La conocí en mi oficina, era una muchacha con unos años menos que yo; y sin ser una belleza, no era fea; y además con una bonita figura, simpática, y muy atractiva. También goza de gran inteligencia. Yo la admiraba porque también era muy eficiente en su trabajo. Nunca pasó por mi mente el tener algo que ver con ella. Además, nunca había sido infiel a mi esposa, quizá porque siempre he sido muy hogareño.
Sin embargo las circunstancias se dieron cuando las cosas del trabajo cambiaron, y lo que pareció un resbalón accidental de ella –que ahora pienso no fue tan accidental–, nos obligó a afianzarnos uno al otro. De ahí en adelante surgieron ciertas ideas en mi mente que poco a poco se fueron haciendo realidad, hasta que un día, cegados por la locura, ni yo ni ella nos detuvimos.
Un par de semanas más tarde me informó del posible embarazo, y poco después lo confirmábamos con los contundentes análisis clínicos. Empezó la zozobra para determinar qué hacer. Finalmente llegamos a la decisión del aborto.
Me atreví a consultar solamente con dos personas, un amigo, y un sacerdote; el amigo no apoyó esa decisión pero me informó donde había un consultorio que con menos riesgos podría efectuarse. El sacerdote me advirtió de las consecuencias morales de tal medida, sin embargo, nos dimos prisa y la decisión se llevó a la práctica.
Desconozco si anteriormente ella ya había hecho lo mismo, pero lo dudo porque vi y sentí lo tremendamente traumático que le resultó; tardó en reponerse y yo contribuí en lo que pude en su recuperación psíquica. Cuando acudí a confesarme el sacerdote estaba bastante triste por lo sucedido, y me aconsejó que no la siguiera viendo.
De veras que lo intenté, incluso hice trámites para que ser trasladado profesionalmente. En lugar de cambiarnos, por las nuevas condiciones de trabajo, se nos dieron mayores facilidades de estar juntos. Por entonces investigué un poco, y supe que ella se veía también con otra persona. Hablé con ella para decirle que no nos veríamos más. Para mi sorpresa, no lo aceptó; al contrario, prometió dejar al otro y expuso muchas razones; me dejé convencer. No estaba enamorado de ella, ni siquiera sé cómo llamarlo, creo que estaba enredado. De manera que verla y tratarla, era formidablemente disfrutado por mí, pero en mi interior se desgarraba mi mente y mi espíritu. Después de ella hubo otras mujeres: el tabú se había roto, y me di cuenta de que era un vicio, igual que otros difíciles de dejar.
Ahora no sé qué decirme ni a mí mismo en mis propias tribulaciones, que no son pocas. Estoy bastante seguro si digo que no pasa un día sin que me acuerde de esa decisión y me lamente, y me lo recrimine, y pida perdón a Nuestro Señor. La relación actual con mi esposa nunca fue peor; y aunque mis hijos me siguen respetando y escuchando, sé que ahora lo hacen por lo que les enseñamos antes. Son escasas las personas que disfrutan de una conversación conmigo, sólo lo ordinario. Y me pregunto ¿Por qué habrá quienes, incluso siendo médicos, ven el engaño como algo perfectamente normal? Cómo lamento que ya no tenga yo la capacidad de dar consejos. Cómo añoro esa tranquilidad interior que me hacía sentir tan bien aun en las situaciones más difíciles. Cómo me duele haber tenido y perdido esa paz interior que me hacía sentir y gozar la intensidad de la vida y del amor. ¡Creo que estoy describiendo la pérdida de la gracia! Esto equivale a perder una parte del corazón y de la existencia. Y lo peor ¡aún no encuentro como reparar ese daño! Todo tiene su precio, ¡lo sabía! Y ahora ya lo estoy comprobando. Tenía el Cielo en la tierra y lo perdí.
Autor anónimo Publicado en PUP 13.VI.01