Muchos hombres no se equivocan jamás
porque nunca se proponen hacer nada.
J. W. Goethe
- La teoría de los gérmenes
- Saber usar los propios recursos
- Dos modos de plantear las cosas
- Una nueva clave
- La libertad interior de elegir
- El riesgo del autoengaño
La teoría de los gérmenes Hasta que se llegó a conocer con suficiente profundidad la acción patógena de los microbios, allá por la segunda mitad del siglo XIX, había entre los investigadores médicos una enorme preocupación ante el serio problema planteado por las frecuentes infecciones hospitalarias.
Las complicaciones sépticas tras cualquier tipo de intervención quirúrgica eran casi inevitables y de consecuencias muy graves. También era habitual que tras pequeñas heridas se produjeran importantes supuraciones o septicemias, y un elevado porcentaje de mujeres morían como consecuencia de infecciones originadas por la asistencia al parto. Pero nadie entendía bien por qué sucedía todo aquello.
Tras sus importantes descubrimientos bacteriológicos en el campo de la fermentación, Louis Pasteur anuncia en 1859 su idea de que los procesos infecciosos son consecuencia de la acción de un germen. Pero, ¿de dónde vienen esos microorganismos? Hasta entonces, quienes se habían planteado esa posibilidad pensaban que surgían por generación espontánea. Sin embargo, Pasteur va hallando microbios específicos de diferentes enfermedades, y observa que son seres vivos que van pasando de un cuerpo a otro.
Poco después, el cirujano inglés Joseph Lister descubre que aplicando enérgicas medidas antisépticas se frenan drásticamente las infecciones: por ejemplo, en el caso de las fracturas abiertas, logra reducir la mortalidad desde el 50% a cifras inferiores al 15%, gracias al empleo de fenoles como producto antiséptico.
Más adelante, Pasteur descubre que esos gérmenes causantes de la enfermedad pueden ser aislados y cultivados, y que si se amortiguan y se inoculan en pequeñas dosis en cuerpos sanos –a ese hallazgo se le puso el nombre de vacuna–, tienen un efecto inmunizador.
En cuanto se desarrolló la teoría microbiana, se implantó un nuevo modo de entender la atención hospitalaria, y en general de toda la medicina. Un pequeño cambio de enfoque hizo ver las cosas muy distintas y generó poderosas transformaciones.
Comprender mejor lo que sucedía hizo posible un avance extraordinario.
De manera análoga, muchas personas experimentan un notable cambio en su pensamiento en determinados momentos de su vida. Descubren una nueva faceta de la realidad, y esto provoca un cambio en las claves con las que estaban interpretando esa realidad.
Un descubrimiento nos hace sustituir viejas claves por otras más acertadas.
Sucede, por ejemplo, cuando una persona sufre un accidente grave, o afronta una crisis que amenaza cambiar seriamente su vida, o pasa por la prueba de la enfermedad y del dolor, y de pronto ve sus prioridades bajo una luz diferente. O cuando comienza a ejercer determinadas responsabilidades, o asume un nuevo papel en su vida, como el de esposo o esposa, padre o madre, y entonces se produce un cambio de su modo de ver las cosas.
Si en nuestra vida queremos realizar pequeños cambios, puede que nos baste con esforzarnos un poco más en mejorar nuestra conducta y luchar contra nuestros defectos.
Pero si aspiramos a un cambio importante, es preciso cambiar nuestro modo de ver las cosas.
Un ejemplo. Piensa por un momento –recomienda Stephen Covey– en tus bodas de plata, o en tus bodas de oro. Piensa en la despedida en tu trabajo cuando llegue tu jubilación. Visualízalo con riqueza de detalles. Piensa en los sentimientos y emociones que te embargarán en ese momento. ¿Cuál será tu balance de todos esos años de matrimonio o de trabajo? ¿Cuál quieres ahora que sea el balance que hagas entonces? Otro ejemplo. Piensa en que te enteras ahora mismo de que te quedan sólo tres meses de vida. Visualiza mentalmente qué harías. Es probable que, de pronto, todo aparezca con una perspectiva diferente. Es probable que afloren a la superficie ciertos valores que antes casi no tenías en cuenta.
Quizá veas entonces de modo distinto la relación con tus padres o con tus hijos, o plantees de modo distinto el matrimonio, o la relación con tus compañeros de trabajo. Quizá te parezcan futiles cosas que hace un momento considerabas muy importantes.
-—Bien, pero la vida no puede plantearse cada día como si te quedaran tres meses de vida.
Por supuesto. Pero ese ejercicio mental nos puede ayudar a pensar en cosas en las que habitualmente no pensamos, a reflexionar sobre los principios que rigen nuestra vida, a identificar mejor lo que realmente importa.
La vida nos va cargando día a día de rutinas, de adherencias que van entorpeciendo nuestra marcha. A veces hay que pararse y ver qué es lo que queremos, no dar por bueno sin más nuestro status quo, no seguir sumisamente la inercia de todo lo que hemos hecho hasta entonces, sino repensar las cosas a fondo. No podemos olvidar que esos valores y principios son la trama que da consistencia al tejido de nuestra vida y, por tanto, son nuestro mayor tesoro (además, casi lo único que tenemos a salvo de robos, incendios, quiebras o descensos bursátiles).
Saber usar los propios recursos Hay personas que achacan sus defectos a razones de tipo genético. Son los que con un “qué le vamos a hacer, he nacido así”, alejan rápidamente de su cabeza la posibilidad de esforzarse en serio por erradicar un determinado defecto.
Algunos llegan incluso a hablar del mal genio de su abuelo (o de toda una rama de la familia) para justificar, por ejemplo, que tienen un carácter violento o imprevisible. Están convencidos de que su herencia de irascibilidad viene inexorablemente determinada en su carga genética y que, por tanto, nada pueden hacer por luchar contra su propio ADN.
Otros parecen tranquilizarse echando las culpas a la educación que recibieron de sus padres. Son los que con un cortés y lacónico “me han educado así”, dejan también de lado cualquier pensamiento sobre su mejora personal.
Otros cifran casi todo en cuestiones del ambiente en que han vivido, de su condición social, del modo de ser propio de su región o su país de origen, del estilo educativo del lugar donde estudiaron, o de lo que sea…, pero siempre hay algo o alguien fuera de él que es el verdadero responsable de que él sea así.
Siempre piensan que el problema está fuera de ellos, y precisamente ese pensamiento es su gran problema.
Este peligroso planteamiento de la vida admite, como es lógico, diversos grados.
En algunos casos, por ejemplo, esas personas aceptan que quizá la solución está en ellos mismos, y se muestran teóricamente dispuestos a afrontarlo, pero luego no llegan a tomar la iniciativa o no dan los pasos necesarios para llevar a la práctica esas soluciones. Veamos unos ejemplos, tristemente frecuentes, tomados del ámbito escolar:
Otros tienen un talante que queda bien retratado en aquellas famosas 6 normas para no prosperar que se difundieron tanto hace unos años: 1. Espere sentado su oportunidad.
2. Comente su mala suerte con los demás.
3. No se esfuerce por mejorar su preparación.
4. Laméntese de que los tiempos están muy difíciles.
5. Obstínese en que sin recomendaciones no se logra nada.
6. Confíe y aguarde a que vengan tiempos mejores.
Son personas pasivas, que siempre están como esperando a que suceda algo exterior que les fuerce a cambiar; o a que alguien se haga cargo de ellas y las empuje a decidirse a afrontar y resolver sus problemas.
Su principal problema son ellas mismas: no tienen una actitud ante la vida que les lleve a usar sus recursos y su iniciativa.
Tienen como entumecidos los músculos de la responsabilidad. Pero esos músculos siguen siendo suyos y están ahí: lo que tienen que hacer es ejercitarlos.
Dos modos de plantear las cosas En este sentido, podríamos dividir nuestros pensamientos y preocupaciones habituales en dos grandes grupos: los que están centrados en cuestiones sobre las que no tenemos ninguna o casi ninguna posibilidad de influencia, y los que, por el contrario, se refieren a cuestiones sobre las que sí podemos influir.
Quienes centran su cabeza sobre ese primer conjunto de pensamientos, es decir, sobre cuestiones que les vienen ya dadas y sobre las que no pueden hacer nada o casi nada, suelen ser personas pasivas, negativas e ineficaces. Dedican gran cantidad de tiempo y energías a pensar en los defectos de los demás (casi nunca en los propios, ni en ayudar a los demás a corregirse), y a lamentarse de las injusticias que la sociedad tiene con ellos (nunca en cómo ellos pueden contribuir a mejorar la sociedad). Se quejan continuamente de los males que la salud, el clima o la situación política traen a su desgraciada existencia. Piensan en muchas cosas, pero todas tienen en común que ellos poco o nada pueden hacer por cambiarlas.
Por el contrario, las personas sensatas procuran centrarse en el segundo conjunto de pensamientos a que nos referíamos. Es decir, se dedican fundamentalmente a cuestiones con respecto a las cuales pueden hacer algo, aunque no sea de modo inmediato. Y gracias a que hacen algo, logran que con el tiempo ese conjunto de ocupaciones –podríamos llamarlo círculo de influencia– vaya creciendo, pues cada vez son más eficaces, avanzan más e influyen sobre más cosas.
-—Pero reducirse a pensar solamente en lo que uno tiene al alcance de su influencia, ¿no supone un cierto empequeñecimiento mental? Es cierto que hay muchas cosas –por ejemplo, la información sobre la actualidad nacional e internacional, la historia, etc.– sobre las que poco o nada podemos influir, y sin embargo resulta importante y positivo conocerlas, e ir formando una opinión sobre ellas. Por eso, cuando hablo de centrarse en el propio círculo de influencia me refiero fundamentalmente a la actitud general que uno toma ante los problemas que tiene: si los sitúa dentro de su alcance y los acomete, o si, por el contrario, tiende a despejarlos fuera para luego lamentarse de no poder resolverlos.
Lo sensato es saber centrar nuestros esfuerzos en lo que está a nuestro alcance, no perder nuestras energías en lamentaciones utópicas.
De lo contrario, caeríamos en una especie de absurda autofrustración, un estilo de vida por el que las personas se autocastigan al pesimismo, la queja y el enterramiento de sus propios talentos.
Recordando aquella vieja sentencia, podríamos decir que se trata de tener:
Hay quizá demasiadas ocasiones en que ponemos tontamente en cosas ajenas a nosotros la capacidad de decidir sobre nuestra vida. Por ejemplo, si uno se lamenta de no tener una casa o un coche mejor, o de no haber llegado a una determinada posición profesional, o de no haber tenido una familia distinta a la que tiene, puede plantearlo básicamente de dos maneras.
La primera es quejarse de que los condicionantes de su vida le impiden lograrlo, y que sólo cuando cambien podrá salir de su triste situación.
La segunda es radicalmente distinta: ver qué es lo que podría cambiar en él mismo, en su actitud, en su conducta, para que esos condicionantes externos a su vez cambien: cómo puede mejorar él, cómo puede ser más ingenioso y más diligente para facilitar así que las cosas vayan cambiando. La diferencia es sencilla: Acometer resueltamente los problemas, en vez de limitarse a protestar.
Como se cuenta de aquella multinacional del calzado que envió un delegado comercial a un país subdesarrollado que aún vivía en régimen tribal. Al poco de llegar, el delegado envió un telegrama a la Dirección General de la empresa diciendo: «Negocio imposible, todos van descalzos». Lo cesaron y enviaron a otro, más resolutivo, y a los pocos días recibieron otro telegrama, bien diferente: «Negocio redondo, todos van descalzos. Envíen una remesa de quince mil pares».
Se trata de cambiar el enfoque con el que se ven los problemas. Es algo que resulta de vital importancia para aquellas personas que se han habituado a refugiarse en actitudes de continua queja, de culpar de sus problemas siempre a otros, o de responsabilizar de sus frustraciones a la sociedad.
Por ejemplo, si tu matrimonio no va bien, o no te llevas bien con tu hijo, o con tu padre, o con tu jefe, poco puedes arreglar repitiendo una vez y otra sus defectos, considerándote una víctima impotente de su pésima actitud. Piensa en qué cosas son las que te enfadan y examínalas con objetividad: seguro que bastantes responden en buena parte a tu susceptibilidad, o a que te has obsesionado un poco con una serie de detalles que valoras excesivamente; o quizá es que eres bastante menos tolerante con los defectos de los demás que con los tuyos; o a lo mejor estás dentro de una espiral de agravios mutuos que difícilmente se romperá si tú no tomas la iniciativa.
Si de verdad quieres mejorar la situación, debes empezar por actuar sobre lo que tienes más control, que eres tú mismo: actúa primero sobre tus propios defectos.
Has de centrarte en tu esfuerzo por ser un mejor esposo o esposa, mejor hijo o mejor padre, mejor jefe o mejor empleado, mejor amigo. De este modo, es más probable que la otra persona capte tu buena disposición y te responda de la misma manera.
-—¿Y si la otra persona no respondiera así, sino que siguiera con su actitud negativa, como antes? Puede suceder, claro está, y de hecho sucede. Pero en cualquier caso, el modo de actuar más positivo que tienes (no el único) sigue siendo ese. Actuando así, mejorarás como persona, y de la otra manera sólo conseguirás reducir tu capacidad de recomponer la situación y aumentar seriamente las posibilidades de amargarte la existencia.
Una nueva clave Recuerdo el caso de otro alumno que desde el comienzo del curso me produjo bastante mala impresión. Su actitud era habitualmente negativa, incluso un tanto desafiante. Parecía como si a cada momento tuviera que comprobar hasta dónde estaba dispuesto el profesor a permitir sus pequeñas provocaciones. También tenía dificultades con sus compañeros, entre los que era bastante impopular.
Su talante y su comportamiento en clase llegaron a producirme cierta irritación. A los pocos días de curso, decidí variar el orden que seguía en mis entrevistas con los alumnos nuevos para hablar con él cuanto antes. A la primera ocasión, le llamé. Nos sentamos, y le pregunté cómo se encontraba en su nueva clase.
Los primeros diez minutos fueron por su parte de un mutismo completo, sólo interrumpido por algunos parcos monosílabos. Aunque me esforcé por mostrar confianza, buscando el motivo de su desinterés y sus dificultades de relación con sus compañeros, apenas encontraba respuesta por su parte.
Pasé a preguntarle por cosas más personales, por sus padres, por el ambiente de su casa. Poco a poco, dejaba notar que en realidad sí quería hablar, pero encontraba dentro de sí una barrera. Finalmente, y sin abandonar ese tono altivo que parecía tan propio suyo, me contestó: «¿Que cómo van las cosas en mi casa? Pues eso. Fatal. Que se te quitan las ganas de todo. Usted lo ve todo muy fácil, claro. ¿Pero cómo estaría usted si su madre estuviera en cama desde hace dos años, y su padre volviera a casa bebido la mitad de los días? Estaría muy entero, supongo. Pero, lo siento, yo no lo consigo».
Siguió hablando, al principio con cierto temple, pero a las pocas frases se vino abajo, se le quebró la voz y se echó a llorar.
Una vez roto el hielo, aquel chico abandonó esa actitud postiza de orgullo y de distancia que solía usar como defensa, y se desahogó por completo. Poco a poco fue contando el drama familiar en que estaba inmerso y que le hacía vivir en ese estado de angustia y de crispación. La enfermedad, el alcohol y las dificultades económicas habían enrarecido el ambiente de su casa hasta extremos difíciles de imaginar. A sus catorce años llevaba ya sobre sus espaldas una desgraciada carga de experiencias personales enormemente frustrantes.
No es difícil imaginar lo que sentí en aquel momento. Mi visión de ese chico había cambiado por completo en sólo unos segundos. De pronto, vi las cosas de otra manera, pensé en él de otra manera, y en adelante le traté de otra manera. No tuve que hacer ningún esfuerzo para dar ese cambio, no tuve que forzar en lo más mínimo mi actitud ni mi conducta: simplemente mi corazón se había visto invadido por su dolor, y sin esfuerzo fluían sentimientos de simpatía y afecto. Todo había cambiado en un instante.
Me recordó aquella frase de Graham Greene: Si conociéramos el verdadero fondo de todo tendríamos compasión hasta de las estrellas. Y pensé que muchos de los problemas que tenemos a lo largo de la vida, que suelen ser problemas de entendimiento y relación con los demás, con frecuencia tienen su raíz en que no nos esforzamos lo suficiente por comprenderles.
Cuando oigo decir que los jóvenes no tienen corazón, o que no tienen ya el respeto que tenían antes, siempre pienso que –como ha escrito Susanna Tamaro– el corazón sigue siendo el mismo de siempre, sólo que quizá ahora hay un poco menos de hipocresía. Los jóvenes no son egoístas por naturaleza, de la misma manera que los viejos no son naturalmente sabios. Comprensión y superficialidad no son cuestión simplemente de años, sino del camino que cada uno recorre en su vida.
Hay un adagio indio que dice así: Antes de juzgar a una persona, camina durante tres lunas en sus zapatos. Vistas desde fuera, muchas existencias parecen equivocadas, irracionales, locas.
Mientras nos mantenemos fuera, es fácil entender mal a las personas.
Solamente estando dentro, solamente caminando tres lunas en sus zapatos pueden entenderse sus motivaciones, sus sentimientos, aquello que hace que una persona actúe de una manera en vez de hacerlo de otra. La comprensión nace de la humildad, no del orgullo del saber.
La libertad interior de elegir «Trabajo como enfermera y llevaba unos meses atendiendo al hombre más desagradable que puedas imaginarte. Nada de lo que hacía podía satisfacerle. Nunca lo apreciaba, ni agradecía nada, ni mostraba ningún reconocimiento. Se quejaba constantemente y sacaba defectos a todo.
»El caso es que por culpa de aquel hombre llevaba un tiempo sintiéndome de bastante mal humor, pues atenderle me suponía mucho tiempo diario, y me enfadaba mucho, y esos berrinches me dejaban alterada para el resto del día, y al final eran los demás enfermos, mis compañeros y mi familia quienes más sufrían las consecuencias de mi estado de ánimo.
»Y fue entonces cuando una compañera mía, con la que tengo mucha confianza, tuvo el descaro de decirme que nadie podía herirme sin mi consentimiento; me explicó que, en el fondo, era yo quien elegía mi propio estilo de vida emocional que me llevaba a la infelicidad.
»De entrada, me pareció que su consejo era teórico e inaceptable. Pero estuve pensándolo unos días, hasta que me enfrenté a mí misma con verdadera sinceridad, y empecé a preguntarme: ¿soy en realidad capaz de influir en mi reacción ante las circunstancias que se presentan en mi vida? »Cuando por fin comprendí que sí podía hacerlo, o que al menos podía hacerlo bastante más, entendí que el hecho de que yo me sintiera tan desgraciada era básicamente culpa mía. Y fue entonces cuando supe que podía elegir no serlo, que debía liberarme de esa extraña dependencia del modo en que me estaba tratando ese paciente. Aquello fue un descubrimiento que ha influido después mucho en mi vida, ahora lo veo, varios años después. Desde entonces, atiendo a ese tipo de personas de una forma distinta, ya no se me hacen odiosos, como antes. Es más, estoy convencida de que tratar con ellos me hace mucho bien».
El relato de esta enfermera nos muestra que las circunstancias de dificultad, si se saben afrontar juiciosamente, suelen dar lugar a cambios en el modo de entender la vida, nos abren marcos de referencia nuevos, a través de los cuales las personas vemos al mundo, a los demás y a nosotros mismos de modo distinto, y nos permiten aumentar la perspectiva, madurar nuestros principios y alcanzar nuevos valores.
Es verdad que nuestra vida está bastante condicionada por muchas cosas que nos suceden y sobre las que apenas podemos actuar. Pero todas pueden superarse si se saben asumir adecuadamente.
Todos hemos conocido, por ejemplo, individuos que atravesaban circunstancias muy difíciles –una dolorosa enfermedad, una deficiencia física grave, un duro revés económico o afectivo– y, a pesar de ello, mantenían una extraordinaria fortaleza de ánimo. Observar a esas personas, ver cómo afrontan el sufrimiento o superan el embate de una desgracia o una fuerte contrariedad, deja siempre una impresión y una admiración grandes. Son actitudes que dan vida a los valores que les inspiran. En ese sentido, puede decirse que las dificultades a las que nos vemos sometidos juegan, en cierta manera, a nuestro favor: Las dificultades hacen lucir nuestra mediocridad, y nos brindan una espléndida ocasión de superarnos, de dar lo mejor de nosotros mismos.
Y de la misma manera que en su infancia y juventud las personas se curten y se superan a sí mismas con el esfuerzo ante la dificultad, y, por el contrario, la vida fácil las convierte en criaturas mimadas y endebles, de modo semejante, podría decirse que nuestra valía profesional, nuestro amor o nuestra amistad, maduran ante un ambiente difícil, arraigan con más fuerza y autenticidad en un entorno en el que no todo viene dado.
La historia apenas conoce casos de grandeza, de esplendor, o de verdadera creación, que hayan tenido su origen en la comodidad o la vida fácil. El talento no fructifica sino en la fragua de la dificultad. Quizá por eso decía Horacio que en la adversa fortuna suele descubrirse al genio, en la prosperidad se oculta.
El riesgo del autoengaño Todo hombre sensato ha de tener una sana y equilibrada preocupación por saber si actúa bien o no.
Una reflexión positiva que nos haga estar prevenidos contra el autoengaño.
Porque en las vueltas y revueltas de la vida aparecen muchas ocasiones de obrar mal y apenas reparar en ello. Y aunque somos libres de elegir nuestras acciones, no lo somos tanto para eludir luego las consecuencias de esas acciones que hemos elegido.
Por ejemplo, podemos elegir tirarnos a la calle desde un quinto piso, pero no podemos eludir lo que nos sucederá cuando nos estampemos contra el suelo. De la misma manera, podemos optar por ser deshonestos o corruptos en nuestro trabajo, con nuestros amigos o con la sociedad, pero no podremos escapar de sus consecuencias.
-—Bueno, hay bastante gente que sí escapa, puesto que, por desgracia, no todos los corruptos son descubiertos ni acaban en la cárcel.
Las consecuencias penales o sociales quizá puedan eludirse, pues depende de que nos descubran o no.
Pero el daño personal que con cualquier quebranto ético se hace uno a sí mismo es ineludible siempre.
Somos libres de elegir ante cualquier situación, pero nunca podemos dejar de cargar con la otra cara de la moneda. Sin duda, muchas veces nuestras decisiones tendrán consecuencias que preferíamos no padecer, y hemos llegado a ellas por no saber bien qué había en la otra cara de esa elección, y es entonces cuando nos damos cuenta de que nos hemos equivocado.
Sin embargo, no son nuestros errores lo que más nos daña, sino nuestra respuesta ante ellos.
Porque, como decía Cicerón, todos los hombres pueden caer en un error, pero sólo los necios perseveran en él. Cuando una persona no reconoce sus errores, no los corrige, o no aprende de ellos, se introduce en una espiral de autoengaño y encubrimiento que potencia esos errores y causa un daño mucho más profundo.
-—Lo malo es que supongo que todos tendemos en cierta manera hacia el autoengaño y el encubrimiento de nuestros errores.
Por eso la educación del carácter requiere un serio esfuerzo personal en ese sentido: cuando cometas un error, no te escudes en tu debilidad, no te lances a señalar defectos de otras personas, a culpar o acusar a otros. Es verdad que también habrá culpa en otras personas, pero hay que evitar que esa parte de culpa ajena te impida ver la tuya. Cuando observes en ti un error, lo verdaderamente necesario es, simplemente, que lo admitas, te corrijas y aprendas de él: de esta manera, además, una experiencia negativa puede convertirse en algo muy positivo.
Y si ves que tu pensamiento deriva enseguida hacia cuestiones que están fuera de tu alcance –fuera del círculo de influencia de que hablábamos antes–, frena en seco y vuelve a empezar. Hemos de tener la valentía de descubrir y afrontar las áreas de error o de debilidad que hay en nuestras vidas, para eliminarlas o reformarlas.
-—También será positivo conocer nuestras áreas de talento, para potenciarlas, supongo.
Sí, y en ambos casos el proceso de avance es muy parecido: establecer una meta personal, hacer un propósito de mejora y mantener un compromiso serio con uno mismo para cumplirlo (un compromiso serio y firme, pero también cordial y deportivo).