorto con sus auriculares hasta altas horas de la noche, sin exigirle que participe en el ambiente familiar…, luego no te maravilles de que sea bohemio, esté lleno de fantasías y que no logre concentrarse ni cinco minutos seguidos en clase, en el estudio, o en la lectura de ese libro que le han mandado para un trabajo del colegio.
Si se ha pasado la vida sin guardar ningún orden, dejando tiradas su ropa y sus cosas del colegio, sin sujetarse a un horario…, bien pueden ser ésas las causas de su actual descuido y desorden integral en los estudios.
Ante el fracaso escolar hay que volver la vista hacia el conjunto de la educación del chico, no sólo hacia los libros, las horas de estudio y los profesores.
Es un error grave preocuparse sólo de las notas. Hay padres que, cuando van al colegio, sólo preguntan por el boletín de notas, las recuperaciones y el profesor de matemáticas. Piensan en la carrera que hará su hijo, pero no en el tipo de persona que será. Y no les importa si su hijo es buen compañero, o leal y sincero con los amigos.
Como padre, o como madre, debes preocuparte de saberlo. Entérate, por ejemplo, de si ya ha aprendido a dejar el bolígrafo o los rotuladores o ese libro a sus compañeros de clase. Preocúpate por saber si lleva ya al colegio, para jugar con sus amigos, aquel balón que le han regalado en su último cumpleaños. No resulte que esté convirtiéndose en un egoísta avaro de sus libros, sus rotuladores o su balón de reglamento.
Porque las notas suelen ser muchas veces consecuencia de lo demás. Y, aunque no fuera así, ¿de qué serviría tener un hijo premio Nobel si luego es un egoísta, está lleno de orgullo, o es un envidioso redomado? —Oye, que supongo que no todos los problemas serán de falta de voluntad o de virtudes…
Cierto. Hay también, aunque con menor frecuencia, problemas de aprendizaje. Pueden ser dificultades de lectoescritura, comprensión, memoria, atención, etc., que quizá se agudizan a estas edades. A veces se ponen de manifiesto coincidiendo con el año en que en el colegio pasan al sistema de un profesor por asignatura. Es cuestión de acudir entonces a un gabinete psicopedagógico de confianza.
Castigar es fácil; motivar es difícil Vuelvo a insistir brevemente en la motivación y en el castigo, porque en los estudios de los chicos suelen tener bastante protagonismo.
Si se tiene verdadera autoridad, raramente será necesario castigar.
Un simple detalle, una mirada o un sencillo comentario más severo que muestre que ha actuado mal, suele ser suficiente si le hemos educado bien y con cariño. El recurso al castigo es casi siempre la solución más cómoda y socorrida, la menos inteligente.
El castigo es el arma de quien no sabe educar mejor.
De todas formas, si honradamente no se te ocurre mejor solución, castiga. Pero que sepas que es porque antes no supiste hacerlo mejor; y que aún ahora existen otras soluciones. Pero no lo dejes pasar si crees que hay que actuar.
Cuando uses del castigo, el chico ha de quedar siempre con la sensación de que ha habido justicia, como si hubiera perdido en un juego con unas reglas muy claras y sin trampas. La reprensión y el castigo deben ser como el eco del reproche que el niño se haga a sí mismo en el interior de su conciencia. Si no se consigue esto, su eficacia es muy dudosa.
También conviene que los castigos sean en lo posible educativos, relacionados con la falta cometida. E incluso productivos, si es posible, porque así al cumplirlo no se añade la carga de sentir que se está haciendo algo absurdo o inútil.
Por eso, si tiene desordenado el armario, se le puede decir que lo ordene antes de salir. Si llega tarde a comer, puede recoger la mesa o hacer algún otro trabajo doméstico, y descargar así de trabajo a otros. Y si las notas no han sido buenas, habrá que marcarle unos mínimos exigentes en su estudio, y deberá cumplirlos.
Motivar no equivale a premiar. Es más. Es infundir un deseo de actuar de un modo determinado: de estudiar, de ayudar a los demás, de saber, de conocer.
La clave está en lograr despertar esos buenos deseos que hay en toda persona, porque detrás de esos deseos, la educación viene sola.
Sería un error entender el premio como la mejor motivación, y más aún si fuera recompensa siempre material. Alguna vez puede ser solución, pero es grande el riesgo de entrar en la espiral de los caprichos, los regalos y las concesiones. Cualquier intento de comprarle en vez de educarle suele llevar a resultados tan malos como desafortunado y degradante es el sistema.
Multiplicar los regalos lleva a que no se valoren, y a sumergir al chico en un creciente consumismo. Usarlos como continuo cebo para obtener cualquier objetivo lleva a que necesite de ellos a cada paso. Corregir lo negativo y premiar el no ser malo no es educar motivando.
Un chico bien educado prefiere muchas otras cosas antes que un regalo.
Valora mucho más encontrar en el momento adecuado una sonrisa, un pequeño elogio, un estímulo inteligente, unas palabras de ánimo, un sincero interesarse por lo que ha hecho. Es bueno que saboree la alegría de haber vencido las dificultades.
Cuando ha hecho esfuerzos y progresos debe saber que lo habéis visto y que estáis contentos de él.
Con los regalos no se puede sustituir lo insustituible: el trato humano, la alegría del hijo por la satisfacción de los padres al contemplar su buen hacer, y la satisfacción propia: aquello a lo que se refería Séneca cuando dijo que el premio de la buena obra es haberla realizado.
Diversos modos de equivocarse La materialización de la motivación es como un alto pararrayos de desgracias que se abaten sobre quien la emplea. Enseguida surge como efecto la insaciabilidad, o la saturación, por falta de ingenio para disfrutar de la vida sin necesidad de nuevas y costosas aportaciones.
Pronto se echa de menos una autoridad limpia que no tenga su fundamento en atender el capricho. En un colegio pueden verse casos que son ejemplo de este proceso, y que desgraciadamente son frecuentes.
Recuerdo unos padres que me explicaban cómo habían prometido a su hijo –medianamente listo, pero que no había dado ni golpe en todo el curso– comprarle una moto para el verano si sólo suspendía cuatro o menos asignaturas en junio.
Me sorprendía eso de cuatro o menos, porque no parecía una meta muy elevada… Pero es que –pensaban– “con cuatro todavía había posibilidades de que en septiembre pase curso…”.
Con tal sistema de motivación, el resultado fue proporcionado a la genialidad del plan. Aprobó todas menos cuatro –qué menos en un chico así–, le compraron la moto –con gran sacrificio económico, y además, no una moto cualquiera, para que el chico no quedara avergonzado ante sus amigos–, hizo numerosas amistades en un ambiente que no correspondía a su edad, no tocó un libro y suspendió de nuevo a la vuelta de las vacaciones las famosas cuatro asignaturas, con la consiguiente pérdida del curso. La anécdota no necesita glosa.
Recuerdo otro sucedido similar, que se refiere al remedio motivador que el ingenio de una madre vino a idear ante la falta de interés por el estudio de su hijo, también de esa misma edad.
Resolvieron en consejo familiar comprar a la criatura un pequeño aparato de televisión para su habitación, eso sí, con la promesa formal del chico de que a cambio estudiaría en adelante muchísimo más.
El efecto fue inmediato y demoledor. El muchacho, con poca fuerza de voluntad, y que hasta entonces estudiaba poco, claudicó inevitablemente ante la cercana, continua y facilitada tentación televisiva, descendiendo enormemente su rendimiento escolar.
Otro ejemplo frecuente es el que podríamos denominar incontinencia castigadora. Unos padres contrariados porque su hijo, siempre brillante en los estudios, tiene un mal resultado académico, y vuelven a casa con el boletín de notas, envalentonados tras una enardecida conversación con el profesor en el colegio.
Nada más llegar, dan al chico una solemne explicación de lo que va a ser el castigo que ha merecido. Disertación que por lo grandilocuente no desentonaría nada en un discurso parlamentario. Le explican que no se va a mover de casa para nada, que se acabó la televisión, que no habrá cine ni salidas con sus amigos, que se queda sin paga semanal, y que se despida de la prometida bicicleta para el verano. Y que además, el castigo seguirá así, sin relajación alguna y sin posible remisión, hasta que lleguen las notas de junio, dentro de cuatro meses.
Después de un episodio semejante, lo más probable es que se produzca una de las dos siguientes situaciones. La primera y más corriente es que efectivamente haya una relajación del castigo y se vayan sucediendo las escenas de hacer la vista gorda: la abuela cede por un lado, mamá por otro, un secretito de papá –cuántas veces muestran menos fortaleza los padres que las madres–, y el niño, que no es tonto, acaba por superar, una por una, todas las barreras impuestas.
De este modo se va erosionando el prestigio de los padres, que con los años acabarán teniendo que batirse en defensa numantina de las ruinas de una autoridad prácticamente destruida. Podríamos definir este efecto como inconstancia sancionadora.
Y la segunda posibilidad, propia de padres más tenaces, es que la larga duración del castigo –que al chico se le antoja interminable–, así como la imposibilidad de su remisión, corten radicalmente su esperanza. Este segundo efecto podría llamarse irrevocabilidad sancionadora. Con ella suele perderse el efecto pedagógico que debe buscarse en todo castigo, y acaba siendo contraproducente.
La enseñanza de este sucedido es clara: hay que dar posibilidad de remisión del castigo, basada en exigencias concretas de mejora personal; que no sea demasiado prolongado en el tiempo; y que de verdad estemos dispuestos a hacerlo cumplir. O, mejor aún, no castigar la primera vez, tener una conversación exigente y animante –examinando las causas del tropiezo–, y confiar en que mejorará, puesto que era un buen estudiante.
El último ejemplo que quiero poner se refiere a los castigos físicos. Recuerdo la vergüenza ajena con que vi en una ocasión a una madre en la triste situación de correr detrás del hijo que huía del castigo corporal. Aparte de un espectáculo penoso, es muestra muy sintomática de una autoridad ya casi perdida.
No se debe pegar, y quienes tengan que llegar a hacerlo habrán de ser conscientes de que es consecuencia de una larga acumulación de errores en la educación del chico y en la autoridad de los padres. Suele ser consecuencia de la irritación y de la pérdida del dominio de sí mismo, desprestigia a quien la emplea, produce resentimientos, y es algo que recordarán cuando sean mayores y que difícilmente nos podrán agradecer.
—¿Por qué no resumes algunos consejos sobre los estudios? Sin pretender ser exhaustivo ni descalificar otros criterios, propongo los siguientes:
- que aprenda a organizarse: que prepare sus libros para ir a clase, tenga ordenadas sus cosas, vea como distribuir su tiempo y se haga su horario;
- no pretendas fiscalizarlo todo, que es peor; haz lo posible para que comprenda que él es el interesado en ser un buen estudiante;
- si no estudia, investiga las causas, sin reduccionismos simplistas; háblalo detenidamente con su tutor y sus profesores;
- investiga un poco también sobre sus amigos y su integración en la clase;
- si tiene detalles de falta de reciedumbre o de capricho, no se los consientas;
- ojo con la televisión (o con los videojuegos, o con internet), y que no tenga receptor en su habitación;
- nada de aprobados a cambio de bicis o motos;
- usa lo menos posible del castigo; y, si tienes que hacerlo, que no sean castigos absurdos; que los cumpla y que sepa el modo de conseguir el perdón.