“No daré veneno a nadie
aunque me lo pida,
ni le sugeriré tal posibilidad”.
Juramento de Hipócrates
La intolerancia con los débiles
La intolerancia frente a los débiles ha adquirido con frecuencia a lo largo de la historia una dolorosa forma social e institucionalizada de legalidad.
Son muchas las voces que se han atrevido a denunciar con firmeza esos atropellos de la dignidad humana. Atropellos que llegan a veces a constituir una auténtica “cultura de la muerte” que en todas las épocas se ha manifestado en la muerte legal de inocentes.
La historia reciente nos lo muestra con crudeza en el genocidio nazi, en las limpiezas étnicas de tantos conflictos bélicos, o en el más sutil y solapado quitar la vida a los seres humanos antes de su nacimiento, o antes de que lleguen a la meta natural de la muerte.
Son siempre los miembros más débiles de la sociedad quienes corren mayor riesgo frente a esta peligrosa manifestación de intolerancia. Las víctimas suelen ser los no nacidos (aborto y manipulaciones genéticas), los niños (comercio de órganos), los enfermos y ancianos (eutanasia), los pobres (abusivas imposiciones de control demográfico), las minorías, los inmigrantes y refugiados, etc.
—¿Y por qué crees que se ha impuesto este error en el mundo en tantas ocasiones? ¿De dónde le viene su atractivo?
El atractivo del error no proviene del error mismo, sino de la verdad —grande o pequeña— que en él palpita. Por eso, un error es tanto más peligroso cuanta más verdad encubre. Y la modesta verdad que subyace en la cultura de la muerte, y a la que esta debe de prestado su atractivo, es la pequeña ganancia (deshacerse del anciano o del enfermo incómodos, eliminar una nueva vida que nos parece inoportuna, mejorar la calidad de vida de los que permanecemos con vida). Una ganancia que satisface fugaz y brevemente las pasiones humanas, y que oscurece la inteligencia hasta incapacitarla para percatarse del error que comete.
Curiosamente, la tolerancia ha sido muchas veces la bandera que han tomado quienes imponían esos abusos. Pero detrás de la defensa que hacen de los derechos y de las libertades, se esconde siempre un brutal atropello de los derechos y libertades más elementales. Detrás de una máscara de tolerancia, se esconde la más cruel y macabra muestra de intolerancia: la de no dejar vivir al inocente.
Espasmos eutanásicos
Con la legalización hace años en Holanda de la eutanasia activa bajo ciertas circunstancias, el viejo “derecho a pedir una muerte digna” ha pasado ya a ser el “derecho a dar una muerte digna” (el salto del pedir al dar no es de poca importancia).
Ese salto —que no ha tardado en ser imitado en otros lugares— ha contribuido a reavivar el viejo debate de la eutanasia, aunque esta vez de forma bastante más inquietante. Un debate que a todos nos interesa, porque, cuando se habla de la vida y de la muerte, todos tenemos cosas que decir.
—Pero parece que querer morir dignamente es una aspiración legítima, sensata y coherente.
La dignidad y la dulzura son dos cualidades que hacen al hombre más humano, y es natural que todos estemos un poco seducidos por la idea de que ambas estén presentes en nuestra propia muerte. El problema viene a la hora de pensar en cómo se muere uno “dignamente”.
Porque, ¿qué es más digno, esperar pacientemente la llegada de la muerte, luchando en lo posible por mitigar el dolor, o morir sin dolor a manos de otro hombre?
Porque en este punto se da no pocas veces una cierta manipulación de las palabras, presentando la eutanasia como algo más inocuo de lo que es. Se dice “muerte dulce”, o “muerte digna” para propiciar su aceptación social. Como si fuera secundario el hecho central de que, en la eutanasia, un ser humano da muerte consciente y deliberadamente a otro ser humano inocente.
El respeto a la dignidad de la vida humana es un fundamento esencial de la sociedad. Por eso la eutanasia debe considerarse siempre como un acto de intolerancia inaceptable, por muy presuntamente nobles o altruistas que aparezcan las motivaciones que animen a ejecutar tal acción, y por suaves y dulces que sean los medios que se utilicen para realizarla.
Quien aplica la eutanasia no permite continuar una vida que él considera inútil o sin sentido. ¿Pero quién es él para decidir que una vida está de más, es inútil, no tiene sentido, o no tiene derecho a vivir?
Ensañamiento terapéutico
—De acuerdo. Pero sí puede admitirse, supongo, una eutanasia pasiva, para no caer en el ensañamiento terapéutico.
Convendría precisar bien los términos. Suele llamarse eutanasia activa a la muerte provocada por una acción, y pasiva si lo es por omisión. Pero hacer una valoración moral de la eutanasia basándose en si es activa o pasiva, conduce fácilmente a equívocos.
Desde luego, la eutanasia activa es siempre inmoral. Pero la pasiva también puede serlo. Por ejemplo, dejar ahogarse a un niño, o desangrarse a un accidentado, sin hacer nada por auxiliarlos, cuando podría haberse hecho sin correr un riesgo desproporcionado, son casos de eutanasia pasiva: pero, por muy pasiva que sea, son moralmente inaceptables.
Por eso, más que hablar de licitud o ilicitud de la eutanasia pasiva, conviene hablar de qué auxilios, o qué remedios médicos son proporcionados en un caso u otro.
Por ejemplo, no hay que confundir la eutanasia con la interrupción de un tratamiento inútil, de común acuerdo entre médicos, familiares y el propio enfermo, cuando este ha entrado en una fase terminal. Eso no es eutanasia: es evitar la obstinación o ensañamiento terapéutico.
A este respecto, se podrían hacer algunas precisiones:
- Ante la inminencia de una muerte inevitable, es lícito en conciencia tomar la decisión de renunciar a unos tratamientos que procurarían únicamente una prolongación precaria y penosa de la existencia. No deben interrumpirse, sin embargo, las curas normales debidas al enfermo en casos similares.
- No se puede imponer a nadie un tipo de cura que, aunque ya esté en uso, todavía no esté libre de peligro o sea demasiado costosa. Su rechazo no equivaldría al suicidio: significaría más bien una serena aceptación de la llegada de la muerte, o bien una voluntad de no imponer gastos o trabajos excesivamente pesados a la familia o a la colectividad.
- A falta de otros medios, es lícito recurrir, con el consentimiento del enfermo, a medios terapéuticos aún en fase experimental y no libres de todo riesgo.
- Es igualmente lícito interrumpir la aplicación de esos medios si los resultados defraudan las esperanzas que se habían puesto en ellos. Deberá tenerse en cuenta el justo deseo del enfermo y de sus familiares, así como el parecer de médicos verdaderamente competentes.
Sutil tiranía de la normalidad
Quienes defienden la legalización de la eutanasia suelen invocar al supuesto derecho individual a disponer de la propia vida, o bien a lo que consideran una manifestación de solidaridad social: eliminar vidas que —siempre según ellos— carecen de sentido y constituyen una dura carga para los familiares y para la propia sociedad.
Sin embargo, parece claro que esforzarse por mitigar el dolor es positivo, pero proponerse eliminarlo por encima de cualquier otro valor, incluso atentando contra la vida de un inocente, es un grave error: el fin no justifica los medios. El ser humano, aun en el umbral de la muerte, conserva toda su dignidad.
Algunas ideologías desde hace décadas han considerado determinadas dimensiones parciales del ser humano como valores absolutos y, al hacerlo, han generado clamorosas injusticias: así ha sucedido con quienes han construido su visión del mundo exclusivamente sobre la raza, el color de la piel, la clase social, la nación o la ideología. Y algo semejante ha sucedido a algunos con la salud, y les ha llevado a un fenómeno similar. Propugnan un totalitarismo que, en la práctica, decide quién tiene derecho a vivir y quién no; y eso les hace considerarse legitimados para ensañarse con quienes no se corresponden con su patrón de hombre: los deficientes, los enfermos, los ancianos, los moribundos.
Cuando se pretende dar muerte a los que son débiles o deficientes, para establecer en el mundo una especie de tiranía de la normalidad, ese mundo queda inevitablemente deshumanizado. Hay que luchar contra la deficiencia física y la debilidad, pero los enfermos siempre son seres humanos a los que debemos respetar.
Algunas objeciones
—¿Pero cuando es el propio enfermo quien lo pide?
Cuando un enfermo que sufre pide que lo maten, lo que en realidad está pidiendo casi siempre es que le alivien los padecimientos, tanto los físicos como los morales, que a veces son aún más dolorosos. Son casos habitualmente provocados por la soledad, por la incomprensión, por la falta de afecto y consuelo en el trance supremo.
Hay que luchar por vencer la enfermedad, pero no es lícito eliminar seres humanos enfermos para que no sufran. Ese fin subjetivamente bueno no justificaría esos medios inmorales (en este caso, matar a un inocente).
La eutanasia no es un simple paliar el sufrimiento, sino despreciar y vejar definitivamente al paciente. Suele hablarse de eutanasia como redención del sufrimiento, cuando con frecuencia no es más que una decisión utilitarista que alivia y libera a quienes han de cuidar al enfermo.
—Pero no todos los casos son igualmente condenables: hay que ponerse en el lugar del enfermo y de su familia, que pueden estar en una situación tremendamente dura.
Por supuesto, pero no debemos confundir lo que suceda en el interior de las personas en un momento difícil, con lo que las leyes o la sociedad deben tener como aceptable o rechazable. Hay circunstancias que exigen mucha comprensión, y que pueden atenuar la responsabilidad de cualquier error que una persona cometa —todos los ordenamientos jurídicos cuentan con ello—, pero eso no debe confundirse con la norma general.
De nuevo la sombra del totalitarismo
—¿Y por qué te parece mal que algunos pocos Estados toleren que un médico procure la muerte a aquellos enfermos que así lo soliciten?
Los defensores de la eutanasia dicen que en la vida irreversiblemente enferma no hay, en muchos casos, vida personal digna de tal nombre, y que por tanto no sería aplicable la protección que supone el derecho a la vida.
El razonamiento no es algo nuevo en la historia de la humanidad. Además de los precedentes históricos de Esparta o de la Roma precristiana, hay experiencias más recientes: la Alemania nazi, y a otro nivel, Holanda, donde se ha venido admitiendo su práctica impunemente desde hace bastantes años.
Hay una característica siempre común: es el Estado quien acaba decidiendo si una vida tiene o no derecho a existir. De nuevo aparece, como se ve, la temible sombra del totalitarismo de Estado.
Siguiendo con el ejemplo de la Holanda de los últimos años, el hecho es que a pesar del sistema de garantías formales establecido por las autoridades, junto a una media de unos 2.300 casos anuales en los que se ha aplicado la eutanasia activa y a otros 400 de suicidio acompañado, se sabe que más de 1.000 personas han recibido anualmente la inyección letal sin su consentimiento (los datos son del famoso informe Remmelink, encargado por el propio fiscal general holandés; se trataba de enfermos en coma, minusválidos psíquicos, recién nacidos con taras y enfermos seniles).
Como consecuencia de esa realidad, han ido surgiendo en el país diversas asociaciones y mutualidades de pacientes, que aseguran a sus socios asistencia jurídica permanente, así como prestaciones médicas en hospitales en los que no se admite la eutanasia.
Los cronistas han llegado a hablar de una ola de miedo ante la desprotección e indefensión en los centros públicos. Huyen del médico-verdugo, de la enfermera-verdugo. El anciano, que se sabe costoso para la sociedad y no siempre querido por ella, teme que el de la utilidad pueda ser el criterio que le permita o no seguir viviendo.
Muchos pacientes terminales se sienten seres inútiles, que gastan, que son una carga, molestan, ensucian… y no es extraño que a veces sean vencidos por ese rechazo social, que les abruma, y algunos acaben solicitando una muerte rápida.
La eutanasia inculca en los moribundos y en los individuos más vulnerables la idea de que el mundo desea quitárselos de encima lo antes posible. Perciben que, una vez que su vida activa ha pasado, ya han perdido su valor personal y económico, molestan, están de más. Sienten una presión, real o imaginaria, que les empuja a pedir la eutanasia.
No hay que hacer grandes esfuerzos para darse cuenta de los abusos a que conduce este tipo de prácticas, y de cuántos corazones compasivos —quizá alguno incluso con cierta satisfacción detrás de su cara de compungido al asistir luego a la lectura del testamento— se tranquilizarán pensando en lo bueno que ha sido que su pariente no sufriera demasiado.
Una pendiente peligrosa
La eutanasia, además de atentar contra la dignidad que corresponde a todo ser humano, genera una aterradora desconfianza. Destruye la solidaridad social, la solidaridad médico-paciente y la solidaridad dentro de la propia familia. Destruye precisamente aquello que debiera ser un ámbito de humanización.
Una civilización verdaderamente humana no puede relativizar de esa manera la dignidad del hombre. Después de tantos esfuerzos por desarrollar y defender un sistema jurídico que protegiera todos los derechos de la persona, después de tantas luchas en favor del hombre y de su libertad, perder la batalla de la vida sería imperdonable.
Incluso a los propios partidarios de la eutanasia, el precedente holandés plantea una difícil pregunta. Si en un país tan organizado como es Holanda, los serios esfuerzos de una eficiente Administración no han sido suficientes para impedir que en nombre de la eutanasia se hayan cometido tantos atropellos a lo largo de estos años, ¿merece la pena abrir una puerta como la de la eutanasia por la que, indudablemente, se van a colar tantos fantasmas como ocasiones en que se aplique?
Se entiende que muchos manifiesten su preocupación ante este paso. Se dice que es una ley que se aplica únicamente en casos límite. Pero hay suficiente experiencia —piénsese en cómo se ha llevado el control en el caso del aborto— como para saber que esas leyes acaban significando luz verde para eliminar todas aquellas vidas que no se resistan a ello. Quienes piensan que supone empezar a deslizarse por una pendiente peligrosa tienen motivo para hacerlo.
Alfonso Aguiló